martes, 1 de enero de 2013

Concilio de Trento

 



 

Concilio de Trento
XIXº Concilio Ecuménico
de la Iglesia Católica
Tridentinum.jpg
Sesión del Concilio de Trento, cuadro de Tiziano.
Fecha de inicio1545
Fecha de término1563
Aceptado porIglesia católica
Concilio anteriorConcilio de Letrán V
Concilio posteriorConcilio Vaticano I
Convocado porPapa Paulo III
Presidido porPapa Paulo III
Papa Julio III
Papa Pío IV
Asistencia255 (última sesión)
Temas de discuciónLa escisión de la Iglesia por la reforma protestante.
Se decretó sobre la Justificación, los Sacramentos, la Eucaristía, el Canon de la Sagradas Escrituras y otros temas, con variadas disposiciones disciplinares.
Cánones{{{cánones}}}
El Concilio de Trento fue un concilio ecuménico de la Iglesia Católica Romana desarrollado en periodos discontinuos durante 25 sesiones, entre el año 1545 y el 1563. Tuvo lugar en Trento, una ciudad del norte de la Italia actual, que entonces era una ciudad libre regida por un príncipe-obispo.

 

Contexto histórico

Desde 1518, los protestantes alemanes venían reclamando la convocatoria de un concilio alemán, y el emperador Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico intentaba cerrar las diferencias entre católicos y reformistas para poder hacer frente a la amenaza turca. En la Dieta de Worms (1521) se intentó zanjar las disputas, pero sin éxito: Martín Lutero (a quien Carlos V permitió que fuera convocado a dicha Dieta) acusó a Roma de ejercer la tiranía, y el Emperador se comprometió por escrito a defender la fe católica incluso con las armas. En las Dietas posteriores, los príncipes alemanes, tanto protestantes como católicos, continuaron insistiendo en un concilio.
En vista de la situación hubo grandes presiones del emperador sobre el Papa Clemente VII para que lo convocara, a lo que éste se resistía. Al cabo de un tiempo, en 1529, Clemente VII se comprometió a ello, pero la oposición del legado papal en la Dieta de Augsburgo de 1530 retrasó de nuevo el proyecto. Sin embargo, el principal responsable de que no se llegara a convocar fue la férrea oposición del rey Francisco I de Francia, ya que para que el concilio tuviese éxito era necesaria la aprobación de la mayoría de los monarcas.
Desde antes de esta crisis extrema, la iglesia había intentado mejorar. Podemos mencionar a los cardenales Francisco Jiménez de Cisneros, Hernando de Talavera y Pedro González de Mejía, que en el siglo XV, durante el reinado de los Reyes Católicos, en España, se dedicaron a mejorar la moral de la institución, nombrando obispos de grandes cualidades y fundando establecimientos educativos. En Italia, se había creado una asociación de seglares piadosos y clérigos, llamada el Oratorio del Amor Divino, que inició sus actividades secretas en 1517, sobre la base del amor al prójimo. Estos intentos, sin embargo no bastaban. En Alemania se destacó la labor del obispo Nicolás de Cusa.
Fue Paulo III, que había vivido las luchas en Italia, quien asumió el compromiso de unificar a los católicos, logrando la reunión de un Concilio, después de que varios Papas lo hubieran intentado sin éxito. Al principio fue admirador del humanista cristiano Erasmo de Rotterdam, y vio factible una posible reconciliación con los protestantes, pero luego acabó desechando esa posibilidad.

Convocatoria

Paulo III intentó reunir el concilio primero en Mantua, en 1537, y luego en Vicenza, en 1538, al mismo tiempo que negoció en Niza una paz entre Carlos V y Francisco I. Tras diversos retrasos, convocó en Trento (Italia) un Concilio General de la Iglesia, el 13 de diciembre de 1545, que trazó los lineamentos de las reformas católicas (luego conocidas como Contrarreforma). Se contó con la presencia de veinticinco obispos y cinco superiores generales de Órdenes Religiosas. Las reuniones, que sumaron en total 25, con suspensiones esporádicas, se prolongaron hasta el 4 de diciembre de 1563.
El espíritu e idea del concilio, fue plasmada por la gestión de los jesuitas, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Francisco Torres. La filosofía le fue inspirada por Cardillo de Villalpando y las normas prácticas, sobre sanciones de conductas, tuvieron como exponente principal al obispo de Granada, Pedro Guerrero.
En este concilio, que culminó bajo el mandato del Papa Pío IV, se decidió que los obispos debían presentar capacidad y condiciones éticas intachables, se ordenaban crear seminarios especializados para la formación de los sacerdotes y se confirmaba la exigencia del celibato clerical. Los obispos no podrían acumular beneficios y debían residir en su diócesis.
Se impuso, en contra de la opinión protestante, la necesidad de la existencia mediadora de la iglesia, como Cuerpo de Cristo, para lograr la salvación del hombre, reafirmando la jerarquía eclesiástica, siendo el Papa la máxima autoridad de la iglesia. Se ordenó, como obligación de los párrocos, predicar los domingos y días de fiestas religiosas, e impartir catequesis a los niños. Además debían registrar los nacimientos, matrimonios y fallecimientos.
Reafirmaron la validez de los siete sacramentos, y la necesidad de la conjunción de la fe y las obras, sumadas a la influencia de la gracia divina, para lograr la salvación, restando crédito a Lutero que sostenía que el hombre se salva por la fe y no por las obras que realizase. También se opuso a la tesis de la predestinación de Calvino, quien aseguró que el hombre está predestinado a su salvación o condena. En refutación a esa idea, la iglesia sostuvo que el hombre puede realizar obras buenas ya que el pecado original no destruye la naturaleza humana, sino que solamente la daña.
Los santos fueron reivindicados al igual que la misa, y se afirmó la existencia del purgatorio. Para cumplir sus mandatos, se creó la Congregación del Concilio, dándose a conocer sus disposiciones a través del “Catecismo del Concilio de Trento”.
Se reinstauró la práctica de la Inquisición que había surgido en el siglo XIII, para depurar a Francia de los herejes albigenses. Ya restablecida en España desde el año 1478, se propagó por varios países europeos bajo la denominación de Santo Oficio, que usó la tortura para obtener confesiones. Si ese método no daba los resultados esperados, de arrepentimiento del hereje, éste quedaba en manos del poder civil, que lo condenaba generalmente a la muerte en la hoguera. El protestantismo debió soportar la Inquisición en varios estados, pero fue principalmente efectivo en España, Italia y Portugal.
También creó el Índice, en 1557, por el cual se estableció una censura contra la publicación de pensamientos que pudieran ser contrarios a la fe católica, y se quemaron muchos libros considerados heréticos.
Posterior al Concilio, en 1592, se publicó una edición definitiva de la Biblia, sosteniéndola como fuente de la revelación de la verdad divina, pero otorgando también dicho carácter a la Tradición, negándose su libre interpretación, considerando ésta, una tarea del Papa y los obispos, herederos de San Pedro y los apóstoles, a quienes Cristo les asignó esa misión.

Desarrollo

Cuando finalmente se convocó fue un concilio difícil y con continuas interrupciones, en el que pueden distinguirse hasta tres periodos con tres Papas diferentes: Pablo III, Julio III y Pío IV.
Pablo III siempre había sido muy favorable, como cardenal, a la celebración de un concilio general, que finalmente convocó para mayo de 1537 en la ciudad de Mantua. Pero sufrió sucesivos aplazamientos y cambios de lugar por variados motivos:
  • La mayoría de los prelados se mostraban reacios a celebrar un concilio en aquel momento.
  • Los príncipes alemanes protestantes reunidos en la ciudad de Esmalcalda en 1535 (la Liga de Esmalcalda) cambiaron de estrategia y también se opusieron.
  • Los impedimentos puestos por Enrique VIII de Inglaterra y, sobre todo, por Francisco I de Francia.
  • El progresivo distanciamiento de Carlos I y el papa Pablo III. Los dos monarcas cristianos más importantes de aquel momento, Carlos I y Francisco I, estaban continuamente enzarzados entre ellos en disputas y conflictos militares. El monarca francés presentaba una actitud cambiante y ambigua frente al Papa, la amenaza turca y los protestantes, mientras que Carlos I se mostró claro y decidido en estos temas. A pesar de ello, el Papa siempre aparecía neutral en sus disputas, lo que irritaba profundamente al emperador.
Finalmente, el 13 de diciembre de 1545 se pudo declarar abierto el concilio en la ciudad de Trento. En marzo de 1547 se trasladó a Bolonia debido a una plaga, aunque parte de los obispos se negaron a desplazarse. Tras varias disputas se acabó prorrogando de manera indefinida en septiembre de 1549. Pablo III murió en noviembre de 1549.
Julio III, nombrado Papa en 1550, entabló inmediatamente negociaciones con Carlos I para reabrir el concilio, lo que tuvo lugar en Trento el 1 de mayo de 1551. Pero apenas se celebraron unas pocas sesiones. El elector Mauricio de Sajonia, aliado de Carlos I, lanzó un ataque furtivo sobre éste. Tras derrotar a las tropas imperiales, avanzó sobre el Tirol, con lo que puso en peligro a la propia ciudad de Trento. Esta amenaza provocó una nueva interrupción en abril de 1552. Julio III murió en 1555.
Tras el corto papado de Marcelo II (23 días) fue elegido Pablo IV en 1555. Llevó a cabo reformas en la Iglesia, pero no convocó la continuación del concilio. Carlos I de España abdicó en 1556 y dividió sus estados entre su hijo Felipe (Felipe II de España) y su hermano Fernando de Austria.
Pío IV fue elegido Papa en 1559 y se mostró en seguida dispuesto a la continuación del concilio. Sin embargo, Fernando I y Francisco I preferían un concilio nuevo en una ciudad diferente a Trento y, además, los protestantes se oponían frontalmente a un concilio. Tras nuevos retrasos se reabrió el 18 de enero de 1562 y ya continuó hasta su clausura el 4 de diciembre de 1563. Constituye el periodo conciliar más importante de los tres.
El Emperador intentó, al igual que hizo en su momento con la Dieta de Worms, que estuvieran representadas todas las partes, incluyendo a los protestantes, para que el concilio fuese verdaderamente ecuménico. Reiteró las invitaciones a los protestantes en los tres periodos y les ofreció salvoconductos. Sin embargo, sólo tenían derecho de palabra; al haber sido excomulgados no tenían derecho a voto. Esto, unido a las frecuentes escaramuzas militares y al complicado mapa político alemán, hizo que finalmente no acudiesen delegados protestantes.
El número de asistentes varió considerablemente entre los tres periodos. Los nombres que merecen destacarse por sus contribuciones son Domingo de Soto O.P., Diego Laínez S.J., Alfonso Salmerón S.J., Reginaldo Pole, Jerónimo Seripando O.S.A., Melchor Cano O.P. y Johannes Azra. Los teólogos y prelados españoles e italianos fueron los más importantes, tanto por su número como por la influencia que ejercieron.

Metodología del Concilio

Trento tuvo una actitud de apertura a escuchar las distintas escuelas teológicas; es decir, no es cierto que el concilio se cerrase al pluralismo teológico. El concilio de Trento abordará dos temas fundamentales:


Una sesión del Concilio de Trento en Santa María Maggiore.
1. Los fundamentos de la fe donde se contiene la revelación. Los protestantes dirán que el único principio de la fe es la Sola Scriptura, pero esto no puede ser admitido por los católicos por ir contra el Magisterio de la Iglesia. Por tanto Trento promulga un Decreto sobre los libros sagrados y las Tradiciones ¿Dónde se contiene la revelación? El concilio afirma que la revelación se contiene in libris scriptis et sine scripto traditionibus. ¿Cuál es la relación entre Escritura y Tradición?, es decir, ¿la revelación se contiene parte en la Sagrada Escritura y parte en la Tradición? El concilio no se pronuncia. La primera redacción del decreto decía partim... partim, pero esto se sustituyó por un et en la redacción definitiva.
2. Estas tradiciones ¿qué tradiciones son? Para los protestantes son creaciones humanas/costumbres eclesiásticas. El concilio dice que se trata de las Traditiones tum ad fidem tum ad mores pertinentes (tradiciones relativas a la fe o las costumbres). El problema son las tradiciones pertenecientes ad mores /costumbres o a los fundamentos del actuar cristiano. ¿Las costumbres eclesiásticas contienen la Revelación, pertenecen a la Tradición constitutiva de la Revelación? El concilio no detalla más.
El problema está en distinguir qué elementos pertenecen a las tradiciones eclesiásticas y qué elementos a la Tradición constitutiva. Hay, pues, que interpretar.

