viernes, 12 de julio de 2013

El Espíritu Santo en san Pablo (1 Cor 12-14 y Rom 8)

      

 


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El texto a estudiar es: 1 Cor 12-14 y Rom 8. Por su extensión no lo ponemos aquí.
Siempre resulta difícil hablar del Espíritu Santo, incluso para Pablo. Y esto, aunque el apóstol nos ofrezca algunas enseñanzas sobre él, y no ya solamente una experiencia del Espíritu al estilo de Lucas, sobre todo en los Hechos. Resulta difícil hablar del Espíritu, es decir, de aquel que es precisamente la fuente de la palabra cristiana.
Ya en la Escritura, bajo la antigua alianza, el Espíritu estaba ligado directamente a la profecía, es decir, a la palabra de revelación en su brotar desbordante bajo la dirección del Espíritu. Todavía hoy, el Espíritu mismo de Jesús sigue estando eminentemente ligado a la palabra nueva, incluso en la plegaria que desde entonces se hace bajo el influjo de aquel que ora en nosotros: «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita: “¡Abba, Padre!”» (Gál 4, 6). Aquel en quien tiene su origen nuestra palabra cristiana no se define a sí mismo. El lenguaje que intenta designarlo en su misma acción falla de alguna manera en todos los aspectos. Y sin duda es ésta una de las razones de esta aparente anarquía en donde se mueven las menciones del Espíritu, bajo forma de migajas o de elementos apenas esbozados, recogidos en el corpus paulino tomado en sentido amplio. Con el Espíritu estamos tocando en el más allá del lenguaje. Los glosolalas de Corinto, que hablaban en lenguas, lo sabían perfectamente, ya que su lenguaje «espiritual» se desbordaba en todos los sentidos.
Encontramos en Pablo, al menos en todo el corpus tradicional de las cartas que se le atribuyen, unas 146 menciones de la palabra pneuma. Esta palabra griega, que significa originalmente un soplo de aire, designa ahora, según los casos, el espíritu del hombre o el Espíritu Santo. El lector del texto griego del Nuevo Testamento sabe la dificultad que entraña su traducción en muchos casos: ¿cuándo hay que escribir la palabra con mayúscula o con minúscula? A veces es casi imposible tomar una decisión, dado el hecho de que el Espíritu del Señor impregna profundamente al espíritu cristiano: «Vosotros estáis en el espíritu, porque el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rom 8, 9). Las menciones más abundantes del pneuma-espíritu se encuentran en la primera carta a los corintios y en la carta a los romanos; entre las 34 y las 40 menciones que se leen respectivamente en Rom y en 1 Cor, 18 y 22 de ellas (respectivamente) parecen designar al pneuma-Espíritu Santo. Fuera de Ef, los escritos atribuidos a Pablo son relativamente más discretos.

EL ESPÍRITU EN CORINTO (1 Cor 12-14)

