miércoles, 13 de noviembre de 2013

VIDA DE N. P. SAN BENITO ABAD (RESUMIDA)



(† 547)
"Hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y
por nombre." Y fue Benito, el de Nursia. Ha tenido por
biógrafo al papa San Gregorio Magno. Pero Benito escribió
la Regla de los monasterios, y en ella tenemos retratado
su propio vivir cotidiano, observando ya el mismo San
Gregorio que Benito, consecuente con su doctrina, fue el
primero en observar la norma de vida perfecta que él
mismo dictó para monjes observantes, muy distintos de
los sarabaítas y giróvagos, plaga de aquellos tiempos.
Nace Benito por los años de 480 en la provincia de Nursia,
en los montes Sabinos, no lejos de Roma. Nace en una
familia acomodada y tiene, por lo menos, una hermana,
por nombre Escolástica.
Ya adolescente, sus padres quieren hacer de él un
letrado, un orador, para lo cual le colocan en Roma,
asistido en la gran urbe decadente por el aya, que suple
las veces de una madre solícita y cariñosa.
Quizá no tiene ya madre en la tierra.
Benito asiste a las aulas de algún rétor y se entrena en la retórica, saliendo discípulo aventajado, como lo
demostrará el estilo pulido de su futura Regla, sometido al
ritmo o cursus de la elegante prosa entonces en boga.
Pero el joven Benito es un austero montañés, mal avenido
con la corrupción de la corte, con el pensar y el vivir de
gran parte de la estudiantina, en su mayoría aún pagana.
Medita dejar aquel ambiente fétido y malsano, y un buen
día sale de la ciudad con dirección a su tierra natal,
aunque seguido por su aya, entristecida y alarmada. Se
detiene en Afide, parando allí unos meses,
conquistándose la simpatía del vecindario, especialmente
de su párroco, quien ve en Benito un clérigo ideal, Corre
un día la voz de haber recompuesto por arte de milagro
un harnero prestado de frágil arcilla.
El que antes desdeñó ser un día gramático o rétor y
conseguir con ello un brillante porvenir mundano, huye
ahora de la aureola de taumaturgo, buscando un
escondido paraje en los cercanos montes, en la cuenca
del Anio, hallándolo precisamente junto a unos viejos y
desmoronados edificios que habían contemplado las
crápulas de la corte neroniana.
Hay allí un embalse artificial y por eso la rocosa cueva por
él recogida para mansión se llama cueva de Subiaco (sublago).
Enterrado en vida, no habla el intrépido solitario de unos
veinte años sino con las alimañas y las aves; de vez en
cuando con algún pastor de ovejas y cabras que penetran
en la espesura. Un compasivo monje, Román, le viste el
hábito monacal y, a hurtadillas de su abad, le propina el
necesario alimento, quitándolo de su propia boca.Ya empieza, contra el todavía imberbe, pero bravo
mancebo solitario, la guerra del enemigo malo,
rompiéndole a pedradas la esquila que le avisa cuando
Román le descuelga por el peñasco la cestilla de pobres
provisiones.
Y luego, una ruda tentación carnal, de la que Benito sale
triunfador, lanzándose desnudo en el próximo zarzal.
Escarmentada la carne, no volverá a rebelarse contra el
espíritu.
Ahora le espera al asceta otro género de palestra. Ha
visto los peligros de la completa soledad, y, cuando
monjes del cenobio de Vicovaro le proponen salir de su
retiro y ser su abad, Benito lo consiente, bien que
temeroso de su edad y quizá también de un posible
fracaso, pareciéndole difícil enderezar a hombres
avezados a la indisciplina.
El que hasta entonces había vivido "solo consigo, a la
vista del Supremo Inspector", vivirá en adelante con otros
en la vida cenobítica o de comunidad, que él considera
como la más fuerte y más segura.
Y funda en las cercanías doce conventos con doce monjes
cada uno, por el patrón de los monasterios pacomianos
del Egipto, en los que oración y trabajo manual están
sabiamente organizados.
El abad Benito admite en su convento a gentes de toda
edad y condición, a ricos y a pobres, a bárbaros y a
romanos, a esclavos y a libres y libertos, con un
admirable sentido de cristiana igualdad, porque —dice— "en Cristo todos somos uno y servimos en una misma
milicia".
Admite incluso niños, esos pueri oblati, las luego célebres
Escuelas monacales, seminario de sabios y de santos.
