miércoles, 21 de septiembre de 2011

CARTA DE UNA CONDENADA AL INFIERNO





relato de Clara

Tuve una amiga, Anita. Es decir, éramos muy próximas por ser vecinas y
compañeras de trabajo en la misma oficina M. Más tarde, Ani se casó y no volví
a verla. Desde que nos conocimos, había entre nosotras, en el fondo, más
amabilidad que propiamente amistad. Por eso, sentí muy poco su ausencia
cuando, después de su casamiento, ella fue a vivir al barrio elegante de las
villas, lejos del mío.
Durante mis vacaciones en el Lago de Garda (Italia), en septiembre de 1937,
recibí una carta de mi madre en la que me decía: "Anita N murió en un
accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Wald Friendhof". Me
impresioné mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no había sido
propiamente religiosa. ¿Estaría preparada para presentarse ante Dios? ¿En qué
estado la habría encontrado su muerte súbita? Al día siguiente escuché misa,
comulgué por la intención de Anita, en la casa del pensionado de las hermanas,
donde estaba viviendo. Rezaba fervorosamente por su eterno descanso, y por
esta misma intención ofrecí la Santa Comunión.
Durante todo el día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la
tarde. Dormí inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así como
una sacudida en la puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj indicaba las doce y
diez minutos. Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago de Garda
golpeando monótonas contra el muro del jardín del pensionado. No había
viento. Yo conservaba la impresión de que al despertar encontraría, además de
los golpes de la puerta, un ruido de brisa o viento, parecido al que producía mi
jefe de la oficina, cuando de mal humor tiraba sobre mi escritorio una carta que
lo molestaba. Reflexioné un instante si debía levantarme. ¡No! Todo no es más
que sugestión, me dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia de la
muerte. Me di vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las ánimas y
me dormí de nuevo.
Soñé entonces que me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la capilla. Al
abrir la puerta del cuarto, me encontré con una cantidad de hojas de carta.
Levantarlas, reconocer la letra de Anita y dar un grito, fue cosa de un segundo.
Temblando, las sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan aterrorizada
que no pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí, salir al aire
libre. Me arreglé rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera y salí en
seguida. Subí por el tortuoso camino, entre olivos, laureles y quintas de la villa,
más allá del conocido camino gardesano.
La mañana aparecía radiante. En los días anteriores, yo me detenía cada cien
pasos, maravillada por la vista que ofrecían el lago y la Isla de Garda. El
suavísimo azul del agua me refrescaba; como una niña que mira admirada a su
abuelo, así contemplaba, extasiada, al ceniciento monte Baldo, que se levanta
en la orilla opuesta del lago, hasta los 2.200 metros de altura. Ese día no tenía
ojos para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora, me dejé caer
maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos cipreses, donde la víspera
había leído con placer "La doncella Teresa". Por primera vez veía en los cipreses
el símbolo de la muerte, algo en lo que antes no había pensado.
Tomé la carta. No tenía firma. Sin la menor duda, estaba escrita por Ani. No
faltaba la gran "s", ni la "t" francesa, a la que se había acostumbrado en la
oficina, para irritar al Sr. G. No era su estilo. Por lo menos, no era así como
hablaba de costumbre. Lo habitual en ella era la conversación amable, la risa,
subrayada por los ojos azules y su graciosa nariz...Sólo cuando discutíamos
asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en el tono rudo de la carta. Yo misma
me siento envuelta por su excitada cadencia. Hela aquí, la Carta del Más Allá de
Anita N., palabra por palabra, tal como la leí en el sueño.
La Carta
CLARA, NO RECES POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso - es más,
voy a hablarte largamente sobre esto - no creas que lo hago por amistad.
Quienes estamos aquí ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es parte
de la obra "de esa potencia que siempre quiere el mal y realiza el bien". En
realidad, me gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No te extrañes de
mis intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad está petrificada en
el mal, es decir, en aquello que ustedes consideran "mal". Aún cuando pueda
hacer algo "bien" (como yo lo hago ahora, abriéndote los ojos ante el infierno),
no lo hago con recta intención.
