El combate del cristiano por el Reino –«venga a nosotros tu Reino», no es tanto contra el mundo y la carne, sino contra los espíritus del mal, contra los demonios. Se inicia ya en el bautismo, que incluye exorcismos, y se prolonga en toda la vida cristiana por la oración –en el mismo Padrenuestro, «líbranos del Maligno»–, los sacramentos, el ejercicio de las virtudes, la evitación del pecado, de la cautividad del mundo –pensamientos y costumbres–, las bendiciones, como el agua bendita, etc. Pero en casos extremos, cuando hay signos suficientes de que el demonio ha logrado un dominio especial sobre un hombre, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, practica los exorcismos. Por medio de ellos el hombre atormentado por el demonio se refugia en Jesús, el Salvador, y en él encuentra una acogida llena de misericordia y de paz.
Esta es una catequesis que ha escrito el padre José María Iraburu que le da suma importancia al los exorcismos, porque según enseña el Catecismo, los tres sacramentales más importantes, son las bendiciones (1671), las consagraciones, que son bendiciones constitutivas (un abad, un altar, etc.) (1672) y los exorcismos (1673).
LA LUCHA CONTRA EL DEMONIO
Los cristianos debemos ser muy conscientes de que nuestra lucha espiritual aún más que contra «mundo y carne», es contra «el demonio», «contra los espíritus malos» (Ef 6,11).
En la vida de Cristo, sobre todo desde el inicio de su vida pública (las tentaciones satánicas del desierto), hasta su muerte (la hora del poder de las tinieblas), muestra el Evangelio claramente que el principal enemigo del Reino, en cada persona y en el mundo, es el demonio. Su impugnación es mucho más poderosa que la de fariseos, Sanedrín, romanos, pecadores, etc., pues es el demonio quien asiste a todos éstos contra Cristo. Y lo mismo se comprueba tanto en la vida y ministerio de los Apóstoles como a lo largo de toda la vida de la Iglesia.
No debemos temer al demonio; es él quien debe temernos a nosotros. El Señor nos mandó: «no se turbe vuestro corazón, ni tengáis miedo» (Jn 14,27). Pero debemos ser bien conscientes de sus continuas asechanzas, resistiéndolas con la oración y la virtud, con el ayuno y la penitencia, con todos los medios que la Iglesia nos ofrece; también con los exorcismos, en casos extremos.
No lo tememos porque sabemos bien que Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada, que no puede dañar al cristiano si éste no se le acerca, poniéndose en ocasión próxima de pecado y pecando. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor, que lo emplea para nuestro bien como castigo medicinal (1Cor 5,5; 1Tim 1,20) o como prueba purificadora (2Cor 12,7-10).
El diablo ataca especialmente a los cristianos más santos. El Demonio tienta a los buenos, pues a los pecadores les tienta sobre todo a través de mundo y carne, manteniéndose él oculto; y con eso le basta para perderlos. Pero se ve obligado a hostilizar directamente, a cara descubierta, a los santos, porque son cristianos que ya están muy libres de mundo y de la carne. Eso explica que en todas las vidas de los santos hallamos normalmente directas agresiones diabólicas. La Iglesia supo todo esto desde el principio.
San Juan de la Cruz da la causa:
«Conociendo el demonio esta prosperidad del alma –él, por su gran malicia, envidia todo el bien que en ella ve–, en este tiempo usa de toda su habilidad y ejercita todas sus artes para poder turbar en el alma siquiera una mínima parte de este bien; porque más aprecia él impedir a esta alma un quilate de esta su riqueza que hacer caer a otras muchas en muchos y graves pecados, porque las otras tienen poco o nada que perder, y ésta mucho» (Cántico 16,2).
OBSESIÓN Y POSESIÓN
Los malos cristianos están muy sujetos al mundo, y consiguientemente al diablo, príncipe de este mundo. Y también están esclavos de su propia condición carnal a través de sus vicios: orgullo, pereza, lujuria, avidez de prestigio, placeres y riquezas, etc.
Los pecadores, alejados de oración y sacramentos, de ascética y de la misma Iglesia, entregados a pecados habituales, y más aún si participan del mundo esotérico del espiritismo, el ocultismo, la magia, la adivinación, el satanismo y tantas otras prácticas perversas antiguas y modernas, son presas seguras del demonio.
Ahora bien, muchas veces el demonio prefiere que su dominio sobre el pecador, aun siendo muy profundo, no se manifieste abiertamente, ni sea consciente en sus cautivos, sino que éstos se crean libres. Otras veces, sin embargo, humilla y ataca a los pecadores en modos terribles, en agresiones que pueden revestir una gran diversidad de formas y grados:
–En el asedio, también llamado obsesión, el demonio actúa sobre el hombre desde fuera. Se dice interno cuando afecta a las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas inclinaciones malas, repugnancias insuperables, angustias, pulsiones agresivas, suicidas, etc. Y se dice externocuando afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo impresiones sensibles muy realistas en vista, oído, olfato, gusto, tacto, las cuales, aun siendo totalmente falsas, se experimentan como si fueran verdaderas.
–En la posesión el demonio entra en la víctima y la mueve despóticamente desde dentro. Pero adviértase que aunque el diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio violento, que es ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica, consecuentemente, afecta al cuerpo, pero el alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede incluso estar en gracia durante la misma posesión (cf. Juan Pablo II, 13-8-1986). Lo mismo puede suceder, a fortiori, en quienes se ven acosados por asedios diabólicos, a veces muy fuertes y duraderos.
