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Pablo Burali, Beato |
Cardenal Obispo de Nápoles
En la población de
Itri, situada cerca de la costa meridional de Italia, entre
Fondi y Gaeta, nacía en 1511 el segundo de los
cuatro hijos que concedió el cielo a los nobles esposos
Pablo Burali de Arezzo y Victoria Olivers, siéndole impuesto en
el bautismo el nombre de Escipión.
La
antigua familia de los Burali procedía de la ciudad toscana
de Arezzo y se había distinguido por los meritorios servicios
prestados a la monarquía en el reino de Nápoles. El
padre de Escipión era gentilhombre del rey católico de España
y diplomático al servicio de Clemente VII. Su madre, Victoria
Olivers, pertenecía a la alta nobleza de Barcelona.
La infancia del gentil retoño de los Burali se caracterizó
por precoces manifestaciones de una inteligencia despejada, ardientes muestras de
amor a Dios y generosos sentimientos de compasión y afecto
hacia los pobres y desgraciados. En el año 1524, en
que Cayetano de Thiene fundaba en Roma su Orden de
clérigos regulares, la antigua universidad de Salerno abría sus puertas
al joven Escipión, que en la flor de sus trece
años emprendía la ruta de sus estudios literarios para ser
más tarde gloria fulgente de la misma Orden.
Pocos años después fue Bolonia, la milenaria y docta ciudad
de las cien torres, la que con el prestigio de
su rancio abolengo cultural atrajo las miradas y el corazón
del joven D´Arezzo. En su célebre Universidad, que resplandecía como
"antorcha del derecho", completó su formación intelectual y cursó con
brillantez los estudios de derecho civil y canónico, desentrañando ágilmente
los áridos latines del Digesto, del Decreto de Graciano y
de las decretales de los pontífices, que eran los textos
vigentes en aquel tiempo. En la grave teoría de sus
togados profesores emerge la relevante figura de Hugo Buoncompagni, el
futuro Papa reformador del calendario, del cual será Burali, al
correr de los años, colega en el Sacro Colegio Cardenalicio.
En una época en que no existía una clara línea
divisoria entre las disciplinas sacras y profanas, el novel jurisconsulto
fue investido a los veinticinco años con la birreta doctoral
en ambos derechos, avalando su ciencia jurídica con una profunda
formación en teología dogmática y moral.
El foro
napolitano fue la palestra donde, por espacio de doce años,
ejerció el flamante jurista su carrera de abogado. Sus excepcionales
dotes de prudencia y sinceridad, su insobornable lealtad y su
acrisolado amor a los pobres, le granjearon bien pronto las
generales simpatías de los napolitanos, los cuales rindieron homenaje a
su sabiduría y a su virtud al designarle con este
mote asaz honorable y expresivo: "el doctor de la verdad".
En 1550 una fuerte crisis religiosa, acompañada de
lacerantes escrúpulos, le obligó a dejar las ocupaciones del foro
para retirarse a su amada soledad de Itri y buscar
en el silencio y trato íntimo con Dios la ruta
definitiva que diera paz y consuelo a su espíritu, A
los dos años el virrey de Felipe II, don Pedro
de Toledo, le llamó otra vez a Nápoles y le
nombró consejero regio y juez de lo criminal. Con repugnancia,
y sólo por consejo de su director espiritual, aceptó Burali
estos importantes cargos, que procuró servir con toda fidelidad y
diligencia.
Cinco años antes, en 1547, había fallecido
santamente, en la casa teatina de San Pablo el Mayor,
Cayetano de Thiene. La bella Parténope, que había recibido con
gozo el apostolado multiforme del fundador de los teatinos, postrada
ahora ante su sepulcro, se nutría de su enjundiosa espiritualidad
e imploraba su celestial protección. El padre Juan Marinonio, compañero
e íntimo amigo de Cayetano, había recogido su herencia y
presidía la Casa de San Pablo con la madurez de
un magisterio lúcido en la dirección de los espíritus.