¿Recuerdas? Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías 23 años y ya
trabajabas en el escritorio desde seis meses antes, cuando yo ingresé. Varias
veces me sacaste de apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a mí,
principiante, me venían muy bien. Pero, ¿qué es "bueno"? Yo ponderaba, en
aquel entonces, tu "caridad". Ridículo... Tus ayudas eran pura ostentación, algo
que desde entonces sospechaba.
Aquí, no reconocemos bien alguno en absolutamente nadie. Pero ya que
conociste mi juventud, es el momento de llenar algunas lagunas. De acuerdo
con los planes de mis padres, yo nunca tendría que haber existido. Por un
descuido se produjo la desgracia de mi concepción. Mis hermanas tenían 14 y
16 años cuando vine al mundo. ¡Ojalá no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora
aniquilarme, huir de estos tormentos! No hay placer comparable al de acabar
mi existencia, así como se reduce a cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero
es necesario que exista. Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el
fracaso total de la finalidad de mi existencia.
Cuando mis padres, entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad,
perdieron el contacto con la Iglesia. Era mejor así. Mantenían relaciones con
personas desvinculadas de la religión. Se conocieron en un baile, y se vieron
"obligados" a casarse seis meses después. En la ceremonia nupcial, recibieron
solo unas gotas de agua bendita, las suficientes para atraer a mamá a la misa
dominical unas pocas veces al año. Ella nunca me enseñó verdaderamente a
rezar. Todo su esfuerzo se agotaba en los trabajos cotidianos de la casa,
aunque nuestra situación no era mala. Palabras como rezar, misa, agua
bendita, iglesia, sólo puedo escribirlas con íntima repugnancia, con
incomparable repulsión. Detesto profundamente a quienes van a la Iglesia y, en
general, a todos los hombres y a todas las cosas. Todo es tormento. Cada
conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida y de lo que sabemos, se
convierte en una llama incandescente.
Y todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que despreciamos
una gracia. Cómo me atormenta esto! No comemos, no dormimos, no andamos
sobre nuestros pies. Espiritualmente encadenados, los réprobos contemplamos
desesperados nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los dientes,
atormentados y llenos de odio. ¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como si fuera
agua. Nos odiamos unos a otros. Más que a nada, odiamos a Dios. Quiero que
lo comprendas. Los bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque lo
ven sin velos, en su deslumbrante belleza. Esto los hace indescriptiblemente
felices. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos enfurece. Los hombres,
en la tierra, que conocen a Dios por la Creación y por la Revelación, pueden
amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.
El creyente - te lo digo furiosa - que contempla, meditando, a Cristo con los
brazos abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo. Pero el alma a la que Dios
se acerca fulminante, como vengador y justiciero porque un día fue repudiado,
como ocurrió con nosotros, ésta no podrá sino odiarlo, como nosotros lo
odiamos. Lo odia con todo el ímpetu de su mala voluntad. Lo odia eternamente,
a causa de la deliberada resolución de apartarse de Dios con la que terminó su
vida terrenal. Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás
querríamos hacerlo.
¿Comprendes ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra
obstinación nunca se derrite, nunca termina. Y contra mi voluntad agrego que
Dios es misericordioso, aún con nosotros. Digo "contra mi voluntad" porque,
aunque diga estas cosas voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo
que querría. Dejo muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo
también estrangular la avalancha de palabrotas que querría vomitar. Dios fue
misericordioso con nosotros porque no permitió que derramáramos sobre la
tierra el mal que hubiéramos querido hacer. Si nos lo hubiera permitido,
habríamos aumentado mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo morir antes de
tiempo, como hizo conmigo, o hizo que intervinieran causas atenuantes.
Dios es misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a El más de lo que
estamos, en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento. Cada paso
más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que la que te produciría un
paso más rumbo a una hoguera.
Te desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre pocos
días antes de mi comunión: "Alégrate, Anita, por el vestido nuevo; el resto no
es más que una burla". Casi me avergüenzo de tu desagrado. Ahora me río. Lo
único razonable de toda aquella comedia era que se permitiera comulgar a los
niños a los doce años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída por el
placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un lado las cosas religiosas. No
tomé en serio la comunión. La nueva costumbre de permitir a los niños que
reciban su primera comunión a los 7 años nos produce furor. Empleamos todos
los medios para burlarnos de esto, haciendo creer que para comulgar debe
haber comprensión. Es necesario que los niños hayan cometido algunos
pecados mortales. La blanca Hostia será menos perjudicial entonces, que si la
recibe cuando la fe, la esperanza y el amor, frutos del bautismo - escupo sobre
todo esto - todavía están vivos en el corazón del niño.