En casos extremos, el medio apropiado de la lucha espiritual contra el demonio son los exorcismos. Como recordaremos, fueron ejercitados con frecuencia por Cristo Salvador, y él envió a los Apóstoles como evangelizadores y como exorcistas, con especiales poderes espirituales para expulsar a los demonios. Los exorcismos, por tanto, son sacramentales quedeben ser aplicados a aquellos hombres que sufren especialmente los ataques del diablo (Catecismo 1673).
CRISTO ES UN EXORCISTA POTENTÍSIMO
En los Evangelios, una y otra vez, Jesús se manifiesta como predicador del Reino, como taumaturgo, sanador de enfermos sobre todo, y como exorcista. No conoce a Cristo quien no lo reconoce como exorcista. Es decir, quien no cree en Jesús como exorcista no cree en el Evangelio. La Iglesia cree con una fe cierta en los exorcismos realizados por Cristo, fundamentándose en los relatos evangélicos de la expulsión de demonios, que por cierto pertenecen al fondo más antiguo de la tradición sinóptica.
Los Evangelios testifican reiteradas veces que la expulsión de demonios era una parte habitual del ministerio de Cristo, claramente diferenciado de la sanación de enfermos (Mc 1,25; 5,8; 7,29; 9,25). «Al anochecer, le llevaban todos los enfermos y endemoniados, y toda la ciudad se agolpaba a la puerta. Jesús sanó a muchos pacientes de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios» (Mc 1,32; cf. Lc 13,32). Se trata, ciertamente, de dos acciones distintas.
Las curaciones, sin apenas diálogo, las realiza Jesús con suavidad y gestos compasivos, como tomar de la mano; los exorcismos en cambio suelen ser con diálogo, y siempre violentos, duros, imperativos. Una «aproximación histórica» a la figura de Jesús, que venga a asimilar los exorcismos a las sanaciones, declara en forma indudable que falta la fe en la historicidad de los Evangelios.
El Evangelio refiere numerosos exorcismos de Jesús, y podemos observar que algunos, referidos con más detalle, se dan hoy en los posesos con los mismos rasgos violentos y terribles: aullidos aterrorizadores, fuerza física sobrehumana del poseído, ejercitada en ocasiones contra sí mismo…
«Llegaron a la región de los gerasenos, y en cuanto salió de la barca vino a su encuentro, saliendo de entre los sepulcros, un hombre poseído de un espíritu impuro, que tenía su morada en los sepulcros, y ni aun con cadenas podía nadie sujetarle, pues muchas veces le habían puesto grillos y cadenas, y los había roto. Continuamente, noche y día, iba entre los monumentos y por los montes aullando ehiriéndose con piedras».
Siente el poseso horror al Salvador y a todos los signos sagrados que lo re-presentan: «por Dios te conjuro que no me atormentes». Actuó Jesús sobre él, con su poder divino compasivo, liberándole totalmente del Maligno. Y al correr la noticia, acudió la gente, y «contemplaban al endemoniado sentado, vestido y en su sano juicio» (Mc 5,1-20). No pocos exorcistas actuales han tenido experiencias muy semejantes, aunque la eficacia de su acción sacramental liberadora no haya sido tan rápida y efectiva como la del Salvador.
TAMBIÉN LOS APÓSTOLES SON EXORCISTAS
Cristo, al enviarlos, los potencia especialmente para serlo:
«les dió poder sobre todos los demonios y para curar enfermedades» (Lc 9,1). Jesús profetiza: «en mi nombre expulsarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, pondrán sus manos sobre los enfermos y los curarán» (Mc 16,17-18).
Y los Apóstoles, fieles al mandato del Señor, ejercitaron frecuentemente los exorcismos, como lo había hecho Cristo:
«Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre» (Lc 10,17). «Dios hacía milagros extraordinarios por medio de Pablo, hasta el punto de que con solo aplicar a los enfermos los pañuelos o cualquier otra prenda de Pablo, se curaban las enfermedades y salían los espíritus malignos» (Hch 19,11-12).
ESE MISMO COMBATE CON EL MALIGNO LO COMPROBAMOS EN LA VIDA DE LOS SANTOS
San Pedro apóstol (+67), primer Obispo de Roma, alerta a la comunidad cristiana, para que conozca en la fe desde el principio cuál va a ser realmente su combate.
«Estad vigilantes. Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe, sabiendo que vuestra comunidad fraternal en el mundo entero está pasando por los mismos sufrimientos» (1Pe 5,8-9).
San Ignacio de Antioquía (+107) integra en su vida espiritual cristiana la lucha contra el demonio en una continuidad perfecta con el Evangelio. Así se ve frecuentemente en sus escritos:
«Sólo hemos de esforzarnos en imitar al Señor, a fin de que no se vea entre vosotros huella alguna del diablo, sino que en toda castidad y templanza permanezcáis en Jesucristo corporal y espiritualmente» (Efesios X,3). «El que honra al obispo, es honrado por Dios. El que a ocultas del obispo hace algo, rinde culto al diablo» (Esmirniotas IX,1). «Por el amor que os tengo, hago de centinela vuestro, previendo y señalando las asechanzas del diablo» (Tralianos VIII,1). No impidáis mi martirio: «fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo» (Romanos V,3).
