Papa
(155-222)
La Iglesia no abolió la esclavitud desde el primer día de su aparición en el mundo. Hubiera sido la ruina del edificio social del mundo antiguo. Al principio se contenta con predicar su doctrina de la libertad universal del espíritu, recomendando a los amos la dulzura, recibiendo a todos los hombres en el orden sobrenatural, confundiendo en idéntica sepultura a siervos y señores y abriendo las puertas de las dignidades eclesiásticas a todos los fieles sin distinción de origen. Calixto, el hombre que gobernaba la Iglesia en los primeros años del siglo III, había sido un esclavo.
Nada más accidentado que la vida de esta gran figura del cristianismo primitivo. Ya en su juventud debieron ser notables su fidelidad, su honradez y sus talentos prácticos, puesto que su amo, Carpóforo, alto funcionario del palacio del César, le puso al frente de una banca que tenía en el barrio de la Piscina pública, donde poco después se alzaron las termas de Caracalla. Los banqueros podrían escoger por patrono a este santo Pontífice.
Hay que reconocer, sin embargo, que el esclavo banquero tuvo poca suerte en sus operaciones financieras, pues no sólo perdió el dinero de su amo, sino otras cantidades que le habían confiado los cristianos. Temiendo las iras de los propietarios, huye hacia el puerto de Ostia; pero alcanzado en el momento de embarcarse, y recogido del mar, adonde se había arrojado, fue encerrado en un duro calabozo; al poco tiempo, Carpóforo le pone en libertad, pensando que este es el medio más seguro para recobrar sus fondos y reconociendo la probidad y habilidad de su esclavo. Efectivamente, Calixto se pone muy pronto en camino de recobrar sus intereses, haciéndolos devolver a los judíos, que lo habían vilmente estafado. En venganza, es denunciado como cristiano; confiesa valientemente su fe; se le azota, y es condenado a trabajar en las minas de Cerdeña.
Cómodo, que gobernaba el Imperio por aquellos días, no se preocupaba gran cosa de los cristianos. Su afán era lucir en el circo sus habilidades de gladiador, escuchar los vítores estrepitosos del populacho, lanzar decretos de proscripción, diezmar la nobleza y robustecer la insolencia de los pretorianos. A su lado estaba Marcia, su favorita, de la cual dice el historiador Dión Casio que tuvo una viva simpatía por los cristianos, y, valiéndose de su omnipotente influencia, los colmó de beneficios.
Esta mujer, cuenta San Hipólito, «queriendo un día hacer una buena obra», hizo llamar al Papa Víctor y le preguntó el nombre de los mártires que trabajaban en las minas de Cerdeña, con el fin de darles la libertad, confiando esta misión a su antiguo amigo y consejero el sacerdote Jacinto. El nombre del pobre esclavo de Carpóforo faltaba en la lista; pero gracias a la intervención de Jacinto, consigue también él volver a Roma, y el Pontífice le señala una pensión como confesor de la fe, fijando su residencia en Anzio, a fin de evitar las importunaciones de los hebreos. Durante diez años vive allí, alejado de los negocios y entregado exclusivamente a cultivar su espíritu en el estudio y en la meditación. De este voluntario confinamiento le saca en 198 el Papa Ceferino, para hacerle su secretario, su consejero y administrador de los bienes de la Iglesia.
Es aquél un momento interesante en la historia del cristianismo naciente. Seguía la lucha con el Imperio; los más valientes sacrificaban su vida con el martirio, pero el número de los cristianos aumentaba sin cesar y la levadura evangélica iba infiltrándose poco a poco en toda la masa social. El autor de la epístola a Diognetes decía profundamente por aquellos días: «Lo que el alma es para el cuerpo, eso son los cristianos para el mundo. La carne detesta el alma y le hace guerra, porque ella le impide entregarse a los placeres; el mundo, a su vez, y por idéntica razón, abomina de los cristianos. El alma vive enclaustrada en el cuerpo, y al mismo tiempo le contiene; los cristianos están en el mundo como encarcelados, y contienen al mundo.»