¿Te acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en la tierra? Vuelvo a mi
padre. Peleaba mucho con mamá. Pocas veces te lo dije, porque me
avergonzaba. Qué cosa ridícula la vergüenza! Aquí, todo es lo mismo. Mis
padres ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, papá lo hacía
en el cuarto contiguo, donde podía volver a cualquier hora de la noche. Bebía
mucho y se gastó nuestra fortuna. Mis hermanas estaban empleadas, decían
que necesitaban su propio dinero. Mamá comenzó a trabajar. Durante el último
año de su vida, papá la golpeó muchas veces, cuando ella no quería darle
dinero. Conmigo, él siempre fue amable. Un día te conté un capricho del que
quedaste escandalizada. ¿Y de qué no te escandalizaste de mí? Cuando devolví
dos veces un par de zapatos nuevos, porque la forma de los tacos no era
bastante moderna.
En la noche en que papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo que
nunca te conté, por temor a una interpretación desagradable. Hoy, sin
embargo, debes saberlo. Es un hecho memorable: por primera vez, el espíritu
que me atormenta se acercó a mí. Yo dormía en el cuarto de mamá. Su
respiración regular revelaba un sueño profundo. Entonces, escuché pronunciar
mi nombre. Una voz desconocida murmuró: "¿Qué ocurrirá si muere tu padre?"
Ya no lo quería a papá, desde que había empezado a maltratar a mi madre. En
realidad, no amaba absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud hacia algunas
personas que eran bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de retribución
en esta tierra solamente se encuentra en las almas que viven en estado de
gracia. No era ése mi caso. "Ciertamente, él no morirá", le respondí al
misterioso interlocutor. Tras una breve pausa, escuché la misma pregunta. "El
no va a morir!", repliqué con brusquedad.
Por tercera vez, me preguntaron: "Qué ocurrirá si muere tu padre?". Me
representé en ese momento en la imaginación el modo como mi padre volvía
muchas veces: medio ebrio, gritando, maltratando a mamá, avergonzándonos
frente a los vecinos. Entonces, respondí con rabia: "Bien, es lo que se merece.
¡Que muera!". Después, todo quedó en silencio.
A la mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá,
encontró la puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza. Papá,
semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza al sótano,
debió sufrir una crisis mortal. Desde hacía tiempo que estaba enfermo. (¿Habrá
hecho depender Dios de la voluntad de su hija, con la que el hombre fue
bondadoso, la obtención de más tiempo y ocasión de convertirse?).
Marta K. y tú me hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te oculté
que consideraba demasiado "parroquiales" las instrucciones de las dos
directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante divertidos. Como sabes,
llegué en poco tiempo a tener allí un papel preponderante. Eso era lo que me
gustaba. También me gustaban las excursiones. Llegué a dejarme llegar
algunas veces a confesar y comulgar. Para decir la verdad, no tenía nada para
confesar. Los pensamientos y las palabras no significaban nada para mí. Y para
acciones más groseras todavía no estaba madura.
Un día me llamaste la atención: "Ana, si no rezas más, te perderás". Realmente,
yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad. Sin
duda tenías razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron poco.
La oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo.
Especialmente la oración a Aquella que es la madre de Cristo, cuyo nombre no
nos es lícito pronunciar. La devoción a Ella arranca innumerables almas al
demonio, almas a las que sus pecados las habrían lanzado infaliblemente en sus
manos.
Furiosa continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de
tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y justamente
de esto, que es facilísimo, Dios hace depender nuestra salvación. Al que reza
con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo fortalece de tal
modo, que hasta el más empedernido pecador puede recuperarse, aunque se
encuentre hundido en un pantano hasta el cuello. Durante los últimos años de
mi vida ya no rezaba más, privándome así de las gracias, sin las que nadie se
puede salvar.
