LA
ABADÍA DE CLUNY
Abadía
benedictina fundada en el año 910 por San Odón con el
patrocinio de Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, que había
donado a esta orden los territorios de Cluny, en la Borgoña francesa,
para la fundación de un monasterio con doce monjes. A partir de este
momento, la abadía se convirtió en el centro de un gran movimiento de
reforma monacal, resultado de una revisión en profundidad de los
comportamientos de las comunidades benedictinas. Desde el año 950 hasta
1150 fue el principal centro de influencia religiosa del mundo cristiano
y ya en el siglo XII, extendió sus monasterios por toda Europa.
El
monasterio fue puesto bajo la directa protección del papado mediante
una donación revolucionaria, en la que se establecía que ni el
fundador ni el mismo Papa podrían disponer nunca de las posesiones del
monasterio, con lo que, por primera vez, una comunidad monacal era
completamente autónoma en su organización. Esto permitió establecer
una estructura monacal absolutamente centralizada: el número de
monasterios subordinados a la casa madre de Cluny osciló entre los 1400
y los 2000, mientras que el abad de Cluny se convertía en el abad de
los abades.
La reforma cluniacense
trajo consigo, también, un nuevo espíritu litúrgico en el que la
oración llegó a tener una importancia preponderante en la vida de los
monjes, dedicando todos sus esfuerzos a la plegaria con el abandono del
trabajo manual predicado por San Benito. Paulatinamente, la acumulación
de riquezas y la inmensa organización llevan a una relajación en el
cumplimiento de la Regla, provocando una reacción y un nuevo movimiento
de reforma a principios del siglo XII que postula volver a la ascesis y
austeridad primitiva de la Orden. San Bernardo de Claraval impulsa y
extiende la llamada reforma cisterciense que acabará con las formas de
vida cluniacenses y, en el campo de la arquitectura, establecerá unos
principios de gran austeridad.
Esta
reforma monástica cluniacense trajo consigo importantes consecuencias
en el campo del arte y en particular de la arquitectura. Después de
sucesivas reformas y ampliaciones, las nuevas necesidades de expansión
-en el monasterio había 300 monjes de coro- hacen necesaria la
construcción de la nueva iglesia abacial de Cluny, que será
determinante en la formulación del Románico internacional, comenzada
en el año 1088. Sus trabajos se prolongaron hasta el 1130, siendo
destruida en 1811. Por los restos conservados y por las excavaciones se
conoce la ordenación del edificio, compuesto de cinco naves, dos
cruceros al este, ábside con girola y capillas radiales y un atrio
constituido por una basílica de tres naves. La nueva iglesia medía 130
m de longitud y en su nave central alcanzaba los 30 m de altura, siendo
la mayor construcción monacal de Occidente.
La
aportación de Cluny a la formación y difusión de la arquitectura románica
es decisiva. Su situación geográfica le permitió recibir las
influencias de la arquitectura lombarda y "los maestros de
Como", el denominado primer románico, mientras que las rutas de
peregrinación y la fundación de monasterios fueron los vehículos para
difundir las soluciones adoptadas en Cluny.
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LA
REFORMA CISTERCIENSE
Monjes
cistercienses.
En el
siglo XI, el esplendor de los monjes benedictinos de Cluny era algo
nunca visto en la historia del monacato. Los diez mil monjes, esparcidos
por toda Europa, poseían monasterios opulentos, posesiones inmensas,
disfrutaban del favor de los reyes y papas, y ejercían poderosa
influencia, tanto en lo religioso, como en lo político, en lo social,
económico y cultural.
Con
todo, al alborear el siglo XII, la riqueza y la ociosidad había sumido
a los clunicacenses en lamentable decadencia religiosa y cultural, así
como la observancia monacal también había languidecido. El que había
sido abad y prior de monasterios, San Roberto, no satisfecho con esa
vida se retiró, junto con otros monjes, a un terreno pantanoso, Citeaux,
-en latín Cistercium- a unos 5 km de Dijon, para fundar una Orden
nueva. San Alberico fue el primero que obtuvo del Papa Pascual II, la
confirmación del monasterio y redactó los primeros estatutos. San
Esteban Harding fue quien prescribió a los cistercienses el hábito que
les distinguía del negro benedictino: túnica de lana natural, blanco o
gris, con escapulario negro. Los cistercienses quisieron volver a la
estricta observancia religiosa de la Regla de San Benito, aunque se
acercaron en algunos puntos de organización a Cluny. Característico
del Císter es el apartamiento del mundo, el retiro, la soledad, el
silencio, lo que lleva consigo la renuncia al apostolado y a la cura de
almas. La más rigurosa pobreza reinaba en los nuevos monasterios e
iglesias.
La
rápida multiplicación de los monasterios cistercienses es un fenómeno
que, sin duda, se debió, en gran medida, a la influencia de la
personalidad de San Bernardo de Claraval, venerado en toda Europa por su
santidad, elocuencia arrebatadora y por su intervención en los más
graves negocios de la cristiandad.
Año
1098
A
finales del siglo XI, una corriente de ascetismo espiritual invade
Europa. Ésta predica la vuelta a la estricta observancia de las reglas
monásticas, idea que calará muy dentro de las comunidades
benedictinas. La reforma tiene su origen en san Roberto, fundador de
Molesmes, que codifica, en el año 1098, un ideal de vida monástica con
afinidades notorias a las que se estaban empezando a desarrollar en la
nueva familia benedictina, en lugares como Grandmont y la Cartuja. Pero
el ensayo de Molesmes quedó frustrado y san Roberto se traslada a
Citeax, donde funda el monasterio que puede ser considerado como la cuna
del mundo cisterciense. Es aquí donde los monjes, por primera vez, se
visten de blanco. En 1113, estos monjes fundan La Ferté y Ponigny y, en
el año 1115, Clairvaux y Morimond. La importancia de estos dos enclaves
va a ser decisiva para la reforma. Clairvaux tendrá como abad a San
Bernardo, cuya personalidad marca toda la obra cisterciense. Convierte
este monasterio en centro de toda la cristiandad y denuncia en la
Apología
de Guillermo todo lo que había representado Cluny. Con ello, pone
en cuestión las dimensiones excesivas de los santuarios de peregrinación
y, en general, de los edificios religiosos, así como el lujo en los
ornamentos, pinturas y decoraciones. San Bernardo critica una iglesia que
cubre de oro sus monumentos y deja andar desnudos a sus hijos. El
ascetismo espiritual y monástico tiene, de esta forma, una repercusión
fundamental sobre la arquitectura.
