martes, 22 de julio de 2014

Modo práctico de orar



PREPARACIÓN CONVENIENTE
Dice la Sagrada Escritura:

Antes de hacer un voto, míralo bien, no seas como quien tienta al Señor
(Si 18,23).

Es tentar a Dios el pedir el bien cuando se obra el mal, o hablar con Dios cuando se tiene el alma distraída y alejada de lo que se pide.

Por esto será muy conveniente declarar los caminos de la oración y las disposiciones necesarias para hacerla bien.

a) La primera disposición esencial para orar es un espíritu verdaderamente humilde, consciente y arrepentido de sus pecados; un sentimiento de indignidad para acercarnos a Dios, que brota de la conciencia de pecado y nos hace sentirnos inmerecedores, no sólo de alcanzar cosa alguna de su divina Majestad, sino aun de comparecer ante su presencia.
Las Sagradas Escrituras insisten machaconamente en esta primera disposición necesaria para orar: 
Convirtiéndose a la oración de los despojados, no despreció su plegaria
(Ps 101,18);

La oración del humilde traspasa las nubes y no descansa hasta llegar a Dios, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada
(Si 35,21).

Significativos sobremanera son los ejemplos evangélicos -entre tantísimos otros- del publicano, que ni aun desde lejos se atrevía a levantar sus ojos al altar, y el de la mujer pecadora, que, arrojada a los pies de Cristo, los bañaba con todas sus lágrimas.

b) De este sentimiento de humildad brotará el dolor de los pecados, o al menos un sentimiento de desagrado por no acertar a arrepentimos convenientemente. Sin este necesario sentimiento no puede esperarse el perdón.

Hay determinados pecados que específicamente impiden sean escuchadas nuestras súplicas por Dios. En general, todos los pecados contra la caridad y la humildad:

1. Los homicidios, crueldades y violencias contra el prójimo, de los que dice el Señor por Isaías:

Cuando alzáis vuestras manos, yo aparto mis ojos de vosotros; cuando hacéis vuestras muchas plegarias, no escucho. Vuestras manos están llenas de sangre
(Is 1,15).

2. La ira y la discordia, de las que dice San Pablo:

Quiero que los hombres oren en todo lugar, levantando las manos puras, sin ira ni discusiones
(1Tm 2,8).

3. El ser implacables con las ofensas. Semejantes sentimientos de alma nos impiden ser escuchados por Dios. 

Cuando os pusieseis en pie para orar -nos amonesta el Maestro-, Si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados
(Mc 11,25);

Porque, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados
(Mt 6,15).

4. El ser duros e inhumanos con los menesterosos. También contra éstos está escrito:

El que cierra sus oídos al clamor del pobre, tampoco cuando él clame hallará respuesta
(Pr 21,13).

5. El ser soberbios, porque

Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da la gracia
(Jc 4,16).

6. El menospreciar la ley del Señor.

Es abominable la oración de aquel que se aparta de la ley
(Pr 28,9).

Es claro que todo esto exige, cuando se pide el perdón, una detestación de todos los pecados cometidos contra Dios y contra el prójimo.

c) Otra disposición necesaria para orar es la fe, sin la cual no puede tenerse un verdadero conocimiento de Dios y de su misericordia. De esta virtud ha de nacer la confianza, que sostiene toda oración: 

Todo cuanto con fe pidiereis en la oración lo recibiréis
(Mt 21,22).

San Agustín escribe: Si falta la fe, pereció la oración. Y San Pablo afirma categóricamente que esta virtud es indispensable para orar:

Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído?
(Rm 10,14).

Por otra parte, si la fe es necesaria para la oración, ésta es indispensable a su vez para creer. Porque es la fe la que inspira nuestras plegarias, y son las plegarias las que, quitando toda duda, solidifican y fortalecen la fe.

d) Con la fe es necesaria la esperanza, generadora de toda confianza. San Ignacio exhortaba así a los que se acercaban a orar: No llevéis a la oración un ánimo incierto. ¡Bienaventurado el que no dudare!.

La fe y la esperanza engendran en nosotros la confianza segura de ser escuchados:

Pero pida con fe, sin vacilar en nada, que quien vacila es semejante a las olas del mar, movidas por el viento y llevadas de una parte a otra parte
(Jc 1 Jc 6).