San Antonio Abad (+356) es conocido por nosotros a través de la Vida de Antonio escrita por el gran doctor de la Iglesia San Atanasio (+373), que pudo conocerla muy bien, al ser amigo de los monjes egipcios, con los que convivió durante alguno de sus exilios. Este libro tuvo gran importancia en la configuración primera de la espiritualidad monástica, que se atenía con inmensa reverencia a Antonio y a Atanasio. En la Vita Antonii queda muy claro que el combate por la perfección evangélica se libra no tanto contra el mundo y la carne, sino que es sobre todo una lucha a muerte contra el demonio.
Ya al inicio mismo de su vocación, Antonio se vió hostigado duramente por el diablo, empeñado en frustrarla (5-6):
«éste fue el primer combate de Antonio contra el diablo, o mejor, el éxito del Salvador, que realizó esto en Antonio» (7,1).
Adentrándose al poco tiempo cada vez más en las soledades del desierto, se recogió en unos sepulcros abandonados muy lejos de la ciudad.
«Pero el enemigo no pudiendo soportar esto y temiendo que Antonio poco a poco convirtiera el desierto en la ciudad de la ascesis, se acercó una noche con una multitud de demoniois y le dieron tal paliza que, a causa de los dolores, cayó a tierra sin voz» (8,1).
«No pudiendo permanecer en pie por los golpes recibidos de los demonios, oraba postrado y tras la oración decía: “Aquí estoy, soy Antonio. No huyo de vuestros golpes. Aunque me golpeéis más, nada me separará del amor de Cristo”» (9,2).
Siguieron produciéndose las terribles impugnaciones diabólicas, de tal modo que cuando algunos le visitaban se quedaban aterrorizados al escuchar desde fuera los ruidos, golpes y gritos. Pero Antonio les decía:
«Los demonios provocan tales visiones contra los temerosos. Vosotros haced la señal de la cruz, y marchad confiados. Dejad que ser burlen de sí mismos» (13,4-5).
Nuevas luchas contra los demonios hubo de librar en su última ancianidad, venciendo siempre afirmándose en el Salvador: «marcháos inmediatamente, pues yo soy siervo de Cristo» (52,4; cf. 51-53).
Antonio llegó a vencer al demonio en forma tan absoluta, que expulsaba demonios de los posesos con irresistible eficacia. En muchos casos su potencia exorcista se mostraba irresistible, y siempre con efectos perdurables:
por ejemplo, una joven (48,1-3); un joven terriblemente humillado por el diablo, que le hacía comer sus propios excrementos (64,1-5); una endemoniada llevada a él por su madre: «hombre de Dios, mi hija es terriblemente atormentada por el demonio» (71,1-3).
Por otra parte, el libro Vida de Antonio dedica varios capítulos a exponer las líneas ascéticas fundamentales de la lucha contra el demonio (21-43): oración, ayuno, fortaleza en Cristo, no temer, llegar a ser temible para el diablo, etc. Es un breve código ascético anti-diabólico que hasta hoy mantiene toda su vigencia. Los historiadores del monacato primitivo hacen notar que, una vez que innumerables monjes se apoderaron espiritualmente del desierto, disminuyeron muy notablemente las hostigaciones del diablo.
San Francisco de Asís (+1226), según refieren las crónicas primeras hagiográficas, en varias ocasiones mostró su poder en Cristo sobre los demonios, como en éstas que recuerdo aquí:
Vino el santo a la ciudad de Castello,
«acudieron muchos ciudadanos, trayéndole una mujer largo tiempo endemoniada, y le rogaban humildemente que la remediase, porque alborotaba toda la comarca, ya con aullidos dolorosos, ya con crujidos crueles, ya con ladridos de perro. San Francisco se puso en oración, y luego hizo sobre ella la señal de la cruz, mandó al demonio que la dejara, e inmediatamente quedó sana de cuerpo y mente» (Florecillas, p.II, consideración IV).
«Llegó a la ciudad de Arezzo, devorada toda por lucha intestina, que amenazaba próxima catástrofe. Cobijado el hombre de Dios en una choza de las afueras de la ciudad, vió sobre el circuito de la misma a los demonios, que daban muestras de gran contento mientras azuzaban a sus habitantes a la lucha unos contra otros».
Compadecido Francisco, envió a Fray Silvestro a que fuese a la puerta de la ciudad y expulsara a todos los demonios.
«Se apresuró la piadosa sencillez a cumplir la obediencia, y alabando la presencia de Dios, gritó fuertemente ante la puerta: “De parte de Dios, y por mandato de nuestro Padre Francisco, marcháos, demonios todos, lejos de aquí”. Poco después se pacificó la ciudad y con gran tolerancia guardáronse mutuamente los derechos de la ciudadanía».
Predicándoles después Francisco les dijo:
«Dirijo la palabra a vosotros, no ha mucho cautivos del diablo y presos de los demonios, pero a quienes veo ahora libres de los mismos, por las súplicas de cierto pobrecillo» (Tomás de Celano, Vida segunda p.II, 108).
Santo Domingo de Guzmán (+1221), entendía bien que el combate principal de los cristianos, y muy especialmente de aquellos que más procuran la perfección evangélica, es contra el demonio. Traigo sólo un ejemplo.
