fecha: 3 de febrero
fecha en el calendario anterior: 8 de octubre
canonización: bíblico
hagiografía: Abel Della Costa
fecha en el calendario anterior: 8 de octubre
canonización: bíblico
hagiografía: Abel Della Costa
En Jerusalén, conmemoración de los santos Simeón, anciano honrado y piadoso, y Ana, viuda y profetisa, que merecieron saludar a Jesus niño como Mesías y Salvador, esperanza y redención de Israel, en el momento en que, según la ley, fue presentado en el Templo.
Una extravagante leyenda, difundida sobre todo entre la cristiandad oriental, cuenta que Simeón era uno de los 70 sabios que tradujeron en el siglo IIIaC la biblia hebrea al griego -la conocida como "Biblia de los LXX" o "Septuaginta"-; al llegar a la profecía del Emmanuel, el pasaje de Isaías 7,14, consideró que el término "virgen" no era correcto, y quiso corregirlo y traducir por "mujer", pero el ángel de Dios se le apareció y le contuvo la mano, anunciándole que no moriría hasta no ver por sí mismo cumplida esa promesa. Así que Simeón tuvo que vivir unos 300 años hasta llegar a la escena de donde lo conocemos nosotros, es decir, a la entrada del templo, donde se comprende que haya dicho "ahora puedes dejar que tu siervo se vaya en paz...".
Excentricidades narrativas al margen, nuestra única fuente respecto de los dos santos que conmemoramos hoy, san Simeón el anciano vidente y santa Ana la profetisa (a la que por supuesto no debemos confundir con la más conocida santa Ana, abuela de Jesús), es el divulgado capítulo de san Lucas 2, donde se cuenta la gran manifestación de Jesús en la entrada del templo de Jerusalén. Leemos allí:
«He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
"Ahora, Señor, puedes, según tu palabra,
dejar que tu siervo se vaya en paz;
porque han visto mis ojos tu salvación,
la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel."
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él.
Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.»
Puesto que no hay ninguna tradición posterior cierta acerca de ninguno de los dos personajes, tenemos que atenernos a lo poco que nos cuenta san Lucas. Es evidente que el evangelio quiere destacar en los dos santos sus rasgos específicamente judíos, para mostrar el momento en el que la manifestación pública de Jesús abre la puerta de Israel a los gentiles; posiblemente para mostrar que esa apertura a los gentiles no es por capricho de los predicadores descendientes de san Pablo, sino porque así estaba previsto en las Santas Escrituras: dos judíos, un hombre y una mujer, inequívocamente judíos, entregan a los gentiles la llama de la promesa: "Luz para iluminar a las naciones".
El cántico de Simeón, más conocido como "Nunc dimittis", que la Iglesia reza cada noche en Completas, es un bellísimo himno, en el que el evangelio ha logrado sintetizar en pocas palabras el sentido con el que la Iglesia recibió desde un principio las promesas mesiánicas, especialmente las del Libro de la Consolación de Isaías (es decir, Isaías 40-55). Ana y Simeón asumen alternativamente los rasgos del "Heraldo" de Isaías:
«Súbete a un alto monte
alegre mensajera de Sión...» (Is 40,9)
«¡Qué hermosos son, sobre los montes,
los pies del mensajero que auncia la paz,
que trae la Buena Nueva..!» (Is 52,7)
Aunque estamos acostumbrados a traducir el primero de los dos textos en masculino, lo cierto es que literalmente Is 40,9 no menciona un heraldo sino una "heralda" (mebaseret), mientras que Is 52 sí habla de un heraldo (mebaser), de allí que el exégeta Fitzmeyer señala que san Lucas ha querido subrayar en Ana y Simeón, no sólo el cumplimiento, sino el cumplimiento literal del tiempo mesiánico. Efectivamente, de la profetisa Ana, aunque su figura quede un tanto eclipsada por la fuerza del himno de Simeón, se nos dice que "hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén."
Respecto de la fecha de celebración de estos dos santos, nada más natural que recordarlos el día 3 de febrero, un día después de la única actuación que les conocemos; sin embargo esta lógica, que es la de algunos santorales orientales, no ha sido seguida siempre; por el contrario, la memoria de Simeón (con o sin mención de Ana) ha pasado por distintos puntos del calendario, hasta ahora que el Nuevo Martirologio Romano adoptó la que parece más pertinente.
