jueves, 2 de mayo de 2013

Vida Contemplativa Cisterciense

 

Introducción: Un Hecho y su Secreto

 
Salí del Padre y vine al mundo.
Ahora dejo el mundo y voy al Padre.
(Jn 16,28)
Se llega al monasterio por distintos motivos. Puede ser debido al comentario de un amigo, o por que se leyó alguna vez sobre la vida de los monjes, o porque uno busca realmente una vida más plena.
La primera impresión es de paz. ¿De dónde les viene a los monjes esta paz? ¿Cuál es el secreto de esta vida? Y ¿Cómo explicarla, cuando parece ser algo del pasado y tan extraño a la sociedad actual?.
Francamente, los argumentos que se suelen aducir para responder a tales preguntas son muchas veces insatisfactorios y engañosos, debido a que se los fundamenta en razones de utilidad. Por el contrario, lo que interesa destacar acerca del Cister es su diferencia con respecto al mundo. El contrasentido aparente del monasterio a los ojos del mundo es lo que le confiere su verdadera razón de ser. En un mundo de ruido, confusión y conflicto, es necesario que haya lugares como  estos de silencio, disciplina interior y paz; no la paz de la comodidad, sino de la caridad interior y del amor basado en el seguimiento total de Cristo. En realidad, el monje no pregunta tanto el porqué de su vida. Lo intuye de una manera simple y directa en la persona de Cristo. No espera “librarse de problemas”, pues sabe por experiencia que la misma fe cristiana implica una cierta angustia y es una manera de confrontar e integrar el sufrimiento interior, no una fórmula mágica para hacer desaparecer todos los problemas. Tampoco es por aventuras espirituales extraordinarias o heroicas por lo que el monje cisterciense da sentido a su vida, sino que, a fin de cuentas, el monasterio enseña al hombre a comprender su propia medida y aceptarse como Dios lo ha hecho. En una palabra, le enseña la verdad sobre sí mismo, lo que suele llamarse la “humildad”.
Es cierto que el monje reza por el mundo; pero este modo de justificar el sentido de su vida sugiere una especie de bullicio espiritual que es muy ajeno al espíritu monástico. El monje no ofrece al Señor muchas oraciones y luego mira hacia el mundo y cuenta las conversiones que debieran resultar. La vida monástica no es “cuantitativa”. Lo que importa no es el número de oraciones, ni la multitud de prácticas ascéticas, ni el ascenso a varios “grados de santidad”. Lo que cuenta es no contar y no ser tenido en consideración, desaparecer para dar lugar al amor de Cristo.
“El amor – dice San Bernardo- no busca justificación fuera de sí mismo. El amor es suficiente en sí mismo, es agradable en sí mismo y para sí mismo. Es amor es su propio mérito, su propia recompensa, no busca una causa fuera de sí ni otro resultado que el amor mismo. El fruto del amor es el amor”. Y agrega que la razón de este carácter autosuficiente del amor es que viene de Dios como su origen y vuelve a Él como si fin, porque Dios mismo es Amor.
Por consiguiente, la existencia aparentemente gratuita del cisterciense está centrada en el sentido más hondo del mundo y en el valor más trascendental: amar la verdad por sí misma; abandonar todo para escucharla en su fuente, la palabra de Dios; dejar que esta palabra repercuta en las diversas dimensiones de la vida humana, para que todo el ser del hombre sea asumido en Jesús, la palabra hecha carne, y por Él conducido al Padre. El monje sirve a sus hermanos precisamente en cuento sale del mundo con Cristo y va al Padre.
Las presentes páginas están escritas a modo de meditación sobre lo que se puede llamar con franqueza “el secreto de la vida monástica”. Es decir, tratan de penetrar el significado interior de algo que está esencialmente oculto, una realidad espiritual que elude una explicación clara.
Enfrentarse con el secreto de la vocación monástica y asirse a la misma es una experiencia profunda. Es un don; un don no otorgado a muchos, pero que tiene una historia a la vez antigua y moderna. Desde los primeros años del cristianismo, en efecto, siempre ha habido discípulos de Jesucristo que se reunían en grupos, más o menos apartados de los pueblos y ciudades, para escuchar mejor la Palabra de Dios y vivirla más plenamente. En el siglo VI, san Benito redactó una regla para tales comunidades, que los monjes han tomado como interpretación práctica del Evangelio.
En estos primeros años del siglo XXI, lejos de ser una cosa del pasado, la vida monacal sigue siendo un hecho religioso ineludible. Ciertos hombres se encuentran inexplicablemente atraídos a ella y el árbol monástico está lleno de vida joven, desarrollándose en nuevas formas. Sin embargo el que entra, aunque abandone la sociedad para vivir una vida diferente de la del hombre común de nuestro tiempo, lleva inevitablemente al monasterio las complicaciones, los problemas y las debilidades del hombre contemporáneo, junto con sus cualidades y aspiraciones. Ninguna comunidad monástica puede evitar estar afectada por tal hecho.
Cada monasterio tiene un carácter muy propio. La “personalidad” de cada comunidad es una manifestación especial del Misterio de Cristo y del espíritu de la Orden monástica. Esta es la razón por la cual los monjes se consideran ante todo miembros de una comunidad particular aun antes que miembros de una Orden.
Así el monje cisterciense será siempre un hermano del monasterio donde hizo su promesa solemne de estabilidad, y puede ser que no vea en toda su vida otro monasterio de la Orden. Al entrar alguien en la vida cisterciense, su propósito es vivir y morir en ese único lugar elegido, en esa comunidad única, con sus gracias, ventajas, problemas y limitaciones especiales. Si llega a ser un perfecto discípulo de Cristo – es decir, un santo-, su santidad será la de aquel que ha encontrado a Cristo en una comunidad particular y en un momento particular de la historia. Estas páginas son un testimonio, a veces confuso e imperfecto, de la realidad de tal experiencia. Basándonos en algunos textos bíblicos y de los Padres del monacato cristiano, reflexionaremos juntos sobre lo más fundamental de una comunidad cisterciense.  
 
