(Siglo I)
El primer encuentro fue en los días gozosos del ministerio de Jesús, cuando en las riberas del lago perduraban aún los últimos ecos del sermón de la Montaña. Caminando a través de Galilea, el divino vagabundo ha entrado en Naím, villa graciosa que se empina en un escarpe del Tabor para contemplar la llanura del Esdrelón. El pueblo le circunda admirativo, y señala con el dedo al hijo de la viuda que acaba de venir del reino de la muerte. Todo lo llena la fama del taumaturgo, y hasta los doctores se honran sentándole a su mesa. Simón es en Naím uno de los más prestigiosos representantes del fariseísmo. También él quiere recibir al hombre extraordinario: ha preparado un banquete, ha sacado la vajilla más rica de su casa y ha invitado a sus mejores amigos. Tal vez siente por Jesús una estima secreta, pero la rigidez del orgullo farisaico le impide cumplir los deberes de la hospitalidad. Manda sentar al ilustre invitado sin lavar sus pies, sin besar su mejilla, sin perfumar sus cabellos, como lo exigían las viejas tradiciones hebreas. Según costumbre. Jesús deja las sandalias a la puerta, entra en la sala del festín y se recuesta en su lecho, el cuerpo extendido, el busto apoyado sobre el brazo izquierdo, y los pies echados hacia afuera. La sala está abierta y la multitud se agolpa en el pórtico y junto a las ventanas, contemplando y escuchando a los maestros de Israel. Se charla, se discute, se alaba con voces gangosas la pesca de Corozaín y Bethsaida y se hace honor a los vinos de las viñas galileas. Jesús habla poco; su mirada serena se fija sobre la multitud, como si buscase alguna cosa.
De repente, la mujer a quien aguarda aparece en la puerta, y, sin detenerse, se acerca al Señor y se arrodilla delante de Él. Tímida y audaz al mismo tiempo, indiferente a la lluvia de miradas que cae sobre ella, pero a la vez con un gesto de infinito respeto, rompe el cuello del frasco de alabastro que lleva apretado contra el pecho, y vierte los perfumes sobre los pies de Jesús. Todos los comensales se llenan de admiración, toda la estancia se llena del olor de aquel ungüento. Con amor y con delicadeza, con la misma atención que una madre pone para lavar el cuerpo de su hijo, rocía ella aquellos pies portadores de la paz; hasta que, no pudiendo contener la ola de ternura que la aprieta el corazón, rompe en llanto, dejando caer raudales de lágrimas calientes. La congoja le impide hablar, pero llora; llora en silencio, manifestando, como puede, su humildad, su gratitud, su arrepentimiento. Los pies del Nazareno están húmedos de llanto y de nardo; la pobre mujer no sabe cómo enjugarlos; no lleva un lienzo blanco, y su velo le parece indigno de tocar la carne de su Señor; pero tiene su cabellera fina y suave, aquella cabellera de seda dorada que era la admiración de las gentes. Sueltas las cintas y las peinetas, recoge las trenzas, y lentamente, amorosamente, las va pasando por los pies virginales de Jesús, y luego besa esos pies que acaba de enjugar y los oprime apasionadamente con sus manos.
Los comensales se miraban unos a otros con caras de pasmo. ¿Por qué Simón consiente esta escena en su casa? ¿Por qué sus criados no arrojan de aquí a esta mujer perdida? Esto parecían decir sus miradas. Simón, en el fondo, se sentía satisfecho. Parecíale haber descifrado un enigma. Por fin sabía a qué atenerse con respecto a aquel convidado misterioso, que parecía humillar a los más grandes de Israel con sólo su mirada. En rigor, era un hombre como los demás; susceptible de engaño y no insensible a las caricias de una mujer. «Si éste fuese profeta—decía en su interior—, debiera saber qué clase de persona es la que le toca; debiera saber que es una pecadora.» Y al mismo tiempo revelaba en su ademán la complacencia y el desprecio. Pero Jesús, que ha leído en el corazón de la pecadora, descubre también el pensamiento del fariseo, y, respondiendo a él, dice: «Simón, tengo una cosa que decirte.» Y Simón responde: «Maestro, habla.» «Un acreedor—prosigue Jesús— tenía dos deudores; el uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Y como ni uno ni otro tenían con qué pagar, les perdonó la deuda. ¿Quién de ellos le amará más?» Y Simón respondió: «Supongo que aquel a quien más perdonó.» «Has juzgado rectamente», dijo Jesús; y señalando a la mujer, prosiguió: «¿Ves esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; pero ella me los ha regado con sus lágrimas y secado con sus cabellos. Tú no me has dado el beso de costumbre; pero ella, desde que ha entrado, no ha cesado de besarme los pies; no me has ungido con óleo la cabeza, pero ella me ha ungido los pies con perfumes. Por eso te digo que ha amado mucho, porque es grande la deuda que tenía.» Luego dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados.»