Después de 1 Cor 8-11, 34 sobre los banquetes paganos (las carnes ofrecidas a los ídolos) y el banquete cristiano, el conjunto 12-14 toca el tema de los carismas. En Corinto se presentaban algunas dificultades en este sentido; dos carismas, especialmente relacionados con la comunicación de la palabra, planteaban problemas a la comunidad: la oración de los glosolalas y la profecía. El apóstol intenta entonces dar unos consejos «para que todo se haga convenientemente y con orden» (1 Cor 14,40). La vida comunitaria en Corinto es ciertamente desbordante y la acción es dinámica, pero falla la palabra. Los dos carismas en cuestión son calificados como «espirituales» (literalmente, «pneumáticos», esto es, como dones del pneuma-espíritu), según se ve en 1 Cor 12, 1 y 1 Cor 14, 1.37.
Hemos de comprender bien este vocabulario un tanto extraño. En griego, la palabra charisma-carisma significa un regalo o un don; en Pablo, indica un don recibido de Dios, a la vez personal y de alcance comunitario con vistas a la construcción eclesial. El carisma puede significar entonces un don excepcional (por ejemplo, un carisma de curación), pero también cualidades llamadas naturales o gracias de estado, concedidas por Dios a cada cristiano y puestas en acción para «la construcción de la iglesia» (1 Cor 14,5.12.26).
El caso de los carismas llamados espirituales (o «pneumáticos») es más especial; concierne directamente a la palabra pronunciada bajo el influjo del Espíritu, es decir, la palabra que va «de nosotros a Dios», es decir la oración, así como la palabra que va «de Dios a nosotros», o sea la revelación profética.
De antemano puede decirse, según Pablo, que el Espíritu está en la fuente de la palabra y del obrar cristiano, en el decir y el hacer de aquel que vive ya «en el espíritu» y por tanto «en el Espíritu». Si algo cojea en la vida del cristiano o en la vida comunitaria, inmediatamente se resiente el Espíritu.
Consideremos rápidamente la organización de los c. 12-14, antes de concretar un poco más el papel del Espíritu según unos cuantos elementos escogidos. Para reducir las tensiones producidas por el ejercicio de los carismas llamados «pneumáticos» (glosolalia y profecía), Pablo señala primeramente lo que ocurre con los carismas en general (1 Cor 12), para elevar luego el pensamiento hasta la cima de la agapé-amor (1 Cor 13), y volver posteriormente a los dones espirituales en discusión y regular mejor su ejercicio (1 Cor 14).
El c. 12, que retendrá especialmente nuestra atención, puede a su vez dividirse de esta manera:
  • 1)      1 Cor 12, 1-3: el Espíritu y la coherencia de la palabra cristiana;
  • 2)      4-11: la diversidad de los dones-carismas y la unidad del Espíritu;
  • 3)      12-26: la diversidad de los miembros de un cuerpo y la unidad del cuerpo;
  • 4)      7-31: la diversidad de los miembros del cuerpo de Cristo y la unidad del cuerpo de Cristo.
Como vemos, todo el capítulo se organiza en torno a la pareja antitética: lo uno y lo múltiple. Por otra parte, es éste un tema muy querido para el apóstol, tanto en 1 Cor 10, 17 como en Rom 5, 12.

EL ESPÍRITU Y LA COHERENCIA DE LA PALABRA (1 Cor 12, 2-3)

2 Sabéis que, cuando erais paganos, ibais hacia los ídolos mudos, como arrastrados a la deriva. 3 Por eso os lo doy a conocer: nadie, al hablar por el Espíritu de Dios, dice: «¡Afuera Jesús!», y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!», si no es por el Espíritu Santo.
Es una frase extraña. Pablo se dirige a los corintios, entregados antes a los ídolos, sin consistencia real y sin palabra. Al hacerse cristianos, pueden hablar. Pero esto no les autoriza a decir cualquier cosa, ya que lo que dicen tiene al Espíritu por principio. El Espíritu está en la fuente de la palabra cristiana. Quizás alude aquí el apóstol a algunos corintios «entusiastas» que seguirían imitando los transportes extáticos de los fieles de ciertos cultos paganos. Perdiendo el control de sus facultades, invadido por un falso espíritu, «como arrastrado» en una especie de arrebato falsamente místico, el corintio se hundiría entonces en la incoherencia verbal. Pablo rechaza semejante falta de pudor y forzando a su vez la situación pone en violenta contradicción dos ejemplos de palabra: una incoherente y otra coherente con el Espíritu de Dios. Pablo escoge su ejemplo de incoherencia en lo más violento que hay en el lenguaje bíblico del anatema: «¡Afuera Jesús!»; y en antítesis toma como ejemplo de coherencia la confesión más elevada de fe: «¡Jesús es Señor!». Así, pues, el Espíritu y la palabra auténticamente cristiana están ligados entre sí. El cristiano tiene que rechazar la incoherencia de una palabra que no tuviera al Espíritu por principio y debe reconocer al Espíritu en la fuente misma de su nueva palabra, a ejemplo de su plegaria pronunciada también por el Espíritu (GáL 4, 6).
Pero hay que rechazar la cacofonía (la disnonacia), incluso en las manifestaciones de glosolalia evocadas anteriormente. Pablo sigue reconociendo la diversidad cristiana en la unidad del Espíritu, sin llegar ni mucho menos a una especie de uniformidad en la lengua. La unidad del Espíritu se manifiesta por otra parte en la diversidad misma de sus dones-carismas, y no en un monolitismo engañoso de la palabra y de la acción. Leamos a este propósito 1 Cor 12, 4-11.