Sobre los personajes como tales, no parece posible decir mucho más que lo relatado en el texto; más es ahondar no en sus personas sino en los vericuetos de la exégesis del evangelio de Lucas, terreno fascinante, pero que nos aleja del horizonte de un santoral. Para los que quieran adentrarse recomiendo, como lo he hecho otras veces, «El nacimiento del Mesías», de Raymond Brown, y el tomo II de «El Evangelio de San Lucas», de Robert Fitzmeyer. El artículo de Acta Sanctorum, octubre, tomo 4, pág 4-17, es muy útil para enterarse de algunos detalles en la transmisión de los datos -auténticos o legendarios- y para trazar una historia de las distintas fechas de celebración, pero no añade más datos históricos que los que tenemos: no añade más sencillamente porque no hay más.
Excentricidades narrativas al margen, nuestra única fuente respecto de los dos santos que conmemoramos hoy, san Simeón el anciano vidente y santa Ana la profetisa (a la que por supuesto no debemos confundir con la más conocida santa Ana, abuela de Jesús), es el divulgado capítulo de san Lucas 2, donde se cuenta la gran manifestación de Jesús en la entrada del templo de Jerusalén. Leemos allí:
«He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
"Ahora, Señor, puedes, según tu palabra,
dejar que tu siervo se vaya en paz;
porque han visto mis ojos tu salvación,
la que has preparado a la vista de todos los pueblos,
luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel."
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él.
Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción - ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.»
Puesto que no hay ninguna tradición posterior cierta acerca de ninguno de los dos personajes, tenemos que atenernos a lo poco que nos cuenta san Lucas. Es evidente que el evangelio quiere destacar en los dos santos sus rasgos específicamente judíos, para mostrar el momento en el que la manifestación pública de Jesús abre la puerta de Israel a los gentiles; posiblemente para mostrar que esa apertura a los gentiles no es por capricho de los predicadores descendientes de san Pablo, sino porque así estaba previsto en las Santas Escrituras: dos judíos, un hombre y una mujer, inequívocamente judíos, entregan a los gentiles la llama de la promesa: "Luz para iluminar a las naciones".
El cántico de Simeón, más conocido como "Nunc dimittis", que la Iglesia reza cada noche en Completas, es un bellísimo himno, en el que el evangelio ha logrado sintetizar en pocas palabras el sentido con el que la Iglesia recibió desde un principio las promesas mesiánicas, especialmente las del Libro de la Consolación de Isaías (es decir, Isaías 40-55). Ana y Simeón asumen alternativamente los rasgos del "Heraldo" de Isaías:
«Súbete a un alto monte
alegre mensajera de Sión...» (Is 40,9)
«¡Qué hermosos son, sobre los montes,
los pies del mensajero que auncia la paz,
que trae la Buena Nueva..!» (Is 52,7)
Aunque estamos acostumbrados a traducir el primero de los dos textos en masculino, lo cierto es que literalmente Is 40,9 no menciona un heraldo sino una "heralda" (mebaseret), mientras que Is 52 sí habla de un heraldo (mebaser), de allí que el exégeta Fitzmeyer señala que san Lucas ha querido subrayar en Ana y Simeón, no sólo el cumplimiento, sino el cumplimiento literal del tiempo mesiánico. Efectivamente, de la profetisa Ana, aunque su figura quede un tanto eclipsada por la fuerza del himno de Simeón, se nos dice que "hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén."
Respecto de la fecha de celebración de estos dos santos, nada más natural que recordarlos el día 3 de febrero, un día después de la única actuación que les conocemos; sin embargo esta lógica, que es la de algunos santorales orientales, no ha sido seguida siempre; por el contrario, la memoria de Simeón (con o sin mención de Ana) ha pasado por distintos puntos del calendario, hasta ahora que el Nuevo Martirologio Romano adoptó la que parece más pertinente.
Sobre los personajes como tales, no parece posible decir mucho más que lo relatado en el texto; más es ahondar no en sus personas sino en los vericuetos de la exégesis del evangelio de Lucas, terreno fascinante, pero que nos aleja del horizonte de un santoral. Para los que quieran adentrarse recomiendo, como lo he hecho otras veces, «El nacimiento del Mesías», de Raymond Brown, y el tomo II de «El Evangelio de San Lucas», de Robert Fitzmeyer. El artículo de Acta Sanctorum, octubre, tomo 4, pág 4-17, es muy útil para enterarse de algunos detalles en la transmisión de los datos -auténticos o legendarios- y para trazar una historia de las distintas fechas de celebración, pero no añade más datos históricos que los que tenemos: no añade más sencillamente porque no hay más.
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