Aquí, no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la
rechazaríamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia terrenal
terminaron en esta otra vida. En la tierra, el hombre puede pasar del estado de
pecado al estado de gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas
veces caí por debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en
un estado final, fijo e inalterable. A medida que se avanza en edad, los cambios
se hacen más difíciles. Es cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para
unirse a Dios o para darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera
arrastrado por una correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos de
su voluntad debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda su
vida.
El hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la
que lo arrastra en el momento supremo. Así ocurrió conmigo. Viví años enteros
apartada de Dios. En consecuencia, en el último llamado de la gracia, me decidí
contra Dios. La fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que no quise
levantarme más. Muchas veces me invitaste para que asistiera a las
predicaciones o que leyera libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta
de tiempo. ¿Acaso podría querer aumentar mis dudas interiores? Finalmente,
tengo que dejar constancia de lo siguiente: al llegar a este punto crítico, poco
antes de salir de la "Asociación de Jóvenes", me habría sido muy difícil cambiar
de rumbo. Me sentía insegura y desdichada. Pero frente a la conversión se
levantaba una muralla.
No sospechaste que fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple, que
un día me dijiste: "Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo volverá a
ser normal". Me daba cuenta que sería así. Pero el mundo, el demonio y la
carne, me retenían demasiado firme entre sus garras. Nunca creí en la
influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que el demonio actúa
poderosamente sobre las personas que están en las condiciones en que yo me
encontraba entonces. Sólo muchas oraciones, propias y ajenas, junto con
sacrificios y sufrimientos, podrían haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los que están poseídos
internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar el libre albedrío
de los que se abandonan a su influencia. Pero, como castigo por su casi total
apostasía, Dios permite que el "maligno" se anide en ellos. Yo también odio al
demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de arruinarlos a todos ustedes:
él y sus secuaces, los ángeles que cayeron con él desde el principio de los
tiempos. Son millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de
moscas; ustedes no los perciben. A los réprobos no nos incumbe tentar: eso les
corresponde a los espíritus caídos.
Cada vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún
más sus tormentos. Pero, ¡de qué no es capaz el odio! Aunque andaba por
caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino para la gracia,
con actos de caridad natural, que hacía muchas veces por una inclinación de mi
temperamento. A veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí, sentía una cierta
nostalgia. Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi trabajo en la
oficina durante el día, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de Dios
actuaban poderosamente. Una vez fue en la capilla del hospital, adonde me
llevaste durante el descanso del mediodía. Quedé tan impresionada, que estuve
sólo a un paso de mi conversión. Lloraba. Pero, en seguida, llegaba el placer
del mundo, derramándose como un torrente sobre la gracia. Las espinas
ahogaron el trigo. Con la explicación de que la religión es sentimentalismo,
como siempre se decía en la oficina, rechacé también esta gracia, como todas
las otras.
En otra ocasión, me llamaste la atención porque, en lugar de una genuflexión
hasta el piso, hice solamente una ligera inclinación con la cabeza. Pensaste que
eso lo hacía por pereza, sin sospechar que, ya entonces, había dejado de creer
en la presencia de Cristo en el Sacramento. Ahora creo, aunque sólo
materialmente, tal como se cree en la tempestad, cuyas señales y efectos se
perciben. En este interín, me había fabricado mi propia religión. Me gustó la
opinión generalizada en la oficina, de que después de la muerte el alma volvería
a este mundo en otro ser, reencarnándose sucesivamente, sin llegar nunca al
fin.
Con esto, estaba resuelto el angustiante problema del más allá. Imaginé
haberlo hecho inofensivo. ¿Por qué no me recordaste la parábola del rico
Epulón y del pobre Lázaro, en la que el narrador, Cristo, envió después de la
muerte a uno al infierno y al otro al Cielo? Pero, ¿qué habrías conseguido? No
mucho más de lo que conseguiste con todos tus otros discursos beatos. Poco a
poco me fui fabricando un dios: con atributos suficientes para ser llamado así.
Bastante lejos de mí, como para que no me obligara a tener relaciones con él.
Suficientemente confuso, como para poder transformarlo a mi antojo. De este
modo, sin cambiar de religión, yo podía imaginarlo como el dios panteísta del
mundo o pensarlo, poéticamente, como un dios solitario.
