lunes, 8 de julio de 2013

Homilía completa del Papa Francisco a los seminaristas y novicios y novicias

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Homilía completa del Papa Francisco a los seminaristas y novicios y novicias
Queridos hermanos y hermanas: Ayer tuve ya la alegría de reunirme con vosotros, y hoy nuestra fiesta es todavía mayor porque nos reunimos de nuevo para celebrar la eucaristía en el día del Señor. Sois seminaristas, novicios y novicias, jóvenes en el camino vocacional, procedentes de todas las partes del mundo: ¡Representáis la juventud de la Iglesia! Si la Iglesia es la Esposa de Cristo, en cierto sentido vosotros constituís el momento del noviazgo, la primavera de la vocación, la etapa del descubrimiento, de la verificación, de la formación.
Y es una etapa muy hermosa, en la que se ponen las bases para el futuro. ¡Gracias por venir!
Hoy la Palabra de Dios nos habla de la misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta es sencilla: nace de una llamada, la del Señor, y quien es llamado por él lo es para ser enviado. ¿Cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de la misión cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la alegría de la consolación, la cruz y la oración.
1. El primer elemento: la alegría del consuelo. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado por el período oscuro del exilio, que se ha visto puesta a prueba con gran dureza; pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo del consuelo; la tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: «Festejad [...], gozad [...], alegraos», dice el Profeta (66, 10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo de esta invitación a la alegría? Porque el Señor derramará sobre la Ciudad Santa y sobre sus habitantes un «torrente en crecida» de consuelo, un torrente de consuelo –los llenará, pues, de consuelo–, un torrente en crecida de ternura maternal: “Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán” (v. 12). Como cuando la madre pone al hijo sobre sus rodillas y lo acaricia, así el Señor hará y hace con nosotros. Éste es el torrente en crecida de ternura que nos da tanto consuelo: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (v. 13). Todo cristiano, y sobre todo nosotros, está y estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: el consuelo de Dios, su ternura para con todos. Pero solo podremos ser portadores de él si experimentamos nosotros los primeros la alegría de ser consolados por él, de ser amados por él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: percibir el consuelo de Dios y transmitirlo. A veces me he encontrado con personas consagradas que temen el consuelo de Dios, y… ¡pobres hombres y pobres mujeres, que se atormentan, porque temen esta ternura de Dios!  Pero no temáis. No temáis: el Señor es el Señor del consuelo, el Señor de la ternura. El Señor es Padre, y dice que nos tratará como una madre a su hijo, con ternura. No temáis el consuelo del Señor. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: «Consolad, consolad a mi pueblo» (40, 1), y esto debe convertirse en misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al Pueblo de Dios: esta es nuestra misión. Hoy las gentes necesitan ciertamente palabras, pero necesitan sobre todo que testimoniemos la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, que despierta la esperanza, que atrae hacia el bien: ¡la alegría de llevar el consuelo de Dios!
2. El segundo punto de referencia de la misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los gálatas, afirma: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (6, 14). Y habla de las «marcas» –es decir de las llagas de Cristo crucificado– como el cuño, la señal distintiva de su existencia de apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo experimentó el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y el consuelo. Este es el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente el haberse dejado conformar a la muerte de Jesús hizo a San Pablo partícipe de  su resurrección, de su victoria. En la hora de la oscuridad, en la hora de la tribulación, está ya presente y activa la aurora de la luz y de la salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión como del desánimo que puede surgir ante las tribulaciones y los fracasos. La fecundidad pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio, no procede ni del éxito ni del fracaso según criterios de valoración humana, sino de la conformación a la lógica de la cruz de Jesús, que es la lógica de la salida de uno mismo y de la entrega, la lógica del amor. Es la cruz –siempre la cruz con Cristo, porque a veces nos ofrecen la cruz sin Cristo, y esa no sirve–. Es la cruz –siempre la cruz con Cristo– la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como «nueva criatura» (Gal 6, 15).
3. Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos escuchado: «Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamamientos al servicio de la generosidad, sino que son «elegidos»  y «enviados» por Dios.
Él es quien elige, él es quien envía -él es quien envía–, él es quien encomienda la misión. Por eso es importante la oración. La Iglesia –como nos ha repetido Benedicto XVI– no es nuestra, sino de Dios; ¡y cuántas veces nosotros, los consagrados, pensamos que es nuestra! Hacemos de ella… lo primero que se nos ocurre. Pero no es nuestra, sino de Dios. El campo que hay que cultivar es suyo. Así pues, la misión es, sobre todo, gracia; la misión es gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración, en esta encontrará la luz y la fuerza necesarias para su acción. En efecto, nuestra misión deja de ser fecunda, e incluso se extingue, en el momento mismo en que se interrumpe su conexión con la fuente, con el Señor.
¡Queridos seminaristas, queridas novicias y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino vocacional! Uno de vosotros, uno de vuestros formadores, me decía el otro día: «Évangéliser on le fait à genoux – La evangelización se hace de rodillas». Oídlo bien: «La evangelización se hace de rodillas».
¡Sed siempre hombres y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios, la misión se convierte en un oficio. Pero ¿en qué trabajas tú? ¿Eres sastre, eres cocinera, eres sacerdote, trabajas como sacerdote, trabajas como monja? No. No es un oficio, es otra cosa. El riesgo del activismo, de confiar demasiado en las estructuras, está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos que la víspera de cada decisión o acontecimiento importante, se recogía en oración intensa y prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de las obligaciones más urgentes y penosas.
Que cuanto más os llame la misión a ir a las periferias existenciales, más unido esté vuestro corazón al de Cristo, lleno de misericordia y de amor. ¡Ahí reside el secreto de la fecundidad pastoral, de la fecundidad de un discípulo del Señor!
Jesús envía a los suyos sin «bolsa, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10, 4). La difusión del Evangelio no la aseguran  ni el número de personas, ni el prestigio de la institución, ni la cantidad de recursos disponibles. Lo que importa  es estar impregnados del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la cruz del Señor.
Queridos amigos y amigas: Con gran confianza os encomiendo a la intercesión de María Santísima. Ella es la Madre que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas con libertad, sin miedo. Que ella os ayude a testimoniar la alegría del consuelo de Dios, sin temer la alegría; que ella os ayude a conformaros a la lógica de amor de la cruz y a crecer en una unión cada vez más intensa con el Señor en la oración. ¡Así vuestra vida será rica y fecunda! Amén.

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