Acuerdos adoptados en las sesiones

Sesiones I y II: Celebradas el 13 de diciembre de 1545 y el 7 de enero de 1546 respectivamente. Cuestiones preliminares y orden del concilio.
III: Celebrada el 4 de febrero de 1546. Se reafirmó el Credo Niceno-constantinopolitano.
IV: Celebrada el 8 de abril de 1546. Aceptación de los Libros Sagrados y las tradiciones de los Apóstoles. Se declararon la Tradición y las Sagradas Escrituras como las dos fuentes de la revelación. La Vulgata se consideró la traducción aceptada de la Biblia.
V: Celebrada el 17 de junio de 1546. Decreto sobre el Pecado original.
VI: Celebrada el 13 de enero de 1547. Decreto de la Justificación en 16 capítulos (se reafirmó el valor de la fe junto al de las buenas obras). Cánones sobre la justificación. Ésta fue la sesión más importante del primer período.
VII: Celebrada el 3 de marzo de 1547. Cánones sobre los sacramentos en general. Cánones sobre el sacramento del bautismo. Cánones sobre el sacramento de la confirmación. Reforma de pluralidades, exenciones y asuntos legales del clero.
VIII: Celebrada el 11 de marzo de 1547. Se acepta el traslado a Bolonia para huir de la peste.
IX: Celebrada el 21 de abril de 1547 en Bolonia. Prórroga de la sesión.
X: Celebrada el 2 de junio de 1547 en Bolonia. Prórroga de la sesión.
Suspensión del concilio por el papa.
XI: Celebrada el 1 de mayo de 1551. Continuación del concilio.
XII: Celebrada el 1 de septiembre de 1551. Prórroga.
XIII: Celebrada el 11 de octubre de 1551. Decreto y cánones sobre el sacramento de la Eucaristía. Reforma de la jurisdicción episcopal y de la supervisión de los obispos.
XIV: Celebrada el 25 de noviembre de 1551. Doctrina y cánones sobre el sacramento de la penitencia y la extremaunción.
XV: Celebrada el 25 de enero de 1552. No se toman decisiones.
XVI: Celebrada el 28 de abril de 1552.
Acuerdo de suspensión del concilio.
XVII: Celebrada el 18 de enero de 1562. Reapertura del concilio.
XVIII: Celebrada el 26 de febrero de 1562. Necesidad de una lista de libros prohibidos.
XIX: Celebrada el 14 de mayo de 1562. Prórroga.
XX: Celebrada el 4 de junio de 1562. Prórroga.
XXI: Celebrada el 16 de julio de 1562. Doctrina y cánones sobre la comunión bajo las dos especies y la comunión de los párvulos. Reforma de la ordenación, el sacerdocio y la fundación de nuevas parroquias.
XXII: Celebrada el 17 de septiembre de 1562. Doctrina acerca del santísimo sacrificio de la Misa. La Eucaristía se definió dogmáticamente como un auténtico sacrificio expiatorio en el que el pan y el vino se transformaban en la carne y sangre auténticas de Cristo. Reforma de la moral del clero, la administración de fundaciones religiosas y los requisitos para asumir cargos eclesiásticos.
XXIII: Celebrada el 15 de julio de 1563. Doctrina y cánones sobre el sacramento del orden (la ordenación). Jerarquía eclesiástica. Obligación de residencia. Regulación de los Seminarios.
XXIV: Celebrada el 11 de noviembre de 1563. Doctrina sobre el sacramento del matrimonio. Se reafirmó la excelencia del celibato. Reforma de obispos y cardenales.
XXV: Celebrada los días 3 y 4 de diciembre de 1563. Decreto sobre el purgatorio. Se reafirman la existencia del purgatorio y la veneración de los santos y reliquias. Reforma de las órdenes monásticas. Supresión del concubinato en eclesiásticos. Se dejó al Papa la tarea de elaborar una lista de libros prohibidos, la elaboración de un catecismo y la revisión del Breviario y del Misal. De la Trinidad y Encarnación (contra los unitarios). Profesión tridentina de fe. Clausura del concilio.

Comentarios finales

Aunque no consiguió reunificar la cristiandad, el Concilio de Trento supuso para la Iglesia Católica una profunda catarsis.
Se convocó como respuesta a la Reforma Protestante para aclarar diversos puntos doctrinales. También abolió los ritos eucarísticos locales, respetando solo aquellos que atestaban de más de dos siglos de antigüedad (rito mozárabe, rito lionés, rito ambrosiano) y estableció el rito de la ciudad de Roma conocido como Misa Tridentina, como rito de toda la iglesia latina. Desde un punto de vista doctrinal, es uno de los concilios más importantes e influyentes de la historia de la Iglesia Católica.
Por otro lado se abordó la reforma de la administración y disciplina eclesiásticas. El concilio eliminó muchos abusos flagrantes, como la venta de indulgencias o la educación de los clérigos, y obligó a los obispos a residir en sus obispados, con lo que se evitó la acumulación de cargos.
Sus decisiones giraron sobre cuatro puntos principales:
1) Contra los protestantes, que admitían como única autoridad la de las Escrituras, afirmando que la tradición (las enseñanzas recibidas por los Apóstoles por medio oral, y conservadas a través de los siglos en los textos de los Padres Apostólicos, de los Padres del desierto, y de los Padres de la Iglesia, la sucesión petrina ininterrumpida del Primado de Roma, y los Concilios) constituyen, con las Escrituras, uno de los fundamentos de la fe, y recomendando para el estudio bíblico, la Biblia Vulgata, traducción latina hecha por San Jerónimo, sobre textos griegos de los primeros siglos.
2) Confirmó y definió los dogmas y prácticas rechazadas por los protestantes (presencia real de Cristo en la Eucaristía, justificación por la fe y por las obras, conservación de los siete sacramentos, las indulgencias, la veneración de la Virgen María y los santos, etc.), fijando con nitidez la frontera entre la ortodoxia y las nuevas herejías, consumando la diferenciación clara entre la Iglesia Apostólica y los movimientos reformadores surgidos del luteranismo.
3) Adoptó medidas para asegurar a la Iglesia un clero más moral y más instruido (prohibición del casamiento de los sacerdotes, prohibición de acumular beneficios, obligación de residencia para obispos y curas, creación de seminarios para la formación de sacerdotes, etc.)
4) Fortificó la jerarquía y, con ello la unidad católica, al afirmar enérgicamente la supremacía del papa, «Pastor Universal de toda la Iglesia» e, implícitamente, su superioridad sobre los concilios.
Además enseñó que:
"La doctrina católica, tal cual la expuso el concilio de Trento, es que los que salen de vida en gracia y caridad, pero no obstante deudores de las penas que la divina justicia se reservó, las padecen en la otra vida. Esto es lo que se nos propone creer acerca de las almas detenidas en el purgatorio."-Art. "Purgatorio," en el Diccionario Enciclopédico Hisp.-Amer.
"El Concilio (tridentino) enseña: a. Que después de la remisión de la culpa y de la pena eterna, queda un reato de pena temporal. b. Que si no se ha satisfecho en esta vida debe satisfacerse en el purgatorio. c. Que las oraciones y buenas obras de los vivos son útiles a los difuntos para aliviar y abreviar sus penas. d. Que el sacrificio de la misa es propiciatorio y aprovecha a los vivos lo mismo que a los difuntos en el purgatorio "-Art. "Purgatorio," en el Diccionario de ciencias eclesiásticas, por Perujo y ángulo (Barcelona, 1883-1890).

Bibliografía

  • RODRÍGUEZ, PEDRO / LANZETTI, RAÚL: El Catecismo Romano. Fuentes e historia del texto y de la redacción. Bases críticas para el estudio teológico del Catecismo del Concilio de Trento (1566), Pamplona 1982
  • JEDIN, Hubert. Historia del Concilio de Trento. 5 vol. Pamplona: Universidad de Navarra 1981. ISBN 84-313-0723-4

Enlaces externos




Concilio de Trento
El Decimonono Concilio Ecuménico se inauguró en Trento el 13 de diciembre de 1545, y se clausuró allí el 4 de diciembre de 1563. Su objetivo principal fue la determinación definitiva de las doctrinas de la Iglesia en respuesta a las herejías de los protestantes; un objetivo ulterior fue la ejecución de una reforma a fondo de la vida interior de la Iglesia, erradicando numerosos abusos que se habían desarrollado en ella.

 

 