Son innumerables los motivos que dan esta garantía a nuestra confianza:

1. El máximo de todos es el saber que la voluntad de Dios es sumamente favorable, y tan infinita su misericordia hacia nosotros, que no dudó en mandarnos llamarle Padre, para que nosotros nos sintiéramos con toda verdad hijos.

2. El número incontable de quienes en la oración encontraron lo que necesitaron para el cuerpo y para el alma.

3. La seguridad de tener a Cristo, primer y perfecto orante, como divino intercesor ante el Padre por nosotros:

Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiciación por nuestros pecados
(1Jn 2,1).

Y San Pablo:

Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros
(Rm 8,34);

Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús
(1Tm 2,5);

Por esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo
(He 2,17).

No debe, pues, representar un obstáculo para esperar ser escuchados nuestra propia indignidad. Sepamos reponer toda la esperanza y confianza en la autoridad y omnipotencia de Jesucristo, nuestro intercesor, por cuyos méritos y plegarias nos concederá el Padre todo cuanto pidamos en su nombre.

4. Ni puede olvidarse que el inspirador de todas nuestras plegarias es el Espíritu Santo, bajo cuya dirección nuestras oraciones serán necesariamente escuchadas:

Porque hemos recibido el Espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!
(Rm 8,15 Ga 4,6);

Y el mismo Espíritu divino vendrá en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables
(Rm 8,26).

5. Y si alguna vez sentimos vacilar nuestra fe, recurramos al grito lastimoso de los apóstoles:

¡Señor, acrecienta nuestra fe!
(Lc 17,5),

o a la exclamación de aquel padre de un hijo mudo:

¡Ayuda mi incredulidad!.

e) Lograremos, finalmente, la máxima certeza de ser escuchados por Dios en nuestras oraciones, animadas por la fe y llenas de esperanza, si procuramos conformar a la divina ley y voluntad del Señor nuestros pensamientos, acciones y peticiones.

Si permanecéis en mí -dice Cristo- y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará
(Jn 15,7).

del Catecismo Romano


Oración de acción de gracias

El segundo modo de orar es la reconocida gratitud que debemos elevar a Dios por los divinos e innumerables beneficios que cada día acumula sobre nosotros y sobre todos los hombres.

Oramos así cuando en la sagrada liturgia alabamos al Señor por la multitud incontable de santos que Él ha suscitado en su Iglesia y celebramos la victoria y triunfo que ellos consiguieron en la tierra, con la ayuda divina, contra todos sus enemigos.


Un ejemplo admirable de esta clase de oración lo tenemos en la plegaria del Ave María.

En ella alabamos y agradecemos a Dios por haber colmado a la Santísima Virgen con toda la plenitud de sus divinos dones y nos complacemos con la misma Madre de Dios por su sublime dignidad: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres. Movida precisamente por esta predilección de Dios con la Santísima Virgen, completóla Iglesia la dulce plegaria, implorando la intercesión maternal de Santa María sobre nosotros, pobres pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

 
Y así nosotros, pobres desterrados e hijos de Eva, peregrinos en este terreno valle de lágrimas, hemos de invocar constantemente a la que es Madre de misericordia y Abogada del pueblo cristiano. Porque si Ella ruega por nosotros, si Ella se mueve en nuestro socorro, nada le será negado por aquel Dios ante quien tiene méritos tan excelsos; por aquel Dios ante quien siempre intercede maternalmente por nosotros, sus hijos pecadores.

Que sea Dios - entendiendo por Dios a las tres divinas Personas - a quien hemos de dirigir nuestras plegarias, invocando su santo nombre, es verdad ínscrita en nuestras almas por la misma razón natural. Tenemos además un explícito mandamiento divino:

Invócame en el día de la angustia
(Ps 49,15). 



Es cierto que también recurrimos con la oración a los santos.


Es ésta una verdad -a ella nos hemos referido más ampliamente en otro lugar- sobre la cual la santa Iglesia y las almas cristianas no tienen duda alguna. Pero hay una diferencia esencial entre estas dos formas de oración: no invocamos evidentemente de la misma manera a Dios y a los santos. Y conviene aclarar bien esta profunda diferencia, para evitar todo posible error.

