lunes, 27 de mayo de 2013

Íntegras preguntas y respuestas del Papa Francisco en la vigilia de Pentecostés


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En español íntegras preguntas y respuestas del Papa Francisco en la vigilia de Pentecostés
 «Una Iglesia cerrada es una Iglesia enferma»
 
 
Respuestas del Papa Francisco a las preguntas de algunos representantes de movimientos, nuevas comunidades, asociaciones y agregaciones en la Vigilia de Pentecostés (18-5-2013)
 
Primera pregunta: «La verdad cristiana es atractiva y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres». Santo Padre: Estas palabras vuestras nos han impresionado profundamente, ya que expresan de manera directa y radical la experiencia que cada uno de nosotros desea vivir, sobre todo durante el Año de la Fe y en la peregrinación que esta tarde nos ha traído aquí. Estamos ante vos para renovar nuestra fe, para confirmarla, para afianzarla. Sabemos que la fe no puede darse de una vez para siempre. Como decía Benedicto XVI en la Porta fidei, «la fe no es un presupuesto obvio». Esta afirmación no atañe tan solo al mundo, a los demás, a la tradición de la que venimos, sino, ante todo, a cada uno de nosotros. Con demasiada frecuencia nos damos cuenta de que, si bien la fe es un germen de novedad, un inicio de cambio, le cuesta luego informar la totalidad de la vida: no se convierte en el origen de todo nuestro conocimiento y acción. Santidad, ¿cómo habéis podido alcanzar en vuestra vida la certeza acerca de la fe? ¿Y qué camino nos indicáis para que cada uno de nosotros pueda superar la fragilidad de la fe?
 
Respuesta: ¡Buenas tardes a todos! Me alegra reunirme con vosotros y que todos nos demos cita en este plaza para rezar, para estar unidos y para esperar el don del Espíritu. Conocía vuestras preguntas y he pensado en ellas: ¡esto, pues, no va sin conocimiento de causa! ¡La verdad por delante! Las tengo aquí, escritas.
La primera es una pregunta histórica, porque se refiere a mi historia, a la historia de mi vida.
Yo tuve la gracia de crecer en una familia en la que la fe se vivía de manera sencilla y concreta; pero fue sobre todo mi abuela, la madre de mi padre, la que marcó mi camino de fe. Era una mujer que nos explicaba, nos hablaba de Jesús, nos enseñaba el Catecismo. Recuerdo siempre que el Viernes Santo nos llevaba, al atardecer, a la procesión de las velas, y al final de aquella procesión llegaba el Cristo yacente y la abuela nos mandaba arrodillar, a los niños, y nos decía: «Mirad, está muerto, pero mañana resucita». ¡Recibí el primer anuncio cristiano precisamente de aquella mujer, de mi abuela! ¡Esto es muy lindo! ¡El primer anuncio, en casa, con la familia! Y esto me hace pensar en el amor de tantas madres y de tantas abuelas que transmiten la fe. Son ellas las que transmiten la fe. Y esto pasaba también en los primeros tiempos, porque San Pablo decía a Timoteo: «Recuerdo la fe de tu madre y de tu abuela» (cf. 2 Tim 1, 5). ¡Todas las madres que estáis aquí, todas las abuelas, pensad en esto: transmitir la fe! Porque Dios pone a nuestro lado a personas que nos ayudan en nuestro camino de fe. Nosotros no hallamos la fe en lo abstracto: ¡no! Es siempre una persona la que predica, la que nos dice quién es Jesús, la que nos transmite la fe, nos da el primer anuncio. Y así fue la primera experiencia de fe que tuve.
Pero hay una fecha muy importante para mí: el 21 de septiembre de 1953. Tenía casi 17 años. Era el «Día del Estudiante», para nosotros el día de la primavera –para vosotros el del otoño–. Antes de ir a la fiesta, pasé por la parroquia a la que solía ir y encontré a un sacerdote al que no conocía, y sentí la necesidad de confesar. Aquella fue para mí una experiencia de encuentro: hallé a alguien que me esperaba. Pero no sé qué pasó, no me acuerdo; no sé por qué tenía que ser ese cura concreto, al que no conocía, ni porqué sentí ese deseo de confesar, pero la verdad es que alguien me esperaba. Llevaba tiempo esperándome. Tras la confesión sentí que algo había cambiado. Yo no era ya el mismo. Había sentido precisamente como una voz, una llamada: estaba convencido de que tenía que ser sacerdote. Esta experiencia de la fe es importante. Nosotros decimos que debemos buscar a Dios, acudir a él para pedir perdón, pero cuando vamos, él ya nos espera. ¡Él está antes! Nosotros, en español, tenemos una palabra que explica bien esto: «El Señor siempre nos primerea», ¡es el primero, está esperándonos! Y esta es precisamente una gracia grande: encontrar a uno que te está esperando. Tú vas como pecador, pero él te está esperando para perdonarte. Esta es la experiencia que los profetas de Israel describían diciendo que el Señor es como la flor del almendro, la primera flor de la primavera (cf. Jer 1, 11-12). Antes que vengan las demás flores, está él: él que espera. El Señor nos espera. Y cuando lo buscamos, encontramos esta realidad: que es él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor. Y esto te produce en el corazón un estupor tal, que no te lo crees, ¡y así va creciendo la fe! Con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor. Alguien dirá: «¡No, yo prefiero estudiar la fe en los libros!». Importa estudiarla, pero, mira: ¡esto solo no basta! Lo importante es el encuentro con Jesús, el encuentro con él, y esto te da la fe, ¡porque es precisamente él quien te la da! También hablabais vosotros de la fragilidad de la fe, de qué hay que hacer para vencerla. El enemigo más grande que tiene la fragilidad –¿no es curioso esto?– es el miedo. ¡Pero no tengáis miedo! Somos frágiles, y lo sabemos. ¡Pero él es más fuerte! ¡Si tú vas con él, no hay problema! Un niño es fragilísimo –he visto a muchos, hoy–, pero estaba con su papá, con su mamá: ¡está seguro! Con el Señor estamos seguros. La fe crece con el Señor, precisamente de la mano del Señor; esto nos hace crecer y nos hace fuertes. Pero si creemos que nos las podemos apañar solos… Pensemos en lo que le pasó a Pedro: «¡Señor, yo nunca te negaré!» (cf. Mt 26, 33-35), y después cantó el gallo ¡y lo había negado tres veces! (cf. vv. 69-75). Pensemos: cuando confiamos demasiado en nosotros mismos, somos más frágiles, más frágiles. ¡Siempre con el Señor! Y decir con el Señor significa decir con la eucaristía, con la Biblia, con la oración… pero también en la familia, también con mamá, también con ella, porque ella es la que nos lleva al Señor; es la madre, la que lo sabe todo. Por lo tanto, rezarle también a la Virgen y pedirle que, como mamá que es, me haga fuerte. Esto es lo que pienso sobre la fragilidad, por lo menos es mi experiencia. Algo que me hace fuerte todos los días es rezar el rosario a la Virgen. Siento una fuerza muy grande porque acudo a ella y me siento fuerte.
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Pasemos a la segunda pregunta.
 