Los invitados de Simón habían seguido la parábola en silencio. Poco a poco el aire malicioso del principio había desaparecido de sus semblantes; ahora estaban estupefactos. Las últimas palabras de Jesús les deconcertaban, y no podían menos de decirse, con un sentimiento de respeto:
«¿Quién es éste que perdona los pecados?» Pero a Jesús no le importaban sus reflexiones; volviéndose hacia la pecadora, le dijo: «Tu fe te ha salvado; vete en paz.» Y la pecadora salió, no ya a buscar las amargas alegrías del placer, sino a abrazarse con los rigores de la expiación.
Porque esta pecadora, cuyo nombre calla San Lucas, no parece ser otra que la Magdalena. El Evangelio no lo indica claramente; pero una tradición venerable, que cuenta, entre los antiguos, a Tertuliano, Clemente de Alejandría, San Cipriano, San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio Magno y San Cirilo de Alejandría, y entre los modernos, a Baronio, Lacordaire, Maldonado y los Bolandistas, defienden la identidad de María de Magdala, María de Betania, y esta desconocida que irrumpió en la sala del banquete. Su nombre y su historia han dejado huellas en los libros rabínicos. La leyenda del Talmud nos habla de su espléndida hermosura, de su cabellera famosa, de su ingenio peregrino, de sus riquezas y de sus escándalos. Casada con un doctor de la Ley, hubo de sufrir los celos rabiosos de su marido, que la encerraba en casa siempre que tenía que ausentarse. Altiva e impetuosa, rebelóse contra esta tiranía, sacudió todo yugo, se fugó con un oficial de las tropas del césar, y con él se estableció cerca de Cafarnaúm, en el pueblecito de Magdala, llenando las cercanías del lago con el ruido de sus desórdenes. Allí, sin duda, oyó hablar del profeta que prometía la felicidad al que sufre y es despreciado y es blanco de ultrajes y de insultos. En la soledad de las horas vacías que siguen siempre a las horas perversas, debió ella considerar más de una Vez la tristeza de su vida de pecado: el ocaso de la belleza, la vanidad de un cuerpo consagrado a la voracidad de los gusanos, la miseria de los paños de seda, de las joyas; de los ungüentos destinados a crear impresiones falaces, a esconder las tristezas y fealdades del alma. En esta soledad interior llegaron hasta ella los primeros ecos de la buena nueva; las luces alegres del sermón de la Montaña y de las parábolas del lago: «Bienaventurados los limpios de corazón... Llamad y se os abrirá; buscad y encontraréis. ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le daría una piedra?...» Estas palabras despertaron en ella una energía sobrenatural: sintióse libre, fuerte, capaz de vivir siempre en humildad de corazón, de regenerarse, de penetrar otra vez en las puras claridades del alma. Y sin hesitar, buscó a Jesús, el único que no la había de rechazar; le buscó con un amor impetuoso, una voluntad resuelta de romper con el pasado. Y llegaba a Naím transformada, iluminada por la gracia, purificada por la llama de la caridad. Había pecado mucho, y por eso amaba mucho al que la llamó y la salvó y la convirtió y la perdonó, y sus lágrimas, esos perfumes y ese silencio, no son más que la expresión humilde de su amor agradecido.