En
1132, Pedro el Venerable propone unos estatutos que son el gran paso a
la reforma de la orden benedictina. En ellos se propone reprimir todas
las costumbres y formas de hacer cluniacenses imponiéndose una línea
extremadamente austera. La enorme organización cisterciense, con una
administración centralizada y una gestión agobiante, se ahogaba en su
propia riqueza. La ascensión de las renovadas ordenes ascéticas era
imparable, en poco tiempo se fundaron más de 300 prioratos en toda
Europa, comunidades que llevaron a sus últimas consecuencias la Regla
de San Benito.
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HISTORIA
DEL CISTER
Orígenes
y fundación del Císter: la primera expansión
La
prosperidad y auge que experimentó la Orden de Cluny en las últimas décadas
del siglo XI condujeron a la Orden a un progresivo relajamiento, fruto del
inmediato enriquecimiento y de la ociosidad de sus propios miembros.
Ocupados todos el día en el aparato externo de las funciones litúrgicas,
los monjes negros descuidaron la vida interior y la adoración en espíritu.
Preocupados por disponer del mayor número posible de oficiantes, la Orden
de Cluny abrió en exceso la mano a la hora de los ingresos de nuevos
miembros, los cuales, tras dos o tres semanas de noviciado, eran nombrados
miembros de pleno derecho, de tal forma que muchos de ellos no sabían
leer ni escribir.
Las
reacciones no tardaron en producirse. Así pues, antes de finalizado el
siglo, apareció la primera intentona seria de reforma, con claro tinte
anacoreta, a cargo de Roberto Arbrissel, que fundó la Congregación de
Savigny, y de Guillermo de Vercelli, fundador de la abadía de Monte
Vergine, aparte de otras muchas que, a título individual, buscaron en la
soledad y en la pobreza externa el ideal evangélico perdido y abandonado.
La culminación del movimiento llegó con la creación de la Orden del Císter
y la obra de San Bernardo de Clairvaux, la cual actuó como puente de unión
con el posterior advenimiento y eclosión definitiva de las órdenes
mendicantes, ya en pleno siglo XII.
A
la hora de hablar sobre la fundación del Císter, es obligado remitirse a
un intento previo y preciso de reforma monástica: la fundación del
monasterio de Molesmes, realizado por el monje Roberto, en el año 1075.
En dicho monasterio, un grupo reducido de monjes concibió la idea de
realizar, en los bosques de Citeaux, una fundación mejor planeada y con
mejores resultados. Roberto de Molesmes, atraído por la vida solitaria y
decepcionado por el relajamiento cluniacense, mantuvo firme la creencia en
la vida ascética practicada dentro de la comunidad monástica como ideal
de la vida religiosa perfecta.
Debido a su sinceridad y sentimiento
religioso, el nuevo monasterio de Molesmes atrajo pronto a un buen número
de seguidores y, con el grupo local de la nobleza, se convirtió en una de
las abadías reformadas de más éxito de finales del siglo XI.
Precisamente fue su gran éxito el culpable del relativo fracaso de la
primera experiencia reformadora de Roberto, puesto que el reducido grupo
de ermitaños que fundaron el monasterio se vio pronto sobrepasado numéricamente
por las nuevas vocaciones, hasta el punto de que perdieron el control
sobre la disciplina impuesta desde el principio. Molesmes comenzó a
parecerse cada vez más a las restantes abadías prósperas de la
vecindad.
En el otoño del año 1097, Roberto y cierto número de monjes,
entre ellos su secretario inglés Esteban de Harding y Alberico (los dos
siguientes abades principales del Císter) visitaron al arzobispo de Lyon,
Hugo de Die, activo promotor de la reforma emprendida años antes por el
papa Gregorio VII (1073-85). Roberto le presentó un plan para una nueva
fundación, alegando como razón principal la tibia y negligente
observancia de la Regla en el monasterio de Molesmes, la cual prometió
seguir en un futuro con más vigor. El arzobispo les dio el beneplácito
para abandonar el monasterio y establecerse en otro lugar, donde pudieran
llevar a cabo sus ideales ascéticos y reformistas.
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A
comienzos del año 1098, Roberto abandonó Molesmes, acompañado de veintiún
compañeros, para instalarse en un breñal desértico, entre bosques y
pantanos, a 20 kilómetros al sur de Dijon, que se llamaba Citeaux, cedido
a tal propósito por Reinaldo, vizconde de Beaume. El monasterio del Císter,
en un primer momento, no fue conocido por ese nombre, sino por el de Nuevo
Monasterio (Novum Monasterium). La fecha tradicional de la fundación,
según consta en documentos posteriores, fue el 21 de marzo de 1098. Ese año,
el Domingo de Ramos coincidía con la festividad de San Benito, y se eligió
más por su significado simbólico que por la veracidad de la fecha
fundacional. El movimiento iniciado por Roberto de Molesmes señaló el
comienzo de una nueva época en la historia del monacato occidental.
