miércoles, 10 de julio de 2013

La Homilía de Betania: XV Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo C.14 de julio de 2013

 
 
1.- EL MANDAMIENTO DEL AMOR AL PRÓJIMO
 

 
1.- La palabra “prójimo” se deriva directamente del la palabra latina “proximus”, que se refiere a lo inmediato, lo más cercano. En este sentido, el mandamiento del amor al prójimo se referiría al amor a las personas que están cerca de nosotros, se trate de una proximidad geográfica, o social. Parece ser que para muchos de los judíos amar al prójimo era, sobre todo, amar a los judíos. Jesús de Nazaret, en su mandamiento del amor al prójimo, rompe las barreras étnicas y geográficas y nos manda amar a todas las personas, incluso a nuestros enemigos. Este sentido de la palabra “prójimo” está clara y bellamente expresado en la parábola del samaritano. Los samaritanos no sólo no se consideraban judíos, sino que eran enemigos de los judíos. Sin embargo, el samaritano que se encontró en el camino a un judío herido de gravedad le atendió generosa y delicadamente, cosa que no habían hecho ni el sacerdote, ni el levita que habían encontrado antes al herido en el camino de Jerusalén a Jericó. El levita y el sacerdote sí eran judíos. ¿Quién se portó realmente como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? La respuesta del letrado define muy bien lo que Jesús de Nazaret entendía por la palabra “prójimo”: el que practicó la misericordia con él. Para Cristo amar al prójimo es atenderle misericordiosamente, sea un prójimo cercano o amigo, lejano o hasta enemigo. El mandamiento del amor al prójimo es un mandamiento universal, que no conoce barreras, ni fronteras, ni límites.
2.- Pero yo creo que el sentido primero de la palabra “prójimo” también es muy digna de ser tenida en cuenta. Porque las personas que están más cerca de nosotros, con las que convivimos, deben ser las primeras receptoras de nuestro amor. Por poner un ejemplo, no podemos decir que amamos mucho al prójimo porque nos preocupamos muchísimo de los que mueren en Afganistán, si después no sabemos amar a los que viven en nuestra propia casa, o en nuestra empresa, o al vecino de al lado. El amor de cada día, el que debemos manifestar continuamente, es el amor que manifestamos a los más cercanos, a los más “próximos”. Este amor es, por lo demás, el más difícil de practicar, porque es el que nos compromete durante la mayor parte del tiempo de nuestra vida. En muchos casos es incluso el único amor eficaz que podemos y debemos realizar.
3.- El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo. Los preceptos que nos manda el Señor, nos dice el libro del Deuteronomio, son preceptos que podemos conocer y que podemos cumplir. No son preceptos difíciles de conocer o inalcanzables. Basta con que sepamos escuchar a nuestro corazón, que seamos consecuentes con lo que el buen pensar y el buen sentir nos aconsejan. Lo que hay que tener siempre es una voluntad decidida de hacer el bien, aunque para eso tengamos que sacrificar algunos intereses personales o de grupo. La persona que es buena de verdad busca siempre, por encima de todo, hacer el bien a las personas, sembrar paz, amor, justicia y verdad. Para esto no hace falta estudiar mucho o tener muchos títulos; basta con escuchar a nuestro propio corazón, escuchar la voz de Dios en nuestra alma.
4.- Cristo Jesús es imagen de Dios invisible. San Pablo les dice a los fieles de Colosas que a Dios no pueden verle, porque es invisible, pero que pueden ver a Cristo Jesús, la imagen visible del Dios invisible. Esta es la ventaja que tenemos todos los que creemos en Cristo, que sabemos cuál es el comportamiento humano que agrada a Dios: el que más se parezca al comportamiento de su hijo Cristo Jesús. No es necesario que seamos doctores en teología para saber que agradamos al Dios invisible siempre que agradamos a Cristo, imagen visible del Dios invisible.
 
