jueves, 10 de enero de 2013

¿Cuál de los dos hizo lo quería el padre?


En el Evangelio de este Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, nuestro Señor nos cuenta la historia de dos hijos. Su padre les pide que vayan a trabajar a la viña. El primero responde de un modo muy poco cortés y un tanto violento: ¡No quiero!” le dice al padre. En cambio, el otro, con palabras muy atentas y comedidas, dignas incluso de un caballero: “Voy, señor” le contesta, pero no va. En cambio, el hijo rebelde y “rezongón” se arrepiente y va a trabajar. Y Cristo pregunta a sus oyentes: “Cuál de los dos hizo lo que quería el padre?”. La respuesta era obvia: el primero. Sus obras lo demostraron.
En el plano divino, Jesús habla en esta parábola del arrepentimiento. Dios nos llama, y le decimos que no consistentemente hasta que un buen día vemos que lo que hacemos no nos lleva a ninguna parte. Entonces cambiamos radicalmente, nos arrepentimos y volvemos a Dios como nuestra tabla de salvación. Esta actitud resulta sumamente provechosa para el ser humano. No hay nada como reconocer que hemos llevado una vida de pecado o de delito, o simplemente de indiferencia por Dios o por nuestro prójimo. Dios siempre nos da la oportunidad de enderezar los caminos. Dios no quiere que ninguno perezca, y que todos se salven. Es por esta razón que en todo tiempo nos ha mandado leyes, estatutos y recomendaciones por medio de su palabra y sus profetas. Esas amonestaciones son las mismas que le da el padre al hijo cuando lo manda a la viña. “Vete a trabajar en mi viña.” Es como si nos dijera, “vete a hacer apostolado, ocúpate de tu prójimo, predica, haz el bien.” Muchas veces contestamos “no.” Pero lo importante es que después de todo, nos arrepintamos y vayamos a hacer lo que nos toca.

En cambio, existe este tipo de personas que parece que han aceptado la llamada de Dios, pero que en el fondo no hace nada que no sea lo estrictamente necesario para aparentar ser cristiano. Van a misa los domingos, y cuando aparece la oportunidad te sueltan algún sermoncito de que el padre fulano es su amigo, de que conocen al obispo, de que fueron al cursillo tal o al retiro más cual. Siempre recuerdo al dueño de una farmacia que tomó un día (literalmente) de un curso de historia de la Iglesia. Fue allí porque se creía que quien daría el curso era el maestro con quien él había tomado “Historia del concepto de Dios.” Rápidamente le dijo al maestro cómo debía dar el curso para que se pareciera al otro maestro, y cuándo debíamos parar para tomar una merienda, porque el “doctor tal” así lo hacía. No duró un día, porque el otro maestro no le hizo caso. Dios no nos quiere como cristianos de apariencia, nos quiere sólidos, aunque seamos pecadores. San Pablo siempre llama “santos” a quienes dirige sus cartas. Hoy día, sabemos que somos santos que escogemos pecar de vez en cuando. Y nos arrepentimos. Ese es nuestro papel.

En el plano diario, esta parábola nos insta nuevamente a la diligencia. Debemos estar pendientes de hacer lo que nos toca. Tanto en nuestro trabajo como en nuestra vida cotidiana. En la última parábola que comentamos, nos dimos cuenta de que el ocio nos perjudica, que no podemos estar ociosos, sino ser diligentes. La mejor manera de ser productivos es tener una agenda en la mano y apuntar cada día lo que tenemos que hacer. Poco a poco iremos tachando las cosas en la lista y sabremos que hemos cumplido con las tareas del día. En nuestra familia también tenemos cosas que hacer. Tenemos tareas en nuestras casas, que como seres humanos se nos olvidan. A lo mejor es una buena práctica hacer lo mismo. Apuntar en un almanaque o agenda cuándo nos toca una tarea, ya sea limpiar el patio, echar veneno para las cucarachas, lavar el carro o brillarlo. Si apuntamos esas cosas, el verlas en la agenda nos obliga de alguna manera a hacerlo. Esa ha sido la manera en que he podido arreglar mi manía de dejar las cosas para después. No quiere decir que no me pase, me pasa a menudo. No obstante, lo resuelvo cuando me obligo a apuntarlo.

Jesús dice a sus apóstoles que los publicanos y las prostitutas nos precederán en el Reino. Eso significa que se arrepentirán y cobrarán el denario, porque aunque hayan oído tarde la voz de Dios, la han puesto en práctica. A nosotros, en cambio, nos puede suceder como a la liebre del cuento. Nos echamos a dormir porque como “tenemos la verdad,” pensamos que con eso basta. Y ahí nuestra fe duerme el sueño de los justos.

Aprovechemos esta parábola. Digamos que sí al dueño de la viña y vayamos a trabajar. El trabajo genera trabajo, y así la fe también engendra fe.

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