       Camino del Silencio
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“Un silencio sereno lo envolvía todo,  al mediar la noche su carrera, tu Palabra omnipotente, Señor, se lanzó como guerrero invencible desde el trono real del Cielo” (Sabiduría, 18, 14-15).
El silencio es el ministerio del mundo venidero.  El habla es el órgano del mundo presente.  Muchos buscan con avidez, pero encuentran únicamente aquellos que permanecen en silencio.  Todo hombre que se deleite en una multitud de palabras, aun cuando diga cosas admirables, está vacío por dentro.
<> que nace del silencio.  Si lo practicas, amanecerá en ti una luz indescriptible>> (Isaac de Nínive).
Se dice que el templo de Salomón fue edificado con piedras extraídas y labradas bajo tierra, a fin de que ningún sonido de martillo y cincel quebrara el silencio sagrado en el cual se levantaban hacia el cielo las paredes de la casa del Señor.  El sentido espiritual de este silencio simbólico es el <>.  Su realización en la vida de Jesús es muchas veces pasado por alto, y sin embargo, es muy significativo: el silencio de Belén y de Nazaret, la vida oculta de trabajo manual, el sufrimiento interior de la incomprensión, las largas noches de oración con su Padre, la callada experiencia del desierto que le prepara para el silencio redentor de su Pasión y Resurrección. Gracias al silencio de Cristo hace ya presente.  El monje busca entrar de su vida, no como voto de silencio absoluto, sino como discípulos de un nuevo amor que lo conduce al Corazón de Cristo, a su propio corazón y al de su hermano.
En estos últimos años, se ha escrito mucho sobre la trágica pérdida de silencio ocurrida en la vida del siglo veinte.  La vida humana necesita una base de silencio que dé significado a las palabras.  El simple fluir incesante de palabras, sonidos, imágenes y ruidos estrepitosos que atacan constantemente los sentidos del hombre de la ciudad, debe ser considerado como un problema serio.  N es solamente que el volumen del ruido descargaste el equilibrio nervioso del hombre y lo enferme, sino que la sobreproducción de palabras y conceptos de redescubrir el silencio religioso. El concilio Vaticano II nos lo recuerda al decir que se deben mantener momentos de silencio en el culto de la Iglesia.  Uno de los elementos más importantes en la liturgia es el escuchar la Palabra de Dios leída en la asamblea santa y luego participar en la respuesta colectiva.  Se requiere un mínimo de silencio interior para que este acto de escucha sea efectivo, lo que implica a su vez la habilidad de abandonar las propias preocupaciones y la congestión de los pensamientos habituales, para poder abrir libremente el corazón al mensaje de Jesús que nos habla en el texto sagrado.
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El silencio es importantísimo para la libertad espiritual.  Libertad frente a las fastidiosas demandas del mundo, de la carne y de la voz más oculta y siniestra de ese poder maléfico que nos hace cautivos de la codicia, la lujuria y la violencia.  A fin de ser libres de esas fuerzas, tenemos que aprender cómo desistir de nuestro diálogo con ellas.  Se trata más de una actitud que se una mera ausencia de palabras.
Pablo el Diácono, al comentar la Regla de San Benito en el siglo IX, decía: <>.  Aquí  se refiere a la serenidad como a una profunda actitud interior de gravedad y reflexión, una tranquilidad de ánimo que brota del autodominio, una sensibilidad espiritual que, al juntarse con las otras cualidades del silencio, libera al hombre de la necesidad de responder en seguida a cada llamada apasionada que puede sobrevenir desde dentro o fuera suyo.  Este silencio es una <> de todo el ser, una actitud de desapego y de amistad, no una simple negación.  EL verdadero silencio monástico es un comportamiento farisaico que atrae la atención sobre sí mismo, al decir: <>. Necesidad tiránica de hacer valer propios derechos, llamar la atención, reclamar satisfactoriamente, dar una buena impresión y <>.   El verdadero silencio es una especie de sencillez y transparencia, reveladora de un hombre que es igual a cualquier otro, pero vive en un nivel diferente y más profundo, porque es capaz de prestar atención a otras voces.
Por consiguiente, es fácil ver la importancia del silencio en el ascetismo monástico tanto en las horas de mayor soledad como en los diálogos personales o comunitarios.  Ambas circunstancias reclaman al monje el doble fruto de su silencio: la escuela acogedora y la liberación interior.  Si quiere <>, como dice san Benito, entonces el silencio es una de las principales prácticas liberadoras de la que tiene que valerse.  Es una característica del mundo hacer que sus ciudadanos busquen tener éxito, causar buena  impresión, ser famosos.  Pero las cosas que el monje busca no pertenecen al mundo de la fama, y él no se vende de esa forma.  Para él, más vale ser desconocido que famoso. Esto le da libertad para pasar por alto todo lo que sea irrelevante a la vocación que ha recibido: compartir el anonadamiento de Cristo, para poder compartir su resurrección.