A las luchas con el paganismo se juntaba la fermentación de las ideas filosófico-teológicas en el interior. La divinidad de Jesucristo era una verdad universalmente admitida desde los Apóstoles; pero los espíritus familiarizados con la filosofía griega empezaban a preguntarse de qué manera se armonizaba esa creencia con el monoteísmo absoluto. La explicación del dogma trinitario preocupaba ya a aquellos teólogos del siglo II, y había un doble peligro: el de exagerar la unidad, negando la distinción real de Personas, o el de acentuar demasiado la Trinidad. Ambos errores tenían sus representantes en Roma al terminar el siglo II, y dos orientales eran los jefes de las opuestas escuelas: Práxeas, un cristiano venido de Asia, y Teodoto, antiguo curtidor de Bizancio, muy versado en las obras de Aristóteles y Galeno.
Frente a ellas estaban el Papa Ceferino y su fiel secretario. Calixto administraba las propiedades eclesiásticas, defendía los bienes de la Iglesia delante de los tribunales, creaba en la Vía Appia el cementerio de su nombre, en un vasto terreno que había recibido de la Gens Cecilia, y aprovechando una ley por la cual Septimio Severo reconocía la propiedad funeraria a toda suerte de corporaciones, establecía allí la casa social de la Iglesia, oficialmente reconocida por la ley. Hombre de gran sentido práctico y de infatigable actividad, fue pronto considerado entre sus hermanos como un genio administrador y organizador. Pero su mirada estaba también fija en las discusiones de las escuelas. Aunque hombre de gobierno más que teólogo consumado, tenía, no obstante, la preparación suficiente para distinguir la verdad entre la maraña de las argumentaciones. Él fue quien puso en guardia contra las sutilezas de los herejes al espíritu demasiado candoroso del Papa Ceferino. Dos verdades tradicionales le bastaban como faros para guiarle en aquel laberinto de doctrina. «No conozco—decía—más que a un solo Dios, Jesucristo, y fuera de Él ningún otro que haya muerto o haya sufrido.» Y añadía: «No es el Padre el que murió, sino el Hijo.» Más tarde habría tiempo de investigar la veracidad de los sistemas; entonces bastaba tener bien asidos los dos cabos de la cadena.
Los dogmatizadores no podían estar contentos con esta actitud; pero más que al Papa, odiaban a su amigo. Tal vez nadie le odiaba tanto como el sacerdote Hipólito, que era considerado como el gran doctor de la Iglesia romana, un Orígenes occidental, si no por la profundidad y originalidad, al menos por la precisión, por la sobriedad y por el criterio certero de sus interpretaciones bíblicas. Más que el metafísico, en sus libros se revela el jurista, el romano de genio y de raza, enemigo de la especulación nebulosa y partidario intransigente de la precisión y la claridad. Desgraciadamente, esos libros están manchados con vehementes invectivas contra aquel rival que, menos sabio que él, había logrado tomar en sus manos las riendas de la Iglesia. El Papa Ceferino había hecho más caso de los consejos del esclavo que de su ciencia; y cuando el Papa murió (217), los fieles de Roma no eligieron para sucederle al ilustre escritor, sino al antiguo banquero de Carpóforo. Era un golpe que Hipólito no podía soportar con paciencia. Herido en su amor propio, reunió en torno suyo unos cuantos amigos y discípulos y se puso al frente de un partido cismático. Un martirio heroico y una humilde retractación borrarán más tarde su falta, y la Iglesia podrá incluirle en el número de los santos.