Desde este momento, María Magdalena queda asociada al grupo de los íntimos de Jesús. Todo había cambiado en ella. Antaño, cuando en las noches de tempestad las nubes se agarraban al aire pesado del mar de Genezareth, siete espíritus inmundos mezclaban sus carcajadas de sátiros entre el retumbar del trueno, apestando la atmósfera con sus hálitos maléficos y esperando el momento oportuno para arrojarse sobre su presa. Eran los demonios de la pecadora. Ella los recibía complaciente; les abría su casa, su corazón y sus sentidos. Estaba dominada, tiranizada por ellos, y sólo para ellos vivía; para los convites suntuosos, para las languideces de la molicie, para la ostentación soberbia del poder y la belleza, para el apetito insaciable de las túnicas ostentosas, de los collares deslumbrantes, de las sedas de Jonia, de las ánforas de Agrigento; para las terribles explosiones de la envidia y del rencor, para todas las abyecciones de la concupiscencia y del placer. Toda esta bandada infernal había huido con vuelo de pájaros nocturnos y agoreros. Aquellos ojos, fijos antes inexorablemente sobre las cosas de los sentidos, se habían vuelto de una manera definitiva hacia la luz de la vida verdadera. Ardientes, insaciables, extáticos, sólo una cosa les llenaba: la presencia de Jesús. María Magdalena vivía sólo para esta contemplación ardiente y apasionada. Seguíale silenciosa, recogía sus miradas y sus gestos, meditaba sus palabras y buscaba el sentido profundo de sus milagros. Entre la compañía de mujeres piadosas que detrás de los Doce le seguían, Él rara vez parecía distinguir aquella figura doliente que le miraba con ojos secos e inmóviles, como los de aquellos que han llorado todas sus lágrimas. Pero ella sentíale dentro de sí, y ese sentimiento dejaba en su alma un consuelo perenne, una luz sin sombra, una esperanza libre de inquietas incertidumbres. Lo demás la importaba poco: el último lugar le basta; un rincón entre los discípulos de Jesús; un puesto humilde entre sus oyentes, lo bastante cerca para poder espiar sus movimientos y no perder el acento de su voz. Un día, sin embargo. Jesús se acuerda de ella: es el día de la resurrección de Lázaro. María llora la muerte de su hermano; sabe que Jesús llega a Betania, pero sigue sollozando con la cabeza oculta entre las manos, hasta que Marta llega y le dice: «El Maestro está ahí fuera y te llama.»
María vive ahora en Betania, a dos horas de Jerusalén; vive con sus hermanos, Marta, la activa, y con Lázaro, «el hombre en quien se manifestó la gloria de Dios».
Son los huéspedes de Jesús cuando va a la ciudad santa, y cuando vuelve, el Maestro se detiene en su casa; allí come, allí duerme, allí hace sus milagros, allí predica su doctrina. La casa de Lázaro es, en Judea, lo que era la de Pedro en Cafarnaúm. Desde que pasa el umbral, Marta empezaba a trajinar por la casa; Lázaro se acercaba con el agua de las abluciones, clavando en el Señor una mirada de gratitud y de asombro, como de quien había visto la muerte; María quedaba como arrobada en un éxtasis, inmóvil, sin poder hacer otra cosa más que contemplar a Jesús, admirarle, escucharle, sentir la caricia de su acento y el latido de su corazón. Ya era bastante; era lo mejor, lo más perfecto, porque las ansias del amor encontraban así un alimento más puro y una más alta manifestación. Ha entregado su alma, toda su alma embelesada. ¿Qué importa el cansancio de las manos, si puede ofrecer a su Dios el homenaje rendido del corazón? Y el Maestro aprueba su conducta: «María ha escogido la mejor parte, que nadie le arrebatará.»
Lo mismo unos días más tarde, cuando la segunda unción. Fue también en un banquete, un banquete celebrado en Betania. Marta sirve a la mesa; Lázaro se sienta al lado de Jesús; en la sala hay muchos judíos, que han venido de Jerusalén para ver al resucitado. Había adoradores, había espías y había curiosos ojos bañados de admiración y respeto y miradas llenas de hostilidad. Ya terminaba la comida, cuando apareció la Magdalena en la sala. Recordaba el banquete de Naím, las lágrimas que la habían purificado, la voz que la había perdonado. Ahora había permanecido oculta y silenciosa, recogiendo la gracia de los labios y de los ojos del Señor, reclinado en su lecho. Tal vez en su frente leyó la tragedia sombría que una semana más tarde se iba a desarrollar en el Gólgota. No lloraba, pero toda su alma era llanto. Roja de amor y de vergüenza, inundado el rostro de una tristeza infinita, se acerca al lecho donde reposaba Jesús y derrama en su cabeza un vaso de ungüento de nardo de espique, que se le derrama por entre la túnica y le corre hasta los pies. La sala, los manjares, los vestidos y hasta la respiración de todos y la noche campesina, quedaron envueltos en la suave fragancia. Jesús volvió la cabeza, y, como antaño, vio el alabastro roto y la mujer prosternada que le enjugaba con el caudal sedoso de sus cabellos. Y comprendió. Una vez más, María de Magdala le hacía el sacrificio de lo mejor que había en su casa, de aquel nardo precioso y sin mezcla, que amó tanto en los tiempos del pecado, y que ahora era el símbolo de su amor y de su adoración. Pero no todos pensaban igual. Judas estiraba el cuello para ver el pomo roto, y, pensando congraciarse con el Rabí, predicador de la pobreza, decía: «¡Qué loca! Más de una libra de ungüento ha desperdiciado; pudo venderse por trescientos denarios y hacer una gran misericordia con los menesterosos.» Habla de los pobres, pero lo que le importa es el dinero. Su mirada refleja a la vez sórdida avaricia y envidia repugnante. Acribillada por aquellos ojos, semejaba María una paloma delante del gavilán. Jesús respondió a aquellas palabras como antaño al silencio de Simón: «¿Por qué molestáis a esta mujer por esta obra de ternura que ha hecho conmigo? A los pobres siempre los tendréis con nosotros, mas no a Mi. Ha hecho cuanto podía, ha querido adelantarse a ungir mi cuerpo para el sepulcro. En verdad os digo que mientras se predicare el Evangelio a través del mundo, se contará lo que ha hecho esta mujer en memoria suya.»