LA DIVERSIDAD DE CARISMAS Y LA UNIDAD DEL ESPÍRITU (1 Cor 12, 4-11)

4 Hay ciertamente distribución de dones, pero el Espíritu es el mismo; 5 y hay distribución de servicios, pero el Señor es el mismo; 6 y distribución de realizaciones, pero es el mismo Dios el que lo produce todo en todos. 7 A cada uno se le da la manifestación del Espíritu con vistas al provecho de todos.
8 En efecto, a uno se le da por el Espíritu una palabra de sabiduría y a otro una palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; 9 a otro la fe por ese mismo Espíritu; 10 luego a otro el poder de obrar milagros, a otro la profecía ya otro la interpretación de espíritus; a otro las diversas clases de lenguas y a otro la interpretación de las lenguas. 11 Pero todo esto lo produce el mismo y único Espíritu, repartiendo a cada uno su parte según quiere.
De este modo, todo tiene sus raíces en la unidad del Espíritu: «es el mismo Espíritu» (v. 4), «el mismo y único Espíritu» (v. 11). Pero este Espíritu reparte (la palabra griega evoca la idea de dividir y de distribuir) sus múltiples dones-carismas. Por lo demás, Pablo no hace entonces más que constatar la gran diversidad de la comunidad corintia, en la que cada uno es más o menos experto en varios terrenos. Los carismas son abundantes. Pero es menester que semejante diversidad no se pierda en una dispersión, o por el contrario que una unidad ilusoria no produzca la parálisis de todo el grupo. Por eso, el apóstol subrayará a la vez el movimiento que debe llevar a la unidad del Espíritu la multiplicidad de las cualidades personales (v. 4) y el movimiento que, desde el único Espíritu, produce la multiplicidad de dones atribuidos a cada uno (v. 11).
Este doble movimiento de lo «uno» hacia lo «múltiple», y al revés, sigue inspirando también el siguiente v. 12: «En efecto, el cuerpo es uno, aunque tiene varios miembros; pero todos los miembros del cuerpo, a pesar de su número, no son más que un solo cuerpo». Este elemento-programa inaugura el desarrollo que sigue sobre la unidad y la diversidad del cuerpo de Cristo, es decir, de la iglesia.
Pues bien, desde los v. 4-11, esta unidad en la diversidad o esta diversidad en la unidad (nos encontramos aquí dentro de un problema que sigue siendo muy actual) encuentran su secreto en Dios: en el Espíritu que reparte sus dones, en el Señor que rige los servicios o ministerios, y finalmente en Dios (o sea, en el Padre según el lenguaje paulino) que produce todo en todos. La unidad y la multiplicidad eclesial deben ser a imagen misma de Dios. Y en esta inmensa distribución no se olvida al más pequeño de los cristianos: cada uno se ve individualmente afectado por «su parte» (v. 11). Tales son estos versículos extraordinarios que, con unas breves palabras, ponen las bases de toda una teología de la iglesia centrada en el Espíritu, dentro del marco trinitario. (…)
De hecho, el v. 7 que precede da una de las definiciones más bellas del cristiano: el que, imbuido del Espíritu, debe manifestar al Espíritu y hacerlo de alguna manera visible en todo su ser para el bien de todos. Debe ser una «manifestación del Espíritu». A cada uno sin excepción se le conceden los dones-carismas «por» el Espíritu y «para» la manifestación del Espíritu. Semejante manifestación individual y comunitaria exige el doble movimiento que antes evocábamos: de la diversidad a la unidad y de la unidad a la diversidad. Los cristianos que, en su diversidad, no buscan incansablemente la unidad, no están en el Espíritu. Y aquellos (…) que, con la única preocupación de la unidad, no se abren a la diversidad, tampoco están en el Espíritu. También la diversidad es un valor del Espíritu, con la condición de que apunte hacia la unidad.
De este modo, para Pablo, la diversidad de los miembros debe buscar la unidad, una unidad que se basa radicalmente en el Señor y en el Espíritu. Por otra parte, los dos gestos cristianos fundamentales lo ponen perfectamente de manifiesto: la eucaristía según 1 Cor 10, 16-17 y el bautismo según 1 Cor 12, 13: «Por eso, todos hemos sido bautizados en un único Espíritu para no formar más que un único cuerpo. Judíos o griegos, esclavos u hombres libres, todos hemos bebido de un solo Espíritu». Para iluminar un versículo tan denso, habría que hablar largo y tendido de la historia y del sentido del gesto bautismal. Subrayemos solamente que este gesto vincula a cada uno con Jesús en el Espíritu para constituir la comunidad nueva en el único cuerpo de Cristo. Lo mismo que la eucaristía, el bautismo engendra la unidad.