2.- PRACTICAR LA MISERICORDIA CON EL NECESITADO Y EL EXCLUIDO
 
 
1.- Como a nosotros mismos. El Deuteronomio recuerda el precepto principal, que es amar a Dios sobre todas las cosas. ¿Y respecto al prójimo? Falsamente se puede deducir que el Antiguo Testamento enseña la exigencia de venganza contra el enemigo. Sin embargo, enseña, sobre todo, que hemos de amar al prójimo como a nosotros mismos. En este “como a nosotros mismos” se encuentra la clave. Pero “el prójimo” se determina en círculos concéntricos a partir del yo y se va definiendo por “proximidad”: primero, respeto o “reverencia hacia la madre y el padre”, amor a los paisanos, llegando hasta el amor al extranjero que habita de manera estable en el país: “lo amarás como a ti mismo, porque vosotros fuisteis inmigrantes en la tierra de Egipto”. El ejemplo del Samaritano cambia de perspectiva: “prójimo” es el que no da rodeos ni pasa de largo, sino que se aproxima para ayudar a quien necesita ayuda. “Prójimo” es quien sabe actuar solidariamente y entiende su vida como “ser para los otros”. En el “desinteresarse” de uno mismo, nosotros nos interesamos por los demás.
2.- Mi prójimo es un hombre cualquiera que me encuentra tirado en el camino, excluido, herido, abandonado… Ese hombre concreto está apelando a la conciencia de quien lo encuentra, para que reconozca en el rostro desfigurado y en el cuerpo contrahecho y dolorido la imagen del hermano, del otro yo que pide una ayuda efectiva, una mano cercana. Intentemos ahora comprender nuestra sociedad a la luz de este evangelio.
--Esa persona concreta excluida es hoy uno de los miles de niños —la criatura más débil e inocente— que son eliminados en el seno materno. La cuna natural de la vida se convierte para él en el corredor de la muerte. Una sociedad que legitima un crimen tan abominable como el aborto está perdiendo el sentido mismo de la dignidad humana, base de los derechos fundamentales y de la verdadera democracia.
--Esa persona concreta excluida en nuestra sociedad puede ser una de las madres que, ante las dificultades para sacar adelante al hijo de sus entrañas, es dejada sola. En ese período en el que necesita más ayuda muchas veces no encuentra el apoyo efectivo al que tendría derecho.
--Esa persona concreta excluida puede ser también hoy, en nuestra sociedad, uno de los emigrantes pobres que acuden a nuestras tierras —quizá tras sobrevivir a una penosa travesía—, buscando una oportunidad en la vida. En ocasiones encuentra que el bienestar no es repartido entre todos.
--Esa persona concreta excluida puede ser hoy, en nuestra sociedad, uno de esos muchos ancianos abandonados. La sociedad los considera cada día más como una carga insoportable. Se llega a la aberración de la aceptación cultural y legal de la llamada eutanasia, forma gravísima de insolidaridad. La enumeración de formas de despojo podría seguir.
3.- El amor hecho obras de misericordia es el que hoy edifica eficazmente la civilización del amor y la cultura de la vida. Casualmente pasó junto al hombre herido un sacerdote y después un levita. Ambos lo vieron, pero dieron un rodeo. Esta mención debió ruborizar a su interlocutor y al resto de las autoridades religiosas que escuchaban en ese momento a Jesús. También nosotros, pastores de la Iglesia, y todos los discípulos de Cristo, hemos de sentirnos directamente interpelados por esta indicación del Maestro. No podemos pasar de largo ante ese hombre que encontramos, hoy, excluido, en nuestro camino, en nuestras calles. La Palabra de Dios nos llama a un profundo examen de conciencia y revisión de vida. La coherencia y la credibilidad de nuestro anuncio cristiano requiere que amemos con obras. Es precisamente un samaritano, considerado habitualmente por los contemporáneos de Jesús como un infiel despreciable, quien se mueve a compasión ante el hombre malherido y se desvive por él. El buen samaritano es la figura de la persona que vive para los demás, abierto a compartir los sufrimientos de los otros. Gracias a Dios en nuestra sociedad son muchos, miles, cristianos o no, los que reviven con infinidad de gestos ocultos la actitud generosa, hondamente humanitaria, del que se acercó al hombre maltrecho. Son muchos los que acogen con amor sacrificado al niño por nacer, a la madre en apuros, al emigrante desamparado, al anciano desvalido.
Acabada la narración, Jesús le devuelve la pregunta a su docto interlocutor. Pero cambia los términos. La cuestión sobre la identidad del prójimo “¿Quién es mi prójimo?” tiene una respuesta obvia: todo hombre. La cuestión decisiva es otra: ¿Quién fue prójimo del hombre excluido? esta respuesta debe darla cada ser humano con sus obras. Esa respuesta decide, juzga, el auténtico valor de su vida. En su contestación el interlocutor no se atreve a mencionar el nombre samaritano, pero acierta igualmente. Fue verdaderamente prójimo del hombre despojado el que practicó misericordia con él. Hasta un niño habría sabido contestar a una pregunta tan fácil. El Evangelio de la misericordia predicado por Jesús llega sencillamente al corazón del hombre, de todo hombre. ¡El Buen Samaritano escuchó a su conciencia! Fueron tres los que pasaron ante este hombre herido... y solamente uno de los tres ofreció su ayuda... La conclusión del diálogo y de la parábola no requiere más comentarios. Requiere, simplemente, que cada uno la convirtamos en norma de vida: Vete y haz tú lo mismo.
4.- El ejemplo del Buen Samaritano busca mucho más que dar una lección de caridad fraterna: pretende que nadie se atreva a poner límites al amor. El amor al prójimo exige entrar afectiva y efectivamente en el mundo de nuestro prójimo. Comentando este ejemplo del Buen Samaritano, el papa Benedicto escribe:
“La actualidad de la parábola es clara. Si la aplicamos a las dimensiones de la sociedad globalizada, vemos cómo las poblaciones de África que viven robadas y saqueadas nos miran de cercan. Entonces vemos cómo son «prójimas» a nosotros; vemos que nuestro mismo estilo de vida, la historia en la que estamos metidos las ha despojado y sigue despojándolas. Sobre todo por el hecho de que las hemos herido espiritualmente. En lugar de darles a Dios, el Dios cercano a nosotros en Cristo, y en lugar de aceptar todo lo que hay de grande y precioso en sus tradiciones a fin de llevarlo a perfección, les hemos llevado el cinismo de un mundo sin Dios, en el que cuentan sólo el poder y el dinero; hemos destruido los criterios morales de forma que la corrupción y un afán de poder sin escrúpulos resultan comportamientos obvios. Y esto no vale solamente para Afrecha” (BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, 7.2, p. 234).
  
