Nuestra regla nos dice: “Como signo de su apartamiento del mundo y de su consagración a Dios en la vida contemplativa, los monjes vestirán un hábito sencillo y modesto, a la vez que decente y pobre. Será blanco[1] y estará compuesto de un sayal con capucha, un cinturón de cuero y un escapulario que, a la altura del pecho, llevará bordado el escudo de nuestro Instituto”.
Entonces debemos llevar el hábito monástico por nuestra misma consagración religiosa. En su sencillez y pobreza habla al mundo, y también a los mismos monjes (que somos hombres y los signos externos también nos afectan y ayudan), de que estamos en el mundo, pero no somos del mundo, y por eso, nos distinguimos incluso externamente de los hombres del mundo.
No es lo esencial del monje, y de ahí la recordada frase “el hábito no hace al monje”; pero sí que ayuda mucho (y esto se experimenta siempre), y quizá hoy día más que nunca, por la falta de signos religiosos en esta sociedad que se ha paganizado, y porque el hombre de hoy es más sensible a los mismos.
Termino con dos textos del Santo hermano Rafael, monje trapense, quien cuenta bellamente sus impresiones sobre el hábito monástico, y muestra el verdadero espíritu con que se ha de llevar.
“El otro día estuve con el Rvdo. Padre Abad, fui a pedirle me concediera alguna penitencia en este santo tiempo de Cuaresma, cosa que me negó, y en cambio me dijo que el día de Pascua me daría la Cogulla monacal y el escapulario negro.
¡Qué alegría tuve, buen Jesús! Hubiera abrazado al Rvdo. Padre Abad… Demasiado bueno es conmigo.
¡Cuánta ilusión tenía yo hace algún tiempo por poder vestir la Cogulla…, qué alegría tan grande me dio el pensar en que dentro de un breve plazo no me distinguiría en nada de un verdadero religioso! …
Mas después que fui a darle gracias al Señor por este beneficio, vi claramente que en mí eso es vanidad; vi que es un honor que me hace la comunidad, y eso me lastima más que otra cosa.
¡Ah!, si me hubiera dado el hábito de converso como le manifesté…, otra cosa hubiera sido. Pero lo mismo me da. De pardo o de blanco, con Cogulla o sin ella, soy el mismo delante de Dios. Todo lo externo me es indiferente…, sólo quiero amar a Dios, y eso lo hago por dentro y sin que se enteren los hombres.
Y así veo, Señor, que todo es vanidad; que tú no estás en el hábito ni en la corona. ¿Entonces? Tú, Señor, sólo estás en el corazón desprendido de todo.
“Aunque la mona se vista de seda, mona queda”.
(8 de Marzo de 1938).
“Grande ha sido siempre la ilusión que tuve por poder llevar algún día la Cogulla Cisterciense…
Pero es tan nueva…, y tan blanca, que me dio luego una gran pena y mucha vergüenza el tener ese pueril deseo, que no es para mí más que una vanidad delante de los hombres.
A Cristo que es mi maestro, en estos días le desnudaron delante de la turba que le insultaba…, y a mí me viste…, ¿acaso me he de vanagloriar de ello?
… en realidad hoy he llegado a la conclusión de que lo mismo me da. Al fin y al cabo, vestido de seda, de lana, o de saco, eso no ha de cambiar mi corazón, que a los ojos de Dios es lo que algún día me ha de valer. Todo lo demás es externo y valdrá algo a los ojos de los hombres, pero éstos no me han de juzgar.”
(10 de Abril de 1938).
P. Emmanuel Ansaldi, IVE.
Monasterio Nuestra Señora del Pueyo, Barbastro, España.
[1] El color blanco pretende simbolizar la Transfiguración (acorde con nuestro fin específico), las vestiduras blancas por la
sangre del Cordero y las tres “cosas blancas” que caracterizan a la Iglesia Católica: la Eucaristía, la Santísima Virgen María y el Santo Padre.
sangre del Cordero y las tres “cosas blancas” que caracterizan a la Iglesia Católica: la Eucaristía, la Santísima Virgen María y el Santo Padre.
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