DOS CARISMAS EN DISCUSIÓN

Una unidad tan radicalmente basada en Cristo y en el Espíritu tiene que encontrar su expresión en la diversidad misma de los hombres y de las nuevas comunidades. «El mismo y único Espíritu» está pidiendo la multiplicidad de sus manifestaciones. Las listas de los dones-carismas lo demuestran muy bien, como se ve en 1 Cor 12, 8-10.28-31; 13, 1-3.8-9; 14, 6.26 y Rom 12, 6-8. Estos carismas se refieren a la palabra nueva, a la ayuda mutua, al servicio de la mesa, a la salud (las curaciones y los milagros) y finalmente a todo lo que afecta a la dirección de una comunidad determinada. Así, en los grupos paulinos los «ministerios» eran numerosos y estaban diversificados, las denominaciones seguían siendo dúctiles, sin llegar aún a esas concentraciones posteriores que producirán los grados ministeriales que se conocieron luego.
Entre estos carismas hay dos que resultan especialmente difíciles en Corinto y que afectan directamente al trabajo de la palabra que tiene como principio al Espíritu. Se trata de los carismas llamados «pneumáticos»: por una parte, la plegaria glosolala, en una palabra que, mediante el Espíritu, se dirige desde nosotros hacia Dios; por otra parte, la profecía, en una palabra que, mediante el Espíritu, nos revela los designios de Dios. Pues bien, por un lado, la plegaria de los glosolalas no se hace como es debido, sino en detrimento de la comunidad; su plegaria, auténticamente marcada por el Espíritu, no desemboca sin embargo en un lenguaje claro como plegarias que puedan escuchar los demás, y capaces de construir verdaderamente la comunidad. Por otro lado, el profeta cristiano, ese portavoz auténtico de Jesús, podía sin embargo lanzar una palabra de revelación un tanto extravagante en la que no se reconocía a sí misma la comunidad. La palabra entusiasta del glosolala tenía que «clarificarse»; la palabra del profeta tenía que «purgarse». Pues bien, en Corinto se había llegado a una situación muy extraña: el Espíritu hablaba auténticamente por el glosolala y el profeta, pero la iglesia no se edificaba con ello.
Le toca entonces a Pablo reglamentar y planificar de alguna manera al Espíritu. Le agrega a cada uno de los dos carismas defectuosos otros dos carismas que les acompañen: «la interpretación de lenguas» para que la oración glosolala pueda en adelante decirse en una lengua comprensible para todos, y «el discernimiento de espíritus» para distinguir en la revelación profética lo que edifica efectivamente a la iglesia: «los espíritus de los profetas están sometidos a los profetas» (1 Cor 14, 32). Una palabra pronunciada «en nombre de Dios» en la iglesia, por cualquier autoridad que sea, debe someterse también a la prueba de la recepción eclesial.
De este modo, el Espíritu, ese principio radical de la unidad comunitaria, está también en la fuente de la diversidad eclesial. Pero esta misma diversidad, bajo el dominio del Espíritu, tiene que regularse a su vez dentro del único cuerpo de Cristo para servir verdaderamente a la construcción de todo el conjunto.