«Estando en España, en el pueblo llamado Guadalajara, tentó el demonio a algunos de los frailes que le acompañaban para que se alejasen del bienaventurado varón; y ello no se ocultó al santo varón Domingo antes de que se realizase […] y lleno del espíritu de Dios, comprendió que era inminente sobre los frailes el grave trance de una tentación diabólica, y les refirió la terribe visión [que había tenido], exhortándolos a que resistieran valientemente al tentador, que no se apodera de nadie si no se le entrega uno espontáneamente. Poco tiempo después, a excepción de tres frailes, los otros «se apartaron de él por persuasión diabólica […] Y el Padre santo no se indignó contra aquellos que le habían abandonado, sino que, movido a compasión, recurrió al punto al refugio de la oración; y aquellos que no había podido retener con amonestacines, los recobró con súplicas, porque poco después, como por instinto de la divina gracia, volvieron a él casi todos» (Pedro Ferrando, O.P. +1254?: Leyenda de Santo Domingo cp. XXIX).
San Vicente Ferrer (+1419), dominico, uno de los más grandes predicadores de la historia de la Iglesia, obró en vida muchos milagros, y con gran frecuencia manifestó el poder de Cristo en sus exorcismos.
«Para más autorizar la palabra de Dios, tenía por costumbre, acabado el sermón, a lanzar los demonios de los hombres endemoniados que le traían, para lo cual tuvo especial gracia, gratis data» (Justiniano Antist, O.P., Vida de S. Vicente Ferrer, p.I, c.6).
San Ignacio de Loyola (+1556) era sumamente consciente de que los grandes combates ascéticos y apostólicos en favor del Reino de Cristo se daban no tanto contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus malignos, los demonios, contra el Príncipe de este mundo. Y en sus escritos hace referencia al diablo con gran frecuencia, expresando así su íntima y continua convicción. Multiplica los avisos, ayuda a reconocer la acción del demonio, describe minuciosamente cuáles son sus tácticas y sus engaños, señala los modos más eficaces para combatirle, etc. En sus escritos son cientos estas observaciones experimentales y enseñanzas doctrinales y espirituales, como para reunirlas en un libro de doscientas páginas.
El texto donde quizá mejor sintentiza su doctrina es el que hallamos en los Ejercicios espirituales (136-143), en la meditación de las dos banderas. Describe allí el campamento de Cristo en toda su grandeza, poder y belleza. A él contrapone el «otro campo en región de Babilonia, donde el Caudillo de los enemigos es Lucifer». Y enseña cómo el Enemigo
«hace llamamiento de innumerables demonios y cómo los esparce a lo unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas en particular».
Santa Teresa de Jesús (+1582), con la oración, la cruz y el agua bendita, libró grandes batallas contra los demonios, que se le representaban a veces con horribles formas. Al principio se asustaba, pero pronto se afirmó en la fe de que los cristianos somos reyes en Cristo, y participamos de su señorío sobre toda criatura, también sobre los demonios.
«Si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios –y de esto no hay que dudar, pues es de fe–, siendo yo sierva de este Señor y Rey ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: “venid ahora todos, que siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer”».
Y en esta actitud desafiante, concluye:
«No hay duda de que me parecía que me tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casimiedo, antes me parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza» (Vida 25,20-21).
Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios:
«no hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la tomo». Y añade algo muy propio de ella: «considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (ib. 31,4; cf. 31,1-11).
San Antonio María Claret (+1870), fundador de los Misioneros Hijos del Corazón Inmaculado de María (claretianos), como otros grandes predicadores populares, manifestó el poder divino de Cristo Salvador no solamente con la palabra, sino también con los actos de exorcismo. Él mismo refiere en su Autobiografía la fórmula de exorcismo que empleaba:
«Satanás con todos tus secuaces: como Ministro que soy, aunque indigno, de Jesucristo y de María Santísima, te mando que te marches de aquí y te vayas a tu lugar. Te lo mando en nombre del Padre +, que nos ha criado, en nombre del Hijo +, que nos ha redimido de tu tiranía, y en nombre del Espíritu Santo +, que nos ha consolado y santificado. Amén.»
«Te lo mando también en nombre de María Santísima, Virgen y Madre de Dios vivo +, que te ha machacado la cabeza.»
«Vete, Satanás; vete, soberbio y envidioso; nunca jamás impidas la conversión y salvación de las almas» (n. 273).
Sin embargo, en el capítulo IX de ese mismo libro trata De la curación de energúmenos y de las muchas ficciones que hay entre los que se dicen posesos (183-191). Al describir sus primeras misiones en Cataluña, se muestra muy reticente ante las posesiones diabólicas muchas veces falsas, haciendo notar también, por otra parte, que su condición de misionero itinerante era difícilmente compatible con el servicio de exorcista, que suele exigir largo tiempo y dedicación.
«Viendo yo que muchísimos [de los que se presentaban o le eran llevados como posesos] no tenían tales demonios y, por otra parte, al ver que me hacían perder mucho tiempo, que lo necesitaba para oír confesiones de los que se habían convertido por la predicación, me dije: “Más necesario es que saques los demonios de las almas que están en pecado mortal que no de los cuerpos, si es que éstos los tienen”» (n. 184).
San Juan María Vianney (+1859), en un descuido, se le escapó una confidencia al responder a un feligrés muy amigo que le preguntó cuántos conversiones habría más o menos cada año en la parroquia. «Más de setecientas», le respondió. ¡Dos conversiones al día, y de «peces gordos», como él decía! ¡Y conversiones que perduraban!… Se comprende que los demonios odiaban indeciblemente a aquel hombre que, con la fuerza del Salvador, les arrancaba tantos hombres cautivos tanto en el confesonario como también por los exorcismos, mostrando en ambos ministerios una potencia espiritual irresistible (A. Trochu, El Cura de Ars, p.I, cp. XI).
