1. El que quiera gloriarse, que se gloríe en el Señor. El Apóstol estaba convencido que la gloria pertenece exclusivamente al Creador, no a la criatura, como lo repite la Escritura: Mi gloria no la daré a nadie. Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a nos hombres. No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria. Pero considero que la criatura racional -hecha a imagen del Creador-ansía tanto la gloria, que es casi incapaz de reprimir ese deseo. Por eso, la sabiduría que había recibido de Dios le inspiro esta magnífica solución: Ya que es imposible convenceros de no ser orgullosos, estad orgullosos, pero en el Señor.
Fíjate cómo supera la filosofía de Pablo a la de los sabios de este mundo, que es necedad para Dios. Los más famosos de ellos vieron que muchos hombres buscaban el aplauso y honor de los otros, y tuvieron la sensatez de comprender que era pura vanagloria, y la despreciaron. Pero cuando quisieron reflexionar y concretar a qué gloria debe aspirar el sabio, su mente se obnubiló. Creyeron que a cada uno le bastaba su propia gloria, como si el alma, que no puede darse la existencia, pudiera darse la felicidad. Así pues, los hombres ansiosos de una gloria exterior se esforzaban al máximo para hacerse admirar y aplaudir por sus obras; y los sabios creían que solamente debe buscarse la gloria que aprueba el juez interior que es el espíritu.
2. Aquí tenemos la suprema filosofía de los sabios de este mundo. Bien poca cosa por cierto, aunque es la más próxima a la verdad. El Apóstol se remonta por encima de ambas glorias con la sublime contemplación de la verdad y dice: El que esté orgulloso, que esté orgulloso en el Señor, y no en sí mismo ni en ningún otro. Además juzga con mucha precisión y condena con sentencia inapelable esa otra gloria que parecía estar muy cerca de la auténtica. Escuchadle: No está aprobado el que se recomienda él solo, sino a quien el Señor recomienda.
¿Por qué, pues, ando pendiente del juicio ajeno o del mío propio, si no voy a ser condenado por sus críticas ni glorificado por sus lisonjas? Hermanos, si tuviera que comparecer ante vuestro tribunal, estaría justamente orgulloso de nuestros honores. Y si fuera yo mismo mi propio juez, estaría tranquilo de mi propio testimonio y satisfecho de mis propias alabanzas. Pero si no voy a presentarme ni a vuestro tribunal ni al mío, sino al de Dios, ¿no será una insensatez y locura fiarme de vuestro criterio o del mío propio? Tanto más cuanto que todo está desnudo y transparente a los ojos de Dios, y no necesita informes de nadie. tiene razón el Apóstol para despreciar esa gloria que es pura vanidad y mentira: A mi me importa muy poco que me exijáis cuentas vosotros o un tribunal humano; más aún, ni siquiera yo me las pido; pues aunque la conciencia no me remordiese, eso no significaría que estoy absuelto; quien me pide cuentas es el Señor.
Observemos con toda atención que al Apóstol no le afecta el parecer ajeno, pero tampoco sigue el suyo propio, al que le da algo más importancia. El único ser mortal que conoce las intenciones de una persona es el espíritu de ese hombre, porque está dentro de él. Es decir, en comparación con el testimonio de la propia conciencia, el que procede del exterior es prácticamente nulo. ¿De qué me sirven los aplausos de los que no me conocen? Si el espíritu que vive dentro de cada hombre pudiera conocerle perfectamente, bastaría su testimonio. Pero el corazón del hombre está tan pervertido y tan opaco a sí mismo, que ignora casi todo su presente y desconoce totalmente su futuro. Con eso poco que logramos conocer de nuestra vida presente dice San Juan que si la conciencia no nos condena tenemos confianza para dirigirnos a Dios, pero no podemos gloriarnos de ello. Solamente podremos gloriarnos con absoluta seguridad cuando nos llegue la sentencia favorable de la verdad por excelencia, que todo lo sabe.
3. Mientras tanto, añade el Apóstol, no juzguéis nada antes de tiempo; esperad a que llegue el Señor, que sacará a luz lo que esconden las tinieblas. La única alabanza perfecta y segura será la que cada uno reciba del Señor. Pero también ahora nos gloriamos un poco en el Señor, aunque sea parcialmente y con gran temor y precaución. Contamos, en efecto, con el testimonio del Espíritu Santo que asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y por tanto, podemos manifestar nuestro orgullo de tener un Padre tan extraordinario, y de que la majestad inefable se cuida de nosotros. Esto es lo que hace exclamar al Profeta: Señor, ¿qué es el hombre para que le engrandezcas? ¿Por qué le amas tanto?
