¿Vive en el anonimato El Espíritu Santo dentro del catolicismo?

Hace algunos días, meditando sobre los relatos de la Pascua de Resurrección, estuve recordando este pasaje de las Escrituras:“Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos… hasta los confines de la tierra. (Hch. 1, 8.),  tomando en cuenta que fue la palabra de vida de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Sydney Australia en 2008.  Y meditando también sobre la trascendencia de esta cita bíblica, deseo hacer algunas reflexiones sobre el tema del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, fuerza que mueve tanto la espiritualidad como el accionar de nuestra Iglesia Universal, y que se ha convertido con alta probabilidad en un desconocido para nuestra vida diaria.

Es obvio que no se detenga a hablar mucho sobre el Espíritu Santo si sabemos que el centro de la teología sistemática es la Cristología: Cristo como la revelación del amor del Padre y que vana es nuestra fe si Él no hubiera resucitado, citando al apóstol San Pablo (1 Cor. 15, 14).  Claro, para que exista una comprensión sobre el Espíritu Santo debemos comprender integralmente a Cristo, su misión, su vida, sus prodigios divinos, el misterio de su Encarnación y Redención, y cómo Él promete el envío de un “consolador” antes de su ascensión a los cielos.

Detengámonos un momento a hablar sobre el Espíritu Santo, quien ha actuado en toda la historia bíblica de la salvación y actúa de manera efectiva y real en nuestro mundo de hoy.  Es necesario mencionar que el estudio sobre el Espíritu Santo dentro de la teología cristiana se le conoce como Pneumatología. Proviene del vocablo griego πνεμα (en latín: pneuma) que significa “espíritu”, soplo, hálito, viento.   Y lo conocemos en numerosos pasajes de las Sagradas Escrituras.  Por ejemplo, en el Antiguo Testamento se le conoce como soplo (Sal. 104, 29-30), Espíritu de Dios (Gn. 1, 2) ó Espíritu de Yahvé (Jc. 6, 34).   Todos estos pasajes son un ejemplo para describir la acción del Espíritu Santo sobre la creación y el ordenamiento del llamado que Dios le tiene asignado a los hombres.  En el Nuevo Testamento, Jesucristo promete el envío del Espíritu Santo, y lo da a conocer como el Paráclito, es decir, el consolador ó abogado que reconfortará la vida espiritual, la comprensión y depósito de las verdades reveladas por Él a los apóstoles y sus discípulos después de su ascensión a los cielos para que sean transmitidas al mundo (Jn. 14, 26.) (Jn. 16, 7.).  Era necesario que Cristo dejara a su Iglesia naciente el Espíritu Santo (Hch. 2, 2-4), para que se viera iniciada y fortalecida su misión acá en la tierra: ¡Evangelizar!, llevar el anuncio de la Buena Noticia a todos los confines de la Tierra (Mc. 16, 15.).

Han surgido varias polémicas a lo largo de la historia del cristianismo sobre el tema del Espíritu Santo.  Por ejemplo, a finales del siglo IV, la herejía de los pneumatomanqui (adversarios del espíritu) ó macedonianismo negaba la divinidad del Espíritu Santo y no lo reconocía como la tercera persona de la Santísima Trinidad.  Hasta que fue en el segundo Concilio ecuménico de la Iglesia, I de Constantinopla en el año 381, después de realizar las respectivas reflexiones y conciliaciones teológicas de este tema, se definió como dogma de fe la divinidad del Espíritu Santo y dio la forma final del Credo niceno-constantinopolitano (el Credo que recitamos en la misa).

No podemos dejar de mencionar también el cisma de la Iglesia Católica Ortodoxa en el año de 1054, donde la controvertida cláusula filoque (traducido del latín = “y del Hijo”) que rezamos en el Credo la iglesia occidental, si bien es cierto no fue el detonante de la ruptura del catolicismo del mundo, fue el germen que aceleró dicho proceso.  La iglesia oriental dice en el Credo “…que procede del Padre” vrs. nosotros, la iglesia latina, en la cual rezamos “…que procede del Padre y del Hijo”.  Esta discusión sobre el filioque es densa teológicamente y no la abordaremos en esta reflexión.