3.- JUGARSE LA VIDA ES AMAR A DIOS

 
1.- ESCUCHA.- Escucha la voz de Dios. Una llamada a tu corazón, una interpelación directa pronunciada por una persona viva, una persona que te conoce y que te ama, que te habla con la ilusión de ser atendida, con el cariño de quien ama hasta la locura. Escucha, atiende, presta atención. Te interesa enormemente lo que Dios te dice. Es una cuestión vital para ti, algo de lo que dependen los más grandes bienes que jamás hayas imaginado. Por eso has de estar expectante frente a las palabras que salen de la boca de Dios. Esas de las que fundamentalmente vive el hombre.
Escucha. No te limites a oír. No adoptes una postura meramente pasiva, dejando que las palabras resbalen por tu vida, como el agua resbala por una superficie grasa. Ante Dios has de tener la misma actitud que la que tiene el que sinceramente ama. El que quiere de veras no oye tan sólo, escucha en tensión hacia quien ama, bebe sus palabras.
A veces tenemos la impresión de que los preceptos de la ley de Dios están por encima de las posibilidades del hombre medio, pensamos que los mandamientos superan las fuerzas humanas. Y consideramos que sólo un puñado de hombres superdotados pueden ser fieles a las exigencias de Dios.
Si esto fuera realmente así, Dios sería un ser monstruoso, una persona de una crueldad extrema. Exigiría al hombre, bajo la pena de muerte eterna, lo que jamás el hombre podría llevar a cabo. No, lo que nos manda Dios no está lejos de nosotros, no es algo inalcanzable. No está más arriba de los cielos, ni más allá de los mares. Sus mandamientos están metidos en nuestro corazón, grabados en nuestras conciencias. Son preceptos congénitos a nuestro modo de ser, obligaciones y deberes que nacen de nuestra misma naturaleza de animales racionales. Los mandatos del Señor no son otra cosa que la aclaración, en fórmulas precisas, de todas esas vagas tendencias del hombre, que le inclinan hacia el bien y que le apartan del mal.
2.- LO ÚNICO IMPORTANTE.- Hay cuestiones en la vida que, sin duda, tienen una importancia decisiva para el hombre. Pero de entre todas esas cuestiones hay una que sobresale por su importancia sobre todas las demás: la salvación eterna de uno mismo. De nada nos sirven todas las otras cuestiones, si perdemos para siempre nuestra alma. Por eso cambió de forma radical la vida de san Francisco Javier. El santo de Loyola le repetía una pregunta que, poco a poco, se fue clavando en el corazón joven y ardiente de Javier, hasta dejarlo todo y seguir a Cristo, y marchar al fin del mundo. Aquella pregunta resuena, también hoy, en nuestros oídos: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?
Este personaje, este letrado de la Ley, que se acerca a Jesús para tenderle una emboscada, formula sin embargo una cuestión que todos nos debemos plantear, al menos una vez en la vida: ¿qué tengo que hacer yo para heredar la vida eterna? Y, como este letrado, hemos de dirigirnos al Maestro por antonomasia, al único que de verdad lo es, a Cristo Jesús. Es verdad que no podemos esperar una respuesta dirigida de modo personal, a cada uno de nosotros. Pero también es cierto que nuestro Señor Jesucristo nos hace llegar su respuesta a cada hombre en particular, o través de la propia conciencia, o por medio de cualquier otra forma de comunicación.
El problema, por tanto, no está en que Jesús responda o no responda, sino en que el hombre pregunte con interés o no lo haga. La cuestión está, sobre todo, en que al oír la respuesta, la lleve a cabo con decisión y generosidad. Porque hay que tener en cuenta que, lo mismo que la promesa es única y formidable, también las exigencias que puede implicar suponen esfuerzo y abnegación. Dios, en efecto, nos promete la vida eterna, pero también exige que, por amor a Él, nos juguemos día a día nuestra vida terrena.
Jugarse la vida es amar a Dios sobre todas las cosas, con todas nuestras fuerzas, con todo el corazón y con toda la mente. Amar con un amor cuajado en obras, con un amor que no se busca a sí mismo, con un amor desinteresado y generoso, con un amor que sabe ver al mismo Jesucristo en el menesteroso, que no pasa de largo nunca ante la necesidad de los demás, sino que por el contrario, se para y averigua en qué puede ser útil al prójimo, al que está cerca de él, al alcance de sus servicios.
Es lo que hizo el samaritano de la parábola. Los otros, un sacerdote y un levita de la Antigua Alianza, se hicieron los desentendidos, dieron un rodeo para no acercarse tan siquiera a quien yacía en tierra herido y ultrajado. Es una parábola que de alguna forma se repite de vez en cuando. Ojalá nunca pasemos de largo ante el dolor ajeno.

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