Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! en las precedentes catequesis hemos tenido ocasión de remarcar varias veces que no nos hacemos cristianos por sí mismos, es decir con las propias fuerzas, en modo autónomo, ni siquiera nos hacemos cristianos en laboratorio, pero que se es generados y hechos crecer en la fe al interior de aquel gran cuerpo que es la Iglesia. En este sentido, la Iglesia es de verdad madre, ¡nuestra Madre Iglesia! ¿Es bello decirlo así, eh? Nuestra Madre Iglesia. Una madre que nos da vida en Cristo y que nos hace vivir con los otros hermanos en la comunión del Espíritu Santo.
1. En esta maternidad suya, la Iglesia tiene como modelo a la Virgen María, el modelo más bello y más alto que pueda existir. Es lo que ya las primeras comunidades cristianas han sacado a la luz y el Concilio Vaticano II ha expresado en modo admirable. (cfr. Cost. Lumen Gentium, 36-64). La maternidad de María es ciertamente única, singular, y se ha cumplido en la plenitud de los tiempos, cuando la Virgen dio a la luz el Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo. Y, sin embargo, la maternidad de la Iglesia se coloca precisamente en continuidad con aquella de María, como su prolongación en la historia. La Iglesia, en la fecundidad del Espíritu, continúa a generar nuevos hijos en Cristo, siempre en la escucha de la Palabra de Dios y en la docilidad a su designio de amor. La Iglesia es madre. El nacimiento de Jesús en el seno de María, en efecto, es preludio del nacimiento de todo cristiano en el seno de la Iglesia, desde el momento que Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos (cfr. Rm, 8,29). Es nuestro primer hermano Jesús, nacido de María, es el modelo y todos nosotros hemos nacido de la Iglesia. Comprendemos entonces cómo la relación que une María a la Iglesia es muy profunda: mirando a María, descubrimos el rostro más bello y más tierno de la Iglesia y mirando a la Iglesia reconocemos los lineamientos sublimes de María. Nosotros cristianos no somos huérfanos, tenemos una mamá, tenemos madre, ¡y esto es grande! ¡No somos huérfanos! La Iglesia es madre, María es madre.
2. La Iglesia es nuestra Madre porque nos ha dado a la luz en el Bautismo. Cada vez que bautizamos un niño se transforma en hijo de la Iglesia, viene adentro de la Iglesia. Y desde aquel día, como mamá primorosa, nos hace crecer en la fe y nos indica, con la fuerza de la Palabra de Dios, el camino de la salvación, defendiéndonos del mal.
La Iglesia ha recibido de Jesús el tesoro precioso del Evangelio, no para retenerlo para sí misma, sino para donarlo generosamente a los otros: como hace una mamá. En este servicio de evangelización se manifiesta en modo peculiar la maternidad de la Iglesia, empeñada, como una madre, en ofrecer a sus hijos la nutrición espiritual que alimenta y hace fructificar la vida cristiana. Todos, por lo tanto, estamos llamados a acoger con mente y corazón abiertos, la Palabra de Dios que la Iglesia cada día dispensa, porque esta Palabra tiene la capacidad de cambiarnos desde adentro, ¡sólo la palabra de Dios tiene esta capacidad, de cambiarnos bien desde adentro, desde nuestras raíces más profundas! Tiene este poder la Palabra de Dios, ¿y quién nos da la Palabra de Dios? La madre Iglesia. Nos amamanta desde niños con esta Palabra, nos cría durante toda la vida con esta Palabra. ¡Y esto es grande! ¡Es precisamente la madre Iglesia, que con esta Palabra de Dios, nos cambia desde adentro! La Palabra de Dios que nos da la Madre Iglesia nos transforma, hace nuestra humanidad no palpitante según la mundanidad de carne, sino según el Espíritu.
En su cuidado maternal, la Iglesia se esfuerza por mostrar a los creyentes el camino a seguir para vivir una existencia fecunda de alegría y paz. Iluminados por la luz del Evangelio y sostenidos por la gracia de los Sacramentos, especialmente la Eucaristía, nosotros podemos orientar nuestras elecciones al bien y atravesar con valentía y esperanza los momentos de oscuridad y los senderos más tortuosos, que los hay, ¡en la vida también los hay! El camino de salvación, a través del cual la Iglesia nos guía y nos acompaña con la fuerza del Evangelio y el apoyo de los Sacramentos, nos da la capacidad para defendernos del mal. La Iglesia tiene el coraje de una madre que sabe que debe proteger a sus hijos de los peligros que resultan de la presencia de satanás en el mundo, para llevarlos al encuentro con Jesús. Una madre siempre defiende a los hijos. Esta defensa consiste también en el exhortar a la vigilancia: vigilar contra el engaño y la seducción del maligno. Porque si también Dios ha vencido a Satanás, este siempre vuelve con sus tentaciones, nosotros lo sabemos, todos nosotros somos tentados, hemos sido tentados y somos tentados. A nosotros nos corresponde no ser ingenuos, él viene como “león rugiente” dice el apóstol Pedro (1 Pedro 5.8). Nos corresponde a nosotros no ser ingenuos sino vigilar y resistir firmes en la fe. Resistir con los consejos de la madre, resistir con la ayuda de la madre Iglesia, que como buena madre, siempre acompaña a sus hijos en los momentos difíciles.
3. Queridos amigos, esta es la Iglesia. Esta es la Iglesia que amamos todos, esta es la Iglesia que yo amo. Una madre que tiene en el corazón el bien de los propios hijos, y que es capaz de dar la vida por sus hijos. No debemos olvidar, sin embargo, que la Iglesia no son los sacerdotes, o nosotros los obispos. No, ¡somos todos! La Iglesia somos todos, ¿de acuerdo? Y también nosotros somos hijos y al mismo tiempo, madres de otros cristianos. Todos los bautizados, hombres y mujeres, juntos, somos la Iglesia. ¡Cuántas veces en nuestra vida no damos el testimonio de esta maternidad de la Iglesia, de esta valentía maternal de la Iglesia! Cuántas veces somos cobardes, ¿eh? ¿No eh? Entonces encomendémonos a María, para que ella como madre de nuestro primer hermano, del primogénito Jesús, nos enseñe a tener su mismo espíritu maternal con nuestros hermanos, con la capacidad sincera de recibir, de perdonar, de dar fuerza, y de infundir fe y esperanza. Y esto es lo que hace una mamá. ¡Gracias!
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