LA VIDA EN EL ESPÍRITU (Rom 8)

Rom 8 constituye el otro lugar importante sobre el Espíritu; se van sucediendo unas diez menciones del mismo. Para situarlo debidamente, habría que recordar el esquema general de la epístola y destacar en particular las menciones del Espíritu que se leen al principio de la misma (Rom 1,4: «establecido Hijo de Dios con poder según el Espíritu») y al final, antes de la carta que acompaña actualmente a la epístola (Rom 15,30: «por el amor del Espíritu»). Habría que estudiar igualmente el c. 7 que le precede, ya que Rom 7 y 8 forman de alguna manera como las dos caras de una misma moneda: desde la liberación de la ley hasta la vida del Espíritu. Contentémonos con recordar unos cuantos elementos de 8,1-30 en donde se trata directamente del Espíritu, antes del canto de victoria de los v.31-39.

LA LEY Y EL ESPÍRITU DE VIDA (Rom 8, 1-2)

1 Así, pues, no hay ahora ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús. 2 Porque la ley del Espíritu de vida en Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte.
A la cuestión final del capítulo anterior («¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?»: 7,24), responde Pablo designando al Espíritu que da la vida en Jesucristo. En la cruz, el régimen de la ley, que desemboca irremediablemente en el pecado, está ya totalmente caducado. En adelante, está en obra otro principio de salvación que en esta ocasión se designa como «la ley del Espíritu». Esta expresión resulta extraña después de la desvalorización que ha realizado Pablo de la categoría legal. Pero el contraste se hace precisamente ahora más impresionante al enfrentar los dos regímenes religiosos: el régimen de la ley del pecado y el del Espíritu de vida. Se lleva a cabo un cambio del pecado a la salvación, de la muerte a la vida o de la letra a  «la novedad del espíritu» (Rom 7, 6). El Espíritu se muestra ahora ligado a la salvación por medio de la cruz del resucitado, que perdona el pecado y da la vida nueva. El Espíritu es como otra palabra para significar la vida nueva sacada de la resurrección del Señor.
Entonces, si Jesús ha sido «establecido Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad», como consecuencia de su resurrección de entre los muertos (Rom 1,4), también el cristiano pasa a ser lo que realmente es «por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5). En Pablo, ese don del Espíritu forma un solo cuerpo con la vida cristiana desde el primer momento, arraigada en el acontecimiento de la cruz y resurrección del Señor. Como es sabido, el apóstol no habla nunca de pentecostés según el estilo de Lucas. En él, la experiencia del Espíritu está vinculada al acontecimiento de pascua. De este acontecimiento brota el Espíritu del resucitado que llama al cristiano a una vida nueva, templada en el Espíritu. Por tanto, no hay que portarse «según la carne, sino según el espíritu» (8, 4). Este punto es el que subrayan perfectamente los v. 5-11 que siguen.

LA CARNE Y EL ESPÍRITU (Rom 8, 5-11)

