domingo, 9 de noviembre de 2014

INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

Lectura espiritual

 
Agradó a las tres divinas personas preservar a María de la culpa original 
PUNTO 2º 
1. María preservada por su Hijo 
Convino en segundo lugar, que el Hijo preservara a María del pecado, como a Madre suya. Ningún nacido ha podido elegirse la madre a su placer. Si esto fuera posible ¿quién sería el que pudiendo tener por madre a una reina la escogiera esclava? ¿pudiendo tenerla noble la eligiera plebeya? ¿pudiendo tenerla amiga de Dios la escogiera su enemiga? Pues si sólo el Hijo de Dios pudo elegirse la madre como más le agradaba, bien claro está que tuvo que elegirla y hacerla tal cual convenía para Dios. Así piensa san Bernardo. Y siendo lo más decente para el Dios purísimo tener una madre limpia de toda culpa, así la hizo. Dice san Bernardino de Siena: “Hay una tercera forma de santificación que es la maternal, y es la que remueve toda culpa original. Esto sucedió en la Santísima Virgen. En verdad que Dios se preparó tal madre, tanto por las perfecciones de su naturaleza, como por las excelencias de la gracia, cual debía de ser su propia madre”. Con esto se relaciona lo que escribe el apóstol: “Así convenía que fuera nuestro Pontífice, santo, inocente, inmaculado, segregado de los pecadores” (Hb 7, 26). Advierte un autor que conforme a san Pablo, nuestro Redentor, no sólo tenía que estar inmune de pecado, sino también segregado de los pecadores “en cuanto a la culpa del primer padre Adán que subyace en todos”, como explica santo Tomás. Pero ¿cómo podía Jesucristo llamarse segregado de los pecadores si hubiera tenido una madre pecadora?
Afirma san Ambrosio: “No en la tierra sino en el cielo se eligió Dios este vaso para descender a él; y lo consagró como templo de la pureza”. El santo aquí alude a la sentencia de san Pablo: “El primer hombre, hecho de tierra era terreno; el segundo hombre, el que viene del cielo, es celestial” (1Co 15, 47). San Ambrosio llama a la Madre de Dios “Vaso celestial”, no porque María no fuera de la tierra ni fuera de naturaleza humana, como deliraron algunos herejes, sino porque es celestial por gracia, muy superior a los ángeles en santidad y pureza, como convenía a un Rey de la gloria que debía habitar en su seno. Así lo reveló el Bautista a santa Brígida: “El Rey de la gloria debía descender a un vaso purísimo y perfectísimo, superior a los ángeles y santos”. María fue concebida sin pecado para que de ella naciese sin contacto con la culpa, el Hijo de Dios. No porque Jesucristo hubiera podido contagiarse con la culpa, sino para que no sufriera el oprobio de tener una madre infectada por el pecado y que había sido esclava del demonio.
Dice el Espíritu Santo: “Gloria del hombre es la honra del padre, y deshonor del hijo un padre sin honra” (Ecclo 3, 13). Por lo cual –dice san Agustín– “Jesús preservó de la corrupción el cuerpo de María, porque redundaba en desdoro suyo que se corrompiera la carne virginal que él había tomado”. Pues si sería oprobio para Jesucristo nacer de una madre cuyo cuerpo estuviera sujeto a la corrupción ¿cuánto más el haber nacido de una madre infectada de la podredumbre del pecado? Y esto tanto más que la carne de Cristo es la misma que la de María; de modo que, como dice el mismo santo, aunque fue glorificada por la resurrección, permanece la misma que asumió de María. Dice Arnoldo de Chartres que son una y la misma carne la de Cristo y la de María, de modo que la gloria de Cristo no sólo es compartida con la gloria de la Madre, sino que es la misma. Siendo todo esto verdad, si la Santísima Virgen hubiera sido concebida en pecado, aun cuando el Hijo no hubiera contraído esa culpa, siempre sería cierta mancha haber unido a la suya la carne algún tiempo manchada por la culpa, vaso de inmundicia y sujeta a Lucifer. 
