En la Iglesia no todo es lo visible o lo activo; en la vida y Misterio de la Iglesia ocupan un lugar preeminente las realidades invisibles: la Presencia de Dios, el Don del Espíritu, la Gracia, la Comunión de los Santos.
Ya pasaron los años en que todo se quería visible, concreto, activo y se miraba la vida de clausura con recelo y prevención. Y esto era así por desconocer el valor más profundo de la oración, la contemplación y la penitencia en el Corazón invisible de la Iglesia, en la Comunión de los santos. Se argumentaba que había mucho que hacer en el mundo y en la sociedad... ¿y acaso no es hacer inmolarse como Cristo por el mundo, orar por el mundo como Cristo oraba, estar con Cristo en el Tabor proyectando luz sobre ese mundo al que se decía que se quería ayudar...?
Desde aquí, en primer lugar, el reconocimiento y la gratitud amorosa a la vida de clausura de tantos monjes y monjas que en el silencio monástico, en la oración asidua y en la generosa penitencia derraman torrentes de vida sobre todo el Cuerpo Místico, permiten que broten ríos invisibles de Gracia que nos fecundan a quienes estamos en el mundo (¡demasiado en el mundo a veces!).
Las palabras del Papa Benedicto en un monasterio de clausura espero que nos sirvan a todos para valorar este género de vida, apreciarlo, tenerlo presente, rezar con ellos y por ellos, sostenerlos con nuestra ayuda económica.
"Para esta oración coral, que encuentra su culmen en la participación cotidiana en el Sacrificio Eucarístico, vuestra consagración al Señor en el silencio y en el ocultamiento se hace fecunda y llena de frutos, no sólo en orden al camino de santificación y de purificación, sino también respecto a ese apostolado de intercesión que lleváis a cabo por toda la Iglesia, para que pueda aparecer pura y santa en presencia del Señor. Vosotros, que conocéis bien la eficacia de la oración, experimentáis cada día cuántas gracias de santificación esta puede obtener en la Iglesia.
Queridas hermanas, la comunidad que formáis es un lugar en el que poder morar en el Señor; esta es para vosotros la Nueva Jerusalén, a la que suben las tribus del Señor para alabar el nombre del Señor (cfr Sal 121,4). Sed agradecidas a la divina Providencia por el don sublime y gratuito de la vocación monástica, a la que el Señor os ha llamado sin mérito alguno vuestro. Con Isaías podéis afirmar “el Señor me plasmó desde el seno materno" (Is 49,5). Antes aún de que nacieseis, el Señor había reservado para Sí vuestro corazón para poderlo llenar de su amor. A través del sacramento del Bautismo habéis recibido en vosotros la Gracia divina e, inmersas en su muerte y resurrección, habéis sido consagradas a Jesús, para pertenecerle exclusivamente. La forma de vida contemplativa... os coloca, como miembros vivos y vitales, en el corazón del cuerpo místico del Señor, que es la Iglesia; y como el corazón hace circular la sangre y mantiene con vida al cuerpo entero, así vuestra existencia escondida con Cristo, entretejida de trabajo y de oración, contribuye a sostener a la Iglesia, instrumento de salvación para cada hombre al que el Señor redimió con su Sangre.
Es a esta fuente inagotable a la que vosotros os acercáis con la oración, presentando en presencia del Altísimo las necesidades espirituales y materiales de tantos hermanos en dificultad, la vida descarriada de cuantos se alejan del Señor. ¿Cómo no moverse a compasión por aquellos que parecen vagar sin meta? ¿Cómo no desear que en su vida suceda el encuentro con Jesús, el único que da sentido a la existencia? El santo deseo de que el Reino de Dios se instaure en el corazón del cada hombre, se identifica con la oración misma, como nos enseña san Agustín: Ipsum desiderium tuum, oratio tua est; et si continuum desiderium, continua oratio (cfr Ep. 130, 18-20); por ello, como fuego que arde y nunca se apaga, el corazón permanece pie, no deja nunca de desear y eleva siempre a Dios el himno de alabanza.
Reconoced por ello, queridas hermanas, que en todo lo que hacéis, más allá de los momentos personales de oración, vuestro corazón sigue siendo guiado por el deseo de amar a Dios. Con el obispo de Hipona, reconoced que el Señor es quien ha puesto en vuestros corazones su amor, deseo que dilata el corazón, hasta hacerlo capaz de acoger al mismo Dios (cfr In O. Ev. tr. 40, 10). ¡Este es el horizonte de la peregrinación terrena! ¡Esta es vuestra meta! Por esto habéis elegido vivir en el ocultamiento y en la renuncia a los bienes terrenos: para desear por encima de todo ese bien que no tiene igual, esa perla preciosa que merece la renuncia a cualquier otro bien para entrar en posesión suya" (Hom. en el Monasterio de Santa María del Rosario, Monte Mario (Italia), 24-junio-2010).
¡No olvidemos a nuestros contemplativos!
¡No olvidemos a nuestras monjas de clausura!
¡No olvidemos a nuestras monjas de clausura!
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