Jesús palideció; la Magdalena permaneció en una actitud de adoración; Judas se maldijo, y en su alma se desanillaron las víboras aletargadas de la perversidad. Ya no hubo alegría en el banquete. En vano chispeaban los vinos en los vasos de plata; la sombra de la muerte flotaba entre el parpadeo de las luces, por encima de los comensales.
Esto era un viernes, cuando empezaban a abrirse las flores de los manzanos. Una semana después, el viernes de la Parasceve, María Magdalena, sosteniendo a la Virgen María, caminaba pálida y llorosa a través de la calle de la Amargura. Su amor llegaba hasta el fin; era más fuerte que la muerte. Allí, en la cumbre del Calvario, la tuvo clavada durante las horas mortales de la agonía de Jesús. Los ojos del Hijo del hombre se posaron sobre ella; tal vez pensó que también para ella tendría una palabra, como para su Madre, para Juan, para el buen ladrón; pero luego pensó que no era digna, que debía amarle más aún y llorarle más. Y lloró sobre su cuerpo muerto y besó sus brazos rígidos cuando José de Arimatea los desclavaba de la cruz, y le ungió por última vez antes de colocarle en el sepulcro, cuando ya no podía mirarla ni defenderla. Su amor era tan grande, que no podía apartarse de la almazara de José:
«Alejándose los discípulos—nos dice ella misma en la liturgia—, yo no me alejaba; y encendida en el fuego de su amor, me abrasaba en deseos.» Iba y venía a través del huerto, siempre con los perfumes, que le recordaban los momentos más divinos de su vida. Y al fin su anhelo mereció la más alta de las recompensas.
Fue en la mañana memorable de la Resurrección. Ojerosa y pálida, María había llegado al sepulcro. Dos días llorando, dos días sin poder dormir. De repente, un nuevo dolor: el sepulcro estaba vacío. Muda de espanto, la pobre Magdalena mira en torno, busca huellas humanas entre los olivos, corre entre el follaje, agitada por una angustia infinita. De pronto, envuelto en los primeros rayos de la mañana, aparece un hombre, que se acerca a ella y le dice:
«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Creyó María que era el hortelano de José, y con voz suplicante le dijo:
«Lloro porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto. Si has sido tú, dime dónde le colocaste, y yo iré por él.» Enternecido por tan apasionado candor, conmovido por tan amable ingenuidad, el desconocido sólo pronunció una palabra, un nombre, el de ella. Pero el acento era bien conocido: el inolvidable acento de los días de Naím y de Betannia: «¡María!» Como si se despertase súbitamente, ella lo comprendió todo: «¡Maestro!», clamó, cayendo ante Él sobre la hierba cubierta de rocío, y esforzándose por besar aquellos pies, adornados todavía por la cicatriz roja de los clavos. Pero Jesús la detuvo: «No me toques—dijo—, porque aún no he subido a mi Padre; pero ve a mis hermanos y diles: Subo hacia mi Padre y vuestro Padre. Os precederé en Galilea.» Y mientras se alejaba entre los árboles coronados de luz, María, ciega de felicidad, apóstol de los apóstoles, corría al cenáculo llevando la noticia de la Resurrección. Antes que nadie, ella, la contemplativa, había logrado ver a Cristo triunfador.
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