CONVOCATORIA Y APERTURA

El 28 de noviembre de 1518 Martín Lutero había apelado del Papa un concilio general porque estaba convencido de que sería condenado en Roma por sus doctrinas heréticas. La Dieta reunida en Nüremberg en 1523 exigía un “concilio cristiano libre” en tierra alemana y en la Dieta de 1524 en esa misma ciudad se exigió un concilio nacional alemán para regular temporalmente las cuestiones en disputa y un concilio general para solucionar definitivamente las acusaciones contra Roma y las disputas religiosas. La exigencia era muy peligrosa debido el sentimiento prevaleciente en Alemania. Roma rechazaba terminantemente el concilio nacional alemán pero no se oponía a la celebración de un concilio general. El emperador Carlos V prohibió el concilio nacional, pero notificó al Papa Clemente VII a través de sus embajadores que consideraba conveniente la convocatoria de un concilio general y propuso la ciudad de Trento como lugar de la asamblea. En los años siguientes, las desafortunadas disputas entre el Papa y el emperador impidieron cualquier negociación sobre el concilio. Nada se hizo hasta 1529 cuando el embajador papal Pico della Mirandola declaró en la Dieta de Espira que el Papa estaba listo para ayudar a los alemanes en la lucha contra los turcos, para urgir la restauración de la paz entre los gobernantes cristianos y para convocar un concilio general que se reuniría en el verano siguiente. Carlos y Clemente VII se reunieron en Bolonia en 1530 y el Papa estuvo de acuerdo en convocar un concilio, si era necesario. El cardenal legado Lorenzo Campeggio se oponía al concilio convencido de que los protestantes no eran honestos al solicitarlo. A pesar de ello, los príncipes católicos alemanes, especialmente los duques de Baviera favorecían el concilio como el mejor modo de vencer los males que la Iglesia estaba padeciendo. Carlos nunca vaciló en su determinación de que se efectuara el concilio tan pronto como hubiera un período de paz general en la cristiandad.
El asunto se discutió también en la Dieta de Ausgburgo de 1530, cuando Campeggio se opuso otra vez, mientras que el emperador estaba a favor siempre que los protestantes estuvieran dispuestos a restablecer las condiciones anteriores hasta la decisión del concilio. La propuesta de Carlos fue aceptada por los príncipes católicos quienes, sin embargo, querían que el concilio se celebrara en Alemania. Las cartas del emperador a su embajador en Roma sobre el tema llevaron a la discusión del asunto dos veces en la congregación de cardenales nombrados especialmente para los asuntos alemanes. Aunque hubo opiniones divergentes, el Papa escribió al emperador que podía prometer la convocatoria de un concilio con su consentimiento, siempre que los protestantes retornaran a la obediencia de la Iglesia. Propuso una ciudad italiana, preferiblemente Roma, como lugar de reunión. El emperador, sin embargo, desconfiaba del Papa, creyendo que Clemente no deseaba realmente un concilio. Mientras tanto los príncipes protestantes no estuvieron de acuerdo en abandonar sus doctrinas. Clemente ponía constantemente dificultades respecto al concilio, aunque Carlos, de acuerdo con la mayoría de los cardenales, especialmente Farnesio, Del Monte y Canisio, le urgía frecuentemente para que lo convocara, como único medio para dirimir las disputas religiosas. Mientras, los príncipes protestantes rehusaban retractarse de las posturas que habían tomado. Francisco I de Francia intentó frustrar la convocatoria poniendo condiciones imposibles de cumplir. Fue culpa suya principalmente que el concilio no se celebrase durante el reinado de Clemente, pues en un consistorio del 28 de noviembre de 1531 se había acordado unánimemente la convocatoria. En 1532, en Bolonia, el emperador y el Papa discutieron el asunto de nuevo y decidieron que debía reunirse tan pronto como se obtuviera la aprobación de todos los príncipes cristianos. Se redactaron breves apropiados para los gobernantes y se comisionó a los legados a ir a Alemania, Francia e Inglaterra. La contestación del rey francés no fue satisfactoria. Tanto él como Enrique VIII de Inglaterra evitaron una respuesta definitiva y los protestantes alemanes rechazaron las condiciones propuestas por el Papa.
El siguiente Papa, Pablo III (1534-49), como cardenal Alejandro Farnesio siempre había favorecido decididamente la reunión conciliar, y durante el cónclave había apremiado la convocatoria de uno. Cuando, tras su elección, se reunió por primera vez con los cardenales, el 17 de octubre de 1534, habló de la necesidad del concilio general y repitió su opinión en el primer consistorio (13 de noviembre.). Llamó a Roma a distinguidos prelados para discutir con ellos el asunto. Representantes de Carlos V y Fernando I también trabajaron para acelerar la celebración del concilio. Sin embargo, la mayoría de los cardenales se oponían a ello y se resolvió notificar a los príncipes la decisión papal de reunir la asamblea. Se enviaron nuncios con este propósito a Francia y España y al rey alemán, Fernando. Vergerio, nuncio ante Fernando, debía informar personalmente a los electores germanos y a los más distinguidos de los restantes príncipes gobernantes de la inminente convocatoria del concilio. Ejecutó su encargo con celo, aunque con frecuencia encontró reserva y desconfianza. La selección del lugar fue fuente de muchas dificultades, ya que Roma insistía en que se celebrara en una ciudad italiana. Los gobernantes protestantes, reunidos en Esmalcalda en diciembre de 1535, rechazaron el propuesto concilio, en lo que les apoyaron Enrique VIII y Francisco I. Al mismo tiempo este último aseguraba a Roma que era muy conveniente para la erradicación de la herejía, realizando, en cuanto a la realización del concilio, la doble intriga que siempre había seguido respecto al protestantismo alemán. La visita de Carlos V a Roma en 1536 llevó a un completo acuerdo con el Papa respecto al concilio. El 2 de junio, el Papa Pablo III publicaba la Bula llamando a todos los patriarcas, arzobispos, obispos y abades a reunirse en Mantua el 23 de mayo de 1537, para celebrar un concilio general. Los cardenales legados fueron enviados a invitar al emperador, al rey de los romanos, al rey de Francia, mientras otros nuncios llevaron la invitación a otros países cristianos. El holandés Peter van der Vorst fue enviado a Alemania a persuadir a los príncipes gobernantes a que participaran. Los gobernantes protestantes recibieron al embajador poco amablemente; en Esmalcalda rechazaron la invitación cortésmente, aunque en 1530 habían exigido un concilio. Francisco I aprovechó la ocasión de la guerra que había estallado entre él y Carlos en 1536 para declarar imposible la asistencia de los obispos franceses al concilio.
Mientras, en Roma se hacían los preparativos con celo. La comisión de reforma, nombrada en julio de 1536, redactó un informe como la base para la corrección de los abusos de la vida eclesiástica, y el Papa se preparaba para el viaje a Mantua. El duque de Mantua levantó ahora objeciones contra la celebración en su ciudad, e impuso condiciones que Roma no podía aceptar. Por lo tanto, la inauguración del concilio se pospuso para el 1 de noviembre; luego se decidió abrirlo en Vicenza el 1 de mayo de 1358. Sin embargo, el curso de los acontecimientos era continuamente obstaculizado por Francisco I; sin embargo, los legados que iban a presidir el concilio llegaron a Vicenza. Sólo acudieron seis obispos. El rey francés y el Papa se reunieron en Niza y se decidió prorrogarlo hasta la Pascua de 1539. Poco después el emperador también quería posponerlo pues esperaba restaurar la unidad religiosa en Alemania mediante conferencias con los protestantes. Tras varias infructuosas negociaciones con Carlos V y con Francisco I, en el consistorio del 21 de mayo de 1539 se pospuso el concilio indefinidamente, el cual se reuniría a discreción del Papa. Cuando Pablo III y Carlos V se reunieron en Luca en septiembre de 1541, el Papa volvió al asunto del concilio. El emperador consintió en que se reuniese en Vicenza, pero Venecia no estuvo de acuerdo, por lo que el emperador propuso Trento, y luego el cardenal Gasparo Contarini sugirió Mantua, pero nada se decidió. El emperador y Francisco I fueron invitados a enviar a los cardenales de sus países a Roma de modo que el Colegio de Cardenales pudiese discutir el asunto del concilio. Giovanni Morone trabajaba en Alemania como legado para el concilio y el Papa estuvo de acuerdo en celebrarlo en Trento. Tras otras consultas con Roma, Paulo III convocó el 22 de mayo de 1542 un concilio ecuménico que se reuniría en Trento el 1 de noviembre del mismo año. Los protestantes atacaron violentamente al concilio y Francisco I se opuso enérgicamente y ni siquiera permitió que se publicase en su reino la Bula de la convocatoria.
Los príncipes católicos alemanes y el rey Segismundo de Polonia consintieron en la convocatoria. Carlos V, enfadado por la posición neutral del Papa en la guerra que amenazaba entre él y Francisco, así como con la fraseología de la bula, escribió una carta de reproche a Paulo III. Sin embargo, comisionados especiales del Papa estaban haciendo preparativos para el concilio en Trento y luego se nombró a tres cardenales como legados conciliares. Sin embargo, la conducta de Francisco I y del emperador volvió a impedir la apertura del concilio. Unos pocos obispos italianos y alemanes aparecieron en Trento. El Papa fue a Bolonia en marzo de 1543 y a una conferencia con Carlos V en Busseto, en junio, que no logró ningún avance. Las tensas relaciones que surgieron de nuevo entre el Papa y el emperador y la guerra entre Carlos V y Francisco I ocasionaron otra prórroga (6 de julio de 1543). Después de la Paz de Crespy (17 de septiembre de 1544) hubo una reconciliación entre Pablo III y Carlos V. El mismo Francisco I cambió de posición y se declaró a favor de Trento, como lugar de reunión, como lo hizo también el emperador.
El 19 de noviembre de 1544, se promulgó la bula "Laetare Hierusalem" con la que se convocaba de nuevo el concilio en Trento para el 15 de marzo de 1545. En febrero de 1545 se nombró a los cardenales Giovanni del Monte, Marcello Cervini y Reginald Pole como legados papales para presidirlo. Como en marzo sólo habían llegado a Trento unos pocos obispos, hubo de posponerse de nuevo la fecha de apertura. Sin embargo, como el emperador deseaba que se inaugurara rápidamente, se fijó el 13 de diciembre como fecha de la primera sesión formal, la cual se celebró en el coro de la catedral de Trento después de que el cardenal del Monte, primer presidente del concilio, hubo celebrado la Misa del Espíritu Santo. Cuando se leyeron las bulas de convocatoria y del nombramiento de los legados conciliares, el cardenal del Monte declaró inaugurado el concilio y fijó el 7 de enero como fecha de la segunda sesión. Además de los tres legados presidentes, estaba presente el cardenal Christopher Madruzzi, obispo de Trento, 4 arzobispos, 21 obispos y cinco generales de órdenes religiosas. Asistían además los delegados del rey Fernando de Alemania, 42 teólogos y 9 canonistas que habían sido llamados como consultores.

ORDEN DE LOS ASUNTOS

Para realizar su gran tarea, el concilio tuvo que luchar con muchas dificultades. Las primeras semanas se consumieron principalmente en fijar el orden de los asuntos a tratar en las asambleas. Tras largas discusiones se acordó que los cardenales legados propondrían los temas que habían de considerar los miembros del concilio; después que fueron redactados por una comisión de consultores (congregatio theologorum minorum) serían discutidos detenidamente en sesiones preparatorias de congregaciones especiales de prelados para asuntos dogmáticos y congregaciones similares para las cuestiones legales (congregatio proelatorum theologorum y congregatio proelatorum canonistarum). Originalmente los padres conciliares se dividieron en tres congregaciones para la discusión de los temas, pero dejaron esa distribución por ser muy engorrosa. Después de todas las discusiones preliminares, el asunto así preparado se debatió en detalle en la congregación general (congregatio generalis) donde se le dio la forma final del decreto. Estas congregaciones generales estaban formadas por obispos, generales de las órdenes y abades con derecho a voto, los sustitutos de miembros ausente con derecho a voto y los representantes (oratores) de los gobiernos seculares. Los decretos que resultaban de tan exhaustivos debates se presentaban en las sesiones formales y se votaba sobre ellos.
El 18 de diciembre los legados presentaron diecisiete artículos ante las congregaciones generales respecto al orden del procedimiento en los temas a discutirse. Esto produjo una serie de dificultades, la primera de las cuales fue si se discutiría primero las cuestiones dogmáticas o la reforma de la vida de la Iglesia. Finalmente se decidió que ambos temas debían ser debatidos simultáneamente. Así después de la promulgación en las sesiones de los decretos referentes a los dogmas de la Iglesia siguió una promulgación similar de los de la disciplina y la reforma de la Iglesia. También se planteó la cuestión de si los generales de las órdenes y los abades que asistían al concilio tenían derecho al voto, sobre la cual hubo diversas opiniones. Tras largas deliberaciones se llegó a la decisión de que el voto del general de la orden era el voto de toda la orden y que los tres abades benedictinos enviados por el Papa para representar a toda la orden tenían derecho a un solo voto.
Surgieron violentas diferencias de opinión durante la discusión preparatoria del decreto que se presentaría a la segunda sesión para determinar el título que se debía dar al concilio. La cuestión era si al título de “Sacrosanto Concilio de Trento” (Sacrosancta tridentina synodus), se debían añadir las palabras “representando a la Iglesia universal” (universalem ecclesiam reproesentans). Según el obispo de Fiesole Braccio Martello, cierto número de miembros deseaban esta forma. Sin embargo, tal título, aunque justificado en si mismo, pareció peligroso a los legados y otros miembros debido a su incidencia sobre los concilios de Constanza y Basilea, puesto que podía pensarse que expresaba la superioridad del concilio ecuménico sobre el Papa. Por consiguiente, en vez de esa fórmula la frase adicional "oecumenica et generalis" fue propuesta y aceptada por casi todos los obispos. Sólo tres obispos que presentaron el asunto infructuosamente varias veces querían la fórmula "universalem ecclesiam reproesentans".
Un punto adicional se refería a los representantes de los obispos ausentes, es decir, si tenían derecho al voto o no. Originalmente, no se les permitió votar. El Papa Pablo III le concedió el derecho al voto por poder solamente a los obispos alemanes que no podían salir de sus diócesis debido a los problemas religiosos. En 1562, cuando el concilio se reunió de nuevo, Pío IV retiró ese permiso. Se aprobaron otras regulaciones respecto al derecho de los miembros de obtener los beneficios de sus diócesis durante la sesión del concilio y sobre el modo de vida de los miembros. Más tarde, durante el tercer periodo del concilio, se modificó variamente estas decisiones. Así, se dividió en seis clases a los teólogos del concilio, que se habían convertido en un grupo muy numeroso; cada uno de los cuales recibía un cierto número de borradores de los decretos en discusión. A menudo también se nombraban diputaciones especiales para ciertos asuntos. La regulación completa de los debates era muy prudente y ofrecía garantías de una discusión exhaustiva y absolutamente objetiva en todos los matices de las cuestiones traídas a debate. Se mantenía un servicio de correos regular entre Roma y Trento de manera que el Papa estaba completamente informado de los debates del concilio.