2. María debía ser digna madre de Jesús 
María no sólo fue madre, sino digna madre del Salvador. Así la proclaman todos los santos padres. San Bernardo le dice: “Tú sola has sido hallada digna de que en tu virginal palacio pusiera su primera mansión el Rey de reyes”. Y santo Tomás de Villanueva: “Antes de haber concebido ya era idónea para ser madre de Dios”. La misma santa Iglesia nos enseña que mereció ser madre de Jesucristo: “Oh bienaventurada Virgen, cuyas entrañas merecieron llevar a Cristo el Señor”. Esto así lo explica santo Tomás: “Se dice que la Bienaventurada Virgen mereció llevar al Señor de todas las cosas, no porque mereciera que él se encarnara, sino porque mereció, correspondiendo a la gracia que se le daba, aquel grado de pureza y santidad apropiado para ser convenientemente Madre de Dios”. Cosa que también escribe san Pedro Damiano: “Su singular santidad y gracia le mereció ser juzgada la única digna de engendrar en su seno a Dios”.
Por tanto, si María fue digna Madre de Dios –exclama santo Tomás de Villanueva– ¿qué excelencia y qué perfección no tendría que atesorar su alma para poder ser la Madre de Dios?
Enseña el mismo doctor Angélico, que cuando Dios elige a alguno para determinada dignidad, lo hace idóneo para ella; y, en consecuencia, habiendo elegido a María por su madre, ciertamente que la hizo digna con su gracia, conforme al Evangelio: “Has encontrado gracia ante el Señor. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús” (Lc 1, 30-31). De lo que concluye el santo que la Virgen no cometió ningún pecado actual ni siquiera venial; de otra manera no hubiera sido digna madre de Jesucristo, porque la ignominia de la madre hubiera sido también del Hijo por tener una madre pecadora. Pues si María no hubiera sido idónea Madre de Dios si hubiera cometido un solo pecado venial que no priva al alma de la gracia divina, cuánto más indigna hubiera sido de haber incurrido en el pecado original que la habría convertido en enemiga de Dios y esclava del demonio. Por eso san Agustín proclamó aquella célebre sentencia: “Exceptúo siempre a la Santísima Virgen María, a la cual, por el honor del Señor no tolero ni que se nombre cuando se trata de su posible relación con el pecado. Pues bien sabemos que a ella se le concedió gracia de sobra para vencer absolutamente al pecado, siendo la que mereció concebir y dar a luz al que consta que no tuvo ningún pecado”.
Así que debemos tener por cierto que el Verbo Encarnado se eligió la madre cual le convenía y de la que no se tuviera que avergonzar, como dice san Pedro Damiano. Y Proclo dice: “Habitó en las entrañas que había creado sin sombra de mancha”. No fue para Jesús motivo de sonrojo oírse llamar por los judíos despectivamente, el hijo de María, como si fuera hijo de una mujer pobre. “¿No se llama su madre María?” (Mt 13, 55). Él había venido a la tierra para dar ejemplo de humildad y de paciencia. Pero sin duda le hubiera sido insoportable que los demonios le hubieran podido decir: “¿Acaso tu madre no fue una pecadora en otro tiempo nuestra esclava?” Hubiera sido indecente para Jesús nacer de una mujer deforme y contrahecha, o poseída del demonio en cuanto al cuerpo. Pero cuánto peor sería el haber nacido de una mujer deforme en cuanto al alma y poseída por Lucifer en lo pasado. 
