martes, 5 de febrero de 2013

Beata Ángela de Foligno: sólo el que ama puede orar


VIDA


Esta beata ha dado mucho que hablar. Los libros de teología espiritual, más que citar sus escritos, prefieren ponerla entre los ejemplos de santos que han experimentado fenómenos místicos extraordinarios. Dicen, por ejemplo, que pasó 12 años en ayuno absoluto, sin probar alimento alguno; o que quienes la conocieron aseguran haberla visto en éxtasis frecuentes y prolongados, en una ocasión hasta tres días seguidos. Sin quitar peso o importancia a estos fenómenos, a nosotros nos interesa recorrer con ella su camino de santidad y tratar de imitarla en las virtudes.
 
Nació en Foligno, Italia, hacia 1248. Su posición social era más bien elevada: poseía riquezas, castillos, joyas y fincas. Su vanidad, espíritu mundano y vida disoluta, estaban a la par. Se casó siendo todavía muy joven y tuvo varios hijos, pero en breve tiempo los perdió, junto con su madre y su marido. Tendría unos 35 años cuando inició un largo y arduo proceso de conversión. Tras renunciar a todos sus bienes, entró en la Tercera Orden franciscana y escogió por confesor y director espiritual a Fray Arnaldo, cuya predicación le había movido a emprender este nuevo camino de correspondencia a la gracia: «Y que nadie se excuse –escribía– con que no tiene ni puede hallar la divina gracia, pues Dios, que es liberalísimo, con mano igualmente pródiga la da a todos cuantos la buscan y desean».
Gracias precisamente a Fray Arnaldo, podemos hoy leer la autobiografía de Ángela. En sus escritos se descubre la gran devoción que tenía al Cristo sufriente: se identificaba tanto con sus sufrimientos, que cuando contemplaba una imagen de la pasión, le subía la fiebre y caía enferma. Escribió de hecho varios opúsculos que más tarde serían publicados bajo este el título de «Theologia Crucis». Meditar en la Pasión le ayudaba, pues comprendía mejor la malicia de sus pecados, los lloraba con mayor dolor y tomaba firmes resoluciones: «En esta contemplación de la cruz –escribía– ardía en tal fuego de amor y de compasión que, estando junto a la cruz, tomé el propósito de despojarme de todas las cosas, y me consagré enteramente a Cristo».
Fue también una gran confidente del Sagrado Corazón de Jesús, mucho antes incluso de que se revelara a santa Margarita María de Alacoque: «Un día en que yo contemplaba un crucifijo, fui de repente penetrada de un amor tan ardiente hacia el Sagrado Corazón de Jesús, que lo sentía en todos mis miembros. Produjo en mí ese sentimiento delicioso el ver que el Salvador abrazaba mi alma con sus dos brazos desclavados de la cruz. En la dulzura indecible de aquel abrazo divino me pareció también que mi alma entraba en el Corazón de Jesús».
La beata Ángela falleció el 4 de enero de 1309. Su cuerpo fue sepultado en la iglesia del convento franciscano de Foligno, donde reposa en paz. Se le llamó también la «magistra theologorum»: maestra de teólogos.
 

APORTACIÓN PARA LA ORACIÓN


Los escritos de la beata Ángela están llenos de una elocuencia desbordante. Es tal su pasión por Dios que, para más de uno, sus adjetivos sonarán exagerados. Pero los más atentos podrán descubrir detrás de este vocabulario la pasión de un alma enamorada; un estado al que todos desearíamos llegar.
En este sentido, recuerdo mucho una conversación que un día tuve con un adolescente en España. Conversábamos sobre muchas cosas y nada a la vez, cosa que a mí me desesperaba un poco. Yo quería ayudarle con un problemilla que él tenía, pero deseaba que fuera él el que sacase el tema… pero el chico se hacía el escurridizo. Hasta que, en un momento dado, salió un nombre que cambió todo: Rafa Nadal. ¡Pum! Al adolescente se le abrieron los ojos y una sonrisa se le dibujó en el rostro. «Rafa es el mejor del mundo, qué brazos tiene, qué forma de jugar al tenis, qué caballero con sus contrincantes, qué…». Y seguía, y seguía, y seguía. No paraba de alabar a su ídolo. 
¿Exagerado? Sí. Lo era. Y como buen adolescente, engrandecía aún más las cualidades de aquel que admiraba. Pero, ¿saben qué? A mí me dejó una gran lección, seguida de una serie de preguntas: ¿admiro yo, como sacerdote, de esa manera a Dios? Si no es así, ¿cómo es que he dado mi vida por él? Y digo más, ¿cómo puedo dedicarle un tiempo a orar cada mañana?
Y aquí viene la beata Ángela. Era tal su apasionamiento por Dios que cuando hablaba de Él se encendía. Y cuando hablaba CON Él, más todavía. Y por eso llegaba a la unión mística, que ella describía como «el sentimiento de la presencia de Dios en el alma»; una presencia que la llenaba de felicidad.
¿Amo a Dios? No respondan ligeramente la pregunta. Analícenla bien. ¿Soy capaz de encenderme cuando hablo de Dios? ¿Me doy cuenta de que Él así habla de mí? Si la respuesta es un sí, ¡a seguir por ese camino! Si la respuesta es un no, ojalá que el ejemplo de la Beata Ángela nos ayude a darnos cuenta de que sólo quien ama podrá orar de verdad. Porque la oración auténtica es aquella que toca el cielo con la seguridad de que no se regresa con las manos vacías; porque el que ama siempre tiene el alma llena.





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