EL TRABAJO Y SESIONES

Primer Período en Trento

Entre los padres del Concilio y los teólogos convocados a Trento, hubo algunos hombres importantes. Los legados que presidieron el concilio estuvieron a la altura de su difícil tarea: Paceco de Jaén, Lorenzo Campeggio de Feltre, y el antedicho obispo de Fiesole, fueron especialmente conspicuos entre los obispos que estuvieron presente en las primeras sesiones; Girolamo Seripando, general de los Ermitaños de San Agustín era el más prominente de los generales de las órdenes. Entre los teólogos se debe mencionar a los eruditos dominicos Ambrosio Catarino y Domingo de Soto. Después de la sesión de apertura formal (13 de diciembre de 1545) se debatió las varias cuestiones sobre el orden de los asuntos y ni en la segunda sesión (7 de enero de 1546) ni en la tercera (4 de febrero de 1546) se trató asuntos de fe o disciplina. Los trabajos del concilio no comenzaron hasta que después de la tercera quedaron solucionados los asuntos preliminares y de orden de los asuntos. El representante del emperador, Francisco de Toledo, no llegó a Trento hasta el 15 de marzo y otro representante personal, Mendoza, llegó el 25 de mayo.
El primer tema de discusión que presentaron los legados ante la congregación general, el 8 de febrero, fue el de las Sagradas Escrituras como fuente de la Revelación Divina. Tras exhaustivas discusiones preliminares en las varias congregaciones, quedaron listos dos decretos para el debate en la cuarta sesión (8 de abril de 1546) que fueron adoptados por los padres. Al tratar el Canon de la Escritura declararon que, al mismo tiempo que en materia de fe y moral, la tradición de la Iglesia es, junto con la Biblia, el estándar de la revelación sobrenatural; luego, sobre el texto y uso de los Libros Sagrados, declararon que la Vulgata es el texto auténtico para los sermones y discusiones, aunque esto no excluía correcciones textuales. También se determinó que la Biblia debía ser interpretada según el testimonio unánime de los Padres y nunca ser mal usada para propósitos supersticiosos. Nada se decidió respecto a la traducción a las lenguas vernáculas
Mientras tanto, comenzaron intensas discusiones respecto a la reforma de la Iglesia entre el Papa y los legados. Éstos habían sugerido algunos temas, los cuales hacían especial referencia a la Curia Romana y su administración, a los obispos, los beneficios eclesiásticos y los diezmos, los órdenes y la educación del clero. Carlos V quería que se pospusiera la discusión de las cuestiones dogmáticas, pero el Papa y el concilio no estuvieron de acuerdo, de manera que el concilio debatía dogmas simultáneamente con los decretos sobre disciplina. El 24 de mayo toda la congregación comenzó la discusión sobre el pecado original, su naturaleza, consecuencias y su anulación por el bautismo. Al mismo tiempo se trajo el asunto de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, pero la mayoría decidió finalmente no tomar ninguna decisión dogmática en este punto. Las reformas debatidas trataban del establecimiento del profesorado teológico, la predicación y la obligación episcopal de residencia eclesiástica. Respecto a esto, el obispo español Pacheco trajo a colación el punto de si la obligación era de origen divino o si era simplemente una ordenanza eclesiástica de origen humano, asunto que llevó más tarde a largas y violentas discusiones.
En la quinta sesión (17 de junio de 1546) se promulgó el dogma del pecado original con cinco cánones (anatemas) contra las correspondientes doctrinas erróneas. También se promulgó el primer decreto de reforma (de reformatione), que trata (en dos capítulos) del profesorado en la Escritura y del aprendizaje secular (artes liberales) de los que predican la palabra divina, así como de los colectores de las limosnas.
Para la siguiente sesión, originalmente fijada para el 29 de julio, los asuntos propuestos para el debate general fueron el dogma de la justificación como cuestión dogmática y la obligación de residencia de los obispos como decreto disciplinario; los legados propusieron a la asamblea el tratamiento de estos asuntos el 21 de junio. El dogma de la justificación trajo a debate uno de los asuntos fundamentales que había de discutirse respecto a los herejes del siglo XVI y que presentaba en sí misma grandes dificultades. El partido imperial pensó en bloquear la discusión de todo el asunto, algunos Padres estaban preocupados por la guerra inminente de Carlos V contra los príncipes protestantes, y había disensión reciente entre el emperador y el Papa. Sin embargo, los debates sobre el asunto continuaron con el mayor celo; animados a veces con discusiones tempestuosas; el debate de la siguiente sesión general hubo de posponerse. No menos de sesenta y una congregaciones generales y otras cuarenta y cuatro congregaciones fueron necesarias para el debate de los temas importantes de la justificación y la obligación de residencia antes de que los asuntos estuvieran listos para una decisión final. En la sexta sesión regular (13 de enero de 1547) se promulgó el magistral decreto sobre la justificación (de justificatione) que constaba de un proemio o prefacio y dieciséis capítulos con treinta y tres cánones de condenación de las herejías opuestas. El decreto sobre la reforma fue uno de los cinco capítulos relativos a la obligación de residencia de los obispos y de los ocupantes de beneficios u oficios eclesiásticos. Estos decretos hacen de la sesión sexta una de las más importantes y decisivas de todo el concilio.
Los legados propusieron a la congregación general, como tema para la siguiente sesión, la doctrina de la Iglesia sobre los sacramentos y en lo relativo a la disciplina, una serie de ordenanzas sobre los nombramientos y actividades oficiales de los obispos y sobre los beneficios eclesiásticos. Una vez debatidos en la séptima sesión (3 de marzo de 1547) se promulgó un decreto dogmático con sus correspondientes cánones sobre los sacramentos en general (trece cánones), sobre el bautismo (catorce cánones) y sobre la Confirmación (tres cánones); se aprobó un decreto sobre la reforma (15 capítulos) respecto a los obispos y los beneficios eclesiásticos, en particular sobre las pluralidades, visitas y exenciones, respecto a la fundación de enfermerías y a los asuntos legales del clero.
Antes de esta sesión se había discutido el asunto de la posposición del concilio o su traslado a otra ciudad. Las relaciones entre el Papa y el emperador se habían tornado más tensas, había comenzado la guerra de Esmalcalda en Alemania y además surgió un brote de epidemia en Trento que causó la muerte al general de los franciscanos y a otros. Por lo tanto, los cardenales legados propusieron en la octava sesión (11 de marzo de 1547) trasladar el concilio a otra ciudad, apoyando su acción en el Breve publicado por el Papa poco tiempo antes. La mayoría de los padres votaron por el cambio a Bolonia y al día siguiente (12 de marzo) los legados se trasladaron allí. En la novena sesión el número de participantes se había elevado a cuatro cardenales, nueve arzobispos, cuarenta y nueve obispos, dos delegados, dos abades, tres generales de órdenes y cincuenta teólogos.

Período en Bolonia

La mayoría de los Padres se trasladaron a Bolonia con los legados, pero catorce obispos que pertenecían al partido de Carlos V permanecieron en Trento y no querían reconocer el traslado. El repentino cambio de lugar sin haber consultado al Papa no gustó a Paulo III, que seguramente vio que esto le llevaría a ulteriores serias dificultades con el emperador. De hecho, Carlos V estaba muy indignado con el cambio y a través de su embajador, Andreas de Vega, protestó y urgió vigorosamente para que se volviera a Trento. La derrota de la Liga de Esmalcalda aumentó el poder del emperador. Cardenales influyentes intentaron mediar entre él y el Papa, pero las negociaciones fallaron. El emperador protestó formalmente contra el traslado a Bolonia y rehusando permitir que los obispos españoles que estaban en Trento abandonaran la ciudad, inició las negociaciones de nuevo con los protestantes alemanes bajo su propia responsabilidad. Consecuentemente, en la sesión novena que se celebró en Bolonia el 21 de abril de 1574, el único decreto que se publicó fue el de posponer la sesión. La misma acción se realizó en la sesión décima del 2 de junio de 1547, aunque había habido debates exhaustivos sobre varios temas en las congregaciones. La tensión entre el Papa y el emperador iba creciendo a pesar de los esfuerzos de los cardenales Sfondrato y Christopher Madruzzi. Las negociaciones resultaban inútiles. Los obispos que habían permanecido en Trento no habían celebrado sesiones, pero cuando el Papa llamó a Roma a cuatro de los obispos de Bolonia y a cuatro de los de Trento, éstos se excusaron diciendo que no podían obedecer la llamada. Paulo III habría de esperar ahora oposición extrema del emperador. Por lo tanto, el 13 de septiembre, proclamó la suspensión del Concilio y ordenó al cardenal legado Del Monte que despidiera a los miembros del concilio reunidos en Bolonia, lo cual realizó el 17 de septiembre. Los obispos fueron llamados a Roma donde debían preparar los decretos para la reforma de la disciplina. Esto cerró el primer período del concilio. El Papa murió el 10 de noviembre de 1549.

Segundo Período en Trento

El sucesor de Paulo III fue Julio III (1550-55), Giovanni del Monte, primer cardenal legado del concilio, quien comenzó inmediatamente negociaciones con el emperador para reabrir el mismo. El 14 de noviembre de 1550 emitió la Bula "Quum ad tollenda," en la que se fijaba la reunión de nuevo en Trento. Nombró como presidentes al cardenal Marcelo Crescencio, arzobispo Sebastián Pighino de Siponto, y al obispo Luis Lipomanni de Verona. El cardenal legado llegó a Trento el 29 de abril de 1551, donde ya había, además del obispo de la ciudad, catorce obispos de las tierras regidas por el emperador Carlos V; algunos venían de Roma, donde habían permanecido, y el 1 de mayo de 1551 se celebró la sesión décimo primera, en la que se decretó la reapertura del concilio y se fijó la fecha de la siguiente sesión para el día 1 de septiembre. En las congregaciones de teólogos y en varias congregaciones generales se discutieron el sacramento de la Eucaristía y borradores de otros decretos disciplinares. Entre los teólogos estaban James Lainez y Alfonso Salmerón, enviados por el Papa, y Juan Arza, que representaba al emperador. Estaban presentes los embajadores del emperador, el rey Fernando, Enrique II rey de Francia, que estaba renuente a la asistencia de ningún obispo francés.
En la duodécima sesión (1 de septiembre de 1551) la única decisión tomada fue prorrogarlo hasta el 11 de octubre, debido a la expectación por la llegada de otros obispos alemanes, además de los arzobispos de Maguncia y Tréveris que ya estaban allí. La décimo tercera sesión se celebró el 11 de octubre de 1551. Promulgó un decreto sobre el sacramento de la Eucaristía (en 8 capítulos y 11 cánones) y un decreto sobre la reforma (en 8 capítulos) respecto a la supervisión que habían de ejercer los obispos y sobre la jurisdicción episcopal. Otro decreto posponía hasta la próxima sesión la discusión de cuatro artículos sobre la Eucaristía, es decir, sobre la Comunión bajo las dos especies de pan y vino y la Comunión de los niños. También se autorizó un salvoconducto para los protestantes que deseasen asistir al concilio. Ya había llegado a Trento un embajador de Joaquín II de Brandenburgo.
Los presidentes expusieron para la discusión ante la congregación general del 15 de octubre, borradores de las definiciones de los Sacramentos de la Penitencia y Extremaunción. Durante los meses de octubre y noviembre, estos temas ocuparon a las congregaciones generales y de teólogos, entre los que sobresalían John Gropper, Frederic Nausea, Tapper y Jean Hessels. En la décimo cuarta sesión, 25 de noviembre, el decreto dogmático promulgado contenía nueve capítulos sobre el dogma de la Iglesia respecto al sacramento de la penitencia y tres capítulos sobre la Extremaunción. A los capítulos sobre la Penitencia se añadieron quince cánones y a los capítulos sobre la Extremaunción se añadieron cuatro cánones que condenaban las enseñanzas heréticas al respecto. El decreto sobre la reforma trataba de la disciplina del clero y varios asuntos sobre los beneficios eclesiásticos.
Mientras tanto llegaron a Trento varios embajadores de los distintos príncipes protestantes. Hicieron varias demandas, entre ellas: que se anularan los decretos anteriores contrarios a la Confesión de Augsburgo; que se pospusieran los debates sobre los asuntos en disputa entre católicos y protestantes; que se definiera la subordinación del Papa al concilio ecuménico y otras proposiciones que el concilio no podía aceptar. Desde la clausura de la última sesión tanto las congregaciones de teólogos como las generales se habían ocupado en numerosas asambleas sobre el dogma del Santo Sacrificio de la Misa y de la ordenación de los sacerdotes así como con planes para nuevos decretos reformatorios. En la décimo quinta sesión (25 de enero de 1522), para hacer alguna oferta a los embajadores de los protestantes, se pospusieron las decisiones sobre los temas bajo consideración y se les extendió un nuevo salvoconducto, como querían. Además de los tres legados papales y el cardenal Madruzzi, estaban presentes en Trento diez arzobispos y cincuenta y cuatro obispos, la mayoría de ellos provenientes de los países regidos por el emperador. Debido al traicionero ataque de Mauricio de Sajonia contra Carlos V, la ciudad de Trento y los miembros del concilio corrían peligro, así que en la sesión decimosexta (23 de abril de 1552) se decretó suspenderlo por dos años. Sin embargo, transcurrió un período de tiempo más largo antes que pudiera reiniciar sus sesiones.