El Santo Cura apenas dormía, y en ese poco tiempo reservado al descanso, durante unos treinta y cinco años (1824-1858), sufrió con gran frecuencia los furiosos ataques de los demonios: horas de insomnio y de espantosos combates, aullidos, golpes en el cuerpo, muebles volcados o rotos, portazos, ruidos atronadores, insultos… El escándalo nocturno que causaban los diablos en la residencia del Cura ocasionaron que algún feligrés de buena voluntad se ofreciera a pasar la noche en la casa. Pero pronto, aterrorizado, suspendió la experiencia, para no volver nunca más. No describo estos ataques porque los que se dieron contra el santo Padre Pío eran muy semejantes, como en seguida veremos. El santo Cura, según dejó escrito un sacerdote amigo suyo, una vez le dijo:
«Uno se habitúa a todo, amigo. El diablo y yo somos casi compañeros».
«Conforme envejecía el Cura de Ars, las obsesiones diabólicas iban disminuyendo en número y en intensidad. El espíritu del mal, que no pudo desalentar aquella alma heroica, acabó por desalentarse él mismo. Poco a poco fue dejando la lucha, o mejor dicho, Dios quiso que una existencia tan hermosa, tan pura, aparentemente tan tranquila, pero en el fondo tan afligida, se extinguuiese en medio de una profunda paz» (ib.).
El santo Padre Pío de Pietrelcina (+1968), durante muchos años, estuvo encerrado incontables horas cada día en el confesonario, a semejanza del Cura de Ars. Y por haber liberado de la cautividad del Maligno con la fuerza del Salvador a innumerables penitentes, era muy especialmente odiado y combatido por los demonios. A los sufrimientos que padecía el P. Pío causados por su estigmatización, que duró cincuenta años, por la celebración agónica de la santa Misa, por la compasión hacia los pecadores, por las persecuciones contra su persona y sus obras, se añadían normalmnete los ataques de los demonios.
El padre Emilio de Marte contaba que en una ocasión, estando lleno el convento, le pusieron una cama en la misma celda del P. Pío.
«Una noche me desperté presa de enorme sobresalto, debido a un ruido ensordecedor. No sé qué fue lo que ocurrió, porque, aterrorizado, me envolví lo mejor que pude entre las mantas. Oía que sollozaba el padre Pío y que decía: “¡Madonna mía!… ¡Virgen María, ayúdame!”. Oía también carcajadas horribles y ruidos de hierros que se retorcían y que caían por tierra y de cadenas que se arrastraban por el suelo.»
«Recuerdo que a la mañana siguiente, a la luz de la candela, pude ver los hierros que sostenían las cortinas y que rodeaban la cama del padre Pío totalmente retorcidos y extendidos por el suelo, y que el pobre padre Pío tenía un ojo horriblemente hinchado y el rostro también muy golpeado».
Tuvo que venir el herrero y arreglarlo todo. Muchos días más tarde aceptó dar alguna explicación:
«¿Queréis saber por qué el diablo me proporcionó tan soberana paliza aquella noche? Pues por defender, como padre espiritual que soy, a uno de vosotros».
El padre Pío supo que un hijo espiritual estaba sufriendo una tentación muy fuerte, y por la oración del rosario acudió a la Virgen en su ayuda.
«Después que N.N. superó la tentación y se durmió tranquilamente, el peso de la batalla lo debí llevar yo. Fui apaleado terriblemente por el enemigo, pero, al fin, triunfamos rotundamente en la batalla» (Leandro Sáez de Ocariz, Pío de Pietrelcina cp.8).
Hoy son muchos los autores católicos que, haciendo suyo el pensamiento de los protestantes liberales, estiman que las posesiones diabólicas son falsas; son simplemente enfermedades. Pagola, por ejemplo, siguiendo su táctica habitual, afirma primero que Jesús no solamente curaba enfermos, sino que «se acercaba también a los poseídos y los liberaba de los espíritus malignos. Nadie lo pone en duda». Pero añade a continuación, negando lo afirmado:
«En general, [hoy] los exegetas tienden a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad. Se trataría de casos de epilepsia, histeria, esquizofrenia o “estados alterados de conciencia” en los que el individuo proyecta de manera dramática hacia un personaje maligno las represiones y conflictos que desgarran su mundo interior. Sin duda es legítimo pensar hoy así, pero lo que vivían aquelloscampesinos de Galilea tiene poco que ver con este modelo de “proyección” de conflictos sobre otro personaje» (Jesús, aproximación histórica, PPC 2007, 4ª ed.: 169, y 10ª ed.: 179).
Jesús «practicó exorcismos liberando de su mal a personas consideradas en aquella cultura como poseídas por espíritus malignos» (ib. 4ª ed.: 474, y 10ª ed.: 502).
LOS EXORCISMOS SEGÚN ENSEÑA EL CATECISMO
Con las bendiciones y consagraciones (1671-1672), los más importantes sacramentales de la Iglesia.
1673 «Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo. Jesús lo practicó (cf. Mc 1,25-26; etc.), de Él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar (cf. Mc 3,15; 6,7.13; 16,17). En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne llamado “el gran exorcismo” sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y no de una enfermedad (cf. CIC can. 1172)».
