ABRIR EL HORIZONTE
Ocupados solo en el logro inmediato de un mayor bienestar y atraídos por pequeñas aspiraciones y esperanzas, corremos el riesgo de empobrecer el horizonte de nuestra existencia perdiendo el anhelo de eternidad. ¿Es un progreso? ¿Es un error?
Hay dos hechos que no es difícil comprobar en este nuevo milenio en el que vivimos desde hace unos años. Por una parte está creciendo en la comunidad humana la expectativa y el deseo de un mundo mejor. No nos contentamos con cualquier cosa: necesitamos progresar hacia un mundo más digno, más humano y dichoso.
Por otra está creciendo al mismo tiempo el desencanto, el escepticismo y la incertidumbre ante el futuro. Hay tanto sufrimiento absurdo en la vida de las personas y de los pueblos, tantos conflictos envenenados, tales abusos contra el planeta, que no es fácil mantener la fe en el ser humano.
Es cierto que el desarrollo de la ciencia y la tecnología están logrando resolver muchos males y sufrimientos. En el futuro se lograrán, sin duda, éxitos todavía más espectaculares. Aún no somos capaces de intuir la capacidad que se encierra en el ser humano para desarrollar un bienestar físico, psíquico y social.
Pero no sería honesto olvidar que este desarrollo prodigioso nos va «salvando» solo de algunos males y solo de manera limitada. Ahora precisamente que disfrutamos cada vez más del progreso humano empezamos a percibir mejor que el ser humano no puede darse a sí mismo todo lo que anhela y busca.
¿Quién nos salvará del envejecimiento, de la muerte inevitable o del poder extraño del mal? No nos ha de sorprender que muchos comiencen a sentir la necesidad de algo que no es ni técnica ni ciencia, tampoco ideología o doctrina religiosa. El ser humano se resiste a vivir encerrado para siempre en esta condición caduca y mortal. Busca un horizonte, necesita una esperanza más definitiva.
No pocos cristianos viven hoy mirando exclusivamente a la tierra. Al parecer no nos atrevemos a levantar la mirada más allá de lo inmediato de cada día. En esta fiesta cristiana de la Ascensión del Señor quiero recordar unas palabras de aquel gran científico y místico que fue P. Teilhard de Chardin: «Cristianos a solo veinte siglos de la Ascensión. ¿Qué habéis hecho de la esperanza cristiana?».
En medio de interrogantes e incertidumbres, los seguidores de Jesús seguimos caminando por la vida trabajados por una confianza y una convicción. Cuando parece que la vida se cierra o se extingue, Dios permanece. El misterio último de la realidad es un misterio de amor salvador. Dios es una puerta abierta a la vida eterna. Nadie la puede cerrar.
Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
Mt 28,16-20
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«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra»
Hoy, contemplamos unas manos que bendicen —el último gesto terreno del Señor (cf. Lc 24,51). O unas huellas marcadas sobre un montículo —la última señal visible del paso de Dios por nuestra tierra. En ocasiones, se representa ese montículo como una roca, y la huella de sus pisadas queda grabada no sobre tierra, sino en la roca. Como aludiendo a aquella piedra que Él anunció y que pronto será sellada por el viento y el fuego de Pentecostés. La iconografía emplea desde la antigüedad esos símbolos tan sugerentes. Y también la nube misteriosa —sombra y luz al mismo tiempo— que acompaña a tantas teofanías ya en el Antiguo Testamento. El rostro del Señor nos deslumbraría.
San León Magno nos ayuda a profundizar en el suceso: «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado ahora a sus misterios». ¿A qué misterios? A los que ha confiado a su Iglesia. El gesto de bendición se despliega en la liturgia, las huellas sobre tierra marcan el camino de los sacramentos. Y es un camino que conduce a la plenitud del definitivo encuentro con Dios.
Los Apóstoles habrán tenido tiempo para habituarse al otro modo de ser de su Maestro a lo largo de aquellos cuarenta días, en los que el Señor —nos dicen los exegetas— no “se aparece”, sino que —en fiel traducción literal— “se deja ver”. Ahora, en ese postrer encuentro, se renueva el asombro. Porque ahora descubren que, en adelante, no sólo anunciarán la Palabra, sino que infundirán vida y salud, con el gesto visible y la palabra audible: en el bautismo y en los demás sacramentos.
«Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Todo poder.... Ir a todas las gentes... Y enseñar a guardar todo... Y El estará con ellos —con su Iglesia, con nosotros— todos los tiempos (cf. Mt 28,19-20). Ese “todo” retumba a través de espacio y tiempo, afirmándonos en la esperanza.
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