Tercer Período en Trento

El Papa Julio III no vivió para volver a convocar el concilio. Le sucedió Marcelo II (1555), anterior cardenal legado en Trento, Marcelo Cervini, el cual murió veintidós días después de su elección. Su sucesor, el austero Paulo IV (1555-59) realizó enérgicamente reformas internas tanto en Roma como en otras partes de la Iglesia; pero nunca consideró seriamente volver a convocar el concilio. El Papa Pío IV (1559-65) anunció a los cardenales poco después de su elección su intención de reabrir el concilio. De hecho, había encontrado al hombre idóneo, su sobrino, el cardenal arzobispo de Milán Carlos Borromeo, para completar el importante trabajo y aplicar sus decisiones al uso normal de la Iglesia. De nuevo surgieron grandes dificultades por todas partes. El emperador Fernando deseaba el concilio pero quería que se celebrase en alguna ciudad alemana y no en Trento. Además deseaba que se reuniese no como continuación sino como un concilio nuevo. El rey de Francia también deseaba un nuevo concilio y tampoco lo quería en Trento. Los protestantes de Alemania hacían lo posible para que no se reuniera un concilio. Después de largas negociaciones, Fernando, los reyes de España y Portugal, la Suiza católica y Venecia dejaron el asunto en manos del Papa.
El 29 de noviembre de 1560 se publicó la Bula "Ad ecclesiae regimen", la cual ordenaba que el concilio se reuniera de nuevo en Trento en la Pascua de Resurrección de 1561. A pesar de todos los esfuerzos de los nuncios papales, Delfino y Commendone, los protestantes alemanes persistieron en su oposición. El cardenal Ercole Gonzaga fue nombrado presidente del concilio, y sería asistido por los cardenales legados Estanislao Hosio, Jacobo Puteo (du Puy), Girolamo Seripando, Luigi Simonetta, y Marco Sítico de Altemps. La apertura del concilio se retrasó porque los obispos iban llegando muy lentamente. Finalmente el 18 de enero de 1562, se celebró la decimoséptima sesión, la cual proclamó la revocación de la suspensión del concilio y fijó la fecha de la siguiente sesión. Estaban presente, además de los cuatro cardenales legados, un cardenal, tres patriarcas, once arzobispos, cuarenta obispos, cuatro abades y cuatro generales de órdenes, además de 34 teólogos. Los embajadores de los príncipes crearon muchas dificultades y exigieron demandas que eran parcialmente imposibles. Los protestantes siguieron calumniando a la asamblea. El emperador Fernando quería que se pospusieran las cuestiones dogmáticas.
En la sesión decimoctava (25 de febrero de 1562), sólo se decidió la publicación de un decreto sobre la elaboración de una lista de libros prohibidos y un acuerdo sobre un salvoconducto para los protestantes. En las dos sesiones siguientes, la decimonona el 14 de mayo y la vigésima, el 4 de junio de 1562, sólo se emitieron los decretos que prorrogaban el concilio. En verdad el número de miembros había aumentado y habían llegado a Trento varios embajadores de gobernantes católicos, pero algunos príncipes continuaron poniendo obstáculos sobre el carácter del concilio y el lugar de la celebración. El emperador Fernando envió un plan exhaustivo de reformas de la Iglesia que contenía muchos artículos imposibles de aceptar. Sin embargo, los legados prosiguieron sus trabajos y presentaron el borrador del decreto sobre la Comunión, que trataba especialmente el asunto de la Comunión bajo dos especies así como los borradores de varios decretos disciplinarios, que fueron sometidos a las discusiones habituales.
En la vigésimo primera sesión (16 de julio de 1562) se promulgó el decreto de la Comunión bajo dos especies y el de la Comunión de los niños, en cuatro capítulos y cuatro cánones. También se promulgó un decreto sobre reformas en nueve capítulos, que tratan de la ordenación de los sacerdotes, los ingresos de los canónigos la fundación de nuevas parroquias y la colecta de limosnas. Quedaron para la discusión en las congregaciones los artículos sobre el Sacrificio de la Misa; en los meses siguientes hubo largos y animados debates sobre el dogma. En la vigésimo segunda sesión, que no se efectuó sino hasta el 17 de septiembre de 1562, se promulgaron cuatro decretos; el primero contenía el dogma de la Iglesia sobre el Sacrificio de la Misa (en 9 capítulos y 9 cánones); el segundo sobre la supresión de los abusos en la ofrenda del Santo Sacrificio; el tercero (en 11 capítulos) trata de la reforma, especialmente en lo referente a la moral del clero, los requerimientos necesarios antes de asumir oficios eclesiásticos, las herencias, la administración de las fundaciones religiosas; el cuarto trataba de conceder a los laicos la Copa de Comunión, lo que se dejó a la discreción del Papa.
El concilio apenas había estado nunca en una posición más difícil: los gobernantes seculares presentaban demandas contradictorias y, en parte, imposibles de conceder. Al mismo tiempo las discusiones de los Padres sobre el deber de residencia y sobre las relaciones de los obispos con el Papa iban entrando en calor. Los obispos franceses que llegaron el 13 de noviembre hicieron algunas proposiciones dudosas. Murieron dos de los cardenales legados: Gonzaga y Seripando. Los dos nuevos legados y presidentes, Giovanni Morone y Navagero, fueron poco a poco venciendo las dificultades. Los varios puntos dogmáticos concernientes a la ordenación de sacerdotes se discutieron tanto en las congregaciones generales como en las de 84 teólogos, entre los que Alfonso Salmerón, Domingo de Soto y James Lainez fueron los más prominentes. Finalmente, el 15 de julio de 1563 se celebró la vigésimo tercera sesión, que promulgó el decreto sobre el Sacramento del Orden y sobre la jerarquía eclesiástica (en cuatro capítulos y ocho cánones) y un decreto sobre la reforma (en dieciocho capítulos). Este decreto disciplinar trataba de la obligación de residencia, la concesión de los distintos grados de ordenación, y la educación de los clérigos jóvenes (seminaristas). Los decretos que se proclamaran ante la Iglesia en esta sesión fueron el resultado de largos y arduos debates en los que tomaron parte 235 miembros con derecho a voto.
Surgieron disputas sobre si había que terminar ya rápidamente con el concilio o seguir adelante. Mientras las congregaciones debatían el borrador del decreto sobre el Sacramento del Matrimonio y en la sesión vigésimo cuarta (11 de noviembre de 1563) se promulgaron un decreto dogmático (con doce cánones) sobre el matrimonio como sacramento y un decreto de reforma (en diez capítulos) que trata de varias condiciones requeridas para contraer un matrimonio válido. Se publicó también un decreto general sobre reforma (en 21 capítulos), el cual trataba de varios asuntos sobre la administración de los oficios eclesiásticos.
El deseo de cerrar el concilio fue creciendo en todos los que estaban relacionados con él y se decidió clausurarlo lo antes posible. Quedaba una serie de temas discutidos preliminarmente y que ya estaban listos para la definición final. Consecuentemente en la final y vigésimo quinta sesión, que ocupó dos días, (3 a 4 de diciembre de 1563) se aprobaron y promulgaron los siguientes decretos: el 3 de diciembre, un decreto dogmático sobre la veneración e invocación de los santos y sobre sus imágenes y reliquias; un decreto de reforma (en 22 capítulos) sobre monjes y monjas; un decreto de reforma sobre el modo de vida de cardenales y obispos, certificaciones de aptitud para los eclesiásticos, legados para las Misas, administración de beneficios eclesiásticos, supresión del concubinato entre el clero y la vida del clero en general.
El 4 de diciembre se promulgaron los siguientes decretos: uno dogmático sobre las indulgencias; uno sobre los días de fiesta y ayuno; otro sobre la preparación, por parte del Papa, de ediciones del Misal, Breviario y catecismo y una lista de libros prohibidos. También se declaró que ningún poder secular había sido colocado en desventaja por el orden y rango acordado para sus embajadores; los gobernantes fueron invitados a aceptar las decisiones del concilio y a ejecutarlas. Finalmente, se leyeron y declararon obligatorios los decretos aprobados por el concilio durante los pontificados de Paulo III y Julio III. Después que los Padres concordaron en presentar al Papa los decretos para su confirmación, el presidente, cardenal Morone, declaró clausurado el concilio. Los decretos fueron suscritos por 215 padres conciliares: 4 cardenales legados, 2 cardenales, 3 patriarcas, 25 arzobispos, 167 obispos, 7 abades, 7 generales de órdenes y 19 apoderados de 33 prelados ausentes. Los decretos se confirmaron el 26 de enero de 1564 por Pío IV en la Bula "Benedictus Deus," y fueron aceptados por los países católicos y por algunos con reserva.
El Concilio Ecuménico de Trento ha demostrado ser de la mayor importancia para el desarrollo de la vida interior de la Iglesia. Ningún concilio ha desarrollado sus tareas en circunstancias más difíciles y ninguno ha tenido que decidir tantas cuestiones de la mayor importancia. La asamblea demostró al mundo que a pesar de la repetida apostasía en la vida de la Iglesia, había aún abundancia de fuerza religiosa y de fiel defensa de los principios inmutables del cristianismo. Aunque desafortunadamente el concilio, sin que los padres reunidos fueran culpables, no fue capaz de curar las diferencias religiosas de Europa occidental, sin embargo la verdad divina infalible fue claramente proclamada en oposición a las falsas doctrinas de su tiempo y de esta forma se pusieron unos firmes fundamentos para vencer la herejía, así como para ejecutar una genuina reforma interna de la Iglesia.


Concilio de Trento. Años 1545-1563
 
XIX concilio ecumenico. Papa Paulo III. Julio III. Pío IV. Contra los errores del protestantismo y por la disciplina eclesiástica
Papa Paulo III. Julio III. Pío IV. Contra los errores del protestantismo y por la disciplina eclesiástica. Fue transferido durante dos años a Bolonia. En veintidós reuniones logró oponer una verdadera y sabia reforma de la Iglesia a los excesos y a los innumerables errores de la reforma protestante.

El Concilio de Trento señala un cambio en la historia del mundo cristiano, pues muestra el dogma católico no sólo en su esplendor de verdad revelada, sino con su valor de vida sobrenatural. Comenzó en 1547 siendo papa Pablo III, y terminó en el año 1563, después de varias interrupciones. Conviene distinguir en el tres partes: el concilio de Paulo III, de 1545 a 1547; el concilio de Julio III, de 1549 a 1551; y, finalmente, el concilio de Pío IV, de 1561 a 1563. La obra doctrinal del Concilio de Trento fortificó la disciplina eclesiástica frente al protestantismo; renovó la disciplina eclesiástica y estrechó los lazos entre el Papa y los miembros de la Iglesia.

El concilio de Trento, el más largo de todos, dieciocho años, fue suspendido en varias ocasiones y se reanudó hasta su conclusión en l563.

La causa principal fue la revolución protestante de Martín Lutero, que socavó profundamente los cimientos de la fe cristiana.

El concilio hizo una revisión general de toda la doctrina, ya fuere sobre la Biblia, sobre cada uno de los Sacramentos, como la legítima autoridad que le asiste a la Iglesia y la misión que debe cumplir en el mundo.

La Iglesia, como madre y maestra de la fe, tuvo que aclarar conceptos dudosos, afianzar verdades, promulgar nuevas leyes y anunciar sanciones disciplinarias a los infractores.

Defensa de la Sagrada Escritura. Doctrina sobre el pecado original, la santificación y la gracia, sobre los Sacramentos, especialmente sobre la Eucaristía y la Misa, sobre el culto de las imágenes y las indulgencias.- Condenación de los errores de Lutero.



SACROSANTO, ECUMÉNICO Y GENERAL
CONCILIO DE TRENTO


Esta es la fe del bienaventurado san Pedro, y de los Apóstoles;
esta es la fe de los Padres; esta es la fe de los Católicos



  • INICIO DEL CONCILIO DE TRENTO


  • PROLOGO


  • BULA CONVOCATORIA


  • ABERTURA DEL CONCILIO DE TRENTO


  • DECRETO SOBRE EL ARREGLO DE VIDA, Y OTRAS COSAS QUE DEBEN OBSERVARSE EN EL CONCILIO


  • EL SÍMBOLO DE LA FE


  • LAS SAGRADAS ESCRITURAS

    • DECRETO SOBRE LAS ESCRITURAS CANÓNICAS
      DECRETO SOBRE LA EDICIÓN Y USO DE LA SAGRADA ESCRITURA
  • EL PECADO ORIGINAL

  • LA JUSTIFICACIÓN

  • LOS SACRAMENTOS
  • TRANSFERENCIA DEL CONCILIO DE PAULO III A JULIO III


  • EL SACRAMENTO DE LA EUCARÍSTIA
    • DECRETO SOBRE EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
      CÁNONES DEL SACROSANTO SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
      DECRETO SOBRE LA REFORMA

  • LOS SACRAMENTOS DE LA PENITENCIA Y DE LA EXTREMAUNCIÓN

  • TRANSFERENCIA DEL CONCILIO DE JULIO III A PÍO IV


  • LA COMUNIÓN SACRAMENTAL
    • DOCTRINA DE LA COMUNIÓN EN AMBAS ESPECIES, Y DE LA DE LOS PÁRVULOS.
      CÁNONES DE LA COMUNIÓN EN AMBAS ESPECIES, Y DE LA DE LOS PÁRVULOS.
      DECRETO SOBRE LA REFORMA

  • EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO
    • DOCTRINA SOBRE EL SACRIFICIO DE LA MISA
      CÁNONES DEL SACRIFICIO DE LA MISA
      DECRETO SOBRE LO QUE SE HA DE OBSERVAR,
      Y EVITAR EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA
      DECRETO SOBRE LA REFORMA
      DECRETO SOBRE LA PRETENSIÓN DE QUE SE CONCEDA EL CÁLIZ

  • EL SACRAMENTO DEL ORDEN

  • EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

    • DOCTRINA SOBRE EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
      CÁNONES DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
      DECRETO DE REFORMA SOBRE EL MATRIMONIO
  • OBISPOS Y CARDENALES


  • EL PURGATORIO


  • LA INVOCACIÓN, VENERACIÓN Y RELIQUIAS DE LOS SANTOS, Y DE LAS SAGRADAS IMÁGENES


  • LOS RELIGIOSOS Y LAS MONJAS


  • DECRETO SOBRE LA REFORMA


  • LAS INDULGENCIAS, LA MORTIFICACIÓN

    • EL ÍNDICE Y LOS EMBAJADORES
  • LA ELECCIÓN DE MANJARES, DE LOS AYUNOS Y DÍAS DE FIESTA


  • ÍNDICE DE LOS LIBROS, DEL CATECISMO, BREVIARIO Y MISAL

    • LUGAR DE LOS EMBAJADORES
  • FINALIZACIÓN DEL CONCILIO DE TRENTO

    • Que los decretos del Concilio se deben recibir y observar
      Que los decretos del Concilio hechos en tiempo de los Pontífices Paulo III y Julio III se reciten en esta Sesión
  • Del fin del Concilio, y de que se pida al Papa su confirmación




  •  

    CONTENIDO

    La situación previa al Concilio

    Corrupción e indisciplina en la Iglesia

    Nuevo interés en los estudios bíblicos

    Nace la Reforma protestante
    Algunas tentativas fallidas

    La convocatoria al Concilio

    La inauguración del Concilio

    El desarrollo del Concilio

    Primera etapa del Concilio (1545-1547)

    Autoridad equivalente de las Escrituras y la Tradición apostólica

    El canon de las Escrituras

    La Vulgata de Jerónimo es declarada “auténtica”

    La Iglesia de Roma reserva para sí la autoridad para interpretar la Biblia

    Se prohíben ediciones de la Biblia no autorizadas por los obispos

    El pecado original

    La justificación

    Doctrina sobre los sacramentos

    Segunda etapa del Concilio (1551-1552)

    Presencia real de Cristo en la eucaristía

    Sacramentos de penitencia y extremaunción

    Tercera y última etapa del Concilio (1562-1563)

    Presencia de Cristo bajo cada una de las especies eucarísticas

    La eucaristía es un verdadero sacrificio
    La Iglesia tiene una jerarquía divinamente instituida
    El matrimonio como sacramento
    Purgatorio, santos, reliquias, imágenes e indulgencias
    Las imágenes
    Ratificación del Concilio

    Bibliografía selecta


    El Concilio de Trento, que la Iglesia Católica cuenta como 19º Ecuménico, es uno de los grandes acontecimientos que en el siglo XVI modificaron definitivamente el cristianismo en Occidente. Aunque a menudo se lo describe como la respuesta romana a la Reforma protestante, la realidad es más compleja.