El
destino del nuevo monasterio se inició en el marco de una gran indecisión
que duró hasta el ingreso en la Orden de San Bernardo. Roberto y sus
compañeros desearon vivamente llevar una vida ascética de pobreza y
perfecta soledad, proveyéndose de lo necesario con su propio trabajo, a
imitación de los Apóstoles de Jesucristo. Los primeros meses los
dedicaron a la tala de árboles, construyendo refugios temporales y
plantando para la cosecha otoñal. A tales inconvenientes se le sumó la
escasez de vocaciones, ocasionadas en parte por la propia severidad
impuesta por la Orden y por una gran epidemia de peste que asoló la
comarca, en el año 1111. Dos años más tarde, Roberto se vio obligado a
regresar al antiguo monasterio de Molesmes para poner orden en la
congregación que él fundase años antes, donde murió el 29 de abril del
año 1111. Poco después de la partida de Roberto a Molesmes, la pequeña comunidad de Citeaux eligió como su sucesor a Alberico (1099-1109), que había sido prior bajo Roberto y uno de los fundadores de Molesmes. Hombre de carácter y voluntad firme, Alberico consolidó, tanto material como espiritualmente, el Císter. Bajo su abadiato fue necesario el traslado de la ubicación primitiva del monasterio un kilómetro más hacia el norte, donde se construyó la primera iglesia del Císter, dedicada a la Santísima Virgen, iniciando así una ininterrumpida tradición en todas las posteriores iglesias de la Orden. Alberico consiguió del papa Pascual II una bula de protección para el nuevo monasterio, firmada el 19 de octubre del año 1100, conocida con el nombre de Privilegio Romano, de vital importancia dada la posición harto debilitada de Citeaux y las continuas presiones de parte de la abadía de Molesmes y otras circundantes. Bajo el abadiato de Alberico, los monjes de Citeaux adoptaron el hábito blanco con escapulario negro, por lo que pasaron a ser denominados los monjes blancos. Pero la gran obra de Alberico fue la redacción de los primeros estatutos de la Orden, los Instituta monachorum de Molismo venientium. Después de la muerte de Alberico, ocurrida el 26 de enero del año 1109, los monjes de Citeaux eligieron abad al prior Esteban de Harding (1109-1134), quien, por méritos propios, fue la primera persona de la Orden reconocida por su genio creador. Esteban de Harding heredó un simple monasterio que gozaba por entonces de un cierto prestigio, pero insuficiente e incierto, dejando tras su muerte la primera Orden monástica dotada de un programa claramente formulado y ensamblada en un sólido marco legal y en un estadio de expansión sin precedentes, superando en dinamismo a su predecesora, la Orden de Cluny.
Desde el
comienzo de su administración, Citeaux experimentó una rápida expansión
en su patrimonio, gracias a las excelentes relaciones que Esteban mantuvo
con la nobleza de la vecindad. Sin duda alguna, el resurgir del Císter de
la oscuridad en la que se hallaba hasta un lugar prominente, además de la
magnética y arrolladora personalidad de Esteban, atrajeron numerosos discípulos,
por lo que se hizo preciso formar nuevos enjambres cistercienses. Hacia el
año 1112 se planeó una nueva fundación, que se materializó en mayo del
año siguiente, cuando partió un grupo de monjes hacia la Ferté, al sur
de Citeaux, pero todavía dentro de los límites diocesanos de Chalon-sur-Saone,
en la que también se encontraba la casa madre.
Al año siguiente le siguió
la fundación de una segunda casa, Pontigny, en la diócesis de Auxerre.
En el año 1115 le tocó el turno a la fundación de Clairvaux (Claraval),
fundada por San Bernardo, quien a la sazón contaba con tan sólo
veinticinco años. Ese mismo año se fundó la cuarta casa en Marimond, en
la diócesis de Langres. Tras una pausa de tres años, necesaria para
restablecerse materialmente, siguieron en rápida sucesión Previlly, en
1118, y luego La Cour-Dieu, Bouras, Cadovin y Fontenay, todas ellas
fundadas en el año 1119, lo que indica claramente el gran ímpetu dado a
la Orden por su abad principal Esteban de Harding, quien, en ese mismo año,
juzgó oportuno pedirle al papa Calixto II, recientemente electo, una bula
en beneficio del Císter y de sus casas filiales. Finalmente, el 23 de
diciembre del mismo año, el papa aprobó canónicamente la nueva Orden.
Esta segunda bula en la historia reciente del Císter fue otro mojón en
el camino de la nueva congregación, desde los difíciles comienzos hasta
el éxito resonante posteriormente alcanzado. Hacia el año 1119, la
existencia de un número de casas filiales hizo necesaria la adopción de
una serie de medidas para salvaguardar la cohesión de la nueva Orden,
incluyendo la promulgación de leyes y reglamentos para ser observadas por
todas las casas y demás instituciones de la Orden. Fue así como vio la
luz la Charta charitatis (Carta de Caridad), constitución y
reglamentos de la Orden, que fue presentada al papa y aprobada por éste.
La Carta de Caridad jugó un papel preponderante, no sólo en el propio
desarrollo de la Orden, sino también en la estructuración de las
constituciones de otras órdenes religiosas, que la tomaron como modelo
organizativo. |
El Císter
y San Bernardo: obra y personalidad del santo
Sin
restar los méritos debidos a la obra de Esteban de Harding, lo cierto es
que una gran culpa del espectacular desarrollo del Císter se debió a la
arrolladora y vital presencia en la Orden de San Bernardo. No hay duda al
afirmar que, en todo aquel siglo, la personalidad más relevante, más
activa y más contemplativa fue la del abad de Clairvaux, hombre de
extraordinaria personalidad e indiscutiblemente la más poderosa fuerza
espiritual de la cristiandad del siglo XII.
Bernardo
nació en el año 1090, en el seno de una noble familia de Borgoña, en
Fontaine, muy cerca de Dijon. Después de recibir una esmerada educación
religiosa, fue enviado a Chatillon, donde asistió a la escuela de los canónigos
de Saint-Vorles. A su regreso, el joven Bernardo decidió ingresar en el
monasterio del Císter, ya bien conocido en toda la vecindad. La primera
ocasión en que demostró su madera de líder nato fue cuando convenció a
gran parte de sus hermanos, amigos y demás familiares para que le acompañasen
en su nuevo camino religioso. Así, en la primavera del año 1113, él y
sus compañeros pidieron ser admitidos en el monasterio del Císter. A
pesar de la austera preparación religiosa que había imprimido al
monasterio su abad general, Esteban de Harding, el joven Bernardo encontró
en su nuevo hogar el clima adecuado y más acogedor para su temperamento
espiritual, a la par que demostró bien pronto ser el intérprete más
adecuado y efectivo para el nuevo mensaje reformista del Císter.