5 Pues los que viven según la carne piensan en las cosas de la carne; los que viven según el espíritu, en las cosas del espíritu. 6 Porque los pensamientos de la carne son muerte; los pensamientos del espíritu son vida y paz. 7 Por eso los pensamientos de la carne son hostiles a Dios, porque no se someten a la ley de Dios, ni siquiera son capaces de someterse. 8 Por consiguiente, los que están en la carne no pueden agradar a Dios. 9 Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, si es cierto que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece. 11 Y si el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que levantó de entre los muertos a Cristo Jesús hará vivir también vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros.
Para describir mejor la vida en el Espíritu, Pablo opone enérgicamente las dos categorías de «carne» y «espíritu»: la carne designa esa tendencia personal de resistencia a Dios, que arrastra a la muerte; el espíritu es el nuevo principio de acción que apunta hacia la vida. Pero ese espíritu no es auténtico más que en la medida en que se encuentra como impregnado del Espíritu mismo de Dios. La presencia o la habitación de ese Espíritu en el espíritu del cristiano señala precisamente la pertenencia verdaderamente cristiana, ya ahora y mañana más todavía, cuando Dios por su Espíritu resucite a los cristianos. Porque ya están dadas las arras del Espíritu, esa garantía de la presencia del Espíritu, incluso antes del tiempo de la plenitud: Dios «nos ha marcado también con un sello y ha puesto en nuestros corazones las arras del Espíritu» (2 Cor 1,22; cf. también 5, 5 y Ef 1,13-14). Gracias al Espíritu, la escatología está ya en parte «realizada», aun cuando tengamos que seguir esperándolo todo en la resurrección final. Esta misma idea se expresa en Rom 8, 23: «También nosotros poseemos las primicias del Espíritu», es decir los primeros frutos de una vida impregnada ya por el Espíritu. El Espíritu ha construido ya su morada: «¿No sabéis que sois un santuario de Dios y que el Espíritu habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16; 6, 19; 2 Cor 6,16; Rom 8, 9.11). Y al mismo tiempo la vida cristiana sigue estando bajo el signo de la espera y de la esperanza: «También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior en la espera de la adopción, del rescate de nuestros cuerpos. Porque en esperanza es como hemos sido salvados» (Rom 8, 23-24).
Por otra parte, hemos de observar en Rom 8,9 las dos expresiones «el Espíritu de Dios» y «el Espíritu de Cristo». En estos casos, es notable la variedad de las expresiones paulinas. La palabra Espíritu puede ser utilizada sola, sin calificativo alguno, como en Rom 8, 16.23.26-27; 15,30; 1 Cor 2,10; 12,4-11, etc. Pero lo más ordinario es que reciba algún calificativo:
  • 1) primero, el de la santidad: «el Espíritu de santidad» (Rom 1,4) y más aún «el Espíritu Santo» (Rom 5, 5; 9, 1; 14, 17; 15, 13.16; 1 Tes 1,5-6; 4,8; 1 Cor 6,19);
  • 2) luego, el de su vínculo inmediato con Dios: «el Espíritu de Dios» (Rom 8,14; 1 Cor 2,11.14; 3, 16; 6, 11; 7, 40; 12, 3; 2 Cor 3, 3) o «el Espíritu de aquel que… », a saber el Padre, como en Rom 8, 11;
  • 3) finalmente, el de su relación con el Señor: «el Espíritu de Cristo» (Rom 8, 9; Flp 1, 19), «el Espíritu de su Hijo» (GáI4, 6), «el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,17).
Semejante variedad de expresiones tiene gran importancia teológica para indicar a la vez la unidad y la distinción del Espíritu respecto al Padre (el «Dios» de Pablo) y al Señor Jesús. Conviene destacar en particular que, si el Espíritu es ciertamente el Espíritu del Señor resucitado, hay que respetar sin embargo una distinción entre ellos: el Espíritu permite reconocer y confesar a «Jesús Señor» (1 Cor 12, 3). Esta distinción es también clara en Rom 8,11, que leíamos antes: «Si el Espíritu de aquel (Dios) que levantó a Jesús de entre los muertos… ». Por tanto, el Espíritu no es pura y simplemente una manera distinta de designar al resucitado en su presencia o en su acción eclesial, aun cuando las acciones o los frutos de la salvación se le atribuyan de forma equivalente tanto al Señor como al Espíritu. Así se anima a los cristianos a «estar en Cristo»  (1 Cor 1,30) o a «estar en el Espíritu» (Rom 8, 9); y todos son justificados «por el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11).
En resumen, se da un paralelismo evidente entre las obras del Señor y el trabajo del Espíritu, sin que haya que identificarlos totalmente (…)

HIJO DE DIOS (Rom 8, 14-16)