    La situación previa al Concilio

    A continuación consideraremos algunos aspectos que permiten comprender el contexto histórico en el cual se convocó el Concilio de Trento.
    Corrupción e indisciplina en la Iglesia
    La corrupción de la iglesia occidental había sido denunciada por Jerónimo Savonarola, quien pagó su osadía con su vida en 1498. No obstante, los males que el fraile había denunciado eran percibidos como muy reales por muchos otros.
    La situación la Iglesia europea a comienzos del siglo XVI era deplorable en muchos sentidos. Por una parte, vicios como la simonía (compra y venta de cargos eclesiásticos) y el nepotismo (otorgamiento de cargos a familiares) estaban muy difundidos, y los propios Papas se destacaban en su ejercicio. El descuido generalizado de las labores pastorales se acompañaba de una descarada explotación económica del sistema de indulgencias y otras formas de tributo que permitían que los cardenales y obispos vivieran como los príncipes seculares.
    El 10 de mayo de 1512 se había inaugurado el V Concilio de Letrán, convocado por el Papa Julio II (1503-1513). En su apertura, el general de los Agustinos, Egidio de Viterbo, había declarado: “Lo santo debe transformar a los hombres, no los hombres a lo santo”.
    Tras la muerte de Julio II, dos monjes le enviaron a su sucesor, León X (1513-1521), un documento extremadamente crítico de la situación de la Iglesia con propuestas concretas para una reforma. Sin embargo, este concilio logró bien poco con sus decretos, sobre todo porque, como nota el historiador jesuita Hubert Jedin, “faltaba la voluntad consecuente de ponerlos en práctica”.

    Nuevo interés en los estudios bíblicos

    En tanto, el florecimiento del movimiento humanista en Italia había traído consigo no sólo la recuperación de los clásicos griegos y latinos, sino también un renovado interés en el estudio de la Biblia en sus lenguas originales, así como de los escritores cristianos antiguos (Padres). La invención de la imprenta de tipos móviles hizo posible a partir de 1483 una difusión de las obras literarias impensable en los siglos previos.
    Uno de los primeros en pasar del diagnóstico a la acción fue el Cardenal Francisco Ximenes de Cisneros, confesor de Isabel la Católica y desde 1495 arzobispo de Toledo. Cisneros desarrolló un amplio programa que incluía tanto la atención pastoral como la educación del clero. Con este propósito fundó la Universidad de Alcalá de Henares. También inició un ambicioso proyecto de edición de las Escrituras en hebreo, griego y latín que culminó en la Biblia Políglota Complutense (Complutum es el nombre latino de Alcalá), que terminó de imprimirse en 1517 pero se publicó 5 años más tarde. Esta edición incorporaba gramáticas, léxicos, concordancias y otras ayudas para el hebreo y griego.
    El retorno a la Escritura y a los escritos de los Padres era propiciado por otros humanistas cristianos, como John Colet en Inglaterra, Jacques LeFevre d´Etaples en Francia y, sobre todo, por Erasmo de Rotterdam, el “príncipe de los humanistas”, responsable de la primera edición impresa publicada del Nuevo Testamento griego (1516). Todos ellos propiciaban una fe más basada en la piedad individual y en el ejemplo que en las reglas y los ritos.
    Nace la Reforma protestante
    Así las cosas, en 1517 aparece Martín Lutero en escena. Ni León X ni sus asesores justipreciaron la gravedad de la crisis que se cernía sobre la cristiandad de Occidente. En 1518, luego del fracaso de la gestión del legado papal Tomás de Vío (Cayetano), Lutero apeló a un concilio general. Tal apelación había sido prohibida por el papa Martín V (1417-1431). [1] Los papas Pío II (1458-1464), Sixto IV (1471-1484) y Julio II ratificaron la prohibición.
    Luego del debate entre el teólogo Juan Eck y Lutero en Leipzig (1519), el Papa León X, mediante la bula Exsurge Domine de 1520, excomulgó formalmente a Lutero. Este, en respuesta, quemó públicamente la bula. En el mismo año, en su obra A la nobleza cristiana de la nación alemana, Lutero convocaba a los príncipes a llevar a cabo por sí mismos la reforma de la Iglesia, e insistía con la idea del concilio. Aunque Lutero no consideraba infalibles a los concilios, creía que proporcionaban la mejor garantía posible de realizar la reforma propuesta.
    En 1521 en la dieta o asamblea de Worms, el clamor por un concilio comenzó a cobrar fuerza, aunque no obtuvo respuesta de Roma. En la dieta del año siguiente en Nurenberg todos los estados alemanes, tanto protestantes como católicos, reclamaron la realización de un concilio “general, libre, cristiano y en territorio alemán”. Jedin observa (p. 109) que “La fórmula parecía anodina, pero tras ella se ocultaban, por lo menos en la mente de los luteranos, exigencias que no podían menos que causar graves inquietudes en Roma”. En efecto, por “libre” se entendía “libre de la influencia del papa” pues no podía ser juez y parte; por “cristiano” que debía incluir no solamente clérigos sino laicos, y sobre la base de la autoridad que Lutero defendía como definitiva, Sola Scriptura. Y había de realizarse en Alemania porque el conflicto había comenzado allí.
    Si bien el legado pontificio comunicó en la dieta de Nurenberg la voluntad del Papa Adriano VI (1522-1523) de realizar el anhelado concilio, el sucesor de éste, Clemente VII (1523-1534), aunque sin negarse nunca de plano, se las arregló para dilatar indefinidamente la convocatoria. El Papa temía las consecuencias que un concilio podía acarrear tanto para la Iglesia como para su persona, dado su propio nacimiento ilegítimo. Además, la política europea estaba dominada por la pugna entre el emperador Carlos V y el rey francés, Francisco I. El emperador se había tornado un convencido proponente del concilio, pero por razones políticas el Papa respaldaba al rey francés. El historiador católico Giacomo Martina añade:
    Por otra parte, las circunstancias históricas no facilitaban la convocación: entre 1521 y 1599 estallan diversas guerras (1521-29, 1536-38, 1542-44, 1552-59) entre los Austrias y Francia que trataba de asegurar su independencia y de quebrar la hegemonía europea de Carlos V. ¿Cómo asegurar el libre ir y venir de los obispos, reunir en discusión serena a representantes de los dos bandos contendientes y conciliar la neutralidad política del Papa en la guerra entre ambos bloques con la estrecha unión necesaria entre ambos para luchar contra la herejía? (p. 231-232)
    Algunas tentativas fallidas
    No obstante las dificultades enunciadas, el siguiente Papa, Paulo III (1534-1549) prometió al emperador la convocatoria del demorado concilio. Paulo III comprendía bien la necesidad del concilio y la reforma. En 1536 formó una comisión que estaba integrada, entre otros, por sus cardenales Gaspar Contarini, Juan Pedro Carafa, Reginaldo Pole, Jacobo Sadoleto y el obispo de Verona, Juan Mateo Giberti. [2]
    En marzo del siguiente año la comisión presentó al Papa un documento, el Consilium de emendanda ecclesia, que detallaba todos los problemas detectados y proponía drásticas y urgentes soluciones; en palabras de Olin (p. 65), era “un ataque sorprendentemente franco e incisivo contra la venalidad y otros abusos asociados con el sistema curial”.
    El mismo año 1537 Paulo III hizo una primera convocatoria para realizar el concilio en Mantua y luego en Vicenza, que fue un sonoro fracaso y luego de varias demoras fue suspendido por tiempo indefinido en 1539. En el año siguiente, mediante la bula Regimini militantis ecclesiae, el papa dio su aprobación a la creación de la Compañía de Jesús (jesuitas), formada por Ignacio de Loyola (1491-1556). Esta orden con organización militar habría de tener un papel destacado en Trento y como instrumento papal en la lucha contra la “herejía”. En 1541, por iniciativa del emperador Carlos V se reunieron en Ratisbona católicos y luteranos en un coloquio destinado a aproximar las respectivas posiciones.
    A Ratisbona, donde asistieron la mayoría de los príncipes de Alemania y el emperador mismo, concurrieron dos de los principales reformadores, Felipe Melanchton y Martín Bucero, este último trayendo consigo un reformador de la segunda generación que pronto eclipsaría en influencia a todo el resto, el joven Juan Calvino. El Papa envió, como legado, al veneciano Gaspar Contarini, teólogo y estadista, la mayor figura que la Curia había conocido por generaciones, y un hombre de vida santa. Si Contarini, un constante oponente de soluciones extremas, fue a Ratisbona realmente creyendo que el desacuerdo sobre lo fundamental no era tan serio como muchos creían, pronto fue iluminado (Hughes).
    En efecto, aunque se llegó a una fórmula de compromiso sobre la justificación por la fe, no hubo acuerdo sobre los sacramentos de eucaristía y penitencia y, sobre todo, acerca de la naturaleza misma de la Iglesia. El coloquio de Ratisbona sólo sirvió para dejar claro a todos los participantes que la posición tradicional y la reformada eran irreconciliables.

    La convocatoria al Concilio

    Entre tanto, los avances del protestantismo en Italia preocupaban al Papa, al punto que en 1542 restableció el tribunal del Santo Oficio (inquisición). Tras estudiar las posibilidades, Paulo III convocó mediante una bula del 22 de mayo del mismo año a un concilio a realizarse en la ciudad de Trento, perteneciente al imperio pero próxima a la frontera con Italia. No obstante, poco después Francisco I declaró la guerra al emperador, lo cual obligó a suspender una vez más el sínodo.
    Dos años más tarde, tras la paz de Crépy, el Papa levantó la suspensión. El concilio se reuniría el 15 de marzo de 1545. En el interín, y por causa de la guerra, Carlos V se había visto obligado a otorgar ciertas concesiones a los príncipes protestantes. Sin embargo, narra Jedin (p. 115),
    A comienzos del verano de 1545 se pusieron de acuerdo el papa y el emperador para una acción común contra los protestantes alemanes. En primer lugar trató de destruir la fuerza militar de la liga de Esmalcalda; luego se pensó en una posible participación de los protestantes en el concilio. Sería esto parte de un vasto plan de restauración de la unidad de la fe.
    Los protestantes no mordieron el anzuelo, y se rehusaron a participar. José Grau (vol. 1, p. 570-573) cita extensamente un tratado de Calvino sobre una carta dirigida por Paulo III al emperador. Calvino dice, entre otras cosas:
    El papa no desea que nuestra causa sea considerada por el camino de la discusión, escuchando y dialogando, sino que cree más conveniente empezar condenándonos (...) ¿en qué ciudad se ha convocado el concilio? En Trento. ¿Quiénes lo compondrán? Los italianos, sin duda alguna, serán la mayoría. De entre ellos apenas si puede encontrarse la sombra de un hombre bueno. ¿Qué equidad y moderación regularán las sesiones? Incluso en el supuesto de que los obispos acudieran allí sin prejuicios, serenos, piadosos y dispuestos a la deliberación, allí estaría el papa Farnese [Paulo III] que ya ahora afirma que la causa que va a discutirse es una causa condenada de antemano. Sería, pues, superfluo dedicar el menor esfuerzo para prestar atención a todo esto.
    La inauguración del Concilio
    Razón no le faltaba al reformador. El concilio de Trento finalmente se inauguró el 13 de diciembre de 1545, presidido por legados papales [3] y con la presencia de un número ínfimo de obispos, la mayoría italianos. Jedin y Martina mencionan 25 obispos y 5 generales de Órdenes religiosas; Hughes 31 ó 32 obispos (sin contar los legados papales). Además había 48 asesores expertos, es decir, teólogos y especialistas en derecho canónico.
    Había una diferencia entre el emperador y el papa en cuanto a las prioridades, éste quería que se esclareciesen los puntos doctrinales (en contra de los reformadores), mientras que Carlos V estaba mucho más interesado en la imprescindible reforma disciplinar de la Curia y del clero. Finalmente prevaleció una solución salomónica propuesta por el obispo Tomás Campeggio: el 22 de enero de 1546 se decidió que ambos aspectos se abordarían en paralelo por parte de diferentes comisiones.
    El reglamento de funcionamiento fue establecido por los propios conciliaristas. A diferencia de lo admitido en los concilios del siglo anterior, solamente los obispos, los generales de Órdenes religiosas y los representantes de congregaciones de monjes tendrían voto. En cambio, a los obispos alemanes sólo se les permitió participar por medio de un representante que carecería de voto decisivo. Las discusiones se llevarían a cabo en tres niveles, congregaciones de teólogos, congregación general y sesiones solemnes:
    ... había en primer lugar las «congregaciones de teólogos», que en definitiva servían para informar a los prelados con derecho a voto. Estaban compuestas por competentes teólogos sin dignidad episcopal (...) Constituía el segundo grado la congregación general de todos los prelados con derecho al voto (...) En estas reuniones daba cada uno su «votum» sobre las cuestiones dogmáticas o de reforma, originándose a menudo animados debates. La formulación de los decretos estaba encargada a delegaciones elegidas al efecto, aunque a veces asumían este papel los legados, asesorados por técnicos. En las sesiones solemnes (...) se limitaban a votar sobre los decretos presentados ya en forma definitiva (...) el derecho de proposición, es decir, la determinación del orden del día, competía a los legados, sin embargo, todos los miembros, así como los enviados de las potencias acreditados cerca del concilio, podían presentar ponencias a la dirección (Jedin, p. 116-117).