A
Esteban de Harding no se le pasó por alto las cualidades reformistas del
nuevo novicio, al que reconoció como "un genio enviado por
Dios", por lo que, en el año 1115, el joven Bernardo se convirtió
en fundador y abad del monasterio de Clairvaux. Las innumerables
calamidades y penurias de todo tipo que tuvieron que soportar los doce
primeros monjes blancos del monasterio, heroicamente superadas por el
genio infatigable de su fundador, incrementó en grado extremo la fama del
cenobio, atrayendo tantos prosélitos que, en sólo tres años, Clairvaux
pudo fundar su primera casa-hija, Trois-Fontaines.
La fama
de su santidad y sabiduría se reveló con rapidez en toda la cristiandad
apenas aparecieron sus primeros escritos. Aunque Bernardo nunca se propuso
alcanzar dicho renombre, pronto se convirtió en el centro de atracción
de una época que buscaba desesperadamente un liderazgo capaz y
competente. Bernardo fue considerado por todos el director espiritual de
Europa, el Moisés de la cristiandad, el que siempre estaba en oración y
batallando contra los incontables enemigos de la fe romana.
Tuvo que
actuar en una época de tumultos políticos que sacudieron con fuerza la
Europa central y occidental. Mantuvo una dinámica correspondencia con prácticamente
todos los reyes de la cristiandad y con los papas, obispos y abades más
importantes del momento. Sus cartas parecían arengas militares, con un
alto contenido conminatorio o de maternales reprimendas mezcladas con
caricias. Redactó tratados de teología, de ascética, sobre reforma
eclesiástica, de hagiografía y hasta de caballeros cristianos para los
templarios. Llevó personalmente su palabra por todas las partes de
Francia y por Alemania, Italia y Flandes, haciendo acto de presencia en
las cortes, concilios, universidades y salas capitulares.
Gracias al abad
de Clairvaux, el Císter actuó en la cristiandad del siglo XII como lo
hiciese Cluny en la centuria precedente. En Alemania, el poderoso
emperador Enrique V (1106-25), último miembro de la dinastía sálica,
murió sin dejar heredero, viéndose el país dividido entre los
partidarios de las dos familias rivales: güelfos y gibelinos. En
Inglaterra se produjeron los mismos disturbios después del reinado de
Enrique I (1100-35). Recordó sus deberes como cristiano al rey de
Francia, Luis VI el Gordo (1108-37) y actuó como fiel valedor del
joven heredero, Luis VII el Joven (1137-80), cuando sus
instructores y tutores eclesiásticos se dedicaban a violar el derecho y
la justicia del reino.
En Italia, simultáneamente, las ciudades-estado
poderosas y las familias más influyentes, aprovechando la debilidad
manifiesta del Imperio Germánico, comenzaron de nuevo sus sangrientas
rivalidades por hacerse con el poder territorial. Cuando en Roma el papado
fue otra vez víctima de los bandos en conflicto, se produjo en peligroso
Cisma. Tras la muerte del papa Honorio II (1124-30), dos partidos opuestos
eligieron, el mismo día, dos papas, Inocencio II (1130-43) y el antipapa
Anacleto II (1130-38). El mundo cristiano se mostró inoperante e incapaz
de resolver el problema. San Bernardo fue elegido por una asamblea de clérigos
y nobles franceses como el único capaz de poner paz y de resolver el
grave conflicto que alteraba a la cristiandad.
No obstante, San Bernardo
tardó unos ocho años en convencer a los poderes en pugna para que
reconociesen unánimemente a Inocencio II como papa legítimo. Durante
esos años, Bernardo fue, literalmente, el centro de la política europea,
desplegando un tedioso trajinar de conferencias, encuentros personales y
centenares de cartas, aunque nunca actuó simplemente como diplomático.
Jamás cedió ante una amenaza de fuerza, ni le fue necesario usar de
tales tretas, pero tampoco transigió ante cualquier cuestión que no
aceptase como válida. El secreto de su éxito radicó en su enorme
superioridad moral, en su generoso desinterés y en el magnetismo que
emanaba su persona.
La vida pública
de San Bernardo alcanzó su culmen cuando un antiguo discípulo suyo,
antiguo monje de su monasterio de Clairvaux, fue elegido papa con el
nombre de Eugenio III (1145-53). Por orden del mismo, el papa inició la
Segunda Cruzada, en el año 1146, en la que logró poner al frente a los
dos reyes más poderosos del momento, Luis VII de Francia y el emperador
Conrado III (1137-52).
Su
palabra poderosa e irresistible personalidad hicieron maravillas en otro
campo de su actividad, entre los herejes maniqueos de Francia y Alemania.
Concretamente, todo el sur de Francia estaba plagado de seguidores
maniqueos, contra los que San Bernardo rehusó utilizar las armas para
emplearse con sus palabras y encendidos mensajes evangélicos. Aunque su
misión tan sólo tuvo efectos temporales, sus sermones y milagros dejaron
una honda huella en el lugar.
También se enfrentó con éxito contra
observaciones doctrinales, terreno en el que obtuvo su más resonante éxito
frente al más famoso escolástico de todos los tiempos, Abelardo, que
desde años anteriores había declarado una guerra abierta contra la enseñanza
teológica tradicional y mística, defendida con tanto ahinco por San
Bernardo. Lo primero que hizo el abad de Clairvaux fue entrevistarse
amigablemente con Abelardo, el cual le prometió una retractación pública.
Cuando se calmaron los ánimos de la controversia, Abelardo volvió a
defender en público sus teorías, retando a San Bernardo a una pública
disputa en el concilio de Sens, del año 1140. San Bernardo meditó, en un
primer momento, el presentarse a la reunión, pero finalmente accedió a
dicho encuentro.
