La semana pasada celebramos la fiesta de la conversión del apóstol San Pablo. Conversión por demás de especial, que tantos frutos dio a la Iglesia entera, y por eso tan celebrada universalmente. San Pablo es para nosotros modelo también de converso, converso permanente, decidido, dispuesto a no parar hasta alcanzar la altura y medida de Nuestro Señor Jesucristo.
Imposición de las cenizas en el Monasterio del Pueyo "convertios y creed en el Evangelio"
Imposición de las cenizas en el Monasterio del Pueyo “convertíos y creed en el Evangelio”
Con el ingreso al monasterio no buscamos sino eso, convertirnos totalmente a Dios, empezar un vida nueva, en Cristo y solamente en Cristo.
Y la conversión en nuestra vida es algo nunca terminado. Jamás debemos darnos por “convertidos” del todo.  Por eso, los autores de espiritualidad hablan no de una sino de tres conversiones por las que hay que pasar para alcanzar la santidad.

Santo Tomás, explicando esta doctrina, ya muy conocida para nosotros, dice que la primera conversión es la que va del pecado a la gracia: milagro más grande que la creación del mundo[1]. Es incluso proporcionalmente más preciosa esta gracia justificante que la glorificación de los justos, por la mayor distancia que hay entre el pecado y la gracia que entre la gracia del justo y la gloria, pues ya es digno de tal don[2].
La 2ª conversión se da cuando uno se entrega completamente a la perfección. Jesucristo alude a ella al decirle a Pedro : “Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha buscado para zarandearos como al trigo ; pero yo he rogado por ti a fin de que tu fe no desfallezca, y tú, cuando te hubieres convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 31-33).
Esta segunda conversión se realiza por medio de la purificación activa, es decir, por medio de la mortificación y de la purificación de los sentidos. En la vida de San Pedro comenzó en el momento en que saliendo fuera de la casa del sumo sacerdote comenzó a llorar amargamente. Por eso debemos abrazar con toda generosidad las pruebas a las que Dios nos somete por gracia y no ser esquivos y cobardes ante la penitencia; especialmente ante la mortificación de nuestras pasiones desordenadas. Sin esto no hay segunda conversión.
Y la 3ª, más elevada y lamentablemente menos frecuente, consiste en una total conformación con Jesucristo; después de la 2ª conversión, quedan en el alma aún muchos defectos (San Juan de la Cruz decía que los vicios capitales se trasladan al espíritu): soberbia y avaricia espirituales, ambiciones secretas, etc… para purificar los cuales ya no alcanzan nuestros esfuerzos, sino que es necesaria la acción directa de Dios para purificar el alma, es decir, la dolorosa “purificación pasiva” o “noche del espíritu”. El alma no tiene más que ser fiel a Dios y abandonarse totalmente en sus manos. Sus efectos son admirables, lo vemos en los santos: unión perfecta y transformación total del alma en Dios.
 MONASTERIO DEL PUEYO
En San Pedro y el resto de los apóstoles se produjo esto en Pentecostés: ahí fueron fortalecidos e iluminados para ser capaces de dar testimonio de Cristo hasta el martirio.
En San Pablo, como se puede ver también en otros grandes santos, su conversión fue tan completa y decisiva desde el primer momento que parecieran darse en él todas juntas. Vemos en él, desde el comienzo, los frutos de esta vida más perfecta de unión con Jesucristo, quien desde su conversión será la obsesión de su vida: “ya no vivo es yo, es Cristo quien vive en mí” “todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo Jesús, mi Señor” (Fil 3,8)

Aquí cabe, lo que un excelente orador de nuestros tiempos se preguntaba, hablando de la conversión:
“¿Por qué tantos retornos a Dios, tantas confesiones y arrepentimientos no terminan por acomodar nuestra vida, y subimos y bajamos del pecado a la gracia y de la gracia al pecado? ¿Por qué emprendemos el vuelo, y unos 100 metros más allá, nuevamente el halcón del pecado, o del desaliento o de la tristeza nos vuelve a cazar y a tirar por tierra? ¿por qué nuestras conversiones no terminan por purificar nuestras vidas, nuestras taras espirituales y afectivas, de enderezar definitivamente nuestro carácter, por sacarnos de una vez por todas de nuestras esclavitudes obsesivas, por darnos las fuerzas para perseverar en las decisiones tomadas, para calmar nuestras ansias y tristezas profundas?”