El jurisconsulto Burali frecuentaba la Casa de San Pablo
y era hijo espiritual de Marinonio, lo mismo que otro
abogado famoso, Andrés Avelino, que era ya sacerdote. Conquistados ambos
por la espiritualidad teatina, suplicaron a su director y prepósito
de la Casa su ingreso en la Orden, haciendo juntos
el noviciado bajo la sabia dirección del mismo Marinonio. Exquisita
amistad de tres almas excelsas, que se compenetraron tan intensamente
hasta escalar las tres cumbres de la santidad y ser
venerados en los altares. Más tarde un discípulo de Avelino,
el padre Lorenzo Escúpoli, acuñará en uno de los más
famosos libros de ascética, El combate espiritual, esa recia espiritualidad
teatina que provocó el clima de la reforma católica y
troqueló tan egregias figuras de santidad.
Al ingresar
Burali, en 1557, en la Orden de clérigos regulares cambió
su nombre de Escipión por el de Pablo, cuyo amor
a Cristo deseaba imitar. La humildad y el desprecio absoluto
de los bienes terrenos son notas básicas de la espiritualidad
teatina. Por ello, al solicitar a sus cuarenta y seis
años su entrada en la Orden, pidió ser admitido en
calidad de hermano coadjutor, porque se reputaba indigno del ministerio
sacerdotal. Marinonio no sólo no accedió a sus deseos, sino
que, antes de terminar el noviciado, le mandó recibir las
órdenes menores y el subdiaconado. En la festividad de la
Purificación de María de 1558 emitió el antiguo consejero regio
su profesión religiosa, y pocos meses después fue ordenado diácono
y presbítero, celebrando su primera misa el domingo de Pascua
de Resurrección.
Entonces comenzó la lucha entre la
humildad del padre Burali, que desplegaba toda su sagacidad para
esquivar honores y dignidades, y la providencia del Señor, que
se complacía en elevarlo a los más altos cargos para
que fuera uno de los mejores adalides de la reforma
católica, Venció el brazo de Dios, que quiso hacer cosas
grandes en su siervo. Pero éste exclamará humildemente a lo
largo de su vida, con los ojos arrasados en lágrimas:
“Dios le perdone al padre Juan, que quiso que yo
me ordenase sacerdote".
El capítulo general le nombró
en 1560 prepósito de la Casa de San Pablo, y
poco después Felipe II le ofreció el obispado de Cortona
y el arzobispado de Brindis. El padre Burali los rehusó
muy de corazón, no sin haber recibido un aviso del
Papa Pío IV, que le decía: "Te ruego aceptes estos
cargos, que podrán ser gravosos para ti, pero serán provechosos
para las almas".
En 1565, temerosos los napolitanos
de que Felipe II implantara en el reino la Inquisición
española, decidieron enviar a Madrid una embajada prestigiosa que disuadiera
al monarca de tal propósito. La ciudad escogió al padre
Burali para llevar a término tan delicada misión diplomática. La
elección fue vista con muy buenos ojos por el virrey
don Perafán de Ribera, duque de Alcalá, y por la
misma Santa Sede. Burali se resistía con todas sus fuerzas.
Carlos Borromeo, secretario de Estado de Pío IV, tuvo que
escribirle varias cartas en nombre del Papa y, por fin,
un mandato formal para que aceptara la embajada.
El padre Burali fue acogido en Madrid con singulares muestras
de consideración y de afecto. Felipe II le recibió con
toda deferencia, escuchó atento el mensaje de la ciudad y
prometió estudiarlo con cariño, queriendo que el embajador napolitano celebrara
la misa en su presencia en la capilla del real
alcázar. Con motivo de las fiestas de Navidad se ausentó
el monarca de la capital, esquivando dar en un asunto
tan vidrioso como el de la Inquisición una respuesta categórica.
Burali se mantuvo impertérrito en la corte, fiel a su
legacía. Después de varios meses de ausencia regresó Felipe II
a Madrid y accedió, en parte, a los deseos de
los napolitanos, a los cuales prometió en breve una visita.
Conmovida la ciudad, tributó a su embajador un recibimiento triunfal,
que revistió caracteres de fervoroso plebiscito.