14 En efecto, todos los que son llevados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. 15 Por eso no habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en el miedo, sino que habéis recibido un espíritu de adopción filial, por el que gritamos: ¡Abba, Padre! 16 El mismo Espíritu atestigua con nuestro espíritu que somos hijos de Dios.
En Gál 3, 26, escribe Pablo: «Pues todos vosotros sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús». Por tanto, los creyentes quedan situados como hijos respecto al Padre: aquel que entregó a su Hijo ha querido hacer de nosotros hijos suyos. En Rom 8,15, se subraya de forma particular la acción del Espíritu en este caso, dado que el cristiano tiene que haber recibido «un espíritu de adopción filial», hasta el punto de haberlo experimentado íntimamente en su espíritu gracias al Espíritu. Se observará aquí la palabra «adopción», un término sacado del lenguaje jurídico helenista, desconocido en la Escritura y utilizado raras veces en el Nuevo Testamento (Rom 8, 16.23; Gál 4, 5 y Ef 1, 5). Pablo no vacila en utilizar esta palabra del mundo helenista, ya que es capaz de traducir mejor con ella una realidad nueva. En Gál 4, 5-6, el apóstol expresa un pensamiento análogo: « para que recibiéramos la adopción. Y como sois hijos, Dios ha enviado a nuestras corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre!». Tenemos aquí la plegaria cristiana por excelencia, la misma que Jesús dirigió a su Padre. Se observará la utilización del término arameo abba, traducido por padre (más exactamente: «papá»). De esta manera, Pablo da ejemplo de una plegaria glosolala, en un lenguaje «extraño», incomprensible para un griego, pero acompañándolo de una clara interpretación. Pablo aplica aquí lo que les exigía a los corintios en 1 Cor 14.
Finalmente, como ya se ha dicho anteriormente, es el Espíritu el que ora en el cristiano: «Del mismo modo, el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Porque no sabemos orar como es debido; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables, y aquel que sondea los corazones sabe cuáles son los deseos del Espíritu y que éste intercede por los santos según Dios» (Rom 8, 26-27). Entonces, no solamente el Espíritu está en el principio de la nueva plegaria, sino que la acompaña en todo su recorrido y pone de manifiesto su contenido más auténtico, hasta el punto de que Dios interroga al Espíritu para que se manifiesten «los deseos del Espíritu», «en favor de los santos», es decir de la comunidad entera. Por medio del Espíritu, la realidad más profunda de nuestra oración supera siempre las apariencias de nuestra plegaria.

CONCLUSIÓN

La lectura de 1 Cor 12-14 y de Rom 8 merecería ciertamente un estudio más profundo, sin hablar de los demás textos paulinos o atribuidos a Pablo sobre el Espíritu. Es difícil hacer la síntesis de los mismos, ya que la palabra y sobre todo la realidad que designa se escapan siempre en cierto modo de una investigación demasiado lógica o sistemática. En su referencia al Espíritu, el apóstol intenta decir toda la novedad de la vida cristiana, y ante todo la novedad de la alianza (en la antítesis entre ley y espíritu o letra y espíritu; cf. Gál 3, 2; 2 Cor 3, 4-11; Rom 2, 29 y 7, 6). Pablo quiere expresar también toda la dinámica nueva de la vida cristiana, el «dinamismo del Espíritu» (Rom 15, 13; cf. 1,4), que afecta no solamente al bautizado individual, saciado del Espíritu, sino a la Iglesia entera (1 Cor 12, 11 y 13). Esta fuerza de Dios penetra finalmente en la historia entera, ya que las arras o las primicias del Espíritu ya se nos han dado (Rom 8, 23) antes de que todo haya sido enteramente renovado en el Espíritu (Rom 8, 11).
Para manifestar mejor la originalidad del pensamiento paulino sobre el Espíritu, habría que compararlo además con el de las cartas atribuidas a Pablo (sobre todo Efesios) y más aún con los escritos de Juan sobre el Espíritu y el Paráclito. La personalidad y la acción del Espíritu están sin duda más marcadas en Juan que en Pablo. Podrían señalarse otras diferencias; por ejemplo: en Juan, Jesús promete la venida del Espíritu y lo envía efectivamente; este punto no aparece para nada en Pablo, según el cual es Dios-Padre el que da el Espíritu (1 Tes 4, 8; Gál 3, 5). Respecto a la objetividad intimista de Juan, se observa en Pablo un extraño acento de entusiasmo: él habla de una experiencia, y de una experiencia que reconoce como inenarrable. En el fondo es la experiencia religiosa y la expresión teológica más profunda de estos dos autores lo que aquí está en juego.

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