martes, 11 de noviembre de 2014

Los defectos del prójimo


Por fortuna uno se encuentra gentes que han aprendido a ver las virtudes de los demás y saben poner entre paréntesis sus defectos









Recibo con relativa frecuencia cartas de mujeres que me cuentan historias tremendas de sus maridos. Son, generalmente, cartas escritas en momentos de angustia y desaliento y que me pintan la convivencia con sus esposos como algo imposible: o son crueles, o montañas de egoísmo, cuando no mujeriegos o borrachos. Y confieso que yo, al leerlas, me planteo siempre la misma pregunta: ¿Serán las cosas tal y como esta mujer las cuenta o estará simplemente esta señora viendo la mota en el ojo ajeno y multiplicándola por todos sus desencantos?

Lo normal es que todo matrimonio haya sido precedido por un período de enamoramiento, y la misma sustancia del enamoramiento es precisamente el no ver los defectos de la persona amada. «Cuando el corazón arde -como dice la conocida canción-, el humo ciega mis ojos».

Por eso el hombre o la mujer queridos son vistos en ese principio por quien les ama como la cima de todas las virtudes sin mezcla de mal alguno. Pero esto, claro, no es verdad.

No es verdad porque no hay nadie sin defectos. Un proverbio latino dice: «El que desee un caballo sin defecto que marche a pie.» Y uno de nuestros más hermosos refranes asegura que «hombres sin pero no hay dos: hubo uno, y era Dios».

Efectivamente, si excluimos a Cristo, todo hombre o mujer tiene una buena montañita de defectos. Los verá él o no los verá. Los percibirán quienes le rodean o no caerán en ellos. Pero, desde luego, con toda certeza, todo ser humano tiene sus motas en los ojos.

Y es tan verdad que cada uno tiene que combatir por irlos eliminando o recortando como que quienes conviven con él tendrán que aceptarlos y asumirlos si quieren que esa convivencia sea posible.

Por eso cuando yo digo que hay que aceptar a la gente como la gente es, no estoy diciendo que uno debe aceptar sus defectos como inevitables y contentarse con el «yo soy así». Todo humano tiene que empezar por ser muy lúcido consigo mismo, atreverse a enfrentarse con el espejo y reconocerse tal cual es. Tarea nada fácil, porque, como suele decirse, uno ha de tratar de reconocer sus propios defectos, ya que, normalmente, sus amigos no se los dirán por no hacerle sufrir, y sus enemigos se alegrarán muchísimo de que esos defectos persistan.

Pero el hombre debe ser tan humilde como sensato. Y reconocer que lo más probable es que él logre recortar, quitar algunas aristas a sus defectos, pero difícilmente logrará arrancarlos totalmente de su alma. De ahí que la lucha por mejorar debe ir siempre acompañada de una aceptación de sí mismo.

Esto es más evidente respecto a los demás: si no nos acostumbramos a aceptar a la gente tal y como ella es, con sus fallos y defectos, difícilmente podremos llegar a quererles e, incluso, a convivir con ellos. Unas buenas rebanadas de tolerancia mutua son siempre necesarias para que la amistad o el amor funcionen.

Mas, desgraciadamente, entre los hombres suele suceder que muchas vidas de relación tienen tres etapas: una primera en la que el enamoramiento no deja ver los defectos del otro; una segunda en la que esos defectos comienzan a aparecer y nos preguntamos si no nos habremos equivocado en la elección de nuestra pareja, y una tercera en la que ya «sólo» se ven esos defectos, en la que multiplicamos la mota en el ojo ajeno y no percibimos siquiera las muchas vigas que tenemos en los nuestros.

Por fortuna, no siempre es así, y uno se encuentra gentes que han aprendido a ver las virtudes de los demás y saben poner entre paréntesis sus defectos. Que practican aquello que decía Joubert: «Cuando mis amigos son tuertos, yo los miro de perfil».

Lógicamente, por este camino se va mucho más derecho hacia la felicidad, porque todo hombre, al sentirse comprendido en sus fallos y valorado en sus virtudes, tiene mucha más capacidad para superarse. Decía Bossuet que «el defecto que más impide a los hombres a la hora de progresar es el no darse cuenta de lo que son capaces». Por eso si conseguimos demostrarle a alguien que tiene más alma de la que él sospecha, habremos logrado muchísimo más que si le empujamos a ver únicamente sus errores. Los libaneses tienen un dicho que asegura que «si el camello pudiera ver sus jorobas caería al suelo de vergüenza». Pero con que alguien se caiga de vergüenza no parece que se gane nada. Y quizá por ello Dios puso las jorobas del camello donde el pobre no pudiese llegar a verlas.

Por eso a las personas que me escriben contándome todos los fallos de los que las rodean yo les digo que es muy posible que tengan razón
en lo que me cuentan, pero que ganarían muchísimo más sentándose y escribiendo, para sí mismas, la lista de las cosas buenas que también pueden tener esas personas. Y que, en lugar de dedicarse a condenar a esos acusados, mejor harían esforzándose por ayudarles amistosamente a luchar contra esos fallos. Porque si no quieren ver defectos, ya pueden empezar a irse al desierto.

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