3. María preservada por el honor y deber del Hijo 
Nuestro Dios, que es la misma Sabiduría, supo muy bien fabricarse en la tierra la casa que le convenía y donde debía habitar. “La Sabiduría se edificó una casa” (Pr 4, 1). “Dios santifica su morada. El Altísimo está en medio de ella, no será conmovida. Dios la socorre en la mañana” (Sal 45, 5-6). El Señor santificó esta su mansión desde el principio de su existencia para hacerla digna de él, porque a un Dios santo no le convenía elegirse una casa que no fuera santa. “La santidad es el ornato de tu casa” (Sal 95, 2). Si él declara que no entrará jamás a habitar en alma de mala voluntad ni en cuerpo sujeto al pecado, “en alma falsa no entra la Sabiduría, ni habita en cuerpo sometido al pecado” (Sb 1, 4). ¿Cómo se puede pensar que el Hijo de Dios haya elegido para habitar el alma y el cuerpo de María sin antes santificarla y preservarla de toda mancha de pecado, pues el Verbo habitó no sólo en el alma sino también en el cuerpo de María? Canta la Iglesia: “No te repugnó habitar en el seno de la Virgen”. Dios no se hubiera encarnado en el seno de ninguna otra virgen, porque ellas, aunque santas, estuvieron algún tiempo con la mancha del pecado original; pero no tuvo inconveniente en hacerse hombre en el seno de María, porque esta Virgen predilecta estuvo siempre limpia de cualquier mancha de pecado, y jamás sometida a la serpiente enemiga. Escribe san Agustín: “Ninguna casa más digna que María se pudo edificar el Hijo de Dios, pues nunca fue cautiva del enemigo, ni despojada de sus virtudes”.
¿A quién se le ocurre pensar –dice san Cirilo de Alejandría– que un arquitecto se construya una casa y se la deje para estrenar a su mayor enemigo? El Señor –afirma san Metodio– que ha dado el precepto de honrar a los progenitores, al hacerse hombre como nosotros ha tenido que sentirse feliz de observarlo otorgando a su madre toda gracia y honor. Por eso mismo –dice san Agustín– hay que creer con toda firmeza que Jesucristo ha preservado de la corrupción del sepulcro el cuerpo de María, como ya dijimos; porque, además, si no lo hubiera hecho no hubiera observado la ley que, así como manda honrar a la madre, reprueba todo lo que sea deshonrarla. Mucho menos hubiera provisto al honor de su madre si no lo hubiera preservado de la culpa de Adán. Pecaría el hijo que, pudiendo, no preservara a su madre de pecar. Pues lo que sería pecado en cualquiera es imposible que lo cometa el Hijo de Dios, y que pudiendo hacer a su Madre inmaculada, dejara de hacerlo. De ninguna manera –añade Gersón–; si tú, Rey supremo, quieres tener una Madre tienes que darle todo honor. Y no quedaría bien cumplido esto, si permitieras que la que tenía que ser santuario de toda pureza hubiera incurrido en el abominable pecado original. 
4. María preservada para ser redimida del modo más perfecto 
Por lo demás, es bien sabido que el Hijo de Dios vino al mundo más para salvar a María que a todos los demás hombres, como escribe san Bernardino de Siena. Y existiendo dos modos de salvar, como señala san Agustín, uno, levantando al caído, y otro proveyendo para que no caiga, éste es evidentemente el modo más excelente; de esta manera se evita el daño y la mancha que contrae el que ha caído en pecado. Este es el modo más noble de ser salvado y el más apropiado a la Madre de Dios. Así es necesario creer que fue salvada María. Lo dice san Buenaventura: “Justo es creer que el Espíritu Santo la salvó y la preservó del pecado original desde el primer instante de su concepción con una gracia del todo singular”. El cardenal Cusano dice: “Unos tuvieron quien los libró, pero la Virgen tuvo quien del pecado la inmunizó”. Los otros tuvieron un Redentor que los libró del pecado, pero la Santísima Virgen tuvo al Redentor que, por ser su Hijo, la libró de contraer el pecado.
En fin, concluyamos este punto con la sentencia de Hugo de San Víctor: “El Cordero fue como la Madre, porque todo árbol se conoce por su fruto”. Si el Cordero fue siempre inmaculado, siempre inmaculada tuvo que ser también la Madre. Este mismo doctor saluda a María llamándola así: “¡Oh excelsa Madre de Dios altísimo, digna Madre del que es más digno, la Madre más hermosa del Hijo más hermoso!” Quería decir que sólo María es digna Madre de tal Hijo, como sólo Jesús es digno Hijo de tal Madre. Digámosle con san Ildefonso: “Amamanta, oh María, amamanta a tu Creador; amamanta al que te hizo tan pura y perfecta que mereciste tomara de ti tu condición humana.
(“Las Glorias de María” – San Alfonso María de Ligorio)

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