Deseo también mencionar el debate que se suscitó en el Concilio Vaticano II, sobre los dones, carismas y frutos que provienen del Espíritu Santo. Se discutía si dichos regalos que eran otorgados por Él, éste los apartaba únicamente a “elegidos” en santidad y virtudes, o que existieron únicamente en la iglesia primitiva.   Por otro lado, se afirmaba que los dones, carismas y frutos del Espíritu Santo eran otorgados a cualquier persona.   Los dos protagonistas de este debate fueron el cardenal italiano Ernesto Ruffini y el cardenal de origen belga Leo Josef Suenens. Durante la redacción del documento preparatorio del decreto sobre el Apostolado de los Seglares, el Apostolicam Actuositatem, ya por finalizar el concilio en 1965, Ruffini sostenía que los dones y carismas solo los concedía el Espíritu Santo a ciertas personas bautizadas y que era un fenómeno muy raro que aparecieran manifestaciones sobre estos dones.  Por el contrario, el cardenal Suenens afirmaba que eso no era así; el Espíritu Santo los otorgaba a todas las personas bautizadas, sin distinción de género, raza, ministerio consagrado ó seglar, condición académica, etc.

Como resultado de esto, se consensuó teológicamente en el concilio que efectivamente los dones y carismas del Espíritu Santo son una parte fundamental en la edificación tanto personal como comunitaria dentro de la Iglesia Católica.  Este postulado se encuentra en el numeral 3 del decreto Apostolicam Actuositatem, donde claramente hablan de dejar actuar dichas manifestaciones del Espíritu Santo junto con las implicaciones personales y comunitarias dentro de la Iglesia, como también de la observancia de la jerarquía eclesiástica a no estorbar dichos dones dentro de los ambientes eclesiales, a fomentarlos y a monitorearlos acorde a manifestación.

Aunque las manifestaciones del Espíritu Santo tienen su fundamento en las Sagradas Escrituras desde la historia de la salvación, aunque la Iglesia naciente por medio de las enseñanzas del apóstol San Pablo en su primera carta a los corintios, en sus cartas a los efesios, a los gálatas y a los romanos haya una clara doctrina sobre ellas, y aunque se haya promulgado en el Concilio Vaticano II su fomento y orientación tanto en la vida eclesiástica como en la vida seglar, aún permanece la Pneumatología tímidamente enunciada en el conocimiento de algunas esferas dentro de la Iglesia Católica. Aclaro, en algunas más no en todas. ¿Por desconocimiento? ¿Por miedo? ¿Por relacionarla con prácticas realizadas por nuestros hermanos separados? ¿Por fomentar experiencias religiosas efímeras y emotivas? Sin el afán de especular o crear polémica, probablemente haya un poco de todo esto.

Este tema sobre las manifestaciones y sanaciones por medio del Espíritu Santo se han orientado en su mayor parte a la Renovación Carismática dentro del catolicismo.  Independientemente si se promueve ahí ó fuera de sus territorios, no debemos olvidar que quien sostiene el accionar y la espiritualidad de la Iglesia Católica es el Espíritu Santo, y motivado con las inquietudes expuestas, deseo exponer algunas definiciones básicas sobre los dones, carismas y frutos del Espíritu Santo, enunciadas en una forma sencilla y breve.


Los dones del Espíritu Santo

El libro del profeta Isaías habla sobre los dones del Espíritu Santo, refiriéndose a Cristo, el “nuevo David”, portador y modelo de quien posee estos dones (Is. 11, 1-2). Aunque acá aparezcan 6 textualmente citados, en la traducción de la Septuaginta mencionan la palabra “temor” con dos acepciones, «eusebia» y «fobos», que significan piedad y temor, respectivamente.  Por eso, los dones del Espíritu Santo son en síntesis 7:

Sabiduría Ciencia
Inteligencia (Entendimiento) Piedad
Consejo Temor de Dios
Fortaleza

Los 7 dones del Espíritu Santo son otorgados a todos en el momento del sacramento del Bautismo, y confieren a cada bautizado la gracia santificante de Dios y de las virtudes infusas, que son necesarias para el progreso espiritual, madurez en la fe y perseverancia en el bien y en la recta conciencia.  Es decir, no son actos transitorios, sino verdaderos hábitos infundidos por Dios que será responsabilidad del bautizado ponerlos en ejercicio para su edificación personal y espiritual para que exista una amistad y relación íntima con Dios.