Expuso allí públicamente la doctrina herética de
Abelardo, conjurando a éste a retractarse, a lo que se negó el afamado
maestro, que rehusó dar explicaciones y apeló a Roma. El concilio, además
de condenar diecinueve proposiciones de Abelardo, mandó a Roma los
encendidos alegatos de San Bernardo, ante lo que Inocencio II condenó a
Abelardo a la pena del perpetuo silencio. Ocho años más tarde, San
Bernardo hizo lo mismo con Gilberto de la Porrée, obispo de Poitiers, el
cual trató de resucitar las tesis de Abelardo. Aunque San Bernardo
reconocía y predicaba la necesidad de una renovación interior de la
Iglesia y de la sociedad, defendió vigorosamente los derechos
inalienables del Papado en lo temporal y combatió cuanto pudo al
revolucionario Arnaldo de Brescia, que exageraba el espiritualismo y
pretendía reformar la Iglesia privando al papa y a los eclesiásticos de
todo poder político y civil.
La
autoridad pública de Bernardo no se limitó, como ya se dijo
anteriormente, a temas de importancia política o eclesiástica. Durante
unos treinta años, él y sus cartas, escritas en un latín magistral y
esplendoroso, estuvieron presentes cada que la paz, la justicia o los
intereses de la Iglesia reclamaron su intervención. La Orden del Císter
creció y se expandió paralelamente a su fama y popularidad, siempre en
continuo aumento hasta su muerte, acaecida en el año 1151. Prueba de ello
fueron las sesenta y cinco abadía fundadas en vida de San Bernardo por el
monasterio que él presidía.
La
expansión definitiva del Císter
Por todo
esto, el incesante crecimiento de las vocaciones obligó a crear nuevas
fundaciones en el marco de una frenética actividad como nuca se conoció
hasta entonces en orden religiosa alguna. Sin duda alguna, la arrolladora
personalidad de San Bernardo —venerado en toda Europa por su santidad,
por sus milagros, por su elocuencia arrebatadora y por sus continuas
intervenciones en los asuntos más graves y complicados de la
cristiandad— favoreció en gran medida tal movimiento colonizador. Además,
San Bernardo desplegó una actividad propagandística encomiable de su
ideal religioso, lo que provocó que en sus constantes regresos al
monasterio fuese acompañado de un nutrido grupo de jóvenes estudiantes,
canónigos, nobles y demás gente que deseaban servir a Dios en el
silencio del claustro cisterciense.
Otra
causa, no menos importante del éxito del Císter, estuvo en la propia
severidad de su ascetismo y en su alejamiento del mundo, debido al deseo
de sus miembros de buscar la perfección dentro del ámbito de las mayores
incomodidades, manteniendo de esa manera siempre el espíritu de lucha y
sacrificio necesarios y huyendo de una confortabilidad que pudiese poner
en peligro sus ideales.
Una
tercer causa se debió a la nueva espiritualidad puesta sobre el tapete
por los cistercienses, que se basó, principalmente, en prodigar una
devoción inmensa a la humanidad de Jesucristo y a su madre, la Virgen,
con San Bernardo como su más enconado adalid y defensor de tal devoción
mariana. Desde los primeros tiempos de Roberto de Molesmes y Esteban de
Harding, todas las iglesias de la Orden estuvieron consagradas a la Asunción
de María, siendo San Bernardo apellidado, con razón, el "citarista
de la Virgen" (citharista Mariæ).
A las
primeras abadías derivadas inmediatamente del monasterio de Citeaux (Ferté,
1113; Pontigny, 1114; Clairvaux y Morimond, ambas en 1115), que
conformaron el núcleo principal del que luego saldrían las demás casas
filiales, les siguieron, casi de continuo, un gran número de monasterios
esparcidos por todo el reino de Francia: Peville, 1118; Bonnevaux, 1119;
Trois-Fontaines, Fontenay y Foigny, 1121; Igny, 1126; Reigny, 1128;
Cherlien, 1131; Auberibe, Arribour, Nerlac, Belloc, Clermont, etc. Por
esta época, los monjes blancos ya estaban perfectamente preparados para
trasvasar los límites de Francia y establecerse permanentemente en otros
países de la Europa cristiana. En este sentido, el Císter fue la primera
Orden que tuvo éxito aboliendo las barreras políticas y convirtiéndose
en una Orden con carácter internacional pleno.
En
Inglaterra, el primer monasterio cisterciense fue el de Waverley (1128),
tras el que siguieron el de Reivauls, Fontains y Tintern, por la misma época.
En Irlanda, el arzobispo de Armagh, Malaquías —cuya vida escribiría,
precisamente, San Bernardo—, fundó el monasterio de Mellifont (1142).
La primera y más afamada abadía cisterciense de Suecia fue la de Alavast
(1143), construida bajo el mecenazgo directo de la monarquía sueca. La
abadía de Esroun, en Zelanda, tuvo enseguida seis monasterios
dependientes, destacando los de Dargun y Colbatz, en la región de la
Pomerania. En territorios tan alejados del centro de la cristiandad como
Polonia, Hungría y Palestina, la labor de San Bernardo dio sus frutos con
la edificación de numerosos monasterios y abadías. En Italia, los monjes
blancos entraron en el año 1120, para establecerse y expandirse
prodigiosamente con la fundación de los monasterios de Tiglieto,
Chiaravalle, Cerreto, Fossanova, Cassamri, Tre Fontane de Roma, etc.