Invocamos a Dios para que Él mismo nos conceda los bienes que necesitamos o nos libre de los males que sufrimos. Los santos, en cambio, son invocados como amigos de Dios e intercesores gratos a Él, para que nos obtengan de Dios los auxilios y beneficios que de Él esperamos.

Las mismas formas que utilizamos para orar, expresan claramente esta diferencia. A Dios le decimos: Ten misericordia de nosotros o Escúchanos; a los santos en cambio: Rogad por nosotros.

En toda fórmula de oración debe subentenderse siempre este precepto, para no atribuir a las criaturas lo que es exclusivo de Dios. Así, cuando pedimos directamente a los santos que tengan misericordia de nosotros -fórmula que podemos decir rectamente, porque en verdad son misericordiosos con nosotros-, intentamos decirles que, apiadados de la miseria de nuestra condición, nos ayuden con la intercesión y valor que gozan ante Dios. Y si recitamos el Padrenuestro ante la imagen de un santo cualquiera, entendemos que pedimos al siervo de Dios ruegue por nosotros y con nosotros, presentando con nosotros y para nosotros las peticiones formuladas en la oración dominical; que se constituya en nuestro intérprete y abogado en la presencia del Señor, como claramente lo enseñó San Juan en su Apocalipsis.

del Catecismo Romano


Oración de petición

Muchos y muy variados son los modos y grados con que los hombres cumplen su deber de orar. Será conveniente exponerlos con el máximo cuidado posible para que todos tengamos un concepto claro, no sólo de la oración, sino también del modo de hacerla y para que nos estimulemos a orar lo más perfectamente posible.

1. ¿QUIÉNES DEBEN PEDIR?


a) La plegaria mejor es, sin duda, la de las almas justas y buenas, que, apoyadas en una fe viva, y a través de los distintos grados de la oración mental, llegan hasta la contemplación del infinito poder de Dios, de su inmenso amor y suma sabiduría.

De aquí brotará en ellas la segura esperanza de obtener, no sólo lo que piden en la oración, sino también todos aquellos dones que Dios da con soberana largueza a las almas que en Él se abandonan.

Elevadas al cielo estas almas con la doble ala de la fe y la esperanza, se llegarán a Dios inflamadas en caridad, le alabarán y le darán gracias por los grandes beneficios que les ha concedido. Y, como hijos que se abandonan en el abrazo amoroso de su amantísimo Padre, le presentarán humilde y confiadamente todos los sentimientos y nuevas necesidades.

A esta forma de oración aludía el profeta en su Salmo:

Derramo ante Él mi querella, expongo ante Él mi angustia
(Ps 141,3).

La palabra "derramar" significa que el que ora de esta manera no calla nada ni oculta nada, sino que todo lo revela, refugiándose confiado en el seno amoroso del Padre. Concepto expresado muchas veces en las Sagradas Escrituras:

¡Oh pueblo!, confia siempre en Él. Derramad ante Él vuestros corazones, que Dios es nuestro asilo
(Ps 61,9)

Echa sobre Yave el cuidado de ti, y Él te sostendrá, pues no permitirá jamás que el justo vacile
(Ps 54,23).

A este mismo grado de oración se refería San Agustín cuando escribió: La esperanza y la caridad piden lo que la fe cree.

b) Otra categoría de orantes la constituyen los pecadores, quienes, no obstante sus pecados, se esfuerzan por levantarse hasta Dios. Su fe está como muerta, sus fuerzas están extenuadas, y casi no pueden levantarse de la tierra; no obstante, reconocen humildemente sus pecados y desde el fondo de su profunda abyección imploran el perdón y buscan la paz.


Dios no rechaza jamás esta oración, sino que la escucha y acoge misericordioso. Él mismo nos invita:

Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré
(Mt 11,28).

Tal fue la oración del pobre "publicano", que, aunque no osaba levantar sus ojos al cielo, salió, sin embargo, justificado del templo.

c) Una tercera categoría de orantes la forman aquellos que, carentes aún de la verdadera fe cristiana, se sienten movidos, bajo el impulso de la recta razón natural, al estudio y búsqueda de la verdad, y piden a Dios en la oración ser iluminados.