Segunda pregunta: Padre Santo: La mía es una de tantas experiencias de una vida de todos los días. Intento vivir la fe en mi ambiente de trabajo, en contacto con los demás, como testimonio sincero del bien recibido en el encuentro con el Señor. Soy, somos   «pensamientos de Dios», impulsados por un Amor misterioso que nos ha dado la vida. Enseño en un colegio, y ser consciente de ello me da motivo para entusiasmarme con mis chicos y también con mis colegas. Compruebo a menudo que muchos buscan la felicidad en tantos itinerarios individuales en los que la vida y sus grandes preguntas se reducen frecuentemente al materialismo de quien quiere tenerlo todo y permanece perennemente insatisfecho, o a un nihilismo para el que nada tiene sentido. Me pregunto cómo la propuesta de la fe –que es la de un encuentro personal, de una comunidad, de un pueblo– puede alcanzar el corazón del hombre y de la mujer de nuestro tiempo. Estamos hechos para lo infinito –«¡jugaos la vida por cosas grandes!», habéis dicho recientemente–, pero todo, alrededor de nosotros y de nuestros jóvenes, parece decir que hay que conformarse con respuestas mediocres, inmediatas, y que el hombre debe adaptarse a lo finito sin buscar otra cosa. A veces estamos amedrentados, como los discípulos la víspera de Pentecostés.
La Iglesia nos invita a la Nueva Evangelización. Creo que todos los aquí presentes percibimos con fuerza este reto, que está en el corazón de nuestras experiencias. Por eso quisiera pediros, Padre Santo, que me ayudéis y que nos ayudéis a todos a comprender cómo vivir este reto en nuestro tiempo. ¿Qué es lo que juzgáis más importante, aquello a lo que todos nosotros –movimientos, asociaciones y comunidades– debemos mirar para cumplir la tarea a la que estamos llamados? ¿Cómo podemos comunicar de manera eficaz la fe hoy?
 