CRECIMIENTO DEL DOMINIO DEL MALIGNO
Crece hoy el dominio del diablo en las naciones descristianizadas, y por eso aumenta en ellas la necesidad de los exorcismos. Allí donde el Reino de Cristo disminuye –por la herjía y el pecado, la infidelidad y la apostasía–, crece necesariamente el poder efectivo del diablo sobre los hombres y las naciones. Esta realidad histórica ya fue discernida en la Iglesia sobre todo a partir del siglo XVIII, cuando se van preparando en las naciones de antigua tradición cristiana armas renovadas al servicio del diablo para su dominio sobre el mundo.
En 1886, León XIII, después, al parecer, de una visión sobrenatural de los poderes de los demonios en el mundo, compuso contra ellos una oración de exorcismo, que había de rezarse, y se rezó, en toda la Iglesia al terminar la Misa: Sancte Michaël Archangele, defende nos in proelio»… Fue integrada esta oración en el Rituale Romanum tradicional de Paulo V (ed. 1954, tit. XII, c.III). Y fue recuperada en el nuevo Ritual de exorcismos (1999), al final del mismo, entre las «Súplicas que pueden ser empleadas privadamente por los fieles en la lucha contra las potestades de las tinieblas».
Los Papas vienen alertando más y más de este mysterium iniquitatis creciente sobre todo en el Occidente apóstata (Pío X, Supremi apostolatus cathedra, 1903, nn. 131-132; Pío XI (Divini Redemptoris 1937, n.22; Pío XII, Nous vous adressons 1950).
Pablo VI denuncia en varias ocasiones que en el mundo actual
«una potencia adversa ha intervenido. Su nombre es el diablo… Nosotros creemos en la acción que Satanás ejerce hoy en el mundo» (29-VI-1972).
«¿Cuáles son las necesidades más grandes de la Iglesia? Que no os maraville como simplista o incluso supersticiosa o irreal nuestra respuesta: una de las más grandes necesidades de la Iglesia es la defensa contra este mal que llamamos demonio… El Mal no es solamente una deficiencia. Es la acción de un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Realidad terrible, misteriosa y temible» (15-XI-1972).
En el mismo sentido advierte Juan Pablo II que
«las impresionantes palabras del Apóstol Juan, “el mundo entero está bajo el Maligno” (1Jn 5,19) aluden a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios» (13-8-1886; cf. 20-8-1886).
Son muchos los signos de la demonización creciente del mundo.
Ateísmo, agnosticismo, irracionalismo, magia, espiritismo, adivinación, cultos esotéricos, satanismo, maleficios, perversión de la filosofía, política destructora del orden natural, guerras, enormes injusticias internacionales, destrucción de la familia, aborto, anticoncepción, divorcio, promiscuidad sexual, pornografía omnipresente, que por vías informáticas llega a todo el mundo, también hasta el rincón de un patio de escuela durante el recreo; celebrities casi siempre escandalosas, predominio creciente de unaintelligentzia anticristiana en política, leyes, universidades y medios de comunicación; orientación anti-Cristo de los grandes Organismos internacionales; idolatría del cuerpo y de las riquezas; falsificación de las identidades nacionales, desprecio de la razón y de la cultura, de la historia y de la tradición, etc.
Todas estas realidades, difícilmente discutibles, hacen ver que gran parte del mundo actual está bajo el dominio de Satanás, sobre todo en los países descristianizados. Por lo demás, el crecimiento de las tinieblas y el apagamiento de la luz son fenómenos absolutamente relacionados. Es, pues, obligado pensar que en la raíz de esa demonización creciente de la humanidad, especialmente en los países apóstatas de la fe cristiana, está el oscurecimiento del Evangelio, el alejamiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo y de su Santa Iglesia –oración, Eucaristía, sacramentos, vida cristiana–.
«¿Existen señales, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? –se pregunta Pablo VI–. Podremos suponer su acción siniestra allí donde la negación de Dios se hace radical, sutil y absurda; donde la mentira se afirma, hipócrita y poderosa, contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (1Cor 16,22; 12,3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde se afirma la desesperación como última palabra» (15-XI-1972)…
Si esto es así, es indudable que en nuestro tiempo se dan claramente las señales de la acción del diablo. Estas señales también en otras épocas se han dado, pero no tanto como en el presente. Ya hemos visto que los últimos Papas no han dudado en atribuir el «lado oscuro» de nuestro tiempo al influjo diabólico.
Disminuye la fe en el diablo, que en muchas Iglesias descristianizadas viene a desaparecer de la predicación y de los escritos de espiritualidad. Poner entre paréntesis el tema del demonio y silenciarlo sistemáticamente se considera como exigencia de un «cristianismo correcto», es decir, moderno, aceptable en el mundo actual, alejado de un Evangelio primitivo, demasiado afectado por las culturas paganas. Quienes hoy niegan al diablo y su acción en el mundo se creen muy inteligentes, capaces de superar un cristianismo necesitado de verificación; pero en realidad, «alardeando de de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,22), y no entienden absolutamente nada de cuanto sucede en la Iglesia y el mundo. Están «más perdidos que un perro en Misa».
Pablo VI, cuando se iba generalizando esta herejía, que hoy se mantiene fuerte, dejó claro que
«se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer la existencia [del demonio]; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» (15-XI-1972).
Disminuyen al mismo tiempo los exorcismos, hasta el punto de que el ministerio de exorcista desaparece en muchas Iglesias descritianizadas. Las mismas Iglesias que toleran en los bautizados la ausencia masiva de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y de la penitencia (90% de los bautizados), toleran también la extinción de los sacramentales, bendiciones y exorcismos. El pueblo cristiano fiel sigue pidiendo a Dios «líbranos del Maligno», pero son muchas las Iglesias locales que no tienen exorcistas, o que si tienen alguno, es a veces alguien que se honra en declarar que no hace exorcismos.
La desaparición de exorcistas y exorcismos se produce justamente cuando más se necesitan. Y no hay en ello contradicción o paradoja alguna. Es perfectamente lógico que se fortalezca y extienda más el poder del demonio allí donde los exorcismos sacramentales no son ejercidos por la Iglesia. Causæ ad invicem sunt causæ. Como he dicho, el pueblo cristiano fiel sigue pidiendo al Padre celestial diariamente «líbranos del Maligno». Y sabemos bien que nuestro Señor Jesucristo, gran exorcista, dió misión y poder a sus apóstoles para expulsar los demonios.
Por eso hemos de considerar como una de las más graves deficiencias de las Iglesias descristianizadas la omisión de los exorcismos, es decir, de las ayudas sacramentales que necesitan aquellos hijos suyos especialmente asediados o poseídos por el diablo. Estos bautizados se ven afligidos por terribles sufrimientos y sujetos a graves peligros espirituales, y no reciben la ayuda sacramental de aquellas Iglesias que se niegan a darles el auxilio poderoso de los exorcismos. Obispos, sacerdotes y diáconos resisten así a la misión apostólica y a la palabra de Cristo: «en mi nombre expulsarán los demonios» (Mc 16,17).
RITUALES DE EXORCISMO
–El Rituale Romanum de exorcismos fue establecido después del Concilio de Trento por Paulo V (1614) partiendo, naturalmente, de formularios precedentes. Siglos más tarde, con leves modificaciones y añadidos, tuvo una reedición autorizada por Pío XI (1925). Y en el pontificado de Pío XII (1952), fue objeto de una nueva edición (Rituale Romanum. Editio typica 1952, Libreria Editrice Vaticana 2008, 970 pgs.). Resumo el contenido del Título XI.
-Capítulo 1, De exorcizandis obsessis a dæmonio. Las 21 observaciones y normas previas que se dan en este inicio proporcionan al exorcista unas orientaciones muy prácticas, llenas de sabiduría y prudencia, que vienen a concentrar en un texto muy breve la experiencia secular de la Iglesia en el ministerio del exorcismo. Merece la pena leerlas (véase el enlace que he indicado, en las páginas 269-270).
-Capítulo 2, da los textos usados por el exorcista (pgs. 271-284). –Se incia el exorcismo por las Letanías y el Padrenuestro: «libera nos a malo». –Salmo 53. –Oración. –Mandato al diablo de decir su nombre. –Prólogo del Evangelio de San Juan, con otros varios Evangelios, y oración. –Exorcismo imperativo, fuerte y solemne, en varias oraciones. –Credo: el Símbolo Atanasiano. –Una docena de Salmos optativos. –Oración «post liberationem».
-Capítulo 3, ofrece un exorcismo que sólo el Obispo puede administrar (pgs. 285-286).
Las fórmulas de los exorcismos tienen la profundidad doctrinal, la claridad y la concisión potente que caracteriza los textos de la Liturgia romana, y han tenido, sobre todo algunas, muchos siglos de práctica en la Iglesia.
Destaco un caso, por ejemplo: –Exigir al diablo que dé su nombre, al decir de los exorcistas experimentados, es una acción muy fuerte y eficaz, y muy resistida por el diablo:
«Præcipio tibi… dicas mihi nomen tuum, diem, et horam exitus tui, cum aliquo signo: et ut mihi Dei ministros licet indigno, prorsus in omnibus obedias». Es una oración imperativa que repite la pregunta-mandato que Cristo hace al endemoniado de Gerasa: «¿Cuál es tu nombre?» (Mc 5,9).
Conocer el nombre del diablo da al exorcista dominio sobre él. Por eso, en las observaciones del capítulo primero, se establece en el n. 15:
«Necessariæ vero interrogationes sunt, ex. gr. de numero etnomine spirituum obsidentium, de tempore quo ingressi sunt, de causa, et aliis hujusmodi».
Para el exorcista es también muy útil conocer cuándo y cuál fue el medio que sirvió al diablo para iniciar su dominio sobre el obseso o poseso; si el satanismo, el espiritismo, el reiki, tal forma de esoterismo, adivinación, maleficio, etc.
–El nuevo Ritual de los Exorcismos es establecido después del Concilio Vaticano II (1999), bajo la autoridad del papa Juan Pablo II. En el comienzo del documento, el Cardenal Jorge Medina, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos, advierte en una Notificación providencial y sorprendente –Dios sea bendito– que el Obispo puede solicitar para el exorcista de su diócesis licencia para «emplear el rito hasta ahora usado según el título XII de la edición de 1952 del Ritual Romano». Y adelanta que la Congregación «concede con gusto la facultad pedida».
Describo el contenido del Ritual. El Decreto pertinente y una amplia Presentación oficial del Card. Medina, van seguidos de unos largos Prenotandos, que desarrollan la doctrina y la práctica de los exorcismos (nn. 1-38). A continuación, el texto mismo de los exorcismos (39-84). Termina el Ritual con algunos Apéndices, que entre otras cosas incluyen oraciones ya tradicionales, como Bajo tu amparo, Acordáos, la oración a San Miguel arcángel, de León XIII, etc.