Nadie busque, pues, la gloria en sus propios méritos. ¿Qué tiene que no lo haya recibido? Y si de hecho lo ha recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie se lo hubiera dado? En ese caso gloríese en aquel que se lo ha dado, y en vez de creerse algo grande proclame que Dios se ha volcado en él. En otras palabras, esté orgulloso de lo que ha recibido y precisamente porque lo ha recibido. Pues el Apóstol no dice: "¿por qué te glorias de haberlo recibido?" sino: ¿a que tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado? Lejos de prohibirlo, nos enseña cómo gloriarnos.
4. Pero, ¿qué significa eso otro que dice: Porque no está aprobado el que se recomienda él sino, sino el que el Señor recomienda? ¿A quién recomienda Dios en esta vida? ¿Cómo va a recomendar la Verdad al que necesita todavía reprensión? Escuchadle: A los que yo amo les reprendo y les corrijo. ¿A esto se reduce su recomendación? Yo creo que sí. ¿Podemos imaginar una recomendación mejor y más eficaz que sentirnos pletóricos del amor de Dios? Y no existe en esta vida otro argumento más auténtico y seguro de su amor que aquel del Profeta: El justo me corregirá e increpará con misericordia. Esta amonestación procede del Espíritu de verdad, el cual nos sugiere en secreto lo que nos hace falta y ahuyenta de nosotros la soberbia, la negligencia y la ingratitud.
Estos tres vicios arrastran a casi todos los hombres religiosos, porque su corazón no está atento a lo que le dice interiormente el Espíritu de verdad, que no adula a nadie. A algunos, si no me equivoco, les ocurre esto porque ansían tener gran reputación, y les destroza la angustia al no ver en sí mismos nada que merezca esa gloria. Nuestra satisfacción más auténtica y segura consiste en desconfiar de todas nuestras obras, como dice Job de sí mismo; o en frase del profeta Isaías, considerar nuestras buenas obras como un trapo sucio.
Pero tenemos grandes motivos para confiar y gloriarnos en el Señor, porque su misericordia es infinita para con nosotros. Nos preserva de los pecados graves que acarrean la muerte, nos hace ver con toda delicadeza nuestras imperfecciones y las impurezas de nuestra vida, y las perdona generosamente cuando las reconocemos. Firmemente arraigados así en la humildad, en la atención a nosotros mismos y en la gratitud, podemos gloriarnos, no en nosotros sino en el Señor.
¿Por qué, pues, ando pendiente del juicio ajeno o del mío propio, si no voy a ser condenado por sus críticas ni glorificado por sus lisonjas? Hermanos, si tuviera que comparecer ante vuestro tribunal, estaría justamente orgulloso de nuestros honores. Y si fuera yo mismo mi propio juez, estaría tranquilo de mi propio testimonio y satisfecho de mis propias alabanzas. Pero si no voy a presentarme ni a vuestro tribunal ni al mío, sino al de Dios, ¿no será una insensatez y locura fiarme de vuestro criterio o del mío propio? Tanto más cuanto que todo está desnudo y transparente a los ojos de Dios, y no necesita informes de nadie. tiene razón el Apóstol para despreciar esa gloria que es pura vanidad y mentira: A mi me importa muy poco que me exijáis cuentas vosotros o un tribunal humano; más aún, ni siquiera yo me las pido; pues aunque la conciencia no me remordiese, eso no significaría que estoy absuelto; quien me pide cuentas es el Señor.