El Císter
en la Península Ibérica
En
la Península Ibérica, gracias a la buena voluntad y a la favorable
acogida de la orden por parte del monarca castellano-leonés Alfonso VII
(1126-57), el Císter pudo extender una tupida red de monasterios, al
igual que hiciese anteriormente Alfonso VI (1072-1109) con la Orden de
Cluny. En el año 1132, el hábito blanco cisterciense sucedió al negro
cluniacense en el monasterio zamorano de Moreruela. En el año 1140 se
levantó el monasterio de Osera, en la provincia de Orense, el cual alcanzó
una gran relevancia, siendo punto de partida, al año siguiente, de la
fundación del monasterio de Fítero, en Navarra, y el de Monsalud, en
Cuenca. En el año 1142, Sobrado, en Compostela, y Melón, en Tuy, se
acogieron a la Regla cisterciense, al igual que hicieron, al año
siguiente, los de Meira, en Lugo, y Valbuena, en Valladolid.
En el año
1144, se fundó el monasterio de Cantabos, el cual fue trasladado, veinte
años más tarde, a Santa María de Huerta, en Soria. Este rápido y
amplio despliege cisterciense en la Península se debió, además de a la
propia vitalidad de la Orden, al decidido apoyo que encontró por parte de
la familia real y de la alta nobleza castellano-leonesa. El noble Pedro de
Ataré —bajo cuya protección directa se fundó el monasterio de
Veruela, en Zaragoza, en el año 1146— y la infanta doña Sancha
—hermana del rey Alfonso VII, que introdujo a los monjes blancos en el
monasterio de La Espina, en Valladolid, en el año 1147— son una muestra
de tal protección por parte de las altas esferas políticas del reino
castellano-leonés a la Orden. Al año siguiente, en el año 1148, el rey
Alfonso VII levantó el monasterio de Rioseco, en Burgos, al igual que Ramón
Berenguer IV hiciese con el de Oliva, en Navarra, con la gran abadía de
Poblet, en el año 1150, y la de Santa Creus, en el año 1151, ambas en
Tarragona.
En el
recién nacido reino portugués, la labor repobladora corrió a cargo de
un afamado santo ermitaño, Juan de Cirita, que organizó, en el año
1132, el monasterio de San Cristóbal de Alafões, en Viseu, de donde
procedió, al año siguiente, el de San Juan de Taronca, en Lamego,
contando siempre con la ayuda y apoyo del fundador de la monarquía
portuguesa, el rey Alfonso Enriques, devotísimo de la figura de San
Bernardo.
La
situación y expansión del Císter en las postrimerías del siglo XII no
podía ser mejor. En la Península Ibérica había unos setenta
monasterios; en Alemania y Francia, esta cantidad era mucho mayor. Su
influencia benéfica para con la Iglesia fue extraordinaria,
particularmente en el terreno de la conversión de los pueblos paganos del
norte y este de Europa, así como en el progreso de la economía agraria
(repoblación de pagos y terrenos baldíos) y comercial.
Evolución
del Císter
Durante
los siglos XIII y XIV, la gran observancia de los cistercienses, su
antiguo espíritu reformista y el mantenimiento de los ideales del
monacato fue decayendo poco a poco. Además, su gran número y extensión
en diversos países produjo un considerable distanciamiento con las casas
madres francesas, sin que pudiera evitarse una constante disgregación.
Con la eclosión de la crisis general que azotó a toda Europa a lo largo
del siglo XIV (pestes, guerras continuas, recesión económica, catástrofes
demográficas, etc), los monjes blancos se vieron empujados a abandonar su
primitivo aislamiento y a desamparar sus monasterios, a lo que se sumó el
proceso de encomiendas, por el que muchas casas cistercienses pasaron a
ser regidas por familias nobles que imponían como abades a prelados
relajados, avaros y más preocupados por sus patrimonios que por la propia
Orden.
Otra
circunstancia que agravó el progresivo declive de la Orden fue la aparición
de disidencias graves y distintos puntos de enfoques dentro de la
congregación, sobre todo a la hora de interpretar los estatutos dejados
por Esteban de Harding. El papa Urbano IV (1261-64) encomendó la tarea
revisionista a tres prelados: Nicolás, obispo de Troyes; Esteban, abad de
Marmontier; y Godefrido de Beaujeu, dominico y confesor del rey francés
Luis IX el Santo. Pero al morir el papa, su sucesor, Clemente IV
(1264-68), convocó en la ciudad de Perusia al abad del Císter y a sus
cuatro filiales y cabezas de la Orden para llegar a un acuerdo único y
definitivo. La reunión no pudo acabar con las disputas internas, rompiéndose
así la ley básica de la Orden sobre la abstinencia, con lo que se
produjo en el seno de la Orden un gran número de congregaciones
diferentes, que acabaron por minar definitivamente el original impulso
cisterciense.
Uno
de los cambios más significativos de los cistercienses fue la tendencia
acusada a la creación de escuelas, política ésta que fue apoyada sin
reservas por el papa Benedicto XII (1335-42), que incluso llegó a imponer
la obligación de enviar un monje blanco de cada veinte a la Universidad,
en la constitución Fulgens quasi stella matutina, promulgada en el
año 1335: Salamanca, para los españoles; Bolonia, para los italianos;
Metz, para los alemanes; Oxford, para los ingleses, escoceses e
irlandeses; Tolouse y Montpellier, para los españoles y franceses; y París,
para todos los miembros de la Orden. Otro cambio fundamental fue la
desaparición de los hermanos legos como causa de la gran depresión económica
que azotó toda Europa en el siglo XIV.
En los países latinos se impuso
el cargo in commendam —o abades comendatarios, ya aludidos más
arriba—, verdadera plaga que causó la ruina de numerosos monasterios.
Estos abades comendatarios dieron al traste con las medidas impuestas por
Benedicto XII, siendo desde entonces imposible mantener la observancia y
unidad de la Orden. La situación, en general, se agravó sobremanera
durante el Cisma de Occidente (1378-1417): Citeaux, sede del Capítulo
General, se mantuvo leal a Aviñón, mientras que Italia e Inglaterra
apoyaron al partido romano.