Como puede comprobar el lector con más detalle, consultando el enlace que ya he dado, el rito de exorcismo renovado sigue el orden siguiente. Capítulo I (39-66): Agua bendita, Letanías, Salmos, con sus oraciones correspondientes. Prólogo del Evangelio de San Juan. Imposición de manos. Promesas bautismales y renuncias. Señal de la Cruz. Soplo. Oración de exorcismo, deprecativa primero, imperativa después. Acción de gracias. Conclusión. Capítulo II (67-84): Fórmulas alternativas al rito anteriormente descrito. Apéndices.
El nuevo Ritual de los exorcismos ha recibido serias críticas de los exorcistas, no sólo de los antiguos, acostumbrados al Ritual tradicional, sino también de los que comenzaron su ministerio ya publicado el Ritual nuevo de 1999. El padre Gabriele Amorth, exorcista oficial entonces del Vaticano, inició la crítica.
Señalo las objeciones principales que suelen hacerse al nuevo Ritual de Exorcismos.
–Los maleficios son la causa más frecuente de las posesiones, y el Ritual antiguo ayudaba a combatirlos. Pero el nuevo, en el punto 15 de los Prenotandos, establece que en estos casos «no debe acudirse de modo alguno al exorcismo».
–El exorcista solamente llega a estar cierto de que existe una posesión diabólica cuando, después de los discernimiento previos necesarios, ejercita el exorcismo. Pero el Ritual nuevo, en el punto 16 manda que «debe proceder a celebrar el exorcismo sólo cuando tenga seguridad de la verdadera posesión demoníaca». Los números 15-16, prácticamente, acaban con los exorcismos.
–El Ritual nuevo compone ex novo un buen número de oraciones, menos imperativas y contundentes que las del Rito antiguo. De éste omite otras que venían usándose con gran eficacia desde hacía muchos siglos; algunas procedían de San Ambrosio (+397) o de San Martín de Tours (+397).
–El Ritual antiguo (cp. 1, n.15), como ya vimos, consideraba «necesario» que el exorcista afirmara su dominio sobre el demonio exigiéndole que dijera su nombre, número, modo de entrada en el poseso: «præcipio tibi… dicas mihi nomen tuum», etc. (cp. 2,2). Pero esta oración-acción imperativa se ha eliminado en el Ritual nuevo, lo que, según nos dicen, es una gran pérdida.
–El P. Gabriele Amorth en varias ocasiones ha afirmado que el nuevo Ritual fue elaborado por teólogos o liturgistas que no tenían ninguna experiencia personal del ministerio de los exorcismos, como veremos más extensamente en el Apéndice final.
Los exorcistas actuales pueden usar el Ritual Romano antiguo sin necesidad de pedir licencia para ello. Ya vimos que, desde la promulgación del nuevo Ritual, una Notificación previa, providencialmente introducida por el Card. Medina, Prefecto de la Congregación del Culto, advertía que se concedería «con gusto» la facultad de usar el Ritual antiguo a quien lo solicitara. Este mismo Sr. Cardenal, como ya vimos (222), es quien en un Decreto –no tenido después en cuenta– mandó que en todas las oraciones del nuevo Bendicional se hiciera la señal de la cruz, que había sido omitida en la mayoría de ellas. Dios se lo pague. Esta norma, con el favor de Dios, acabará aplicándose.
Después del Motu Proprio Summorum Pontificum, de Benedicto XVI (2007), la Pontificia Comisión «Ecclesia Dei», presidida por el Card. William Levada, publicó con la aprobación del Papa la Instrucción Universæ Ecclesiæ (2011), para interpretar oficialmente el Motu Proprio anterior. Y en el n. 35 dispone: «Se permite el uso del Rituale Romanum vigente en 1962». Esta decisión de la Santa Sede, en la práctica, deja a un lado el nuevo Ritual de exorcismos, aunque no lo retire. De hecho, según parece, la mayoría actual de los exorcistas sigue usando el Ritual antiguo, tanto los que antes de 1999 venían usándolo, como los más recientes.
Pero téngase en cuenta que también puede ser usado, sin solicitar licencia, el Bendicional contenido en el Rituale Romanum antiguo, a tenor de esa misma Instrucción que acabo de citar. Muchas veces aprovechar esta licencia es altamente aconsejable. El nuevo Bendicional (1984) reconoce que también deben ser bendecidas actividades, cosas y lugares (12-13). Pero muchas veces no cumple este principio. Después de organizar una «celebración» con moniciones, lecturas de la Escritura, salmo y preces, más algún cántico eventual de «la asamblea», el objeto mismo de la bendición queda sin bendecir (?), pues las oraciones bendicen solamente a Dios y a las personas que usen esos objetos y lugares o realicen tal actividad.
El Bendicional del Ritual antiguo, por el contrario, realmente bendice personas, objetos, lugares y actividades. Y lo hace, sin vacilaciones teológicas, con breve y contundente claridad. Por ejemplo:
BENEDICTIO PANIS. –Adiutorium nostrum in nomine Domini. –Qui fecit cælum et terram. –Dominus vobiscum. –Et cum spiritu tuo. –Oremus. Domine Jesu Christe, panis Angelorum, panis vivus æternæ vitæ, bene + dicere dignare panem istum, sicut benedixisti quinque panes in deserto: ut omnes ex eo gustantes, inde corporis et animæ percipiant sanitatem: Qui vivis et regnas in in sæculasæculorum. Amen. (Et aspergatur aqua benedicta).
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