Los primeros monjes cristianos vivieron en Egipto en el siglo IV. Eran personas muy comunes, de vidas virtuosas. No eran inteligentes ni famosos, pocos de ellos podían leer las Escrituras, por lo que las conocían de memoria. No eran clérigos ni estaban interesados en las cuestiones eclesiales. Incluso las liturgias eran vistas como un tanto mundanas debido a la pompa que se iba imponiendo en ellas; además: si sólo se rezaba a esas horas, decían ellos, no estás orando verdaderamente. Una auténtica persona de oración la tiene constantemente en su corazón. Sin embargo, los relatos de sus vidas son parte de la literatura cristiana más influyente. La mayoría de esos escritos consiste en una serie de consejos para recordar y vivir, e historias relacionadas con determinados monjes. En los textos se los llama “amma” o “apa” (madre o padre espiritual) como señal de respeto, aunque el título no indicaba ninguna posición oficial. Los “staretz” (guías espirituales) nunca juzgaban o sermoneaban, ni enseñaban desde una posición de poder. Ante todo aprendían a amar no desde sus necesidades o deseos, sino desde el amor de Cristo. Quienes los conocieron dicen que por ellos el mundo era conservado, que tal como el árbol fabrica oxígeno para purificar la atmósfera, así estos orantes eran árboles del espíritu.
Durante casi trescientos años la Iglesia vivió con la amenaza constante de la persecución. Todo cristiano sabía que algún día podía ser llevado ante los tribunales y afrontar la alternativa de apostatar del Señor Jesús. ¿Cómo podía uno seguir siendo cristiano cuando la Iglesia ahora se unía a los poderes mundanos, y el lujo y la ostentación se adueñaban de altares y asambleas?
Antes de Constantino ya hubo cristianos que se sentían llamados a un estilo de vida diferente. En las Cartas de Pablo aparecen las “viudas y vírgenes” que, como célibes, dedicaban todo su tiempo y recursos a la Iglesia. El gran teólogo alejandrino Orígenes organizó su vida en forma muy semejante, y lo mismo hizo san Agustín. El futuro monaquismo se nutrió de las palabras paulinas en el sentido de que los célibes se podían dedicar mejor al Señor y a su Reino.
La palabra “monje” viene del griego “monachós”, que quiere decir “solitario”. El término “anacoreta” quiere decir “retirado” o “fugitivo”, es decir, los monjes eran cristianos que se marchaban a lugares despoblados para vivir alejados de una Iglesia que se confundía con el imperio. No sabemos a ciencia cierta quién fue el primero de ellos, pero los dos más famosos que se disputan este título fueron Pablo (cuya vida escribe san Jerónimo) y Antonio (cuya vida escribe san Atanasio). De hecho, el monaquismo no fue invención de un individuo concreto, sino más bien un éxodo en masa, un contagio inaudito que afectó al mismo tiempo a millares de personas.
De san Antonio sabemos por san Atanasio que era hijo de padres acomodados y que heredó una cifra que le permitía vivir holgadamente. Sin embargo, hacia el año 270, con unos veinte años, oyó en la liturgia las palabras de Jesús al joven rico: “Vete, vende todo lo que tienes, da el dinero a los pobres y Dios será tu tesoro. Luego, ven y sígueme” (Mc 10,21). Entonces repartió sus bienes entre los pobres y se retiró al desierto. Pero allí se encontró no solamente con Dios, sino también consigo mismo. Y experimentó una rebelión en su interior. Por decirlo de una forma moderna, tuvo que confrontarse con sus “sombras”. A veces se sentía atraído por los placeres que había dejado atrás, otras se arrepentía de vender sus bienes y marchar al yermo. Pero confiaba en Dios y aguantó. Un día sale de allí un hombre “enamorado de Dios”, como lo describe Atanasio. Tenía alrededor de cincuenta años cuando se internó todavía más en el desierto, pero tampoco allí permanece solo. Por el año 300 vemos ermitaños por todas partes. Muchos son discípulos de Antonio; otros se han hecho monjes sin depender de él. La aspiración de encontrar a Dios en la soledad del monacato era tan fuerte en aquella época que por todas partes surgieron grutas y celdas, a cierta distancia unas de otras. Los monjes eran los nuevos mártires, los verdaderos testigos de Cristo. Eran los máximos exponentes de la nostalgia original de Dios que hay en toda persona. De hecho, aquellos Padres del Desierto fueron como los psicólogos de su tiempo. En la soledad, observaban y analizaban sus pensamientos y sentimientos, de los que el domingo, al reunirse para celebrar la liturgia, trataban con el abad para no dejarse engañar en sus luchas. Dialogaban sobre sus experiencias, su estilo concreto de vida y su ruta hacia Dios. Entre ellos hubo verdaderos guías que realizaban una anticipación del coloquio que luego desarrolló la psicoterapia. De hecho, incluso de las más alejadas ciudades, innumerables fieles acudían a aquellos prófugos a pedir consejo. Algo parecido a como tantos buscadores peregrinan hoy a Oriente buscando un gurú. La Iglesia sabía que en el desierto vivían cristianos que no se doblegaban ante los favores imperiales y que hablaban de Dios con autenticidad. Para entonces algunos viajeros cuentan que había más gente en el desierto que en las ciudades del imperio.