Los carismas del Espíritu Santo

Hay innumerables carismas manifestados dentro de las Sagradas Escrituras, como también en la vida cotidiana.  El padre Emiliano Tardif hablaba que los carismas son dones ministeriales que dan una fuerza muy especial a la evangelización, y que también son dones espirituales especiales que el Señor nos da para edificar la comunidad, para construir la Iglesia.  No es lo mismo el carisma otorgado por el Espíritu Santo que la aptitud natural de una persona hacia alguna actividad, como el mal llamado carisma de un político, el carisma de un músico, etc. Esos no son dones espirituales, sino dones naturales que se desarrollan.  Pero un carisma estrictamente hablando es un don espiritual consecuente de los dones del Espíritu Santo..

San Pablo habla claramente de los carismas o “ministerios” que a cada quién le fue otorgado el Espíritu Santo que estarán al servicio de la comunidad (1 Cor. 12, 27-31) y lo afirma también acá (Ef. 4, 7-13).

Aunque hay innumerables carismas o “ministerios” del Espíritu Santo, enumeraremos los principales para la evangelización:
ApóstolesDon de milagros
ProfetasCuración y sanación
Predicadores del EvangelioSocorrer a los necesitados
PastoresDon de lenguas
Maestros ó doctoresDon de interpretación de lenguas


Los carismas del Espíritu Santo no necesariamente serán indispensables para la edificación personal.  Es decir, los carismas se manifiestan en un bautizado de forma temporal, en el tiempo pastoral ó servicio eclesial específico.  Un bautizado puede tener innumerables carismas aunque su vida espiritual y su madurez en la fe sean mediocres.  Los carismas no necesariamente llevarán a la santidad personal, pero serán efectivos cuando estén al servicio de la Iglesia.


Los frutos del Espíritu Santo

El portavoz y maestro que habla sobre los dones, carismas y frutos del Espíritu Santo es por excelencia el apóstol San Pablo.  Sobre los frutos del Espíritu Santo, lo menciona acá (Ga. 5, 22-25).

Los frutos son 12:
Caridad Benignidad
Gozo Perseverancia
Paz Fe
Paciencia Modestia
Mansedumbre Templanza
Bondad Castidad

El número de 9 citado en la carta a los gálatas es sólo simbólico pues, como afirma Tomás de Aquino, «son frutos de cualquier obra virtuosa en la que el hombre se deleita». Además, el numeral 1832 del Catecismo de la Iglesia Católica define a los frutos como ‘perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna’.

También el mismo San Pablo habla en la misma carta a los gálatas que cuando el Espíritu Santo da sus frutos en el alma, vence las tendencias de la carne.  Es decir, cuando el Espíritu opera libremente en el alma, vence la debilidad de la carne y da fruto.

Cristo mismo anima a sus discípulos a estar dispuestos a que el Espíritu gobierne sus vidas, más aún, en la prueba: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil.” (Mt. 26, 41.).  Por eso, cuando el alma, con fervor y dócil a la acción del Espíritu Santo, se ejercita en la práctica de las virtudes (en especial las teologales: Fe, Esperanza y Amor), va adquiriendo facilidad en ello.   Les sucede a las virtudes lo mismo que a los árboles: los frutos de éstos, cuando están maduros, ya no son agrios, sino dulces y de agradable sabor.  Lo mismo pasa con los actos de las virtudes, cuando han llegado a su madurez, se hacen con agrado y se les encuentra un gusto delicioso.  Entonces estos actos de virtud inspirados por el Espíritu Santo se llaman frutos del Espíritu Santo, y ciertas virtudes los producen con tal perfección y tal suavidad que se los llama bienaventuranzas, porque hacen que Dios posea al alma plenamente.


”Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos… hasta los confines de la tierra. (Hch. 1, 8.)

Podemos encontrar más conceptos y bibliografías con documentos amplios sobre el tema del Espíritu Santo, con sus dones, frutos y carismas.   ¿Qué quiero decir con todo esto?  ¿Por qué finalizo con la misma cita donde inicié?  Porque en la actualidad, en nuestras vidas damos poca cabida a la acción del Espíritu Santo y a sus manifestaciones, y nos hemos convertido en el mejor de los casos como “católicos de libro”, muy intelectuales pero muy poco espirituales.  No quiero sesgarme ni mucho menos insinuar que el Espíritu de Dios sólo pueda manifestarse con eventos extraordinarios y prodigios inexplicables ó poco comunes a nuestros ojos.  El Espíritu Santo claro que se manifiesta en lo cotidiano: en el impulso que la gracia de Dios actúa en aquel que participa de la Eucaristía, en la liturgia y en la Epíclesis durante la misa, en un momento de contemplación frente al Santísimo Sacramento, en la oración diaria espontánea y en lo secreto, en el momento de reflexión personal de examen de conciencia y dolor de los pecados al recurrir al sacramento de la Reconciliación, en aquel que tiene el hábito de la lectura, meditación y estudio de la Palabra de Dios, en aquel que socorre al necesitado y le lleva el anuncio del Evangelio.  Claro que se manifiesta ahí.  Pero los que hemos sido formados en la “vieja escuela”, en un catolicismo donde la Pneumatología no había sido presentada, motivada y desarrollada en nuestras vidas, “no puedo callar lo que he visto y oído” (Hch. 4,20) sobre las manifestaciones del Espíritu.  He sido testigo en varias ocasiones por el ministerio de alabanza en el cual me he desenvuelto por varios años de los “mini Pentecosteses” que he vivido y presenciado, donde los carismas de los servidores brotan a flor de piel y afloran sus dones tanto en su intervención para ciertos mensajes o reflexiones como en su oración de intercesión en cada momento del retiro ó actividad, en los mismos participantes de los retiros… Palabra de Ciencia, don de lenguas, gozo en el espíritu, adoración, etc.  Simplemente he sido testigo que el pasaje de Hch. 1,8 confirma el hecho que después de tener una experiencia y manifestación del Espíritu Santo, la vida del católico se fortalece y testifica a su comunidad los resultados, obras, dones, carismas y frutos.  Claro, primero tuvo que haber tenido un encuentro personal con Cristo, de vivir la “metanoia” o cambio de vida y de seguir perseverando en la gracia y en la fe, para confirmar que una vez recibida la fuerza del Espíritu Santo en nuestro Bautismo y ratificada en nuestra Confirmación, invocada especialmente, seremos testigos del accionar del Paráclito que una vez Cristo nos prometió.  Y con base en las reflexiones enunciadas planteo esta interrogante: ¿estaremos en miras hacia un proceso ó en la vivencia real de una eclesiología pneumatológica?

Mi reflexión se basa más que en que hayan manifestaciones extraordinarias en dejar actuar al Espíritu Santo en nuestras vidas, y sabiendo que somos templos vivos del mismo, que no se estorbe en las esferas del catolicismo, sean en ambientes laicos o del ministerio consagrado y que haya una sana observancia y orientación de parte de nuestros pastores, para que así, animados por la fuerza del Espíritu, vivamos lo recomendado por los padres del Concilio Vaticano II:

“De la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia misma, ya en el mundo, en la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere (Jn 3,8), y, al mismo tiempo, en unión con sus hermanos en Cristo, sobre todo con sus pastores, a quienes pertenece el juzgar su genuina naturaleza y su debida aplicación, no por cierto para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todo lo prueben y retengan lo que es bueno. (cf. 1 Tes 5,12; 19,21).”
[Decreto Apostolicam Actuositatem, sobre el apostolado de los seglares.  Capítulo I, No.3.]