Observemos con toda atención que al Apóstol no le afecta el parecer ajeno, pero tampoco sigue el suyo propio, al que le da algo más importancia. El único ser mortal que conoce las intenciones de una persona es el espíritu de ese hombre, porque está dentro de él. Es decir, en comparación con el testimonio de la propia conciencia, el que procede del exterior es prácticamente nulo. ¿De qué me sirven los aplausos de los que no me conocen? Si el espíritu que vive dentro de cada hombre pudiera conocerle perfectamente, bastaría su testimonio. Pero el corazón del hombre está tan pervertido y tan opaco a sí mismo, que ignora casi todo su presente y desconoce totalmente su futuro. Con eso poco que logramos conocer de nuestra vida presente dice San Juan que si la conciencia no nos condena tenemos confianza para dirigirnos a Dios, pero no podemos gloriarnos de ello. Solamente podremos gloriarnos con absoluta seguridad cuando nos llegue la sentencia favorable de la verdad por excelencia, que todo lo sabe.
3. Mientras tanto, añade el Apóstol, no juzguéis nada antes de tiempo; esperad a que llegue el Señor, que sacará a luz lo que esconden las tinieblas. La única alabanza perfecta y segura será la que cada uno reciba del Señor. Pero también ahora nos gloriamos un poco en el Señor, aunque sea parcialmente y con gran temor y precaución. Contamos, en efecto, con el testimonio del Espíritu Santo que asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y por tanto, podemos manifestar nuestro orgullo de tener un Padre tan extraordinario, y de que la majestad inefable se cuida de nosotros. Esto es lo que hace exclamar al Profeta: Señor, ¿qué es el hombre para que le engrandezcas? ¿Por qué le amas tanto?
Nadie busque, pues, la gloria en sus propios méritos. ¿Qué tiene que no lo haya recibido? Y si de hecho lo ha recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie se lo hubiera dado? En ese caso gloríese en aquel que se lo ha dado, y en vez de creerse algo grande proclame que Dios se ha volcado en él. En otras palabras, esté orgulloso de lo que ha recibido y precisamente porque lo ha recibido. Pues el Apóstol no dice: "¿por qué te glorias de haberlo recibido?" sino: ¿a que tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado? Lejos de prohibirlo, nos enseña cómo gloriarnos.
4. Pero, ¿qué significa eso otro que dice: Porque no está aprobado el que se recomienda él sino, sino el que el Señor recomienda? ¿A quién recomienda Dios en esta vida? ¿Cómo va a recomendar la Verdad al que necesita todavía reprensión? Escuchadle: A los que yo amo les reprendo y les corrijo. ¿A esto se reduce su recomendación? Yo creo que sí. ¿Podemos imaginar una recomendación mejor y más eficaz que sentirnos pletóricos del amor de Dios? Y no existe en esta vida otro argumento más auténtico y seguro de su amor que aquel del Profeta: El justo me corregirá e increpará con misericordia. Esta amonestación procede del Espíritu de verdad, el cual nos sugiere en secreto lo que nos hace falta y ahuyenta de nosotros la soberbia, la negligencia y la ingratitud.
Estos tres vicios arrastran a casi todos los hombres religiosos, porque su corazón no está atento a lo que le dice interiormente el Espíritu de verdad, que no adula a nadie. A algunos, si no me equivoco, les ocurre esto porque ansían tener gran reputación, y les destroza la angustia al no ver en sí mismos nada que merezca esa gloria. Nuestra satisfacción más auténtica y segura consiste en desconfiar de todas nuestras obras, como dice Job de sí mismo; o en frase del profeta Isaías, considerar nuestras buenas obras como un trapo sucio.
Pero tenemos grandes motivos para confiar y gloriarnos en el Señor, porque su misericordia es infinita para con nosotros. Nos preserva de los pecados graves que acarrean la muerte, nos hace ver con toda delicadeza nuestras imperfecciones y las impurezas de nuestra vida, y las perdona generosamente cuando las reconocemos. Firmemente arraigados así en la humildad, en la atención a nosotros mismos y en la gratitud, podemos gloriarnos, no en nosotros sino en el Señor.
RESUMEN
La verdadera gloria no es exterior, como un aplauso humano, sino recatada e interior, puramente espiritual. Por eso sólo su nombre da la gloria. Pero esa gloria interior es también subjetiva e incompleta. Sólo Dios da la gloria y el juicio justo que merecemos. De lo que recibimos no podemos gloriarnos, pues es algo que se nos da por la voluntad del Todopoderoso en un acto de generosidad. La soberbia, la negligencia y la ingratitud suelen arrastrar a las personas con vocación religiosa, pero la misericordia de Dios, y no ningún mérito nuestro, pueden hacernos ver nuestros errores y ayudar a corregirlos.
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