En el año 323 el abad Pacomio fundó un monasterio en el desierto de Egipto. Fue la primera comunidad cenobita (“vida común”) de monjes, y su hermana María fundó varias comunidades de monjas. Así surgieron grandes monasterios de hasta más de mil monjes rígidamente organizados. La nostalgia por la primitiva Iglesia, donde “todos eran de un solo corazón y una sola alma, y lo tenían todo en común” (Hechos 4,32ss), los inspiraba. Algunos cultivaban pequeños huertos, la mayoría se sustentaba tejiendo cestas y esteras que luego vendían a cambio de un poco de pan y aceite. Mientras tejían un cesto con juncos y paja, recitaban un salmo, elevaban una plegaria o memorizaban una porción del Evangelio. Su dieta era frugal, un poco de pan, queso, aceite, legumbres y fruta. Sus posesiones no eran más que el rasón necesario, los instrumentos de oración y lectura y una estera para dormir. Unos a otros se enseñaban de memoria libros enteros de la Biblia y dichos de los Padres antiguos, que llamaban “joyas de sabiduría”. A pesar de que todos participaban del trabajo manual, nadie se consideraba superior a nadie. La norma fundamental era el servicio mutuo, de tal modo que aun los superiores, a pesar de la obediencia que debían recibir, estaban obligados a servir a los demás. El propio Pacomio, que era el abad o archimandrita, daba ejemplo ocupándose de las labores más humildes. Aquella vida del desierto no se acoplaba bien con la nueva jerarquía eclesiástica, cuyos obispos residían en palacios y gozaban del favor del gobierno. Muchos pensaron que lo peor que le podía pasar a un monje era ser ordenado obispo, pero siempre había comunidades cristianas que pedían se les enviara algún monje para dirigirlas, por eso a veces un obispo iba al desierto y se llevaba a algún monje para ordenarlo. Hubo incluso monjes a los que hubo que atar a la silla para ordenarlos. Desgraciadamente, también hubo monjes orgullosos que pensaron que sus vidas mostraban un nivel de santidad más elevado que el de los eclesiásticos, y que eran ellos y no los obispos, quienes habían de decidir en qué consistía la ortodoxia. Como muchos de estos monjes eran rudos, se convirtieron en peones fáciles de manipular por otros.
En la segunda mitad del siglo IV, los monjes se pasaron unos a otros los dichos de los grandes Padres antiguos. Esas frases eran como aguijones que avivaban y estimulaban, y pronto empezaron a circular recopilaciones de tales dichos. Los apotegmas fueron escritos sistemáticamente por Evagrio (345-399), griego y teólogo culto que había estudiado con los Padres Capadocios, pero huyó de Constantinopla y se hizo monje en Egipto. Adoctrinado por un padre antiguo en el monacato, Evagrio llegó a ser un guía espiritual muy solicitado. Sus escritos fueron, durante siglos, las enseñanzas fundamentales de los monjes. Famosa fue su frase: “Teólogo es quien ora, y quien ora es teólogo”. Su discípulo Juan Casiano (365-435), nacido en lo que hoy es Rumania, consiguió que su sabiduría y forma hesicasta llegase hasta nosotros. Fundó dos monasterios en Marsella e influyó grandemente en san Benito. Fue suyo el bello dicho: “Siempre un salmo en los labios; siempre Cristo en el corazón”. De hecho, los apotegmas de Evagrio y Casiano y la Regla de san Basilio son el texto oficial para todos los que hoy también quieren ser monjes.