    El desarrollo del Concilio

    El concilio tuvo un curso notablemente accidentado, y se desarrolló en tres fases con un total de 25 sesiones solemnes: la primera fase del 13 de diciembre de 1545 al 2 de junio de 1547 (10 sesiones); la segunda del 1 de mayo de 1551 al 28 de abril de 1552 (6 sesiones) y la tercera del 17 de enero de 1562 al 4 de diciembre de 1563 (9 sesiones). He aquí la lista de los temas dogmáticos tratados, según Hughes:
    DOCTRINA SESION FECHA CÁNONES DECRETOS
    Las fuentes de la revelación 4 8 de abril de 1546 -- 1
    El pecado original 5 7 de junio de 1546 5 4
    La Justificación 6 13 de enero de 1547 33 16
    Los sacramentos en general 7 3 de marzo de 1547 13 1
    El bautismo 7 3 de marzo de 1547 14 --
    La confirmación 7 3 de marzo de 1547 3 --
    La eucaristía (misa) 13 11 de octubre de 1551 11 8
    La penitencia (confesión) 14 25 de noviembre de 1551 15 15
    La extremaunción 14 25 de noviembre de 1551 4 3
    La eucaristía (misa) 21 16 de junio de 1562 4 3
    La eucaristía (misa) 22 9 de septiembre de 1562 9 4
    La ordenación 23 14 de julio de 1563 8 3
    El matrimonio 24 11 de noviembre de 1563 12 1
    El Purgatorio 25 4 de diciembre de 1563 -- 1
    Santos, reliquias e imágenes 25 4 de diciembre de 1563 -- 3
    Las indulgencias 25 4 de diciembre de 1563 -- 1
    Primera etapa del Concilio (1545-1547)
    La primera fase del Concilio comenzó, como se dijo, con alrededor de 30 obispos; gradualmente se agregaron otros hasta alcanzar 68. En la segunda fase (1551-1552) el número osciló entre 44 y 51. En el tercer y último período reanudaron el concilio 105 obispos, se agregaron otros hasta sumar 228 en la sesión 24ª , mientras que en la siguiente y final sesión hubo 176. En suma, durante la mayor parte de este prolongado concilio, decisivo en el curso posterior de la Iglesia de Roma y de la cristiandad toda, hubo menos de 70 obispos. Como comparación, cabe recordar que en el primer concilio ecuménico (Nicea, 325) se reunieron 318 obispos, y en el cuarto (Calcedonia, 451) aproximadamente 600. A pesar de ello, el Concilio no vaciló en autocalificarse oficialmente como “sacrosanto, ecuménico y universal”. En la sesión 3ª del 4 de febrero adoptó como credo el muy ortodoxo denominado “Símbolo Niceno-Constantinopolitano”

    Autoridad equivalente de las Escrituras y la Tradición apostólica

    En la 4ª sesión del 8 de abril de 1546, el Concilio estableció la validez de la denominada “tradición apostólica” en un mismo nivel de autoridad que las Escrituras:
    El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo y presidido de los mismos tres Legados de la Sede Apostólica, proponiéndose siempre por objeto, que exterminados los errores, se conserve en la Iglesia la misma pureza del Evangelio, que prometido antes en la divina Escritura por los Profetas, promulgó primeramente por su propia boca. Jesucristo, hijo de Dios, y Señor nuestro, y mandó después a sus Apóstoles que lo predicasen a toda criatura, como fuente de toda verdad conducente a nuestra salvación, y regla de costumbres; considerando que esta verdad y disciplina están contenidas en los libros escritos, y en las tradiciones no escritas, que recibidas de boca del mismo Cristo por los Apóstoles, o enseñadas por los mismos Apóstoles inspirados por el Espíritu Santo, han llegado como de mano en mano hasta nosotros; siguiendo los ejemplos de los Padres católicos, recibe y venera con igual afecto de piedad y reverencia, todos los libros del viejo y nuevo Testamento, pues Dios es el único autor de ambos, así como las mencionadas tradiciones pertenecientes a la fe y a las costumbres, como que fueron dictadas verbalmente por Jesucristo, o por el Espíritu Santo, y conservadas perpetuamente sin interrupción en la Iglesia católica (negritas añadidas).[4]
    Evidentemente esto era una respuesta a la doctrina de la autoridad suprema de la Biblia (Sola Scriptura) enarbolada por Lutero y todos los reformadores. Como quiera que la identidad y el alcance de la supuesta “tradición apostólica” no se delimitó en absoluto, la declaración dejó abierto el camino para una serie de doctrinas extra e incluso antibíblicas.

    El canon de las Escrituras

    Un hecho extraño en la historia del cristianismo es que ninguno de los grandes concilios ecuménicos de la antigüedad declaró de manera inequívoca el canon de la Biblia, es decir la lista de libros que constituyen las Sagradas Escrituras. El reconocimiento del canon del Nuevo Testamento, tal como lo conocemos hoy, aparece por primera vez en una carta de Atanasio, obispo de Alejandría, en 367. Aunque obviamente Lutero no consideraba las epístolas de Judas, de Santiago y a los Hebreos ni el Apocalipsis al mismo nivel que el resto de los libros del Nuevo Testamento, tampoco se atrevió a excluirlos. En general los reformadores recibieron los 27 libros del Nuevo Testamento reconocidos como canónicos al menos desde el tiempo de Atanasio.
    El canon del Antiguo Testamento era más problemático, porque los manuscritos bíblicos de origen cristiano solían incluir un número variable de libros que los hebreos nunca recibieron como Escritura inspirada. En sínodos regionales reunidos en el norte de África a fines del siglo IV se había propuesto la inclusión de estos libros, a veces llamados “apócrifos” y a veces “eclesiásticos”. Asimismo, presuntos documentos papales de la época (probablemente fraguados con posterioridad) parecían apoyar la inclusión.
    No obstante, el hecho de que no había consenso (mucho menos una decisión final) se evidencia en que Jerónimo, al producir la versión latina concluida en el siglo V que más tarde se conoció como la Vulgata, estableció una clara diferencia entre el canon hebreo de 39 libros (la hebraica veritas) y los libros apócrifos. Consideraba estos últimos como útiles para la edificación e instrucción, pero no para basar doctrinas en ellos. La enorme influencia de Jerónimo en Occidente perduró durante toda la Edad Media. Incluso durante el mismo siglo XVI, sostuvieron esta posición eminencias católicas tan importantes como los Cardenales ya mencionados Cisneros y Cayetano, ambos sobresalientes eruditos bíblicos.
    A pesar de todos estos antecedentes, en Trento se resolvió incluir algunos de los libros apócrifos en el canon. Westcott (p. 255-256) explica lo siguiente:
    El asunto de la Sagrada Escritura y la Tradición fue entonces traído para su discusión preliminar el 12 de febrero. Cuatro artículos tomados de los escritos de Lutero fueron propuestos a consideración o más bien para su condenación. De estos, el primero afirmaba que la Escritura sola (sin tradición) era la única y completa fuente de doctrina; el segundo que solamente el canon hebreo del Antiguo Testamento y los libros reconocidos del Nuevo Testamento debían ser admitidos como provistos de autoridad. Estos dogmas fueron discutidos por cerca de treinta eclesiásticos en cuatro reuniones. Sobre el primer punto hubo un acuerdo general. Se admitió que la tradición era una fuente de doctrina coordinada con la Escritura. Sobre el segundo punto hubo gran variedad de opiniones. Algunos propusieron seguir el juicio del Cardenal Cayetano y distinguir dos clases de libros como, se argumentó, había sido la intención de Agustín. Otros deseaban trazar la línea de distinción aún más exactamente, y formar tres clases, (1) los Libros Reconocidos, (2) los Libros Disputados del Nuevo Testamento, como habiendo sido luego generalmente recibidos, [y] (3) los Apócrifos del Antiguo Testamento. Un tercer partido deseaba dar una mera lista, como la de Cartago, sin ninguna definición adicional de la autoridad de los libros incluidos en ella, de modo de dejar el asunto abierto todavía. Un cuarto partido, influenciado por una falsa interpretación de las decretales papales previas, insistió en la ratificación de todos los libros del canon ampliado como de autoridad igualmente divina. La primera opinión luego se fusionó con la segunda, y el 8 de marzo se confeccionaron tres minutas comprendiendo las tres opiniones persistentes. Estas fueron consideradas privadamente, y el 15 [de marzo] la tercera fue aceptada por una mayoría de voces. El decreto en el cual fue finalmente expresada fue publicada el 8 de abril, y por primera vez la cuestión del contenido de la Biblia fue hecho un artículo absoluto de fe y confirmado con un anatema (negritas añadidas).
    El texto conciliar dice:
    Resolvió además unir a este decreto el índice de los libros Canónicos, para que nadie pueda dudar cuales son los que reconoce este sagrado Concilio. Son pues los siguientes. Del antiguo Testamento, cinco de Moisés: es a saber, el Génesis, el Exodo, el Levítico, los Números, y el Deuteronomio; el de Josué; el de los Jueces; el de Ruth; los cuatro de los Reyes; dos del Paralipómenon; el primero de Esdras, y el segundo que llaman Nehemías; el de Tobías; Judith; Esther; Job; el Salterio de David de 150 salmos; los Proverbios; el Eclesiastés; el Cántico de los cánticos; el de la Sabiduría; el Eclesiástico; Isaías; Jeremías con Baruch; Ezequiel; Daniel; los doce Profetas menores, que son; Oseas; Joel; Amos; Abdías; Jonás; Micheas; Nahum; Habacuc; Sofonías; Aggeo; Zacharías, y Malachías, y los dos de los Macabeos, que son primero y segundo. Del Testamento nuevo, los cuatro Evangelios; es a saber, según san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan; los hechos de los Apóstoles, escritos por san Lucas Evangelista; catorce Epístolas escritas por san Pablo Apóstol; a los Romanos; dos a los Corintios; a los Gálatas; a los Efesios; a los Filipenses; a los Colosenses; dos a los de Tesalónica; dos a Timoteo; a Tito; a Philemon, y a los Hebreos; dos de san Pedro Apóstol; tres de san Juan Apóstol; una del Apóstol Santiago; una del Apóstol san Judas; y el Apocalipsis del Apóstol san Juan. Si alguno, pues, no reconociere por sagrados y canónicos estos libros, enteros, con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos en la Iglesia católica, y se hallan en la antigua versión latina llamada Vulgata; y despreciare a sabiendas y con ánimo deliberado las mencionadas tradiciones, sea excomulgado.
    Los “cuatro [libros] de los Reyes” incluyen 1 y 2 Samuel; “Paralipómenon” es otro nombre de 1 y 2 Crónicas. Como puede verse, se incluyen algunos de los libros apócrifos como Judith, Tobías, Baruc, 1 y 2 Macabeos, Sabiduría y Eclesiástico o ben Sirá (no confundir con Eclesiastés)[5]. Esta decisión, hecha obligatoria para toda la Iglesia, fue sancionada por 24 votos a favor, con 15 votos en contra y 16 abstenciones.

    La Vulgata de Jerónimo es declarada “auténtica”

    En el mismo decreto, se estableció que la versión de Jerónimo “se tenga por [auténtica] en las lecciones públicas, disputas, sermones y exposiciones, esta misma antigua edición Vulgata, aprobada en la Iglesia por el largo uso de tantos siglos; y que ninguno, por ningún pretexto, se atreva o presuma desecharla.” Por “auténtica” debe entenderse, según Jedin, libre de errores doctrinales.[6] Esta decisión se adoptó aun cuando todos los medianamente informados sabían que la Vulgata estaba necesitada de una amplia revisión luego de su corrupción a lo largo de los siglos. Además, en ese tiempo ya se contaba con ediciones impresas del Antiguo y Nuevo Testamento en sus lenguas originales, gracias a los esfuerzos de Cisneros y Erasmo.