El monje que no goza de auténtico silencio interior, todavía está dividido por dudas y vacilaciones al experimentar un vacío de este género.  No  puede estar seguro de que no pierde nada al no prestar atención a lo que otros dicen, piensan y hacen.  El hermano auténticamente silencioso, en cambio, no es indiferente hacia los demás, lo que sería una forma de enfermedad, pero no se preocupa por verse excluido de ciertas cosas.  Tampoco desdeña los problemas sociales o políticos, pero sabe que si hay novedades en el mundo que él debe conocer, Dios y sus superiores asegurarán que las conozca.
Dado que el monje cisterciense se encuentra realmente libre de la tierra y la obligación de predicar a los demás y de ayudarlos directamente a afrontar sus dificultades, tiene esta enorme obligación de liberarse de sí mismo interiormente y escuchar la voz del Señor.  Esta no es simplemente un lujo contemplativo que la Iglesia <> de mala gana; es una obligación y una misión que ella le da.  Su función es semejante a la del vigía en la torre que escucha en la noche desierta noticias provenientes de otro país.  Tiene que estar profundamente atento a cualquier mensaje que venga de Dios, de quien espera aprender cómo ser transformado en un hombre nuevo y cómo comunicar esta gracia secreta y poderosa al resto del pueblo.
Así se explica el testimonio a favor del silencio contemplativo de parte de centenares de sacerdotes y laicos comprometidos en obras más directamente pastorales.  Es Significativo que uno de los hombres más santos y ardorosos en el movimiento de sacerdotes obreros en Francia atestiguara su valor.  El padre Henri Perrin, jesuita, escribió durante un retiro prolongado: <>.
La finalidad principal del silencio monástico es preservar, como estilo permanente de vida, esta atención a otro mundo, este recuerdo de Dios que es mucho más que una simple memoria.  Es una conciencia total de la presencia divina que es imposible sin el silencio, el recogimiento y un cierto apartamento, dentro de un ambiente general de verdadero amor.  Frente a la inmensidad de esta Presencia, el monje adoptará espontáneamente una actitud de quietud enamorada, que poco a poco toma posesión de toda su existencia convirtiéndola en oración.  Los intercambios fraternales tienen que respetar y favorecer esta forma de oración continua.  Incluso, en algunos monasterios antiguos, los días de mayor silencio eran las fiestas y los días especiales, como cuando el monje emitía sus votos, o los días entre la muerte y el entierro de un hermano, en los cuales todos se adentraban más profundamente en el secreto amor de Cristo, en las realidades últimas y el mundo venidero.
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La verdad es que el hombre moderno, a pesar de un cierto entusiasmo por métodos de meditación, no está tan a gusto en un silencio como éste.  Muchos se sienten al comienzo replegados sobre sí mismos, desconcertados, artificiales al tener que vitar ruidos y callarse.  Esto puede ser una dificultad para algunas vacaciones monásticas, y uno de los frutos de una buena formación en la vida cisterciense es saber compaginar el silencio con una comunicación fraterna sana y necesaria.  Así, el que puede realmente vivir en silencio estará tranquilo y en paz en medio de otros hombres silenciosos.  Amará simple y espontáneamente los momentos de mayo convivencia, como también los momentos cuando puede estar más a solas con Dios, caminando, leyendo, rezando o meditando.  Aprenderá a  descansar en Dios, vivir en silencio con Jesús y con María, quien ella misma guardaba calladamente la presencia oculta de su hijo, meditando todo en su corazón.  El ejemplo de la virgen enseñará al monje cómo el silencio es ya una verdadera comunicación, y el hablar y el callarse son dos expresiones mutuamente necesarias de la amistad, que deben abrirlo a la fuente de toda amistad humana en la Persona de Jesús.
En última instancia, el silencio del Císter no es tanto una práctica, sino una gracia, un don de Dios.  Aquellos que desean este gran don, tal vez tendrán que reconocer su incapacidad natural para lograrlo por si propio esfuerzo.  Deberán pedirlo humildemente en oración.  También tendrán que aprender a ser dignos de este regalo sufriendo pruebas en silencio por largo tiempo.  Po el sufrimiento silencioso en imitación de María, se llega a conocer el profundo gozo interior que únicamente el silencio hace accesible para el corazón que busca a Dios.
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