Entre esos niños ofrecidos por sus padres como ofrenda a
Dios con una oblación ritual, están los hijos de dos
patricios romanos, Plácido y Mauro, los benjamines de la
familia monacal. Con ellos sale cierto día y hace manar
copiosa fuente, muy necesaria, dentro del cerco de
piedras colocadas por ellos, y entre Mauro y Benito, éste
que manda, aquél que obedece, extraen del fondo del
lago a Plácido, tragado por las aguas, caminando Mauro a
pie, enjuto, sobre el líquido cristal azulado hasta asirlo por
el largo cabello.
Pasan días y años en la paz benedictina, entre el ora et
labora, dos alas que sostienen al alma en su vuelo. Pero
el enemigo, que nunca duerme, concita los ánimos de
ciertos monjes revoltosos contra su joven abad, mal
avenido con toda liviandad, y quizá demasiado recto para
ellos. Murmuran, forcejean, y, al fin, intentan envenenarle
con el vino. Mas, ¡oh prodigio! al bendecirlo en el
refectorio, quiébrase el vaso. Como el presbítero
Florencio, hombre influyente y disoluto, atenta también
contra su vida, Benito, siempre sereno, reunida la
comunidad, se despide de ella y camina hacia el sur con
algunos hermanos adictos a su persona y a la Regla.
Entre éstos se cuenta el obediente Mauro, está también el
cariñoso cuervo, que grazna y revolotea en torno de la
comitiva, cual celoso can, fiel guardador de su amo.
Y llegan juntos a la lejana villa de Cassino, ascendiendo al castro romano que domina el fértil y sonriente valle.
Destruidos los simulacros de las divinidades gentiles, los
monjes peregrinos establecen allí la vida monástica,
aprovechando los muros de antiguos templos y fortaleza.
Montecassino será en adelante un místico castillo, una
atalaya desde donde los monjes oteen al mundo y calen
las nubes en la oración, aunque bajen a librar las batallas
del Señor cuando el interés del prójimo así lo demanda.
El monasterio de Benito, "escuela práctica del divino
servicio", estará desde ahora constituido por el patrón del
cenobio basiliano. En él madura sus experiencias
anteriores. Si desde su infancia demostró cierta madurez
de anciano, cor gerens senile, podía adiestrarse más y
más, y perder quizás algún resabio de aquella nursina
durities, característica de su tierra natal. Nadie ya osa
envenenar al "venerable varón de Dios, lleno del espíritu
de todos los justos".
Quien no le deja en paz es su eterno émulo, Satán, contra
cuya picaresca y furia tiene siempre el recurso de la
oración y el signo de la santa cruz. A veces bástale el




desprecio para fugarlo, cuando le molesta con ruidos,
cuando le llama: Maledicte! al no contestarle si le dice:
Benedicte!
Benito le persigue él mismo y sus monjes, quemando sus
simulacros y derribando sus aras, levantando un bastión
espiritual inexpugnable. En él se libran batallas y se
adiestran los soldados de Cristo "verdadero Rey,
empleando, ante todo, las preclaras y fortísimas armas de
la santa obediencia, amando y sirviendo a ese magno Rey
que ni muere ni es infiel a sus promesas".El asedio diabólico llega a ser tan rabioso, que le mata un
joven monje, de noble familia, derribando cierto día la
pared en construcción. Pero Benito abad arrebata su
presa a la muerte voraz. La guerra contra Benito no
difiere mucho de las célebres tentaciones del abad
Antonio, patriarca de monjes en Egipto. Menos
importancia tuvo el imaginario incendio de la cocina
monasterial. Menos también el caso de aquella piedra
que, con no ser muy pesada, no pueden moverla entre
todos los monjes canteros. Pero no la mueven con
palanca, la levantan como una plumilla cuando Benito
conjura al diablo en ella asentado. De ahí la medalla y la
llamada cruz de San Benito, tan buscada por los fieles.
Otro día lo lanza del cuerpo de un monje, obseso por el
maligno, quien le mueve a salirse en seguida de la
oración común y aun del monasterio. Entonces el conjuro
eficaz es un sonoro bofetón y el monje permanece con los
demás en el coro.
Se precisa un instrumento eficaz para que la obra
emprendida quede consolidada y perdure hasta el fin de
los tiempos; una Regla que resuma la evangélica
perfección y recoja el espíritu y la experiencia monástica
de Oriente y Occidente.
De ahí la Regla benedictina, la Regla maestra, la Santa
Regla, la más sabia y prudente de las Reglas (San
Gregorio M.), el código que figurará sobre el altar, junto a
la Biblia, en algunos concilios de la Iglesia.
El abad Benito, buen romano, que sabe dictar leyes, pero
también cumplirlas, es el primero en el coro a las dos de la mañana, cuando comienza el canto de las divinas
alabanzas. El es el más asiduo en la "lección divina"
diurna y nocturna, en el trabajo de manos, que ocupa al
monje varias horas. No come carne de cuadrúpedos,
como tampoco sus monjes, pero sí bebe una discreta
hemina o módica ración del generoso vino de la soleada
Campania, tan regustado por Horacio.