Este "dios" no tenía Cielo para premiarme, ni infierno para asustarme. Yo lo
dejaba en paz. En esto consistía mi culto de adoración. Es fácil creer en lo que
agrada. Con el transcurso de los años, estaba bastante persuadida de mi
religión. Se vivía bien así, sin molestias. Sólo una cosa podría haber roto mi
suficiencia: un dolor profundo y prolongado. Pero este sufrimiento no llegó.
¿Comprendes ahora el significado de "Dios castiga a aquellos que ama"?
Durante un domingo de julio, la Asociación de Jóvenes organizaba un paseo de
A. Me gustaban las excursiones, pero no los discursos insípidos y demás
beaterías. Otra imagen, muy diferente de la de Nuestra Señora de las Gracias
de A., estaba desde hacía poco en el altar de mi corazón. Era el distinguido
Max, del almacén de al lado. Ya habíamos conversado entretenidos, varias
veces. Justamente ese domingo me invitó a pasear. La otra, con la que
acostumbraba a salir, estaba enferma en el hospital.
El había comprendido que lo miraba mucho. Pero yo no pensaba en casarme
todavía. Su posición económica era muy buena, pero también demasiado
amable con todas las otras jovencitas. En aquel entonces yo quería un hombre
que me perteneciera exclusivamente, como única mujer. Siempre conservé una
cierta educación natural. (Eso es verdad. A pesar de su indiferencia religiosa,
Ani tenía algo noble en su persona. Me desconcierta que también las personas
"honestas" puedan caer en el infierno, si son deshonestas al huir del encuentro
con Dios).
En ese paseo, Max me colmó de amabilidades. Nuestras conversaciones, es
claro, no eran sobre la vida de los santos, como las de ustedes. Al día siguiente,
en la oficina, me reprendiste por no haber ido al paseo de la Asociación.
Cuando te conté mi diversión del domingo, tu primera pregunta fue:
"¿Escuchaste Misa?". Tonta! ¿Cómo podríamos ir a Misa si salimos a las 6 de la
mañana? Me acuerdo que, muy exaltada, te dije: "El buen Dios no es tan
mezquino como lo son los curas". Ahora debo confesar que Dios, a pesar de su
infinita bondad, considera todo con más seriedad que todos los sacerdotes
juntos. Después de este primer paseo con Max, fui solamente una vez más a la
Asociación, en las fiestas de Navidad. Algunas cosas me atraían. Pero en mi
interior, ya me había separado de todas ustedes.
Los bailes, el cine, los paseos, continuaban. A veces peleábamos con Max, pero
yo sabía cómo retenerlo. Odié mucho a mi rival que, al salir del hospital, se
puso furiosa. En realidad, eso me favoreció. La calma distinguida que yo
mostraba produjo una gran impresión en Max, que se inclinó definitivamente
por mí. Conseguí encontrar la forma de denigrarla. Me expresaba con calma:
por fuera, realidades objetivas, por dentro, vomitando hiel. Estos sentimientos y
actitudes conducen rápidamente al infierno. Son diabólicos, en el sentido
estricto del término. ¿Por qué te cuento todo esto? Para explicarte que así me
aparté definitivamente de Dios. En realidad, Max y yo no llegamos muchas
veces al extremo de la familiaridad. Me daba cuenta que me rebajaría a sus
ojos si le concedía toda la libertad antes de tiempo. Por eso, supe controlarme.
Realmente, yo estaba siempre dispuesta para todo lo que consideraba útil.
Tenía que conquistar a Max. Para eso, ningún precio era demasiado alto.
Nos fuimos amando poco a poco, porque ambos teníamos valiosas cualidades
que podíamos apreciar mutuamente. Yo era habilidosa, eficiente, de trato
agradable. Retuve a Max con firmeza y conseguí, al menos durante los últimos
meses antes del casamiento, ser la única que lo poseía. En eso consistió mi
apostasía, en hacer mi dios con una criatura. En ninguna otra cosa puede
realizarse más plenamente la apostasía como en el amor a una persona del otro
sexo, cuando ese amor se ahoga en la materia. Esto es su encanto, su aguijón
y su veneno. La "adoración" que tenía por Max se convirtió en mi religión. En
ese tiempo, en la oficina, yo arremetía virulentamente contra los curas, los
fieles, las indulgencias, los rosarios y demás estupideces.