Respuesta: Diré tan solo tres palabras.
La primera: Jesús. ¿Quién es lo más importante? Jesús. Si seguimos adelante con la organización, con otras cosas, con cosas bonitas, pero sin Jesús, no seguimos adelante, la cosa no funciona. Jesús es más importante. Ahora quisiera hacer un pequeño reproche, pero fraternalmente, entre nosotros. Todos habéis gritado en la plaza: «¡Francisco, Francisco, Papa Francisco!». Pero Jesús, ¿dónde estaba? Yo habría querido que gritarais: «¡Jesús, Jesús es el Señor y está precisamente entre nosotros!». ¡De ahora en adelante, nada de «Francisco», sino «Jesús»!
La segunda palabra es: la oración. Mirar el rostro de Dios, pero sobre todo –y esto guarda relación con lo que he dicho antes– sentirnos mirados. El Señor nos mira: nos mira antes. Mi vivencia es lo que experimento ante el sagrario cuando voy a rezar, al anochecer, ante el Señor. Algunas veces me duermo un poquito; esto es verdad, porque el cansancio de la jornada te adormece un poco. Pero él me comprende. ¡Y siento tanto consuelo cuando pienso que él me mira! Nosotros creemos que tenemos que rezar, hablar, hablar, hablar… ¡No! ¡Deja que el Señor te mire! Cuando él nos mira, nos da fuerza y nos ayuda a testimoniarlo, porque la pregunta era sobre el testimonio de la fe, ¿no? Primero, «Jesús»; después, «oración»: sintamos que Dios nos está agarrando de la mano. Subrayo, por lo tanto, la importancia de esto: dejarnos guiar por él. Esto importa más que cualquier cálculo. Somos verdaderos evangelizadores si nos dejamos guiar por él. Pensemos en Pedro: tal vez estaba durmiendo la siesta, después de comer, y tuvo una visión –la visión del mantel con todos los animales–, y oyó que Jesús le decía algo, pero no entendía. En aquel momento, llegaron unos no judíos a llamarlo para que fuera a una casa, y vio que el Espíritu Santo estaba allí. Pedro se dejó guiar por Jesús para llegar a esa primera evangelización de los gentiles, que no eran judíos: algo inimaginable en aquella época (cf. Hch 10, 9-33). ¡Y así toda la historia, toda la historia! Dejarse guiar por Jesús. Es precisamente el líder; nuestro líder es Jesús.
Y tercero: el testimonio. Jesús, oración –la oración, ese dejarse guiar por él–, y después testimonio. Pero quisiera añadir algo. Ese dejarse llevar por Jesús te lleva a las sorpresas de Jesús. Uno puede pensar que la evangelización tenemos que programarla en una mesa, pensando en estrategias, haciendo planes. Pero estos son instrumentos, pequeños instrumentos. Lo importante es Jesús y dejarse guiar por él. Después podemos hacer estrategias, pero esto es secundario.
Por último, pues, el testimonio: la comunicación de la fe solo puede hacerse con el testimonio, y este es el amor. No con nuestras ideas, sino con el Evangelio vivido en la propia existencia y que el Espíritu Santo hace que viva en nuestro interior. Es como una sinergia entre nosotros y el Espíritu Santo, y esto lleva al testimonio. La Iglesia la llevan adelante los santos, que son precisamente los que dan este testimonio. Como dijo Juan Pablo II y como ha dicho también Benedicto XVI, el mundo de hoy está muy necesitado de testigos. No tanto de maestros, sino de testigos. No hablar mucho, sino hablar con toda la vida: ¡la coherencia de vida, precisamente la coherencia de vida! Una coherencia de vida que es vivir el cristianismo como un encuentro con Jesús que me lleva a los demás, y no como un hecho social. Socialmente somos así, somos cristianos, encerrados en nosotros mismos. ¡No, esto no! ¡El testimonio!
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Tercera pregunta: Padre Santo: He escuchado con emoción las palabras que dijisteis en la audiencia a los periodistas tras vuestra elección: «¡Cómo     quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!». Muchos de nosotros estamos comprometidos en obras de caridad y justicia: formamos parte activa de esa presencia de la Iglesia arraigada allí donde el hombre sufre. Soy una administrativa, tengo familia y, en la medida de mis posibilidades, me comprometo personalmente en la cercanía y en la ayuda a los pobres. Pero no por ello me siento a gusto. Quisiera poder decir con la Madre Teresa: «Todo es por Cristo». La gran ayuda para vivir esta experiencia son los hermanos y las hermanas de mi comunidad, que se comprometen con el mismo fin. Y en este compromiso nos sostienen la fe y la oración. La necesidad es grande. Nos lo habéis recordado vos: «¡Cuántos pobres sigue habiendo en el mundo y cuánto sufrimiento encuentran esas personas!». Y la crisis lo ha agravado todo. Pienso en la pobreza que aflige a tantos países y que se ha asomado también al mundo del bienestar; en la falta de trabajo, en los movimientos migratorios masivos, en las nuevas esclavitudes, en el abandono y en la soledad de tantas familias, de tantos ancianos y de tantas personas que no tienen casa o trabajo.
Quisiera preguntaros, Santo Padre: ¿Cómo podemos, todos nosotros y yo, vivir una Iglesia pobre y para los pobres? ¿De qué manera el hombre doliente es un interrogante para nuestra fe? Todos nosotros, como movimientos y asociaciones seglares, ¿qué aportación concreta y eficaz podemos dar a la Iglesia y a la sociedad para afrontar esta grave crisis que afecta a la ética pública, al modelo de desarrollo, a la política: en resumidas cuentas, una nueva forma de ser hombres y mujeres?
 