Nombrado en
abril de 1567 prepósito de la Casa de San Silvestre,
de Roma, el padre Burali pasó a residir en la
Ciudad Eterna. El Papa San Pío V desplegaba una enérgica
actividad apostólica para convertir en sustancia y vida de la
Iglesia los decretos reformadores del concilio de Trento. San Carlos
Borromeo, cardenal arzobispo de Milán, implantaba en su sede la
reforma con celo enardecido. La vecina diócesis de Plasencia vegetaba
en franca decadencia religiosa. El padre Burali fue preconizado obispo
de la misma en el consistorio de julio de 1568.
Esta vez su humildad no pudo hallar escapatoria, Obligado por
el Papa, recibió la consagración episcopal el 1 de agosto
siguiente en la propia iglesia de San Silvestre, de manos
del cardenal de Pisa, monseñor Escipión Rebiba, haciendo su entrada
solemne en la diócesis el 29 de septiembre.
El celo pastoral del prelado, unido al talento y sentido
humano del antiguo jurista, transformaron en plazo breve la diócesis
placentina, promulgando en ella la legislación del Tridentino. Animado por
el espíritu litúrgico de la Orden, restauró la catedral y
veló por el esplendor del culto divino, asistiendo cada domingo
a la misa mayor y a las vísperas. Llamó a
los teatinos, capuchinos y somascos para que fundaran en la
diócesis. Pero centró toda su actividad apostólica en tres empresas
importantísimas, pilares básicos de la reforma católica: la visita pastoral,
que realizó meticulosamente varias veces; el sínodo diocesano, que celebró
dos veces, y la fundación del seminario, uno de los
primeros de Italia, y cuyo primer director espiritual fue San
Andrés Avelino, el cual se multiplicaba para complacer a sus
dos amigos Burali y Borromeo.
En el consistorio
del 27 de mayo de 1570, San Pío V creó
al obispo de Plasencia cardenal presbítero del título de Santa
Pudenciana. Otra gran "tribulación" para el obispo teatino -así calificaba
él a los honores-, al cual no quedó más remedio
que ir a Roma para recibir el capelo de manos
de Su Santidad. Al retornar a su diócesis, toda Plasencia
saltó de júbilo y dispensó al que llamaba "el obispo
santo" un recibimiento apoteósico.
Mas los cantos de
alegría se trocaron en lágrimas de dolor al ser promovido
en 1576 a la sede arzobispal de Nápoles. Durante ocho
años había laborado incansable en la diócesis placentina, en amigable
colaboración con San Carlos Borromeo, asistiendo al III concilio provincial
de Milán que éste convocó. Reunido en 1572 el cónclave
que debía dar sucesor a San Pío V, los votos
de los purpurados se polarizaron en torno a dos grandes
figuras del Sacro Colegio: Hugo Buoncompagni y Pablo Burali. Elevado
aquél al solio de San Pedro con el nombre de
Gregorio XIII, quiso recompensar el celo reformador de su antiguo
alumno de Bolonia enviándole a la sede de San Jenaro.
En Nápoles desplegó el cardenal Burali el mismo
celo apostólico y renovador. Pero a los dos años escasos,
macerado por las mortificaciones y agobiado por los achaques, la
fractura de una pierna le llevó al sepulcro. Devotísimo siempre
de la Santísima Virgen, había hecho edificar un templo en
su honor y visitaba con fervor sus imágenes más veneradas.
Con frecuencia se le veía con el rosario en la
mano y cada noche lo rezaba con sus familiares. Postrado
ahora en el lecho del dolor, recibidos con ejemplar piedad
los Santos Sacramentos, hizo colocar junto a su cama una
imagen de María y, fijando en ella su mirada de
hijo amantísimo, expiró santamente en el ósculo del Señor el
día 16 de junio de 1578, a los sesenta y
siete años de edad.
El Papa Clemente XIV,
el día 18 de junio de 1772, procedió a la
beatificación de este hijo insigne de San Cayetano, que por
su extraordinario celo en favor de la reforma católica mereció
el título de "obispo ideal del renacimiento tridentino".
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