Trataste de defender con una cierta inteligencia todo lo que yo atacada, aunque
quizás sin sospechar que en realidad el problema no estaba en esas cosas. Lo
que yo buscaba era un punto de apoyo. Todavía lo necesitaba para justificar
racionalmente mi apostasía. Estaba sublevada contra Dios. No te dabas cuenta.
Creías que todavía era católica. Por otra parte, yo quería ser llamada así;
inclusive pagaba la contribución para el culto. Porque un cierto "reaseguro"
nunca viene mal. Es posible que tus respuestas a veces dieran en el blanco.
Pero no me alcanzaban, porque no te concedía razón. A raíz de estas relaciones
sobre bases falsas, fue pequeño el dolor de nuestra separación, con motivo de
mi casamiento.
Antes de casarme, me confesé y comulgué una vez más. Era una formalidad. Mi
marido pensaba igual. Si era una formalidad, ¿por qué no cumplirla? Ustedes
dicen que una comunión así es "indigna". Bien, después de esa comunión
"indigna", logré un cierto sosiego en mi conciencia. Esa comunión fue la última.
Nuestra vida conyugal transcurría, en general, en armonía. En casi todos los
puntos teníamos la misma opinión. También en esto: no queríamos cargar con
hijos. En realidad, mi marido quería tener uno, uno solo, naturalmente.
Finalmente conseguí que él renunciara a ese deseo. Lo que más me gustaba
eran los vestidos, los muebles lujosos, las reuniones mundanas, los paseos en
automóvil y otras distracciones. Fue un año de placer el que medió entre mi
casamiento y mi muerte repentina.
Todos los domingos íbamos a pasear en auto o visitábamos a los parientes de
mi marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos parientes se destacaban en la
vida social, igual que nosotros. Pero en mi interior, sin embargo, nunca fui feliz.
Había algo indeterminado que me corroía. Mi deseo era que, al llegar la muerte
- la que sin duda demoraría mucho todavía - todo acabara. Ocurría tal como yo
lo había escuchado de niña, durante una plática: Dios recompensa en este
mundo toda obra buena que se haga. Si no puede premiarla en la otra vida, lo
hace en la tierra. Inesperadamente, recibí una herencia de la tía Lote. Mi
marido tuvo la suerte de ver sus ingresos notablemente aumentados. Así pude
instalar, confortablemente, una casa nueva.
Mi religión estaba muriendo, como un resplandor crepuscular en un firmamento
lejano. Los bares de la ciudad, los hoteles y los restaurantes por los que
pasábamos en nuestros viajes, no nos acercaban a Dios. Todos los que los
frecuentaban vivían como nosotros: de fuera hacia adentro, no de dentro hacia
afuera. Si durante los viajes de vacaciones visitábamos una célebre catedral,
tratábamos de divertirnos con el valor artístico de sus obras primas. Los
sentimientos religiosos que irradiaban - especialmente las iglesias medievales -
yo los neutralizaba criticando circunstancias accesorias de un hermano lego que
nos guiaba, criticaba su negligencia en el aseo, criticaba el comercio de los
piadosos monjes que fabricaban y vendían licor, criticaba el eterno repique de
campanas llamando a los sagrados oficios, diciendo que el único fin era ganar
dinero...
Así era como conseguía apartar a la gracia, cada vez que me llamaba.
Especialmente descargaba mi mal humor frente a algunas pinturas de la Edad
Media representando al Infierno en libros, cementerios y otros lugares. Allí el
demonio asaba a las almas sobre fuego rojo o amarillo, mientras sus
compañeros, con largas colas, le traen más víctimas. Clara, el infierno puede
ser dibujado, pero nunca exagerado! Siempre me burlaba del fuego del
infierno. Acuérdate de una conversación durante la cual te puse un fósforo
encendido bajo la nariz, preguntándote: "¿Así huele?"