Respuesta: ¡Esto es importante! Vuelvo al testimonio. Ante todo, vivir el Evangelio es la aportación principal que podemos dar. La Iglesia no es un movimiento político, ni una estructura bien organizada: no es esto. Nosotros no somos una ONG, y cuando la Iglesia se convierte en una ONG, pierde la sal, no tiene sabor, es solo una organización vacía. Y en esto, sed astutos, porque el diablo nos engaña, porque existe el peligro del eficientismo. Una cosa es predicar a Jesús, otra cosa es la eficacia, ser eficientes. No, ese es otro valor. El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es sal de la tierra, es luz del mundo; está llamada a hacer presente en la sociedad el fermento del Reino de Dios, y esto lo hace, ante todo, con su testimonio: el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, de la compartición. Cuando se oye decir a algunos que la solidaridad no es un valor, sino una «actitud primaria» que tiene que desaparecer… ¡esto no es así! Se está pensando en una eficacia únicamente mundana. Los momentos de crisis, como los que estamos viviendo –pero tú has dicho antes que «estamos en un mundo de mentiras»–, este momento de crisis –tengamos cuidado– no consiste en una crisis tan solo económica: no es una crisis cultural. Es una crisis del hombre: ¡lo que está en crisis es el hombre! ¡Y lo que puede acabar destruido es el hombre! ¡Pero el hombre es imagen de Dios! ¡Por eso es una crisis profunda! En este momento de crisis, no podemos preocuparnos tan solo de nosotros mismos, encerrarnos en la soledad, en el desaliento, en una sensación de impotencia ante los problemas. ¡No nos encerremos, por favor! Este es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con los que piensan lo mismo que nosotros… pero ¿sabéis que pasa? Cuando la Iglesia se encierra, se pone enferma, se pone enferma. Pensad en una habitación que lleve un año cerrada: cuando entras, huele a húmedo, hay tantas cosas que no funcionan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Hacia dónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean, pero salir. Jesús nos dice: «¡Id al mundo entero! ¡Id! ¡Predicad! ¡Dad testimonio del Evangelio!» (cf. Mc 16, 15). Pero ¿qué pasa cuando uno sale de sí mismo? Puede suceder lo que puede pasarle a todo aquel que sale de casa y que camina por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya sufrido un accidente, a una Iglesia enferma por cierre! ¡Salid afuera, salid! Pensad también en lo que dice el Apocalipsis. Dice una cosa linda: que Jesús está a la puerta y llama, llama para entrar en nuestro corazón (cf. Ap 3, 20). Este es el sentido del Apocalipsis. Pero preguntaos: ¿Cuántas veces Jesús está dentro y llama a la puerta para salir, para salir afuera, y nosotros no lo dejamos salir, por nuestras seguridades, porque muchas veces estamos encerrados en estructuras caducas, que sirven tan solo para hacernos esclavos, y no hijos libres de Dios? En esta «salida» importa salir al encuentro; esta palabra es para mí muy importante: el encuentro con los demás. ¿Por qué? Porque la fe es un encuentro con Jesús, y nosotros debemos hacer lo mismo que hace Jesús: encontrarnos con los demás. Vivimos una cultura del enfrentamiento, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro: la cultura del desecho. Pero, sobre este punto, os invito a pensar –y esto forma parte de la crisis– en los ancianos, que son la sabiduría de un pueblo, en los niños… ¡la cultura del desecho! En cambio, nosotros debemos salir al encuentro, y debemos crear con nuestra fe una «cultura del encuentro», una cultura de la amistad, una cultura en la que encontremos hermanos, en la que podamos hablar también con quienes no piensan igual que nosotros, también con quienes tienen otra fe, con quienes no tienen nuestra misma fe. Todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios. Salir al encuentro de todos, sin negociar nuestra pertenencia. Y otro punto es importante: con los pobres. Si salimos de nosotros mismos, nos topamos con la pobreza. Hoy –y esto hace daño, al decirlo–, hoy, encontrar a un vagabundo muerto de frío no es noticia. Hoy es noticia, tal vez, un escándalo. Un escándalo: ¡ah, eso sí que es noticia! Hoy, pensar que muchos niños no tienen de comer, no es noticia. ¡Esto es grave, es grave! ¡No podemos quedarnos tranquilos! Pero… así son las cosas. No podemos convertirnos en cristianos almidonados, en esos cristianos demasiado educados, que hablan de cuestiones teológicas mientras toman el té, tan tranquilos. ¡No! Tenemos que convertirnos en cristianos valientes y salir en busca de los que son precisamente la carne de Cristo, ¡los que son la carne de Cristo! Cuando salgo a confesar –aún no puedo, porque para salir a confesar… de aquí no se puede salir, pero este es otro problema–, cuando iba a confesar en mi diócesis anterior, venían algunos y siempre les hacía esta pregunta: «–Pero ¿usted da limosna? –¡Sí, padre! –Ah, bien, bien». Y les hacía dos preguntas más: «–Dígame: cuando usted da limosna, ¿mira a los ojos al hombre o a la mujer a quien se la da? –Ah, no sé, no me he dado cuenta». Segunda pregunta: «–Y cuando usted da limosna, ¿toca la mano de aquel al que se la da o le tira la moneda?». Este es el problema: la carne de Cristo, tocar la carne de Cristo, cargar nosotros con este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros los cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica o cultural; no: es una categoría teologal. Diría tal vez que es la primera categoría, pues ese Dios, el Hijo de Dios, se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por la calle. Y esta es nuestra pobreza: la pobreza de la carne de Cristo, la pobreza que nos trajo el Hijo de Dios con su encarnación. Una Iglesia pobre para los pobres empieza por ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, empezamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor. Y esto no es fácil. Pero hay un problema que hace daño a los cristianos: el espíritu del mundo, el espíritu mundano, la mundanidad espiritual. Esto nos lleva a una suficiencia, a vivir el espíritu del mundo, y no el de Jesús. La pregunta que hacíais: cómo hay que vivir para afrontar esta crisis que afecta a la ética pública, al modelo de desarrollo, a la política. Como esta es una crisis del hombre, una crisis que destruye al hombre, es una crisis que despoja al hombre de la ética. En la vida pública, en la política, si no hay ética, una ética de referencia, todo es posible y todo puede hacerse. Y vemos, al leer los periódicos, hasta qué punto la falta de ética en la vida pública hace daño a la humanidad entera.
Quisiera contaros una historia. La he contado ya dos veces esta semana, pero lo haré una tercera con vosotros. Es la historia que cuenta un midrash bíblico de un rabino del siglo XII. Narra la historia de la construcción de la Torre de Babel y dice que, para construir la Torre de Babel, era necesario hacer los ladrillos. ¿Qué significaba esto? Ir, amasar el barro, traer la paja, hacerlo todo… y después, al horno. Y una vez que el ladrillo estaba hecho, había que subirlo para la construcción de la Torre de Babel. Un ladrillo era un tesoro por todo el trabajo que se necesitaba para hacerlo. Cuando caía un ladrillo, era una tragedia nacional, y el obrero culpable era castigado: tan valioso era un ladrillo, que si caía se consumaba un drama. Pero si caía un obrero, no pasaba nada, era otra cosa. Esto pasa hoy: si las inversiones en los bancos caen un poco… ¡qué tragedia..! ¿cómo se puede tolerar? Pero si mueren de hambre personas, si no tienen de comer, si no tienen salud, ¡no pasa nada! ¡Esta es nuestra crisis de hoy! Y el testimonio de una Iglesia pobre para los pobres va contra esta mentalidad.
 
Cuarta pregunta: Caminar, construir, confesar. Este «programa» vuestro para una Iglesia-movimiento –así, por lo menos, lo he entendido, escuchando una homilía vuestra al inicio del pontificado– nos ha consolado y estimulado. Consolado, porque nos hemos reencontrado en una unidad profunda con los amigos de la comunidad cristiana y con toda la Iglesia universal. Estimulado, porque en cierto sentido nos habéis obligado a quitar el polvo del tiempo y de la superficialidad a  nuestra adhesión a Cristo. Pero he de decir que no logro superar la sensación de turbación que una de estas palabras me provoca: confesar. Confesar, es decir testimoniar la fe. Pensemos en tantos hermanos nuestros que sufren por causa de ella, como hemos oído incluso hace poco. En quien el domingo por la mañana tiene que decidir si va a misa, porque sabe que, si va a misa, se juega la vida. En quien se siente acorralado y discriminado por la fe cristiana en tantas, en demasiadas partes del mundo.
Ante estas situaciones, creo que mi confesión y nuestro testimonio son tímidos y torpes. Quisiéramos hacer más, ¿pero qué? ¿Y cómo ayudar a esos hermanos nuestros? ¿Cómo aliviar su sufrimiento si no podemos hacer nada –o muy poco– para cambiar su contexto político y social?
 
Respuesta: Para anunciar el Evangelio se necesitan dos virtudes: el valor y la paciencia. Ellos [los cristianos que sufren] están en la Iglesia de la paciencia. Sufren, y hay más mártires hoy que en los primeros siglos de la Iglesia: ¡más mártires! Hermanos y hermanas nuestros. ¡Sufren! Llevan su  fe hasta el martirio. Pero el martirio nunca es una derrota; el martirio es el grado más alto del testimonio que debemos dar. Nosotros caminamos hacia el martirio, hacia pequeños martirios: renunciar a esto, hacer lo otro… pero caminamos. Y ellos –pobrecillos– dan la vida, pero la dan –como hemos oído acerca de la situación en Pakistán– por amor a Jesús, testimoniando a Jesús. Un cristiano debe tener siempre esta actitud de mansedumbre, de humildad: precisamente la actitud que tienen ellos, confiando en Jesús, encomendándose a Jesús. Hay que precisar que muchas veces estos conflictos no tienen un origen religioso; a menudo hay otras causas, de tipo social y político, y por desgracia las pertenencias religiosas se utilizan como la gasolina para apagar un fuego. Un cristiano debe saber siempre responder al mal con el bien, aunque a menudo resulte difícil. Nosotros intentamos hacer que sientan, esos hermanos y hermanas, que estamos profundamente unidos -¡profundamente unidos!– a su situación, que sabemos que son cristianos que han «entrado en la paciencia». Cuando Jesús se dirige hacia la Pasión, entra en la paciencia. Ellos han entrado en la paciencia: hay que hacérselo saber a ellos, pero hacerlo saber también al Señor. Os hago una pregunta: ¿Rezáis por esos hermanos y hermanas? ¿Rezáis por ellos? ¿En vuestra oración de cada día? No pediré yo ahora que levante la mano el que reza: no; no lo pediré ahora. Pero pensadlo bien. En la oración de cada día, digamos a Jesús: «Señor, ¡mira a ese hermano, mira a esa hermana que tanto sufre, que tanto sufre!». Ellos viven la experiencia del límite, precisamente del límite entre la vida y la muerte. Y también para nosotros: esta experiencia debe impulsarnos a promover la libertad religiosa para todos, ¡para todos! Todo hombre y toda mujer deben ser libres en su propia confesión religiosa, cualquiera que esta sea. ¿Por qué? Porque ese hombre y esa mujer son hijos de Dios.
 
Así, pues, creo haber contestado en parte a vuestras preguntas; pido perdón si he sido demasiado prolijo. ¡Muchas gracias! Gracias a vosotros, y  no lo olvidéis: nada de Iglesia cerrada, sino una Iglesia que salga afuera, a las periferias de la existencia. Que el Señor nos guíe hasta allí. Gracias.

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