Si saben perseverar en sus deseos. Dios no rehusará sus plegarias, porque la divina clemencia jamás se hace sorda a los gritos de las almas sinceras. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen un ejemplo bien significativo en el caso del centurión Cornelio.

d) Una última categoría de orantes es la de aquellos que no sólo no están arrepentidos de sus pecados, sino que, acumulando pecados sobre pecados, se atreven a implorar de Dios hipócritamente el perdón de unas faltas que voluntariamente proponen seguir repitiendo.

Semejantes infelices no deberían aspirar ni siquiera al perdón de los hombres; mucho menos al de Dios, si se empeñan en mantener estas disposiciones. Escrito está de Antíoco:

Y oraba el malvado al Señor, de quien no había de alcanzar misericordia
(2M 9,13).

Antes de orar se impone una verdadera y sincera contrición de los pecados, con propósito firme de no volver a cometerlos.


2. ¿QUÉ COSAS DEBEN PEDIRSE?

Para que nuestra oración sea escuchada por Dios, es necesario que pidamos cosas justas y honestas. De otro modo nos veremos reprendidos por el mismo Señor:

No sabéis lo que pedís
(Mt 20,22).

Debe pedirse todo aquello que rectamente puede desearse, como el mismo Jesús nos exhortaba:

Pedid lo que quisiereis y se os dará
(Jn 15,7).

a) Nuestras intenciones y deseos deben conformarse ante todo a esta regla: que nuestras peticiones nos acerquen lo más posible a Dios, nuestro sumo Bien. Desear y pedir nuestra unión con Él y cuanto nos ayude a conseguirla, desechando y apartándonos de cuanto de una u otra manera pueda distanciarnos de Dios.
Esta primera norma general nos ayudará a conocer cuándo y cómo debemos pedir a Dios todos los demás bienes.

b) Algunos de ellos pueden convertirse, y muchas veces se convierten de hecho, en incentivos del pecado, especialmente si se trata de bienes terrenos y externos: salud, fuerza, belleza, riquezas, dignidades, honores, etc. Es claro que su petición debe subordinarse siempre a la necesidad y en cuanto no sean contrarios a los designios divinos; sólo así podrán ser escuchadas por Dios nuestras plegarias.

Nadie, por otro lado, debe poner en duda la licitud de estas peticiones de bienes humanos. La Sagrada Escritura nos dice que así oraba Jacob:

Si Yave está conmigo, y me protege en mi viaje, y me da pan que comer y vestidos que vestir, y retorno en paz a la casa de mi padre, Yave será mi Dios.
(Gn 28,20).

Y Salomón:
No me des pobreza ni riquezas. Dame aquello de que he menester.
(Pr 30,8).

Y cuando seamos escuchados por Dios en estas peticiones, acordémonos de la advertencia del Apóstol:

Los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo
(1Co 7,30-31)

y de las palabras del salmista:

Si abundan las riquezas, no apeguéis a ellas vuestro corazón
(Ps 61,11).

Por mandato divino puede y debe el hombre usar de las riquezas, como de todas las demás cosas que hay en el mundo, pero sin olvidar que todas ellas son propiedad absoluta de Dios y que nos las concedió para vivirlas en mutua caridad con todos nuestros hermanos. La salud y todos los demás bienes externos nos han sido dados para que más fácilmente podamos servir a Dios y más fácilmente proveer a las necesidades e indigencias de nuestro prójimo.

c) Podemos y debemos también pedir en nuestra oración los bienes del alma y de la inteligencia (ingenio, arte, ciencia, etc.), pero siempre igualmente a condición de que nos sirvan para glorificar a Dios y salvar nuestras almas.

d) Mas lo que hemos de desear y pedir constantemente y sin limitación de ninguna clase, es la gloria de Dios y todas aquellas cosas que puedan unirnos con nuestro sumo Bien, como son la fe y el temor de Dios.