Apagaste en seguida la llama. Aquí nadie consigue hacerlo. Te digo más: el
fuego del que habla la Biblia no es el tormento de la consciencia. Fuego es
fuego! Debe ser interpretado al pie de la letra cuando Aquel dijo: "Apartáos de
mí, malditos, id al fuego eterno". Al pie de la letra! ¿Y cómo puede ser tocado
un espíritu por el fuego material? Preguntarás. ¿Y cómo puede sufrir tu alma,
en la tierra, si pones el dedo sobre una llama? Tampoco tu alma se quema,
mientras tanto el dolor lo sufre todo el individuo. Del mismo modo, nosotros
estamos aquí espiritualmente presos al fuego de nuestro ser y de nuestras
facultades. Nuestra alma carece de la agilidad que le sería natural; no podemos
pensar ni querer lo que querríamos.
No te sorprendas de mis palabras. Es un misterio contrario a las leyes de la
naturaleza material: el fuego del infierno quema sin consumir. Nuestro mayor
tormento consiste en saber que nunca veremos a Dios. ¿Cómo puede
atormentarnos tanto esto, si en la tierra nos era indiferente? Mientras el cuchillo
está sobre la mesa, no te impresiona. Le ves el filo, pero no lo sientes. Pero si
el cuchillo entra en tus carnes, gritarás de dolor. Ahora, sentimos la pérdida de
Dios. Antes, sólo pensábamos en ella.
No todas las almas sufren igual. Cuanto mayor fue la maldad, cuanto más
frívolo y decidido, tanto más le pesa al condenado la pérdida de Dios, tanto
más lo sofoca la criatura de que abusó. Los católicos que se condenan sufren
más que los de otras religiones, porque recibieron y desaprovecharon, por lo
general, más luces y mayores gracias. Los que tuvieron mayores conocimientos
sufren más duramente que los que tuvieron menos. El que pecó por maldad
sufre más que el que cayó por debilidad. Pero ninguno sufre más de lo que
mereció. Oh, si esto no fuera verdad, tendría un motivo para odiar!
Un día me dijiste: nadie va al infierno sin saberlo. Eso le habría sido revelado a
una santa. Yo me reía, mientras me atrincheraba en esta reflexión: "siendo así,
siempre tendré tiempos suficiente para volver atrás". Esta revelación es exacta.
Antes de mi muerte repentina, es verdad, no conocía al infierno tal como es.
Ningún ser humano lo conoce. Pero estaba perfectamente enterada de algo: "Si
mueres, me decía, entrarás en la eternidad como una flecha, directamente
contra Dios; habrá que aguantar las consecuencias". Como te dije, no volví
atrás. Perseveré en la misma dirección, arrastrada por la costumbre, con la que
los hombres actúan cuanto más envejecen.
Mi muerte ocurrió así: Hace una semana - digo según las cuentas que llevan
ustedes, porque si calculara por mis dolores, podría estar ardiendo en el
infierno desde hace diez años - mi marido y yo salimos en otra excursión
dominguera, que fue la última para mí. El día estaba radiante de sol. Me sentía
muy bien, como pocas veces. Sin embargo, me traspasaba un presentimiento
siniestro. Inesperadamente, en el viaje de regreso, mi marido y yo fuimos
enceguecidos por los faros de un automóvil que venía en sentido contrario, a
gran velocidad. Max perdió el control del vehículo. Jesús! Se escapó de mis
labios, no como oración sino como grito. Sentí un dolor aplastante: comparado
con el tormento actual, una bagatela. Después perdí el sentido.
¡Qué extraño! Aquella misma mañana, sin explicación, había surgido en mi
mente este pensamiento. "Por una vez, podrías ir a Misa". Era como una
súplica. Un "¡no!" claro y decidido cortó el curso de la idea. "Con esas cosas
tengo que terminar definitivamente". Es decir, asumí todas las consecuencias.
Ahora las soporto.
Lo que ocurrió después de mi muerte lo sabes. La suerte de mi marido, de mi
madre, lo que ocurrió con mi cadáver, mi entierro, lo sé por una intuición
natural que tenemos todos los que estamos aquí. Del resto de lo que ocurre en
el mundo poseemos un conocimiento confuso. Sabemos lo que se refiere a
nosotros. De este modo veo el lugar donde vives. Desperté de improviso en el
momento de mi muerte. Me encontré inundada por una luz ofuscante. Era el
mismo sitio donde había caído mi cadáver. Sucedió como en el teatro, cuando
se apagan las luces de la sala, sube el telón y aparece una escena trágicamente
iluminada. La escena de mi vida. Como en un espejo, mi alma se mostró a sí
misma. Vi las gracias despreciadas y pisoteadas, desde mi juventud hasta el
último "no" frente a Dios.