Aún
así, dentro del Císter nunca faltaron conatos e intentos serios de
reforma, ya parciales o generales, pero sin éxito práctico alguno, como
el llevado a cabo por la abadía de Fonillants, en el año 1577, aprobado
por el propio papa Sixto V (1585-90), y que amenazó con romper la
esencial unidad de todo el cuerpo cisterciense por la imposición de sus
reglas tan austeras. En el año 1605, la llamada Estricta Observancia
restableció el espíritu de la Charta charitatis y los primitivos
decretos del Capítulo General. Pero una serie de agrias discusiones,
fruto en parte de las ambiciones políticas, desgarraron el cuerpo
cisterciense entre la Estricta y la Corriente Observancia. Finalmente, en
el año 1683 se llegó a un acuerdo y las dos observancias independientes
formaron una sola Orden hasta el advenimiento de la Revolución Francesa,
tiempo en el que la Orden tuvo que soportar una progresiva injerencia en
sus asuntos internos por parte de la monarquía francesa, la cual mandaba
a sus comisarios como asistentes de pleno derecho en las celebraciones de
los Capítulos Generales.
El
13 de julio del año 1664, Armand-Jean Rancé, uno de los monjes
cistercienses del partido estricto, se retiró al monasterio de la Trapa,
en el departamento del Orne, y restableció la Orden cisterciense,
imponiendo a sus monjes su concepto de vida monacal basado en la
penitencia, la austeridad y la expiación. La Trapa, con permiso del papa
Alejandro VII (1655-67), permaneció independiente de la Orden
cisterciense, conformando la actual Orden de los Trapenses.
La
tempestad política y social producida por el estallido de la Revolución
Francesa, precedida del jansenismo, el clima intelectual de los filósofos
y teístas y la francmasonería europea, cayó sobre un monacato que ya
estaba totalmente privado de libertad. En Francia, la Asamblea
Constituyente secularizó, en el año 1790, los monasterios cistercienses,
entre los que había 194 abadías comendatarias, 34 regulares y un
centenar largo de monasterios femeninos. La misma suerte corrieron todos
los monasterios en Bélgica e Italia y un gran número de los suizos.
Sendos decretos, en el año 1803 y 1810, acabaron con todos los
monasterios en Alemania. En la Península Ibérica, los monasterios
cistercienses sufrieron un gran quebranto durante la Guerra de la
Independencia. Finalmente, en los años 1834 y 1835, Portugal y España
emitieron sendos decretos de supresión de la Orden. Once años después,
los emperadores de Rusia y Prusia se encargaron de suprimir los
monasterios de la católica Polonia.
En
Francia, tan sólo sobrevivió la familia trapense, gracias a su abad, Dom
Lestrange. Pero una serie de discusiones en torno a la fidelidad a la
Regla provocó la escisión de la Trapa en tres grupos. No obstante, los
esfuerzos del Papado lograron restablecer una unidad de control que agrupó
a las cuatro versiones de los cistercienses —las tres de los reformados
trapenses y la de los no reformados—, que permaneció hasta el año
1891. Al año siguiente, los tres grupos trapenses se volvieron a unir
para formar una orden enteramente separada de la común observancia y, en
el año 1902 tomaron el nombre de Orden Cisterciense de la Estricta
Observancia, en clara oposición a la Sagrada Orden de Citeaux.
En la
actualidad, el espíritu y ánimo cisterciense ha sido objeto de un
resurgir, después de terribles luchas y continuos azares de todo tipo.
Según el Annuario Pontificio, del año 1970, los cistercienses de
observancia común cuentan con 80 abadías y 1.618 religiosos, mientras
que los reformados trapenses tienen 83 abadías y 3.642 miembros.
La regla
cisterciense: un modelo de vida monástica
La Regla
cisterciense nació como reacción contra los cluniacenses, en un intento
por volver a la estricta observancia religiosa de la Regla de San Benito (Regla
sine glossa, como más tarde diría San Francisco de Asís), pero
acercándose en algunos puntos de su organización al modelo que impuso
Cluny. Así, por ejemplo, el Císter escogió un término medio entre el
aislamiento de los primeros monasterios benedictinos y la centralización
cluniacense, conservando la federación monasterial, si bien con bastante
autonomía.
La Charta
charitatis, redactada por Esteban de Harding, estableció la cabeza de
la Orden en el monasterio de Citeaux, cuyo abad debía ser elegido por los
miembros de esta abadía y por los abades de las cuatro filiales, llamados
protoabades. El abad de Citeaux, asesorado por los protoabades,
ejercía una vigilancia universal mediante un sistema de visitas, una vez
al año, a las abadías filiales, con plenos poderes para castigar y
corregir. Las visitas podían ser realizadas por el propio abad o, lo más
corriente, por los visitadores generales nombrados por éste directamente,
los cuales rendían luego cuentas al Capítulo general, reunido cada año.
A su vez, cada abadía tenía autoridad sobre los filiales dependientes.
El Capítulo
General se reunía todos los años en la abadía de Citeaux, en el mes de
septiembre, integrado por todos los abades, en el que se oían los
informes presentados por los visitadores generales y por el propio abad de
Citeaux. El Capítulo General, en su calidad de cuerpo judicial y
legislativo, tenía la capacidad de imponer castigos o las reformas
oportunas que estimase convenientes. No obstante, existían dispensas de
asistencia para los abades de las provincias más lejanas de la casa
madre. Por ejemplo, los abades de Castilla y León no estaban obligados a
asistir más que cada tres años; los de Portugal, Irlanda y Grecia, cada
cuatro; los de Siria, Suecia y Noruega, cada cinco; y los del resto de
monasterios ubicados en países muy lejanos, cada siete.
La gran
diferencia del Císter con respecto a Cluny fue que, a diferencia de esta
orden (la cual buscaba ávidamente para sus monasterios la exención de la
jurisdicción episcopal, dependiendo sólamente del Papado), el Císter
quiso seguir dependiendo directamente de los obispos, los cuales, sin
embargo, apenas tuvieron ocasión de intervenir en los asuntos internos de
la Orden.