¿Y hoy? Esta sabiduría fue diseñada para monjes cuya vida estaba exclusivamente orientada a la búsqueda de Dios. Los célibes podían dedicar muchas horas a la oración, al silencioso trabajo manual y a la meditación de la liturgia. Pero en nuestra época todo esto ha cambiado. Ahora las personas están casadas y trabajan en fábricas, oficinas y escuelas; pero también aspiran a una vida de contemplación. Hace falta, pues, una sabiduría mística renovada que vuelva a hablar de la llama del amor viva en la actividad seglar, sin olvidar la vida en pareja, la familia y el trabajo. De hecho, hay que tener presentes que esta vida monástica no pertenecía a la estructura esencial de la Iglesia. Esto quiere decir que ella vivió sin monjes hasta el siglo III. De modo que no es impensable que pueda llegar el día en que la Iglesia subsista de nuevo sin ellos. Y por doloroso que le resulte a algunos, nada esencialmente grave sucedería. De hecho, Evagrio, Macario y Diádoco pertenecen a otros tiempos. Aquella proyección colectiva está cerrada y toda tentativa de volver a ella podría volverse una peligrosa ilusión. El ciclo completo ha terminado. El monacato fue una fuerza impactante que influyó profundamente en la historia. Pero después de la catársis del desierto, los espirituales enseñan una nueva y definitiva interiorización: “Entra en tu alma y encuentra allí a Dios, a los ángeles y el Reino” (Macario el Grande). La nueva conciencia alcanza su plenitud en la caridad cósmica de los santos (san Isaac). Cuando Simeón el Estilita ató su pie a una cadena para reducir sus movimientos a lo estrictamente necesario, el Patriarca Melecio le hizo notar que es perfectamente posible lograr la inmovilidad mediante la sola voluntad. Juan Mosco describe a un joven monje que no duda en frecuentar las tabernas, pero mantiene un corazón puro y provoca la envidia de un viejo monje que había pasado 50 años en Escete y no había logrado adquirir la misma pureza de corazón. Bajo la influencia pedagógica de la Iglesia se reconoce la enseñanza evangélica: en adelante los actos de amor superan las explosiones ascéticas extremistas. El abad de un gran monasterio decía: “Después de 40 años el sol jamás me vio comer”. Un simple monje le respondió: “Sin embargo, a mí el sol nunca me ha visto enfadado”. La ascesis de san Isaac el Sirio llama la atención por su gran aprecio del ser humano y de la creación de Dios. Llegados a este nivel, el monje puede incluso regresar al mundo, porque para él no está hechizado, puede volver a su ciudad, pues ha adquirido la caridad que le empuja a dejar su soledad. Todo lo contempla con ojos puros. Decía san Serafín: “Abre la puerta de tu celda y recibe al mundo con la alegría de la Pascua”.
Los Padres del Desierto realizaron en el alma pagana una especie de exorcismo global, válido de una vez por todas. El movimiento en adelante, fue menos de rechazo que de transfiguración. El monacato había cerrado un ciclo histórico, como afirma Evdokimov, pero la espiritualidad del desierto avanza entre las formas cambiantes de la sociedad mediante nuevos testigos. Hoy encuentra su acogida en el sacerdocio universal, llamado “monacato interiorizado”. Un “accidente” de los tiempos modernos cambió algunos conceptos. En la extinta URSS gran número de monjes tuvieron que dejar sus respectivos monasterios para trabajar en fábricas y estudiar en universidades, permaneciendo en el mundo con una existencia monástica. Para diferenciarse del monaquismo institucional y su rasón negro, se denominó a este movimiento “el monacato blanco”. ¿Será el futuro?
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