3.  ¿POR QUIÉNES DEBE PEDIRSE?

a) Por todos, sin excepción alguna ni distinciones de amistad o enemistad, religión o raza. Todos los hombres -enemigos, extraños o pecadores- son nuestros prójimos; y si a todos hemos de amar, según el precepto de Cristo, por todos habremos de orar, porque la oración es un deber del amor.

Ante todo te ruego -amonestaba Pablo a Timoteo- que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres
(1Tm 2 1Tm 1).

Hemos de pedir, pues, para todos los hombres, las cosas necesarias, primeramente para el alma, y después para el cuerpo.

b) De manera especial tenemos obligación de pedir por los pastores de almas. También se lo recordaba San Pablo a los Colosenses:

Orad a una también por nosotros, para que Dios nos abra puerta para la palabra
(Col 4,3).

Y lo mismo encargaba a los fieles de Tesalónica.

En los Hechos de los Apóstoles se nos dice igualmente: Pedro era custodiado en la cárcel; pero la. Iglesia oraba instantemente a Dios por él. Y San Basilio, después de insistir en el mismo deber, aduce la razón: Hemos de pedir por aquellos que nos reparten el pan de la verdad.

c) Hemos de pedir también por las autoridades, por los reyes y jefes de Estado. A nadie se le ocultará que de ellos depende en gran parte el bien público.Pidamos al Señor que sean buenos, piadosos y justos.
Y hemos de orar también por los que ya lo son, para que viendo ellos cuánta necesidad tienen de las oraciones de los subditos, no se ensoberbezcan en su dignidad.

d) Jesús nos manda expresamente pedir por los que nos persiguen y calumnian.

e) Más aún: es costumbre cristiana, que, según testimonio de San Agustín, se remonta a los tiempos apostólicos, pedir también por todos los separados de la misma Iglesia: por los infieles, para que resplandezca en ellos la fe verdadera; por los idólatras, para que sean liberados de los errores de la impiedad; por los judíos, para que reciban la luz de Ja verdad sus almas oscurecidas; por los herejes, para que, vueltos a la salud, sean iluminados por los preceptos cristianos; por los cismáticas, para que por el vínculo de la verdadera caridad retornen a la comunión de la Iglesia, de la que un día se apartaron.

Que estas plegarias, animadas por el soplo de la catolicidad, sean muy eficaces ante el Señor, lo nemuestra el gran número de convertidos que constantemente arranca la gracia de Dios del poder de las tinieblas, trasladándoles al admirable reino del Hijo de su amor (Col 1,13); verdaderos vasos de ira, maduros para la perdición, convertidos en vasos de misericordia (Rm 9,22-23).

f) Es también constante tradición eclesiástica y apostólica el pedir por los difuntos, de lo que ya dijimos bastante al tratar del santo sacrificio de la misa.

g) Ni es del todo inútil el pedir por quienes, a pesar de todo, se obstinan en seguir pecando con pecados de muerte (1Jn 5,16).

Aunque de momento de nada les sirvan las oraciones de los buenos, es obra de caridad cristiana el seguir rogando por ellos, y tratar así de aplacar la ira divina con nuestras propias lágrimas.

Ni deben ser obstáculo para el cumplimiento de este deber las maldiciones que en la Sagrada Escritura o en los Santos Padres vemos frecuentemente conminadas contra tales pecadores. Estas palabras deben entenderse en el sentido de una predicción de los males que alcanzarán a los impenitentes, o en el sentido de condenación directa contra el pecado -no contra las personas-, para conseguir que los pecadores, aterrados por ellas, se abstengan de seguir pecando.

Del Catecismo Romano


Las distintas especies de oración

Explicada ya la necesidad y utilidad de la oración, convendrá que conozcan los cristianos las distintas maneras que hay de orar.


San Pablo, exhortando a Timoteo a orar santa y piadosamente, distingue varias clases de oraciones:
Ante todo, te ruego que se hagan
peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias
por todos los hombres
(1 Tm 2, 1)

Pueden consultarse con provecho las páginas espléndidas escritas sobre esta materia por los Santos Padres, especialmente por San Hilario y San Agustín.

Entre las distintas especies de oración merecen singular relieve dos, de las que en algún sentido se derivan todas las demás: la oración de petición y la de acción de gracias. En realidad, cuando nos acercamos a Dios para orar, o lo hacemos para implorar algo que necesitamos o para darle gracias por algún beneficio recibido. Son sentimientos y exigencias necesarias en toda alma que ora. El mismo Dios nos lo recuerda en la Escritura:
Invócame en el día de la angustia;
yo te libraré, y tú cantarás mi gloria
(Sal 49, 15)

Por lo demás, nuestra misma condición de criaturas y de pecadores habla bien elocuentemente de la necesidad que tenemos en nuestra miseria de la bondad y misericordia de Dios. El Señor, por su parte, no desea otra cosa sino hacernos bien: su corazón divino no es para el hombre más que benignidad infinita. Basta mirarnos para comprenderlo: nuestros ojos, nuestra voluntad e inteligencia, todo nuestro ser, es don y prenda de la divina largueza. ¿Qué tienes -pregunta San Pablo- que no lo hayas recibido? (1 Co 4, 7). Y si todo lo nuestro es don gratuito de Dios, ¿cómo no inflamarnos en un sentimiento constante e inagotable de adoración y gratitud?

del Catecismo Romano


Los frutos de la oración

Es un deber el de la oración que, además, acarrea copiosísimos y dulcísimos frutos a las almas cuando saben vivirlo.

1. Servicio y alabanza de Dios.


Con ella, en primer lugar, honramos y alabamos a Dios. La Sagrada Escrituracompara la plegaria a un suave perfume:

Que mi oración suba hasta ti como el incienso  
(Sal 140, 2)

Al hacer oración nos reconocemos subditos de Dios y le confesamos principio y fuente de todo bien; le invocamos como nuestro refugio y defensa, como nuestra seguridad y salvación. Es el mismo Dios quien nos dice:

(Sal 49, 15)


2. Seguridad de ser escuchados.


Otro fruto precioso de la oración es el saber que nuestras súplicas son escuchadas por Dios. San Agustín dice: La oración es la llave del cielo; porque sube la plegaria y baja la misericordia de Dios. Muy baja está la tierra y muy sublime es el ciclo; pero Dios escucha siempre el clamor del hombre cuando procede de un corazón puro.

Y aquí radica el valor y eficacia de la oración: en que por ella conseguimos las más espléndidas riquezas de los cielos. Fruto suyo son los dones del Espíritu Santo, que nos guía, ilumina y asiste; la conservación e incolumidad de la fe, la exención de las penas, la defensa en las tentaciones, la victoria del demonio y las más bellas alegrías de la vida espiritual, según la palabra de Cristo:

Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre;
pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo.
(Jn 16, 24)

No puede dudarse que la bondad de Dios escucha siempre y acoge nuestras plegarias. La Sagrada Escritura está llena de testimonios que lo confirman. Recordemos, sólo a modo de ejemplo, aquellas palabras del profeta Isaías: Entonces llamarás, y Yave te oirá; le invocarás, y Él dirá:

Heme aquí...;
antes que ellos me llamen, les responderé yo;
todavía no habrán acabado de hablar,
y ya los habré escuchado
(Is 58, 9) (Is 65, 24)


Sucede, no obstante, con frecuencia, que el Señor no nos concede lo que le pedimos. Pero es innegable que también en estos casos el Señor mira por nuestro bien, o concediéndonos mayores y mejores bienes que los que nosotros le habíamos pedido, o porque aquello que deseábamos no nos era necesario ni útil, y hasta quizá nos era perjudicial para el alma. Cuando Dios nos está propicio -escribe San Agustín- nos niega aquello que nos concede cuando está airado.


Otras veces ocurre esto porque lo pedimos tan mal, con tanta flojedad y tibieza, que ni casi nosotros mismos sabemos lo que pedimos. Debiendo ser la oración una elevación de nuestra alma a Dios, nos distraemos con preocupaciones extrañas, y salen de nuestros labios las palabras sin ninguna atención y devoción. ¿Cómo puede ser plegaria esta vana confusión de sonidos? ¿Y cómo hemos de pretender en serio que Dios nos escuche, si nosotros mismos demostramos palpablemente con nuestra negligencia y descuido dar muy poca importancia a lo que pedimos?

Sólo quien ore atenta y devotamente, puede confiar obtener lo que suplica. Y lo obtendrá con divina superabundancia, como sucedió al hijo pródigo de la parábola, que, arrepentido de su pecado, sólo pedía ser acogido como esclavo y fue festejado como hijo.

Y no sólo las palabras. Los meros deseos más íntimos del alma -sin esperar a que lleguen a expresarse externamente- son acogidos siempre favorablemente por Dios cuando brotan de un corazón sencillo:

Tú, ¡oh Yave!, oyes las preces de los humildes,
fortaleces su corazón, les das oídos
(Sal 10, 17)


3. Práctica de virtudes.


Otro fruto de la oración es el ejercicio y crecimiento de las virtudes, especialmente de la fe. Los que no creen en Dios, no pueden orar eficazmente:

¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído?
(Rm 10, 14)

En cambio, cuanto mayor sea la fe, tanto más fervorosa será la plegaria con que nos apoyemos en la bondad y misericordia de Dios, de quien esperamos cuanto nos es necesario.

Es cierto que Dios puede darnos todos sus dones sin que se los pidamos y sin que ni siquiera pensemos en nuestra necesidad, como lo hace con las criaturas irracionales. Mas para el hombre, Dios es Padre, y quiere ser invocado por sus hijos; quiere que cada día le supliquemos con confianza y que cada día se lo agradezcamos con consciente gratitud.

Se aumenta también en la oración el fervor de la caridad, sintiéndonos obligados a amar a Dios con tanta mayor intensidad cuanto más le reconocemos en la experiencia como autor de todos nuestros beneficios. Y, como sucede siempre entre corazones que se aman, nos levantaremos de su contacto más inflamados en amor, por haberle conocido un poco más y haber gustado más íntimamente sus alegrías.

Quiere el Señor que oremos asiduamente, porque en la plegaria se agrandan y dilatan las aspiraciones espirituales; y por esta asiduidad y deseos nos hacemos dignos de los beneficios de Dios, de los que nuestra alma, inicialmen-te perezosa y mezquina, era quizá indigna.

Quiere además el Señor que comprendamos y reconozcamos que sin su ayuda nada podemos con nuestras solas fuerzas, mientras que con el auxilio de su gracia podemos conseguirlo todo. Sólo en la oración encontraremos las poderosas armas para vencer al demonio y demás enemigos espirituales. Contra el demonio y sus armas -escribe San Hilario- sólo podemos combatir con el grito de nuestras plegarias.


4. Remedio contra las fuerzas del mal.


Fruto de la oración es también aquella suprema iluminación con la que Dios nos hará comprender nuestra natural inclinación al mal y nos dará conciencia de la debilidad frente a los movimientos instintivos de la concupiscencia. Sólo las fervorosas oraciones nos alcanzarán la necesaria fortaleza de alma para no caer, y nos purificará de nuestras culpas pasadas.


5. Pararrayo de la ira divina.


Por último, la oración según doctrina de San Jerónimo aplaca la ira divina.

Cuando Moisés oponía sus ardientes súplicas a la cólera de Dios, que quería vengarse de los pecados de su pueblo, el Señor le dice:  ¡Déjame!  (Ex 32, 10)

En realidad, nada hay que pueda aplacar con más eficacia la ira de Dios y desarmarla de los rayos con que quiere y debe castigar los delitos de los pecadores como la fervorosa oración de las almas piadosas.

Catecismo Romano


La necesidad de la oración


Después Jesús les enseñó con una parábola
que era necesario orar siempre sin desanimarse 
(Lc 18, 1).


Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar,
y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
«Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos».
(Lc 11, 1)




1) Precepto divino.

La necesidad de la oración brota ante todo del hecho de habernos sido impuesta como obligación, no como mero consejo, por Jesucristo nuestro Señor: Es preciso orar en todo tiempo. Obligación y necesidad confirmadas por nuestra santa madre la Iglesia en la fórmula con que introduce la oración del Padrenuestro en el santo sacrificio de la misa: "Instruidos con preceptos saludables, y siguiendo una forma de institución divina, nos atrevemos a decir: Padrenuestro...