Cuando Calixto subió a ocupar la cátedra de San Pedro, no se hablaba en Roma más que de monarquía, palabra con la cual se quería expresar un monoteísmo exagerado que destruía la noción de la Trinidad. El corifeo de esta doctrina, idéntica a la que Práxeas había enseñado veinte anos antes, era ahora Sabelio. Durante mucho tiempo, el error había logrado esconderse en fórmulas vagas y escogidas con cautela; pero Calixto le descubrió con su clarividencia de siempre, y uno de los primeros actos de su pontificado fue la condenación de esa monarquía sabeliana, que era la negación de las tres Personas divinas.
Bien pronto surgió una nueva querella, en la cual el Pontífice se encontró con la oposición de uno de los hombres más grandes de aquella edad. Había algunos centros eclesiásticos que, llevados de una tendencia rigorista, rehusaban la absolución canónica a tres clases de pecadores: los apostatas, los adúlteros y los homicidas. Viendo los inconvenientes de esta disciplina, que sólo podía inspirar la desesperación, Calixto creyó prudente mitigarla, levantando entre los rigoristas general clamoreo. Los puritanos de todas las escuelas los montañistas y los secuaces de Hipólito, protestaron indignados, y sobre todas, se oyó la voz del famoso sacerdote cartaginés Tertuliano: «He sabido—escribe—que acaba de publicarse un edicto; es un decreto perentorio. El Sumo Pontífice, esto es, el obispo de los obispos, ha hablado. Yo, dice, perdono los pecados de adulterio a todos los que hagan penitencia. ¿Dónde colocaremos el documento en que consta tamaña liberalidad? ¿En las puertas de los lugares de prostitución?»
La diatriba de Hipólito no es tan violenta, pero es más amarga. Uno y otro se constituyen en censores de la virtud, y los dos con una elocuencia digna de mejor causa. Sin embargo, sus gritos se perdieron en el vacío, y la posteridad recogió agradecida la decisión de Calixto, como inspirada por una sabia discreción y una observación profunda del corazón. Se perdonaba el pecado, pero después de una penitencia correspondiente. El mismo Tertuliano describe el acto público que se celebraba con este motivo con palabras en que es fácil adivinar el tono zumbón y caricaturesco: «El penitente—dice—llega a la iglesia implorando gracia de la asamblea. Hele aquí vestido de cilicio, cubierto de ceniza, en actitud miserable, propia para causar espanto. Prosternase en medio de la concurrencia ante las viudas y los presbíteros, ase la orla de sus vestidos, besa la huellas de sus pies y se abraza a sus rodillas, mientras tú arengas al pueblo y excitas la piedad hacia él, suplicante, lloroso y compungido. Buen pastor, bondadoso Padre, refieres la parábola de la oveja perdida, vas en busca de la cabra extraviada y prometes que en lo sucesivo será fiel y no abandonará más el rebaño.»
Calixto es la mesura y la discreción frente al extremismo inconsiderado e intemperante. Es el Pontífice providencialmente suscitado al lado de los Tertulianos y los Hipólitos. Éstos le dan el mote injurioso de equilibrista, y ésta es su mayor alabanza. «Dime, funámbulo de la pureza—escribe el africano—, tú que avanzas con paso vacilante por una cuerda tan frágil, contrapesando el espíritu con la carne, moderando el alma con la fe, ¿qué necesidad tienes de mirar tanto los pasos que das? Si pierdes el equilibrio, Dios es bueno, y una segunda penitencia te reconciliará con Él.»
Su espíritu claro y prudente, su tacto seguro y delicado era lo que se necesitaba en medio de la disensión trinitaria y la controversia penitencial. La palma del martirio fue el coronamiento de aquella noble vida. Envidiosos de la prosperidad que había dado a la Iglesia, los paganos se amotinaron contra él, entraron en su casa y, desde la ventana, le arrojaron en un pozo. Su retrato aparece en un vidrio dorado de aquel tiempo. Se le ve vestido del palio sacerdotal, calvo, con barba no muy larga, ojos pequeños y penetrantes, cejas enérgicas y un perfil hermoso y grave.
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