Me sentí como un asesino, al que llevan ante el tribunal para ver a la víctima
exánime. ¿Arrepentirme? ¡Nunca! ¿Avergonzarme? ¡Jamás!
Mientras tanto, no conseguía permanecer bajo la mirada de Dios, a quien
rechazaba. Sólo tenía una salida: la fuga. Así como Caín huyó del cadáver de
Abel, así mi alma se proyectó lejos de esta visión de horror.
Este era el Juicio particular.
Habló el invisible juez: "APÁRTATE DE MI". De inmediato mi alma, como una
sombra amarilla de azufre, se despeñó al lugar del eterno tormento.
Epílogo de Clara:
Así terminó la carta de Anita sobre el Infierno. Las últimas palabras eran casi
ilegibles, tan torcidas estaban las letras. Cuando terminé de leer la última línea,
la carta se convirtió en cenizas. ¿Qué es lo que escucho? En medio de los duros
términos de las palabras que imaginaba haber leído, resonó el dulce tañido de
una campana. Me desperté de inmediato. Estaba acostada en mi cuarto. La luz
matinal entraba por la ventana. Las campanadas de las Avemarías llegaban de
la iglesia parroquial. ¿Todo había sido un sueño?
Nunca había sentido antes en el Angelus tanto consuelo como después de ese
sueño. Lentamente, fui rezando las oraciones. Entonces comprendí: la bendita
Madre del Señor quiere defenderte. Venera a María filialmente, si no quieres
tener el destino que te contó - aunque fuera en sueños - un alma que jamás
verá a Dios. Temblando todavía por la visión nocturna, me levanté, me vestí
con prisa y huí a la capilla de la casa. Mi corazón palpitaba con violencia. Los
huéspedes que estaban más cerca me miraban con preocupación. Quizás
pensaban que estaba agitada por correr escaleras abajo.
Una bondadosa señora de Budapest, un alma sacrificada, pequeña como una
niña, miope, aún fervorosa en el servicio de Dios, de gran penetración
espiritual, me dijo por la tarde en el jardín: "Señorita, Nuestro Señor no quiere
ser servido con excitación". Pero ella advertía que otra cosa me había excitado
y aún me preocupaba. Agregó, bondadosamente: "Nada te turbe - conoces el
aviso de Santa Teresa - nada te espante. Todo pasa. Quien a Dios tiene, nada
le falta. Sólo Dios basta". Mientras susurraba esto, sin adoptar un aire
magisterial, parecía estar leyendo mi alma.
"Sólo Dios basta". Sí, El ha de bastarme, en éste o en el otro mundo. Quiero
poseerlo allí un día, por más sacrificios que tenga que hacer aquí para vencer.
No quiero caer en el infierno.
Algunas consideraciones finales
Quizás no como objeción, pero no puede eludirse una pregunta: ¿Cómo puede
haber recordado Clara con tal precisión todas las palabras de la carta de la
condenada? Respondemos: quien hace lo más, puede hacer lo menos. Quien
comienza una obra, puede también concluirla. Si la manifestación de
ultratumba es un hecho preternatural, Clara debe haber tenido también una
asistencia preternatural para escribir con exactitud todas las palabras leídas
durante la visión.
La eternidad de las penas del infierno es un dogma. Seguramente, el más
terrible de todos. Tiene su fundamento en las Sagradas Escrituras. Ver San
Mateo XXV, 41 y 46; II a los Tesalonicenses, 1, 9; Judith XIII; Apocalipsis XIV,
11 y XX, 10; todos estos textos son irrefutables, en los que la expresión
"eterno" no puede interpretarse como "largo o prolongado". De la conveniencia
de ilustrar este dogma con un caso particular, nos da ejemplo Nuestro Señor
Jesucristo en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Allí se encuentra
una descripción del infierno y del peligro de caer en él. No es otra la intención
de este trabajo. Expresa también nuestra finalidad el siguiente consejo:
"Vayamos al infierno mientras estemos vivos, para no caer allí después de la
muerte".

Documento

No hay comentarios: