lunes, 25 de julio de 2011

EL AMOR CONYUGAL NECESITA COMPROMISO.


Finalmente el amor matrimonial es compromiso. Esto quiere decir que amar es comprometerse, y no solamente declamar el compromiso. Y por lo tanto, perder libertad.

La libertad queda recortada en el amor humano, pues amar es elegir, y con ello se renuncian a otras posibilidades. Pero no solo en la fidelidad mutua. También en el estilo de vida que se abraza. Se acoplan dos en un mutuo consentimiento que los unifica, y por lo tanto la vida pasa a tener otro sentido, algo diferente. Se pierde libertad individual, pero se gana algo para lo cual ha sido hecha la libertad, que es el amor. Si no hay amor, no tiene sentido perder la libertad. Pero si hay amor, ese es el sentido de la libertad.

El compromiso de fidelidad es una especie de obligación que se contrae con el futuro de otra persona, estableciéndose un acuerdo que es promesa y reserva de su vida afectiva. No hay amor conyugal si no existe tal compromiso voluntario. En consecuencia, la fidelidad exige la libertad del otro por amor.

Pero también exige el sacrificio de un grado de independencia personal, para amoldarse al otro, lo cual muchas personas no están en condiciones de demostrar en la realidad. El compromiso tiene esta vertiente indispensable para el proyecto. Muchos hombres quieren eludir el compromiso de la fidelidad, y de eso se quejan muchas mujeres. Y muchas mujeres quieren eludir el compromiso que implica haber elegido a un determinado hombre y no a otro, con todas las consecuencias en su estilo de vida. Muchas mujeres quieren casarse para ponerle un rostro a un proyecto de familia que tienen. Pero eso no es comprometerse con la felicidad del otro, lo cual implica cortar con la individualidad y pensar de a dos.

El amor conyugal es un espacio donde se puede volcar toda la libertad y la creatividad para hacer feliz al otro. Pero afuera del amor conyugal, no habrá libertad, ni para otro amor, ni para individualismos. El individualismo es también una infidelidad, dado que traiciona al amor conyugal, con la diferencia que el tercero es sí mismo.


amor entre varón y mujer

El amor conyugal, además de ser un misterio único y maravilloso, es la donación de sí mismos que hacen un varón y a una mujer, en razón de la bondad intrínseca que tiene la sexualidad humana. Esta donación libre es de tal entidad que afecta el ser mismo de los cónyuges y genera en ellos un nuevo modo de ser en la unión, una comunión de personas que, sin destruirlas, las perfecciona haciéndolas más humanas a lo largo del tiempo.

Que el hombre y la mujer son las dos formas en que acontece la realidad humana es una evidencia. Lo sorprendente es la facilidad con la que se olvida esta gran verdad. En demasiadas ocasiones, después de decenas de años de vida matrimonial, los cónyuges siguen sin aceptar, en la práctica, sus diferencias en el modo de pensar, hacer o sentir. Consciente o inconscientemente se espera del otro lo que nos gustaría recibir y no lo que nos puede dar. Es una expectativa vana, que al no verse satisfecha, puede inducir al desaliento. El hombre y la mujer están llamados a sumar capacidades, apuntalar limitaciones y armonizar esfuerzos, pero cada uno de una forma distinta. La vida real, la literatura, y la observación atenta de nuestra propia experiencia, nos descubren las falsas tragedias montadas por nuestra imaginación y que tantas veces ensombrecen de amargura las relaciones entre uno y otro, por no haber reparado en que son distintos y se expresan de modo diferente.

Cuando un hombre al entrar en casa, se olvida de dar un beso a su mujer, saluda con un monosílabo, y presiona inmediatamente el botón de la TV, no significa, necesariamente, que haya dejado de quererla, sino que busca una esponja que le borre las preocupaciones que trae de la calle. Cuando una mujer interrumpe el elocuente discurso de su marido sobre las "stock options", para recordarle que está averiada la caldera de la calefacción, no es una frívola, ni deja de valorar las ideas de su marido, sino que piensa que al día siguiente hay que bañar a los niños con agua caliente. Los ejemplos concretos podrían multiplicarse. Son alfilerazos, más o menos hondos, que llegan a convertir el ánimo en un acerico, cuando no se repara en que cada uno es diferente.

No es preciso insistir en el orden de los principios, pero sí en el del acontecer diario, que las diferencias entre el hombre y la mujer, no son de altura, nivel o calidad: no son superiores el uno al otro. Son tan distintos como la cara y la cruz de una misma moneda, que es la naturaleza humana.

El hombre funciona por sacudidas y la mujer por constancia. Ella es capaz de hacer cinco cosas a la vez, mientras él hará una detrás de otra. Una mujer es resolutiva al hacer frente a acontecimientos imprevistos, que a un hombre bloquean. Un hombre es propenso a abstraerse con las ideas, y la mujer está mucho más próxima a la realidad inmediata y a las personas que la encarnan. El hombre pretende, a menudo, vencer sin convencer, y le suenan a artificiales las tácticas o estrategias, la mujer triangula con facilidad, siendo más refinada, acogedora y, desde luego hábil. Ella sabe poner ilusión en lo pequeño, mientras al hombre le cuesta comprender que lo menudo es hermoso. Con gran facilidad para la comunicación, a la mujer le cuesta aceptar el hermetismo del hombre. Son también diferentes en el pensar: mientras el proceso psicológico del hombre es más lento, ella llega muchas veces a un conocimiento muy certero por un golpe de vista. Al hombre, el dolor, aunque sea de muelas, le abate, mientras la mujer está mejor dotada para soportarlo. Sin embargo, el humor de la mujer es más cambiante porque cualquier acontecimiento afecta a su totalidad, ya que su vida es más unitaria. El hombre es más sectorial y no es difícil encontrar a quienes tienen un comportamiento esquizofrénico en el trabajo y la familia.

Quizá han resultado unos rasgos excesivamente impresionistas, a la vez que superficiales y rápidos, en los que el hombre no ha salido bien parado. Realmente se buscaba resaltar las diferencias, a la vez que la complementariedad. Lo importante es no perder de vista el hecho diferencial, sin olvidar que por muchos años que transcurran en un matrimonio, siempre existirán zonas opacas del uno para el otro. Unas veces se producirán de forma consciente para defender la inviolable intimidad personal, que siempre hay que respetar y defender por la otra parte; en otras ocasiones, porque inconscientemente permanecerán entre brumas, las últimas razones de un modo de actuar. Es posible que ahí resida parte del atractivo mutuo. El amor tomará consistencia al amar a la otra persona como es. ¡Qué maravilla que existas así!: en tu irrepetible singularidad.

Resulta llamativo observar el grado de conocimiento que San Josemaría tenía de esta realidad diferencial del hombre y la mujer. La Providencia le había permitido tratar íntimamente a dos mujeres excepcionales: su madre, doña Dolores, y su hermana Carmen. Su forma de ser, su respuesta y forma de ponderar los acontecimientos, su capacidad de entrega, fueron para él un elocuente testimonio. Por otra parte, su permanente labor pastoral, unida a una capacidad de penetración en los pliegues de las almas, poco común, le habían mostrado las evidentes diferencias entre el hombre y la mujer. También había detectado algo más importante: la reacción que en cada uno de ellos produce el modo de ser del otro. Son innumerables los matrimonios a los que trató a lo largo de su vida, con los que mantuvo jugosas conversaciones, cuando le visitaban en Roma o en sus viajes de catequesis por Europa y América. Al escucharle quedaban impresionados por las certeras sugerencias que hacía a la pareja cuando apenas los conocía. Comprobaban que daba en la diana de lo que cada uno necesitaba.

Sus enseñanzas incidían sobre aspectos de la vida ordinaria. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el riesgo de matar el cariño.

En ocasiones parece que espera el eco de nuestra queja y sale al paso para apaciguarla. Si alguno dice que no puede aguantar esto o aquello, que resulta imposible callar, está exagerando para justificarse. Hay que pedir a Dios la fuerza para saber dominar el propio capricho; la gracia, para saber tener el dominio de sí mismo. Hacía ver con cariño, pero con claridad, que el mayor enemigo de la “felicidad” y de la “fidelidad” conyugal es la soberbia, el amor propio, que, aunque tiene la misma raíz, se manifiesta de formas diversas: para ellos es "querer tener siempre la razón"; y en ellas, la queja lastimosa de quien se siente víctima. Junto a estas ideas fundamentales añadía, a menudo, una indicación práctica, por conocer muy bien las "quejas" de los hombres, en los que la vista es la entrada del corazón. Era el momento de recordar a las mujeres que siguieran conquistando a sus maridos por su aspecto agradable y atractivo. Es el viejo refrán castellano sobradamente experimentado: "la mujer compuesta, saca al hombre de otra puerta". A los hombres les invitaba a poner una sonrisa "de payaso" aunque llegaran a casa cansados.

Cabe destacar un punto al reparar en las diferencias del hombre y la mujer. El Fundador del Opus Dei, aunque tenía muy presente las peculiaridades de uno y otro, no había hecho de ellas unas alambicadas teorías que le llevaran a encerrarles en compartimentos estancos. Con frecuencia hablaba de la mujer y le reconocía capacidades tradicionalmente masculinas, como la reciedumbre, a la vez que exigía a los hombres el cuidado esmerado del detalle.

Cuando hacían furor las corrientes feministas, tan estrechas como reivindicativas, en aspectos que podrían degradarlas, superó audazmente aquellos planteamientos. Lo específico, no viene dado tanto por la tarea o por el puesto cuanto por el modo de realizar esta función, por los matices que su condición de mujer encontrará para la solución de los problemas con los que se enfrente, e incluso por el descubrimiento y por el planteamiento mismo de esos problemas. Es lo más genuinamente femenino lo más valioso de esa aportación.

Muchas veces, sin ánimo de lisonja, al dirigirse a las mujeres, las decía: sabéis más que nadie en el mundo, porque el amor es sapientísimo. Es insustituible ese amor, esa presencia de la mujer que se siente más que se ve, porque como explica Juan Pablo II, la feminidad realiza "lo humano" tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria. Su ausencia se detecta en la familia o en la sociedad al comprobar sus traspiés.

En la lectura atenta de los escritos de san Josemaría Escrivá, surgen a cada paso consideraciones o sugerencias de inmediata aplicación para la convivencia entre hombre y mujer en su rica variedad de matices. Te quejas de que no es comprensivo... -Yo tengo la certeza de que hace lo posible por entenderte. Pero tú, ¿cuándo te esfuerzas un poquito por comprenderle? Es decir, hay que dar el primer paso, el segundo y el tercero, para buscar al otro, sin enrocarse en una torre de marfil de paciente incomprendido. Se impone una asepsia mental para no dejarse contaminar por el virus de los juicios fáciles, o impresiones apresuradas. Sería injusto bucear en las predisposiciones del otro: mientras interpretes con mala fe las intenciones ajenas, no tienes derecho a exigir comprensión para ti mismo.

Si Dios les ha hecho el uno para el otro, cada vez que el hombre o la mujer se quejan de su soledad, han de detenerse a ponderar su propia actitud, que suele levantar dos murallas construidas piedra a piedra. La primera de ellas levantada por esas miradas indiferentes como si el otro fuera un extraño. La segunda porque el gesto, la palabra o los modales violentos cierran el camino a cualquier acercamiento.

En todo caso, una visión certera y auténticamente cristiana de la vida, ha de plantear las relaciones hombre-mujer con suficiente conciencia del progreso humano para romper viejos moldes. A lo largo de los siglos ha cristalizado una mentalidad de enfrentamiento que ha llegado a convertirse en premisa fatal que urge rectificar. Las diferencias no tienen por qué deteriorar el amor y abocar a la ruptura: se trata de abordarlo desde una postura positiva. Hay que destacar que desde el principio de la creación: la mujer es ayuda para el hombre, como el hombre es ayuda para la mujer, pues están llamados a existir recíprocamente el uno para el otro.

Desde los chistes jocosos, a los lamentables sucesos recogidos por la prensa, pasando por los arabescos literarios de todas las épocas, ha llegado a cristalizar el prejuicio de un entendimiento imposible. Sin consideraciones melifluas, la vida nos muestra que son lógicas las discrepancias y por lo tanto lo sensato será tener la suficiente perspicacia para no encallar el ánimo en la falta de acuerdo, sino abrirse para hacer el recorrido que media hasta la puesta de acuerdo. San Josemaría aludió frecuentemente a estas situaciones con sugerencias muy concretas sobre esta realidad, tan frecuente entre los matrimonios, que calificamos de trifulcas. La cita incide en un aspecto clave que aparece en los momentos en que se pierden los nervios: Porque los peligros de un enfado están ahí: en que se pierda el control y las palabras se puedan llenar de amargura, y lleguen a ofender, y aunque tal vez no se deseaba, a herir y a hacer daño.

Es preciso aprender a callar -cuestión nada fácil-, esperar a decir las cosas de modo positivo y sereno. Cuando uno se enfada, es el momento de que el otro sea especialmente paciente, hasta que llegue otra vez la calma. Si hay cariño sincero y preocupación por aumentarlo es muy difícil que los dos se dejen dominar por el mal humor a la misma hora...

Algo tan obvio como generalmente olvidado, es que debemos acostumbrarnos a pensar que nunca tenemos toda la razón. Incluso se puede decir que, en asuntos de ordinario opinables, mientras más seguro se esté de tener toda la razón, tanto más indudable es que no la tenemos. Discurriendo de este modo, resulta luego más sencillo rectificar y, si hace falta, pedir perdón, que es la mejor manera de acabar con una regañina, en lugar de elevar las insignificancias a la categoría de universales, ni sacar conclusiones extremadas. Al fin y al cabo, nuestras discrepancias se producen siempre con quien más cerca nos soporta. No os animo a pelear -comentaba con realismo San Josemaría-: pero es razonable que peleemos alguna vez con los que más queremos, que son los que habitualmente viven con nosotros. No vamos a reñir con el preste Juan de las Indias. Por tanto, esas pequeñas trifulcas entre los esposos, si no son frecuentes -y hay que procurar que no lo sean-, no denotan falta de amor, e incluso pueden ayudar a aumentarlo.

Hay que situar la dificultad allí donde se encuentra: en el interior de cada hombre y de cada mujer. Sería pueril consumir muchas fuerzas en pesar y medir las culpas de uno y otro, en un constante juego de tenis. Estar todo el día con la balanza en la mano, para medir "lo mucho" que damos, no conduce a nada. San Josemaría hablaba del amor a Dios con una referencia al amor humano. Cuando se ama de verdad, se da con alegría, sin llevar la cuenta y sin buscar agradecimiento: ¡es suficiente, entonces, para el alma, la oportunidad de gastarse gustosamente! No se piensa si ya se ha hecho mucho, o si cuesta: en el trato con Dios no se repara en los obstáculos porque, como en el amor humano, no hay dificultades ni defectos que impidan la conversación con la persona amada.

Junto a esta actitud, cuasi-mercantil, de medir lo que aporta cada cónyuge, existe otra opinión demasiado generalizada que sitúa el origen de todos los males en la propia institución que une a un hombre con una mujer para toda la vida. Es un planteamiento viciado en su propia raíz. El matrimonio no es el culpable, sino la garantía de un final dichoso. La sabiduría de Dios diseñó a cada sexo para una relación armónica. A partir de ahí tendremos que concluir que todos los desencantos y fatigas que achacamos al matrimonio son exactamente aquellos que proyectamos cada uno de los cónyuges con nuestras torpezas y desamores. Quizá la pregunta habría que formularla así: ¿es duro el matrimonio o es blando el hombre? Parece que la conclusión inmediata es la flaqueza del hombre. Cierto, pero frente a este dato, hay otro hecho de mucha mayor entidad: que el don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su vida.


En el presente artículo se reflexiona sobre lo que es el amor entre un varón y una mujer. Veremos que el amor conyugal, además de ser un misterio, es la donación de sí mismos que hacen un varón y a una mujer, en razón de la bondad intrínseca que tiene la sexualidad humana. Esta donación es de tal entidad que afecta el ser de los cónyuges y genera en ellos un nuevo modo de ser en la unión, una comunión de personas que, sin destruirlas, las perfecciona haciéndolas más humanas a lo largo del tiempo.


1. Introducción
No se puede entender al hombre si no se comprende el amor, y no se puede entender lo que es el amor sin una adecuada visión del hombre. Nuestros tiempos están marcados por el vaciado de contenido de algunos conceptos fundamentales: términos como el amor, que hasta hace poco parecían tener claro su significado, ahora parecen tener una significación ambigua y relativa. Sin embargo, y pese al abuso que se ha hecho con esta palabra, asistimos a un renacer de su buen uso y significado. “Y es que, como escribe Pieper, las palabras básicas y fundamentales no consienten que se las sustituya, al menos no toleran que se haga arbitrariamente, ni se prestan a que su contenido sea expresado por otras, por racionalmente fundada que esté esa decisión de suplantarlas” [1].
A lo largo de la historia nuestra cultura ha recogido incontables expresiones que reflejan de modo maravilloso lo que es el amor humano; hombres y mujeres de todas las épocas y lugares han dejado plasmado en el arte, la pintura, la poesía, la música, en refranes y costumbres, lo que el amor ha suscitado en sus vidas. El amor forma parte de nuestras vidas. ¿Quién no evoca estremecido el amor que siente por su cónyuge, por sus hijos, sus padres, sus hermanos, o sus amigos? ¿Qué esposo no reconoce que todas las mujeres son iguales menos una, que es su mujer, aquella a quien ama? ¿O qué esposa no reconoce que todos los hombres son iguales, menos uno, que es su marido, aquel a quien ama?
Con el amor sucede lo que con el tiempo: se le conoce bien por experiencia, hasta que nos preguntamos ¿qué es?, y entonces las respuestas no alcanzan a definirlo. Toda persona sabe lo que es el amor por experiencia personal, sabe que existe, pero en cuanto trata de abstraer un concepto empleando la fría razón surgen las dificultades. Tiene la experiencia íntima y entrañable del amor, no duda de su existencia, pero le cuesta definirlo y sólo alcanza a describir lo que le suscita.
Desde los más tiernos años aprendemos a amar en el seno familiar. Las relaciones íntimas que surgen en la intimidad de la familia, es el ámbito natural propio para esa pedagogía. Con el correr de los años los círculos de relaciones van creciendo, y con ellos la posibilidad de establecer relaciones íntimas con otras personas también crece. Surgen así otros tipos de amor, como el amor de amistad, el fraternal, conyugal, etc. Nuestra vida se va enriqueciendo con la calidad de esos amores, y nuestra biografía se va entretejiendo con la de otras personas que vamos amando mientras vivimos.
2. Amor, realidad radical

“Al observador superficial que no tiene suficientemente en cuenta la estructura personal de la experiencia, le puede parecer que el amor no es más que el instinto elevado a una potencia específicamente humana. Otro podría ver en él no una experiencia de pertenencia mutua, sino una simple sublimación del deseo”[2] . La naturaleza insondable y misteriosa del amor impide una definición inequívoca de éste. Muchas concepciones sobre el amor, podrían ser ciertas, aunque incompletas y no pasarían de ser enfoques parciales del amor.
El amor es la realidad más íntima que pueda existir, es lo más radical de la existencia humana, algo a lo cual todo ser personal tiende, y en el cual se complace. “El amor es el primer movimiento, la primera vibración, podríamos decir, del ser hacia el bien. Ciñéndonos concretamente al hombre, el amor es la primera reacción de su sentimiento y de su voluntad, que se complacen en el bien”[3]. Existe pues una estrecha relación entre el amor y un bien que afecta de algún modo a nuestro ser. Pero ¿cómo puede entenderse lo que es el amor?
El amor somos nosotros mismos que, motivados por algo muy bueno presente en el ser de otra persona, decidimos entregarnos a ella, en donación mutua, con la finalidad de conformar una unión. “El que ama sale de su interior y se traslada al del amado en cuanto que quiere su bien y se entrega por conseguirlo, como si fuera para sí mismo”[4]. Cuando se ama, la voluntad quiere el bien del otro como si fuera el propio bien, y la inteligencia se complace en esa razón de bondad. Aunque, como todo lo que tiene valor, ese querer no es gratuito, pues cuesta trabajo y requiere un esfuerzo de vencimiento propio para pensar en el bien del otro sobre el de uno mismo. Al vencer el amor propio, la voluntad se ve fortalecida por la razón de bondad del amor hacia el otro, y en esa dinámica, se va descubriendo con sorpresa aspectos de bondad propios que hasta entonces eran desconocidos, y que amando se van revelando en una novedad permanente: la del amor.
“En último término, el amor es una capacidad de transcenderse a sí mismo y, por lo tanto, no permite prescindir del otro ni su dominio pragmático”[5]. El hombre ya no busca sólo su felicidad, sino que busca sobre todo la de la persona amada. El interés propio se descentra y el yo pasa a un segundo plano, para trasladar el interés a la búsqueda de la felicidad del otro, de tal modo que ya no es ese yo el que importa, sino el tú. Así, amando de este modo, quien ama va descubriendo que el yo crece y se enriquece humanamente en la medida que se produce el olvido de si. Por ello el que ama no quiere estar lejos de quien ama; es muy bueno para él que el otro exista, y le hace mucho bien el amar cada vez más y mejor a esa persona.
3. Qué es el amor conyugal
No todos los amores humanos son iguales, todos tienen en común su relación con el bien, pero poseen algunos rasgos que los diferencian. Así, la diferencia entre amor de amistad, amor filial, amor fraternal, amor conyugal radica en la diferente razón de bondad que los genera. El amor entre padres e hijos tiene como razón de bondad la transmisión de la vida, el amor fraternal el mismo origen de consanguinidad, etc. Entre todos los tipos de amores humanos hay uno especialmente relevante, uno que por su trascendencia y grado de unión es el icono del amor humano; este amor es el que se da entre un varón y una mujer: el amor conyugal.
¿Cuál es entonces la razón de bondad del amor conyugal? ¿Cuál es el bien que lo genera? “La conyugalidad contiene una específica razón de bondad y un exclusivo título formal en la comunicación del cuerpo sexuado, que es la copertenencia del cuerpo del cónyuge como si del propio cuerpo se tratase”[6]. Esta copertenencia mutua no se da en ningún otro tipo de amor humano y en virtud de la unidad substancial de la persona humana, esa copertenencia supera el cuerpo – que no es separable del alma – y comprende a toda la persona amada.
Para que el amor conyugal pueda nacer, es necesario que estén presentes y dispuestos todos los dinamismos de la persona humana que lo generan, incluida la madurez biológica y afectiva; pero además, es necesario que éstos se ordenen para dar cumplimiento a la razón de ser natural de la sexualidad humana. Todos los dinamismos adquieren así, en razón de la modalidad que impone lo conyugable, unas estructuras y dinámicas singulares que hacen que la intimidad misma de la persona se descentre y se traslade a las fronteras mismas del ser, es decir, a los límites de su corporeidad. Y lo hace, para cumplir con su finalidad, para dar cumplimiento a la razón de ser de su conyugalidad, para poder donarse a otra persona, dejando que la otra persona penetre en ella y abriéndose ella misma, de tal modo que ambas se entrelacen armónicamente, sin reservas, en una misma intimidad que ahora difiere de “lo mío” y “lo tuyo”, naciendo “lo nuestro”. En esta dinámica varón y mujer se elevan, por amor, a un nuevo modo íntimo de ser juntos, modo íntimo en el que nadie más puede acceder, y en el que las dos personas conyugalmente complementarias se encuentran verdaderamente como son, en toda su desnudez íntima, no sólo corporal, sino y sobre todo espiritual.
El amor conyugal es bueno, sencillo y ordinario, vive en lo común y cotidiano de cada día, en lo que somos, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Amamos en y con nuestras acciones, tal como somos. Cuando amamos, en virtud de nuestra unidad substancial, lo hacemos integralmente, con todo nuestro cuerpo sexuado y con nuestra alma personal en su totalidad, y amamos comunicando niveles de intimidad conyugal, comunicación que se perfecciona y renueva a lo largo de toda la vida.
“El amor conyugal se distingue de otro tipo de amor en su específico carácter sexual, y por lo tanto, por la dimensión procreadora. Varón y mujer se unen como dos personas, pero en cuanto son accidentalmente distintas en un conjunto de características psico-corpóreas. En este sentido, tan falso sería situar el amor conyugal sólo en lo que varón y mujer son diferentes, como situarlo únicamente en el carácter común de personas humanas”[7]. Si se centrara el amor conyugal solamente en la diferenciación sexual, el amor perdería calidad y se degradaría debido a que la razón de bondad estaría solamente en aquello conyugalmente distinto: la sexualidad. Se corre así el riesgo de cosificar a la persona asignándole su valor solamente en lo corpóreo, despersonalizando el amor conyugal. Por otra parte, tampoco es válido centrar el amor entre varón y mujer como ajeno a lo corpóreo, pues de ser así, se trataría de otro tipo de amor como podría ser el amor de amistad. Los protagonistas del amor conyugal son un varón y una mujer, y ambos son personas humanas completas. Por lo tanto, lo que se ama en el amor conyugal es la totalidad de la persona humana, en cuanto son varón y mujer, pero toda la persona humana.
El amor conyugal reclama exclusividad. Cuando alguien se enamora lo hace de una persona en concreto, de ese o esa y no de otra. Algo de esa persona le atrae tanto que decide tener con ella infinidad de detalles, primero de afecto, luego de mayor intimidad conyugal, hasta que ve que su voluntad personal quiere unirse a ella para toda la vida. Se ve así que el amor crece en el tiempo superando sus fases, a saber: la fase del enamoramiento, la del matrimonio, y la conformación de la unión de uniones.
Como realidad radicalmente humana, el amor requiere que existan unas condiciones mínimas que permitan que nazca, crezca y de fruto; estas condiciones son sus presupuestos. Los presupuestos necesarios para el amor son todos los dinamismos que tiene la persona humana, tanto biológicos, afectivos, como los correspondientes a las facultades superiores: la inteligencia y la voluntad. Y decimos todos porque la persona humana es una unidad substancial de cuerpo y alma que no puede partirse; no es posible hacer algo con nuestro cuerpo que no afecte también los demás dinamismos, no se pueden modificar unos dinamismos permaneciendo inalterables los otros. La persona humana no es la suma de un cuerpo más un alma acoplados, es al mismo tiempo cuerpo y al mismo tiempo alma, y cuando ama, lo hace al mismo tiempo con todo su cuerpo y con toda su alma personal.
En lo biológico el amor conyugal requiere que el cuerpo de la persona haya alcanzado la madurez sexual necesaria para posibilitar la unión conyugal. “Varón y mujer no son una materia simple. Uno y otra son, en cuanto personas humanas completas, un singularísimo compuesto de alma y cuerpo propios. Varón y mujer son modalizaciones sexuales de la misma corporeidad humana y son también seres personales con espíritu dotado de entendimiento racional y voluntad libre”[8]. Pero no basta con haber alcanzado esa madurez sexual, es preciso poseer una madurez afectiva que permita centrar los afectos en lo conyugalmente bueno, y es necesario poseerse a si mismo para hacer posible el gobierno de la libertad personal. Cada plano humano: el instintivo (biológico), el afectivo (eros) y el racional (ágape), tienen sus dinámicas propias, y en el amor conyugal adquieren unos modos específicos de acción que posibilitan la unión con otra persona sexualmente complementaria. Para que el amor conyugal sea más humano, más genuino, se requiere que el plano instintivo esté siempre gobernado por el plano afectivo, y éste se encuentre dirigido por el plano racional.
4. Pacto conyugal
El amor conyugal se inicia con la fase del enamoramiento en el que un varón y una mujer se encuentran y coinciden en una complacencia conyugal mutua. La totalidad de la persona participa de esta complacencia en el bien de la conyugalidad de la otra. La persona se siente atraída hacia la otra y se complace en la cercanía íntima que ésta le genera, y por ello, busca estar junto a ella conociéndola más, intimando más, y de este modo, va confirmando a su voluntad en el deseo de una unión mayor, ya no de un simple coincidir, sino de una verdadera unión, unión que sólo es posible si los amantes – varón y mujer - se donan mutua y totalmente. Para que se consolide la donación, es preciso que ambos amantes se dispongan a darse y a acogerse mutuamente, primero de modo incipiente durante la adolescencia, y de modo radical cuando la unión se concrete.
En la primera fase del amor conyugal suelen ocurrir cambios en el comportamiento y en los modos de comunicación interpersonal para manifestar que se está en disposición de donarse a sí mismo y de acoger a otro en la intimidad. Como diría P. J. Viladrich, los adolescentes empiezan a asistir a lugares donde están los “predispuestos”, asisten donde están aquellos que no aman a nadie en concreto, pero aman amar, y buscan a quien amar. Alcanzada la madurez necesaria, la dualidad presente en la naturaleza humana, manifestada en sus dos modos básicos de ser, el de varón y el de mujer, tiende a generar una dinámica intensa de don y acogida mutua que posibilita el inicio de una relación amorosa única.
Se inicia así un proceso que propicia la unión entre un varón y una mujer y tiende a madurar generando un nuevo modo de ser. Llegado el momento, y si esta primera fase del amor logra superar una serie de obstáculos, los amantes llegan al momento más radical en la vida del amor conyugal: la entrega total y mutua de sí que hacen el varón y la mujer, entrega que compromete lo que ahora son y lo que pueden llegar a ser en la vida. Al ser la entrega total, lo es tanto en lo que ahora son los amantes, como en lo que pueden llegar a ser, por eso, además de ser una unión de uno con una, es una unión para siempre, es decir, mientras vivan.
Esta entrega se concreta de un modo singular y único en el llamado “pacto conyugal”, alianza matrimonial o boda. Éste es el momento fundacional del matrimonio, en el cual los amantes, en pleno uso de su libertad, se entregan y aceptan mutuamente como esposo y esposa, y se donan a sí mismos para constituir el vínculo.
Este vínculo afecta el ser del varón, de tal modo que desde ese momento deja de serlo para pasar a ser esposo, y afecta al ser mismo de la mujer, que así pasa a ser esposa. Ha sucedido en ambos un cambio radical y fundamental, pues ahora conforman un nuevo modo de ser, se pertenecen en lo nuestro, no retóricamente, sino realmente de modo exclusivo y perpetuo. El pacto conyugal genera así un cambio de estado en el varón y la mujer porque supone la donación y aceptación mutua del ser de ambos en todo lo conyugable, de tal manera que ya no son dos, sino que son realmente una sola carne.
5. Matrimonio
Varón y mujer se han entregado totalmente en la alianza matrimonial. La virilidad del varón ya no le pertenece, ahora es de ella y a ella se debe; y la feminidad de ella ya no le pertenece, ahora es de él, y a él se debe; pero no se trata de dos relaciones biunívocas, la de él hacia ella y la de ella hacia él, sino de una sola relación, la que los ubica en un nosotros, nuevo, distinto, generador y procreador.
Luego del pacto conyugal se genera un vínculo de naturaleza jurídica entre los esposos, con sus correspondientes deberes y derechos. Esta relación, este vínculo, se asienta en el ser mismo de los esposos, siendo ellos mismos los que constituyen el vínculo de la unión. Esta “unidad de dos” es única e irrepetible en toda la historia de la humanidad. Si ellos mismos son únicos e irrepetibles por ser personas humanas completas, su unión también lo es. Se crea así algo nuevo, algo que es lo nuestro, que vive en y por el nosotros. Sólo el amor conyugal es capaz de esta novedad, novedad que tiene la potencia procreadora de traer nuevas vidas al mundo; por eso el amor en el matrimonio es un amor bueno, entrañable, íntimo, alegre, esforzado, que bien vivido, hace profundamente felices a los cónyuges.
Ese “nosotros”, ese ser juntos, es un co-ser nuevo que es capaz de dar a la vida de los esposos una nueva dimensión antes ignorada por ambos. Esa unión en el co-ser presupone un encuentro aparentemente accidental en el que hay una serie de coincidencias de espacio y tiempo que supera a los amantes, que no dependen de ellos, y que da la idea de un Ser subsistente que propone esa posibilidad de unión, siendo la voluntad personal de los amantes la que debe responder libremente a esa propuesta vital o vocacional.
6. Vida matrimonial
El amor conyugal es el gran tesoro del matrimonio, y también, el fundamento del resto de amores que surgen en la familia con la llegada de los hijos, y obviamente, el fundamento de toda sociedad bien constituida. Por ello, hay que cuidarlo, alimentarlo, restaurarlo, y hacerlo crecer. Cuidarlo significa no exponerlo a peligros, mantenerlo dentro del ámbito de la intimidad de los esposos; hacer uso de la sexualidad con gran delicadeza; darle en la vida el lugar que debe tener, dedicándole lo mejor de nuestro tiempo. Deberá tener prioridad sobre otros intereses, sobre los amigos, sobre la vida profesional, incluso, sobre nosotros mismos. Un amor así de cuidado crece, genera confianza, une a los esposos de tal modo que los enriquece, los mejora, y crea en ellos un grado de unión tal, que ya no son dos, sino uno.
Los seres humanos somos imperfectos, y nuestro modo de amar también lo es; y muchas veces, nos equivocamos, llegando incluso a herir precisamente a la persona a quien más amamos. Es entonces cuando debemos restaurar el amor, alimentándolo con muestras de cariño, y con detalles que pueden llegar a ser heroicos. El gran secreto del matrimonio es el sentido de pertenencia, es decir, el saberse y reconocerse que le pertenecemos a la otra persona. Que somos en y de ella, y por lo tanto, debemos ser fieles amando en exclusiva y para siempre. “Ser unión y conservarla es un gran bien psicológico y biográfico. Es la garantía de la recta intención conyugal a lo largo y ancho de las vicisitudes de la comunicación cotidiana concreta. Y es la fuente de la verdadera confianza entre los esposos”[9].
El amor conyugal es el amor que toda persona casada conoce bien. Ese amor que un buen día, de modo misterioso y casi sin buscarlo, apareció cuando conoció al amor de su vida. Me refiero al amor cotidiano, el de cada día, al amor que a los casados nos impulsa a vivir unidos y relacionarnos cada vez más con quien amamos, el que nos lleva a desprendernos de tantas cosas buenas para darlas sin condiciones simplemente porque creemos que vale la pena. Ese amor no es la ensoñación que parte de nuestra cultura mediática muestra cotidianamente; es mucho más que un sentimiento. Es sobretodo acción, acto puro, movimiento de nosotros mismos hacia otro, intimidad, tiempo, vida que se comparte, trabajo esforzado, alegría y también dolor y dificultades. “Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte”[10].
Hemos visto que el amor conyugal, además de ser un misterio, es la donación de sí mismos que hacen un varón y a una mujer, en razón de la bondad intrínseca que tiene la sexualidad humana. Esta donación es de tal entidad que afecta el ser de los cónyuges y genera en ellos un nuevo modo de ser en la unión, una comunión de personas que, sin destruirlas, las perfecciona haciéndolas más humanas. Este amor, está llamado a conformar a lo largo del tiempo una unión de uniones entre los esposos y constituye un verdadero camino de perfección humana para ellos.

[1] HERVADA, J. (1987) “Diálogos sobre el amor y el Matrimonio” – EUNSA – tercera edición pp.23
[2] WOJTYLA, Karol (1999) “El Don del Amor” – 1999 - Ed. PALABRA – segunda edición pp. 60.
[3] HERVADA, J. (1987) “Diálogos sobre el amor y el Matrimonio” – EUNSA – tercera edición pp.26
[4] TOMÁS DE AQUINO “Suma Teológica” – Cuestión 20, artículo 2.
[5] POLO, Leonardo -Conferencia 1976 publicada por la revista Nuestro tiempo de Pamplona en 1979 (nº 295: pp. 21-50), y reeditada en 1993 con el título La versión moderna de lo operativo en el hombre como capítulo tercero del libro Presente y futuro del hombre (Rialp: Madrid); pp. 62-86
[6] VILLADRICH Pedro-Juan - “El Ser Conyugal” - pp 39
[7] HERVADA, J. (1987) “Una Caro” – EUNSA – primera edición pp. 482.
[8] VILLADRICH Pedro-Juan - “El Ser Conyugal” - pp 58
[9] VILLADRICH, Pedro Juan “El Ser Conyugal” - RIALP – primera edición pp. 91.
[10] ESCRIVÁ, Josemaría “Es Cristo que Pasa” Nº 24


EL ARTE DEL MATRIMONIO

Las pequeñas cosas son las grandes cosas.
Nunca se es tan viejo para sostenerse las manos.
Es recordar decir "Te amo" al menos una vez al día.

Es nunca ir a dormir enojados.
Es nunca hablar con el otro solo por ser condescendiente;
el cortejo no debería terminar con la luna de miel,
debería continuar a través de los años.

Es tener un sentido mutuo de valores y objetivos comunes.
Es pararse juntos enfrentando al mundo.
Es formar un círculo de amor que se alimenta en la familia toda.
Es hacer cosas para el otro, no en la actitud de servicio o sacrificio,
sino en el espíritu de gozo.

Es hablar con palabras de apreciación y demostrar
gratitud de maneras consideradas.
Es no esperar que el esposo use una aureola o que la esposa tenga las alas de un ángel.
Es no buscar la perfección en el otro.

Es cultivar la flexibilidad, la paciencia, el entendimiento y el sentido del humor.
Es tener la capacidad de perdonar y ser perdonados.
Es dar al otro un ámbito en el que pueda crecer.

Es encontrar espacios para las cosas del espíritu.
Es una búsqueda común del bien y la belleza.
Es establecer una relación en la cual la independencia sea por igual, la dependencia mutua y las obligaciones recíprocas.
Es no solamente casarse con la pareja perfecta, es ser la pareja perfecta.

Salmo128
Diapo Salmo 128

Dichosos todos los que temen a Dios,
los que van por sus caminos.
Del trabajo de tus manos comerás, ¡dichoso tú, que todo te irá bien!
Tu esposa será como parra fecunda en el secreto de tu casa. Tus hijos, como brotes de olivo en torno a tu mesa.
Así será bendito el hombre que teme a Dios.
¡Bendígate Dios desde Sión,
que veas en ventura a Jerusalén
todos los días de tu vida,
y veas a los hijos de tus hijos! ¡Paz a Israel!

Para pedir un buen cónyuge

A la Sagrada Familia
Para pedir un buen cónyuge


Jesús, tu que elegiste una familia humana normal para vivir tu vida oculta, concédeme formar una a ejemplo de la tuya, donde nazcan y se desarrolle la fe y las virtudes de los hijos que nos regalen.

Santa María, Madre de Dios, tú que fuiste elegida para formar una familia ejemplo de todas las que vendrían, ayúdame a elegir con el corazón y la cabeza a mi futuro esposo/a. Que esa persona me ayude a llegar a contemplar el rostro de tu Hijo.

San José, fiel y buen esposo de María: ya que aceptaste la delicada y difícil misión de cuidar a la Virgen y al Niño, ayúdame a ser un buen esposo/a para que, cumpliendo mis deberes familiares, santifiquemos nuestra unión, junto a nuestros hijos, parientes, amigos y las personas que tratemos.

Que algún día lleguemos como familia a la gloria de la resurrección. Por Jesucristo Nuestro Señor
Amén



Documento
Diapo amor conyugal

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