En el régimen abacial, como "padre que es del
monasterio", procura a cada cual lo necesario, sin atender
a las envidias, pero también sin demostrar injustas y
odiosas preferencias, "amando más, únicamente, al que
halla más aventajado en la obediencia", que todo lo
resume.
Mira con especial solicitud de padre a los monjes
enfermos, enfermos del cuerpo o del alma, viendo en
ellos, muy especialmente, a Cristo, como también en los
huéspedes.
Redacta un código penal, moderado cual ninguno en aquel
tiempo, y antes de acudir al cuchillo de la separación con
la oveja obstinada en perderse, discurre su caridad mil
ingeniosos ardides, mil remedios de prudente médico y de
avisado pedagogo. Aunque no transige en punto a los
principios básicos, si alguno delinque descubre el delito
con su admirable discreción de los espíritus y reprende en
forma severa al par que paternal.
Todo el secreto de la evangélica perfección lo cifra en el
complejo que llama humildad. Por los doce grados de ésta
el alma llega infaliblemente a la celsitud de la perfección,
a la unión de caridad más íntima con Dios, la cual fuga el
imperfecto temor. Por eso reprende ásperamente a cierto monje joven y noble, alumbrándole él mismo en la
comida, para con ello confundir su secreta y mal
dominada soberbia.
Quiere con inflexible lógica que todo sea lo que se dice
ser. Así el oratorio ha de servir para orar, no para charlar;
el abad, que se llama padre, ha de serlo con todas sus
consecuencias. Ha de hacer dulce la vida a sus monjes,
como también éstos la del abad, y todo, principalmente,
por honor y amor a Cristo.
El mayordomo, que comparte algo de la cura abacial, ha
de participar asimismo del espíritu de paternidad con los
monjes. No son súbditos de un señor y miembros de una
sociedad religiosa, sino miembros de una familia; porque
en el monasterio ha de haber cálidas relaciones
familiares, Entre hermanos de toda edad, condición y
temperamento, débense evitar roces dolorosos y hacer
del cenobio una antesala del cielo.
El trato mutuo habrá de ser, no sólo correcto, sino de,
licado y exquisito. Ni el tuteo está permitido al monje,
porque el amor fraterno no excluye el respeto. Benito
guarda siempre un continente noble y señorial, propio de
su distinguida cuna. Considera que el monje, quizá de
villana extracción, elevado ya por su total entrega a
Cristo, adquiere una dignidad que le prohibe todo lo
rústico y lo vulgar. Ha aprendido en San Ambrosio que
"nobleza es virtud", todavía más que herencia de sangre,
quizá viciada y corruptible si no corrompida por el vicio,
tan general entre ricos y potentados.
Pero si el padre Benito es un asceta contemplativo y mira
al cielo desde la torretta de Montecassino, no por eso desdeña la acción de caridad y de apostolado con aquellos
que se debaten en lo bajo del valle contra el pecado y la
adversidad.
Desciende con frecuencia, requerido por los grandes o por
los humildes. Un día será un clérigo que pide aceite para
un remedio urgente; otro día vendrá un pobre aldeano
acosado por su brutal acreedor; otro día resucitará al niño
de cierto labrador que se lo pide con sencilla fe; una vez
recibe en audiencia al bárbaro rey Totila, despidiéndole
corregido después de anunciarle que, tras de conquistar
Roma, pasará a Sicilia, y al nono año morirá.
Pero, si toda humana desgracia conmueve su corazón,
aféctale muy especialmente la ceguera de los que no
conocen a Dios ni viven como para gozarle para siempre.
Y por eso, aun renunciando al propio gusto, pero sin
perder por ello la presencia divina, deja con frecuencia su
amada soledad claustral, atendiendo a la salud espiritual
de los pueblos comarcanos e iniciando así la labor
misionera que luego sus monjes habrán de proseguir y
ampliar por todo el Occidente, mereciendo con esto el
título de padre de Europa que Dom Guéranger y
finalmente el papa Pío XII atribuyeron.
El diálogo con los hombres no impide su dialogar con
Dios, pues al que "ve al Creador se le hace angosta toda
criatura". De donde él saca mayor luz y fuerza es de su
trato con la Divinidad en los divinos misterios, el Opus
Dei, la obra de Dios por excelencia, a la que nada se debe
anteponer, según él enseña, por ser ellos la fuente de
toda santidad, ocupación y obra principal del monje, como
de todo buen cristiano

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