Habiéndole suplicado los apóstoles: Señor, enséñanos a orar, Jesús, movido precisamente por esta nuestra absoluta necesidad de la oración, se dignó precisarnos la fórmula concreta del Padrenuestro, avalándola con la firme esperanza de que el Padre escucharía cuanto pidiéramos en su nombre. Y Él mismo quiso darnos ejemplo orando constantemente y aun dedicando noches enteras a la oración .

Los apóstoles, adoctrinados por tan admirable Maestro, multiplicarán después insistentemente sus más apremiantes exhortaciones sobre la necesidad de la oración. Mención especial merecen los muchos pasajes de San Pedro, San Juan y San Pablo.

2) Exigencia de la criatura.

Pruébase, además, la necesidad de la oración por la imperiosa necesidad que todos tenemos de recurrir a ella como al mejor intérprete de nuestras personales necesidades temporales y eternas ante Dios.

En realidad, el Señor no tiene contraída obligación ninguna con nadie. No nos queda, pues, más recurso que suplicarle humildemente lo que necesitamos y agradecerle el habernos dado en la oración el medio necesario para obtenerlo.

Apoyados en nuestras solas fuerzas, nada podemos; pero todo es posible al que confiadamente sabe pedir. ¿No ha dicho Cristo que la oración expulsa los mismos demonios?

Quienes, por consiguiente, ignoran o descuidan la práctica asidua y humilde de la oración, se privan a sí mismos de la posibilidad de obtener los dones divinos. San Jerónimo escribe: Escrito está: A todo el que pide, se le da; y si a ti no se te da, es porque no pides; pide, pues, y recibirás.

Catecismo Romano


El celo por tu Casa me consumirá

La expulsión de los vendedores del Templo

San Mateo

12 Después Jesús entró en el Templo y echó a todos los que vendían y compraban allí, derribando las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas.
13 Y les decía: «Está escrito: Mi casa será llamada casa de oración, pero la habéis convertido en una cueva de ladrones».
14 En el Templo se le acercaron varios ciegos y paralíticos, y él los curó.
15 Al ver los prodigios que acababa de hacer y a los niños que gritaban en el Templo: «¡Hosana al Hijo de David!», los sumos sacerdotes y los escribas se indignaron
16 y le dijeron: «¿Oyes lo que dicen estos?». «Sí, respondió Jesús, ¿pero nunca habéis leído este pasaje:
De la boca de las criaturas y de los niños de pecho,
has hecho brotar una alabanza?».


San Juan
13 Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén
14 y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas.
15 Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas
16 y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio».
 17 Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura:
El celo por tu Casa me consumirá.

Mi Casa será llamada Casa de oración

EL TEMPLO, CASA DE ORACIÓN PARA TODOS LOS PUEBLOS

56 1 Así habla el Señor: Observen el derecho y practiquen la justicia,
porque muy pronto llegará mi salvación
y ya está por revelarse mi justicia.
2 ¡Feliz el hombre que cumple estos preceptos
y el mortal que se mantiene firme en ellos,
observando el sábado sin profanarlo
y preservando su mano de toda mala acción!
3 Que no diga el extranjero
que se ha unido al Señor:
“El Señor me excluirá de su Pueblo”;
y que tampoco diga el eunuco:
“Yo no soy más que un árbol seco”.
4 Porque así habla el Señor:
A los eunucos que observen mis sábados,
que elijan lo que a mí me agrada
y se mantengan firmes en mi alianza,
5 yo les daré en mi Casa y dentro de mis muros
un monumento y un nombre
más valioso que los hijos y las hijas:
les daré un nombre perpetuo, que no se borrará.
6 Y a los hijos de una tierra extranjera
que se han unido al Señor para servirlo,
para amar el nombre del Señor
y para ser sus servidores,
a todos los que observen el sábado sin profanarlo
y se mantengan firmes en mi alianza,
7 yo los conduciré hasta mi santa Montaña
y los colmaré de alegría en mi Casa de oración;
sus holocaustos y sus sacrificios
serán aceptados sobre mi altar,
porque mi Casa será llamada
Casa de oración para todos los pueblos.
8 Oráculo del Señor,
que reúne a los desterrados de Israel:
Todavía reuniré a otros junto a él,
además de los que ya se han reunido.

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