Los
estatutos cistercienses hicieron especial hincapié por regular todos
aquellos puntos que más ayudaban a la pretendida renovación espiritual:
el alejamiento de los núcleos urbanos; el retiro y la soledad como vida
perfecta para el monje; la renuncia al apostolado y predicación directa,
por lo que los cistercienses nunca regentaron parroquias propias; la no
admisión de diezmos y vasallos, con la consiguiente sustracción a lo
organización feudal eclesiástica; la prohibición de poseer asalariados
y siervos, siendo éstos sustituidos por la admisión de los hermanos
legos (conversi), que tenían una inquietudes religiosas e
intelectuales más simples y que estaban encargados del cultivo y cuidado
de las granjas, de las que procedían todos los alimentos necesarios para
el sustento cotidiano, a diferencia de los inmensos latifundios de los
cluniacenses, arrendados a colonos y censatarios.
La
rigurosa pobreza que reinaba en los monasterios cistercienses también se
trasladó a la construcción y decoración de sus monasterios y abadías.
Fue primordial la rigurosa austeridad que se aplicó en el arte
cisterciense, con iglesias pobres y desnudas, diseñadas en base a una
sencillez aplastante pero que lograron alcanzar las más puras líneas del
estilo ojival; sin torres, sin mosaicos, sin la profusión escultórica de
que hizo gala el estilo cluniacense, que con tanto denuedo criticó San
Bernardo en su obra Apologia ad Guillemum. En definitiva, sin nada
que pudiera revelar una vana superfluidad y soberbia que fuera en contra
de la pobreza y sencillez. Por todo ello, excluyeron del culto benedictino
las cruces de oro y plata, los candelabros e incensarios ricamente
adornados (los cuales debían ser de hierro o cobre), etc.
La
actividad interna de los monjes se reguló hasta el más mínimo detalle.
Desde el 15 de septiembre, y hasta la Pascua, los monjes blancos sólo hacían
una comida, exceptuándose los domingos, la cual también era igual de
frugal que la de los días normales. Dormían vestidos y con el ceñidor
sobre una simple tabla. La jornada comenzaba con maitines (prima hora),
para no volver a la celda hasta completas (hora nona). El Oficio
Divino siguió siendo el centro de su vida diaria, aunque sin la exageración
de que hicieron gala los monjes negros de Cluny, ya que los cistercienses
recortaron dicho tiempo para dar una mayor cabida al trabajo manual y a la
lectio divina, conforme a la Regla de San Benito (ora et labora).
El Císter
como nuevo modelo de espiritualidad
La
concepción cisterciense de la vida religiosa se concibió en base a la
austeridad, consistente en la renuncia al mundo y a todos los bienes
terrenos, en castigar el cuerpo con la penitencia y vivir sólo para el
espíritu, teniendo como ideal a Cristo y su sufrimiento. San Bernardo
acentuó aún más tales preceptos, a los que sumó la contemplación mística
y la devoción a la Virgen María, cuya humildad y virginidad atrajeron
especialmente a éste. La maternidad de la Virgen fue resaltada debido a
la concreción en ella de todas las virtudes posibles, como mediadora y
dispensadora de todas las gracias posibles.
La
consecuencia de semejante línea espiritual fue el gran número de santos
que florecieron al calor de la Orden a lo largo de toda su historia, y que
hizo que el pueblo, en su conjunto, los venerase, lo mismo que los papas,
los cuales solían escoger para los más altos puestos de la jerarquía y
legaciones papales a monjes cistercienses. En el siglo XIII, el papa
Inocencio III (1198-1216) los consideró como sus mejores y más capaces
auxiliares. A los tres primeros fundadores de la Orden les siguieron
muchos otros abades generales, todos ellos aptos y preparados, además de
destacados miembros de la Iglesia que pertenecieron, en un momento u otro
de sus vidas como religiosos, a la orden: los arzobispos Edmundo de
Canterbury, Eskilo de Lund, Malaquías de Armagh, Raimundo de Fítero
(fundador de la Orden de Calatrava en el reino de Castilla), etc.
El Císter
femenino: las monjas bernardas
San
Bernardo impulsó la creación de monasterios femeninos sujetos a la Orden
cisterciense, que tuvieron también un destacado papel en la reforma
llevada a cabo por los miembros masculinos. El primer monasterio femenino
fue fundado en el año 1120, en Tart, junto a Dijon, tras el que surgieron
una gran cantidad de cenobios femeninos, hasta el punto de extenderse
mucho más rápido que los masculinos, especialmente en Francia y
Alemania. En esta misma época, los abadengos cistercienses fueron regidos
por abadesas de un extraordinario carácter religioso y ascético que, en
múltiples ocasiones, superaron a los abades masculinos, tales como Santa
Humbelina (hermana de San Bernardo), Santa Ascelina (también pariente del
santo), Santa Lutgarda de Brabante (célebre por sus éxtasis y
revelaciones), Santa Edurigis (duquesa de Silesia y Polonia), Santa Franca
de Piacenza, la Beata Teresa (hija del rey Sancho I de Portugal y esposa
del rey Alfonso IX de León), Santa Juliana de Mont-Carnillon (iniciadora
de la festividad del Corpus), etc.
Entre los
monasterios femeninos merece destacarse, en la Península Ibérica, el de
Las Huelgas, en la provincia de Burgos, fundado por el rey Alfonso VIII de
Castilla (1158-1214) como panteón real, al igual que lo era el de Leire
en Navarra y el de Poblet en Aragón. La abadesa de Las Huelgas llegó a
tener una jurisdicción eclesiástica exenta del obispo, además de tener
bajo su cargo un amplio territorio que incluía la dirección del célebre
y grandioso Hospital del Rey. A su vez, también tenía jurisdicción casi
episcopal en todos los edificios, territorios y pueblos a su cargo, tanto
dentro como fuera de la propia provincia de Burgos; podía instituir
beneficios y dar colación de ellos (incluyendo a curatos masculinos); dar
licencia para predicar, confesar y decir misa en su jurisdicción;
instruir diligencias en causas matrimoniales e, incluso, criminales de los
clérigos bajo su cargo.
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ARQUITECTURA
CISTERCIENSE
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