Contestamos también con él: “probablemente porque no son conversiones en el sentido pleno y total de la palabra. Muchas veces intentamos hacer un blanqueo exterior de nuestra alma, pero sin renunciar totalmente a nosotros mismos, a nuestros defectos, sin poner los medios, más arduos quizá, pero los realmente efectivos para la purificación total de nuestra alma. Nos falta ese “todo o nada” de los verdaderos convertidos, y que los hicieron santos.
“Las medias tintas no son mi especialidad, o todo o nada” le había dicho Eva Levalier (la gran actriz francesa, convertida a los 50 años, luego de una vida sumergida en el pecado) al p. Chastenier, su confesor, quien le decía que no hacía falta dejar su profesión al convertirse, que podría hacer el bien y evangelizar allí en su ambiente. Pero ella veía más allá de su confesor y sabía que ésa era la única conversión que daría resultado “o todo o nada”.

La conversión es caminar en dirección opuesta a las inclinaciones naturales y pecaminosas, a la vida del mundo; es un giro de 180º… con que le dejemos unos pocos grados a nuestros gustos, defectos, apegos, a nuestro yo, ya es suficiente para volver a caer y retroceder.

Termino con un texto muy hermoso del p. Llorente, que meditaba sobre la conversión total, ya contando con 75 años de edad y 40 de misionero en Alaska, escribiendo a las carmelitas de Ávila:

“Con el cuarto centenario de la muerte de Santa Teresa el pueblo cristiano recibirá cierta sacudida espiritual. Ella supo juntar la clausura con la vida actica según los planes que Dios tuvo sobre ella. Lo mismo por los caminos polvorientos de Andalucía que en su celda donde un Serafín la traspasaba el corazón con un dardo de fuego, la Santa supo estar en la presencia de Dios hecha ella misma un serafín. Empezó tarde, es cierto, pero no tan tarde. Cuando dio el gran paso de la entrega total al Señor, ya nunca se volvió atrás. Esa es una de las enseñanzas para nosotros. Yo llevo de Jesuita 59 años, (en junio, D. m.), y puedo hablar por experiencia. Todo es caminar como si no tuviéramos rumbo fijo. Damos saltos como los conejos. Todo se vuelve conversiones y propósitos de la enmienda, pero rara vez se da el gran paso de la conversión total. NO niego que nuestras conversiones sean sinceras y de verdad. Todos tenemos días y aún temporadas largas de una verdadera conversión; pero cedemos tarde o temprano a los trucos de Satanás que nos acecha y nos vamos enfriando hasta que viene otra gran conversión que por desgracia termina en otro enfriamiento. Hace falta la perseverancia que se obtiene con mucha presencia de Dios sostenida día a día cueste lo que cueste. Lo que cuesta es procurar no distraerse uno tontamente con cosas baladíes que poco a poco empañan el espejo purísimo del alma con su aliento mundano. Claro que el Señor conoce nuestra miseria y debilidad y se hace cargo y nos perdona; pero le hacemos fruncir el entrecejo con nuestra frivolidad. El alma entonces ve que ha vuelto a tirar al monte como la cabra, y, por fortuna, vuelve al redil y tiene lugar otra conversión. ¿Cuántas? Pero mejor es convertirse uno 70 veces siete que no echarlo todo por la borda y desanimarse con un ¡aquí no hay remedio! Que es lo que el diablo quiere que digamos. Sí lo hay. ¡Vaya si lo hay! Como Cristo con la cruz camino del Calvario que se levantaba cada caída, así tenemos que hacer nosotros siempre que caigamos en la tibieza”[3].

María Santísima nos conceda la gracia de ser generosos; en primer lugar de no bajar los brazos y siempre mirar hacia adelante en el camino de la santidad, pero sobre todo, de tener la voluntad de 3º binario, de quemar las naves de una vez, tomar la cruz de cada día con alegría y transformarnos a Cristo enteramente.


[1] “El bien de la gracia de un solo hombre es mayor que el bien natural de todo el universo” (I-II,113,9 ad 2).
[2] S.TH I-II,113,9.
[3] LLORENTE, Cartas a las carmelitas de Avila, Pocatello, febrero de 1982.