    La Iglesia de Roma reserva para sí la autoridad para interpretar la Biblia

    La siguiente parte de la declaración iba en contra de la tesis de los Reformadores a favor del libre examen de las Escrituras:
    Decreta además, con el fin de contener los ingenios insolentes, que ninguno fiado en su propia sabiduría, se atreva a interpretar la misma sagrada Escritura en cosas pertenecientes a la fe, y a las costumbres que miran a la propagación de la doctrina cristiana, violentando la sagrada Escritura para apoyar sus dictámenes, contra el sentido que le ha dado y da la santa madre Iglesia, a la que privativamente toca determinar el verdadero sentido, e interpretación de las sagradas letras; ni tampoco contra el unánime consentimiento de los santos Padres, aunque en ningún tiempo se hayan de dar a luz estas interpretaciones (negritas añadidas).
    En otras palabras, la Iglesia de Roma reservaba para sí el derecho exclusivo de la auténtica interpretación de las Escrituras. La mención del “unánime consentimiento de los Padres” es obviamente insostenible, toda vez que existen pocos temas doctrinales en los que pueda demostrarse la unanimidad de los Padres. Además, de hecho la Iglesia de Roma ya había hecho artículos de fe cosas en las que los Padres discrepaban, como los sacramentos, y más tarde proclamó dogmas, como el de la infalibilidad papal y la inmaculada concepción de María, que no hallan ni siquiera consenso, mucho menos unanimidad, entre los autores cristianos antiguos.

    Se prohíben ediciones de la Biblia no autorizadas por los obispos

    Para evitar la difusión de las Escrituras por parte de los Protestantes, decidió el Concilio:
    Y queriendo también, como es justo, poner freno en esta parte a los impresores, que ya sin moderación alguna, y persuadidos a que les es permitido cuanto se les antoja, imprimen sin licencia de los superiores eclesiásticos la sagrada Escritura, notas sobre ella, y exposiciones indiferentemente de cualquiera autor, omitiendo muchas veces el lugar de la impresión, muchas fingiéndolo, y lo que es de mayor consecuencia, sin nombre de autor; y además de esto, tienen de venta sin discernimiento y temerariamente semejantes libros impresos en otras partes; decreta y establece, que en adelante se imprima con la mayor enmienda que sea posible la sagrada Escritura, principalmente esta misma antigua edición Vulgata; y que a nadie sea lícito imprimir ni procurar se imprima libro alguno de cosas sagradas, o pertenecientes a la religión, sin nombre de autor; ni venderlos en adelante, ni aun retenerlos en su casa, si primero no los examina y aprueba el Ordinario; so pena de excomunión, y de la multa establecida en el canon del último concilio de Letran.
    En la práctica, esto demoró la difusión de la Biblia en los países católicos, en particular de traducciones a las lenguas vernáculas. Baste mencionar que la primera traducción católica al español basada en los textos hebreos y griegos (Nácar-Colunga, 1944) se publicó casi cuatro siglos después que su homóloga protestante (Casiodoro de Reina, 1569).

    El pecado original

    En la sesión 5ª del 7 de junio de 1546 se trató sobre el pecado original en una forma bastante ortodoxa y bíblica, con la importante excepción que establecía que el bautismo, incluso de recién nacidos, quitaba el pecado original:
    Si alguno niega que se perdona el reato del pecado original por la gracia de nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo; o afirma que no se quita todo lo que es propia y verdaderamente pecado; sino dice, que este solamente se rae, o deja de imputarse; sea excomulgado.
    No obstante, reconocía y afirmaba el Concilio la persistencia de la concupiscencia o tendencia al pecado en los bautizados. El documento dejaba explícita y prudentemente fuera de consideración la ausencia de pecado original en María la madre de Jesús, doctrina que no fue definida sino hasta 1854 en la bula Ineffabilis Deus de Pío IX

    La justificación

    Junto con Sola Scriptura y el derecho al libre examen, la justificación por la fe constituía una de las doctrinas centrales de la Reforma. No debe sorprender entonces que la justificación fuera el siguiente tema a ser tratado, en la 6ª sesión del 13 de enero de 1547, la cual “se expuso en forma positiva en 16 capítulos doctrinales; en 33 cánones a ellos subordinados se condenaban los errores contrarios” (Jedin, p. 119). No sólo se condenaban los presuntos errores de los Reformadores, sino los de herejes antiguos como Pelagio.
    El Concilio declaró que ni la naturaleza ni la Ley mosaica podían obrar la justificación. Por otra parte, los hombres pueden predisponerse a ella, por ejemplo oyendo el Evangelio y aborreciendo el pecado. No obstante, el Concilio enseña que la justificación se debe enteramente a la gracia de Dios:
    Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica por la fe, y gratuitamente; se deben entender sus palabras en aquel sentido que adoptó, y ha expresado el perpetuo consentimiento de la Iglesia católica; es a saber, que en tanto se dice que somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos. En tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las obras: de otro modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.
    La diferencia con los Reformadores no concierne, pues, a la absoluta necesidad de la gracia divina, sino a otros tres aspectos, a saber: 1) la posibilidad de una disposición o cooperación de la voluntad humana (ya mencionada); 2) la seguridad de estar justificado y 3) la naturaleza misma de la justificación. En cuanto al punto 2) declaró el Concilio:
    Contra la vana confianza de los herejes.
    Mas aunque sea necesario creer que los pecados ni se perdonan, ni jamás se han perdonado, sino gratuitamente por la misericordia divina, y méritos de Jesucristo; sin embargo no se puede decir que se perdonan, o se han perdonado a ninguno que haga ostentación de su confianza, y de la certidumbre de que sus pecados le están perdonados, y se fíe sólo en esta: pues puede hallarse entre los herejes y cismáticos, o por mejor decir, se halla en nuestros tiempos, y se preconiza con grande empeño contra la Iglesia católica, esta confianza vana, y muy ajena de toda piedad. Ni tampoco se puede afirmar que los verdaderamente justificados deben tener por cierto en su interior, sin el menor género de duda, que están justificados; ni que nadie queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; como dando a entender, que el que no creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de la muerte y resurrección de Jesucristo. Porque así como ninguna persona piadosa debe dudar de la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y eficacia de los sacramentos: del mismo modo todos pueden recelarse y temer respecto de su estado en gracia, si vuelven la consideración a sí mismos, y a su propia debilidad e indisposición; pues nadie puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido la gracia de Dios. (negritas añadidas).
    Todavía más grave es la confusión concerniente a la naturaleza de la justificación, que según los obispos tridentinos:
    no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y dones que la siguen; de donde resulta que el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, para ser heredero en esperanza de la vida eterna. (...) Ultimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino que con verdad se nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la medida que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación de cada uno. Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los pecados, se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por la caridad (negritas añadidas).
    En otras palabras, aquí se confunde la justificación, que es un acto divino por el cual el pecador es declarado justo en virtud de los méritos de Cristo, con la santificación, la cual es un proceso que dura toda la vida y por el cual somos conformados a la imagen de Cristo. La justificación no admite grados; se es justificado o no. Por el contrario, la santificación es intrínsecamente gradual.
    Un examen atento de lo expuesto por Pablo a los Romanos (capítulos 4 al 8) clarifica la diferencia. Dicho de otro modo, los Reformadores sostenían que la justicia le era imputada al pecador, quien era declarado justo sin haber llegado a serlo; mientras que según Trento la justicia era otorgada o infundida. Tras confundir la justificación con la santificación, los obispos de Trento consecuentemente enseñaron que era posible “mediante la observancia de los mandamientos de Dios, y de la Iglesia” aumentar la justificación ya obtenida (Cap. 10).

    Doctrina sobre los sacramentos

    La iglesia medieval exaltó desmesuradamente el papel de los sacramentos como medios de gracia. En una iglesia ritualista y clerical, los sacramentos, cuya administración estaba con pocas excepciones reservada a los sacerdotes, eran un instrumento de poder. No debe sorprender, pues, que se dedicase a este tema una parte desproporcionadamente prolongada del Concilio.
    En la Sesión 7ª del 3 de junio de 1547, se aprobaron las declaraciones sobre los sacramentos en general, el bautismo y la confirmación. Sobre los sacramentos en general, los cánones más interesantes reafirman el número de siete y su eficacia ex opere operato, es decir, su capacidad de conferir, en virtud del acto mismo, la gracia que simbolizan.
    CAN. I. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no fueron todos instituidos por Jesucristo nuestro Señor; o que son más o menos que siete, es a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Extremaunción, Orden y Matrimonio; o también que alguno de estos siete no es Sacramento con toda verdad, y propiedad; sea excomulgado.
    CAN. VI. Si alguno dijere, que los Sacramentos de la nueva ley no contienen en sí la gracia que significan; o que no confieren esta misma gracia a los que no ponen obstáculo; como si sólo fuesen señales extrínsecas de la gracia o santidad recibida por la fe, y ciertos distintivos de la profesión de cristianos, por los cuales se diferencian entre los hombres los fieles de los infieles; sea excomulgado.
    Es obvio que el número de siete sacramentos instituidos por Cristo mismo solamente se puede defender cuando se admite que la Iglesia de Roma sea árbitro exclusivo de lo que realmente dice la Escritura y atestigua la tradición. Solamente dos de los siete, a saber, bautismo y eucaristía, fueron inequívocamente establecidos por el Señor mismo. Por lo demás, la Escritura tampoco proporciona apoyo a la eficacia mágica de los sacramentos que supone el concepto ex opere operato.
    De los varios cánones sobre el bautismo, merecen destacarse el que proclama que la Iglesia de Roma posee la auténtica doctrina sobre el bautismo, y el que establece la validez del bautismo realizado por los herejes, con ciertas restricciones:
    CAN. III. Si alguno dijere, que no hay en la Iglesia Romana, madre y maestra de todas las iglesias, verdadera doctrina sobre el sacramento del Bautismo; sea excomulgado.
    CAN. IV. Si alguno dijere, que el Bautismo, aun el que confieren los herejes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero Bautismo; sea excomulgado.
    Sobre la confirmación, sacramento instituido sobre dudosa base escritural, baste recordar el siguiente canon, dirigido contra quienes justificadamente lo cuestionaban:
    CAN. I. Si alguno dijere, que la Confirmación de los bautizados es ceremonia inútil, y no por el contrario, verdadero y propio Sacramento; o dijere, que no fue antiguamente mas que cierta instrucción en que los niños próximos a entrar en la adolescencia, exponían ante la Iglesia los fundamentos de su fe; sea excomulgado.
    Tras el deceso de un obispo causado por tifus exantemático, los obispos que recelaban de la influencia del emperador tuvieron una buena excusa para abandonar la ciudad de Trento y trasladar el Concilio a Bolonia, ciudad perteneciente a los estados pontificios. Esto se decidió el 11 de marzo de 1547. Entre tanto el emperador, de acuerdo con el Papa, libraba la guerra contra los príncipes protestantes de la Liga de Esmalcalda con buen éxito. El 24 de abril fue derrotado y hecho prisionero el enemigo más peligroso, Juan Federico de Sajonia.
    Por otra parte, el traslado del Concilio fue un error garrafal. Muchos de los obispos, principalmente españoles leales a Carlos V, se quedaron en Trento, y aunque las discusiones de Bolonia se prolongaron durante varios meses, no resultó de ellas ningún decreto. Siguió una puja entre el Papa por una parte, que exigía que los obispos se trasladasen a Bolonia, y el emperador y los obispos que estaban en Trento, que reclamaban la reanudación del Concilio en esa ciudad.
    En la dieta de Ausburgo, el emperador hizo aprobar un estatuto de reforma para los católicos (que en la práctica no pudo realizarse por falta de sacerdotes en cantidad y calidad apropiada) y otorgó ciertas concesiones a los protestantes, quienes a su vez se comprometieron, bajo ciertas condiciones de hecho imposibles, a participar del Concilio en Trento. Así las cosas, falleció el Papa Paulo III el 10 de noviembre de 1549.
    Segunda etapa del Concilio (1551-1552)
    Para suceder a Paulo III, el 8 de febrero de 1550 fue nombrado Juan María Ciocchi del Monte, quien había presidido el Concilio como legado del difunto Papa. Ciocchi, que adoptó el nombre de Julio III (1550-1555) autorizó en 1551 la reanudación del Concilio en Trento. Esto se hizo efectivo el 1 de mayo, aunque con escasa actividad hasta la llegada de obispos alemanes en septiembre.

    Presencia real de Cristo en la eucaristía

    En la Sesión 13ª del 11 de octubre se declaró la dudosa doctrina de la presencia real de Cristo en la eucaristía.
    En primer lugar enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles; pues no hay en efecto repugnancia en que el mismo Cristo nuestro Salvador este siempre sentado en el cielo a la diestra del Padre según el modo natural de existir, y que al mismo tiempo nos asista sacramentalmente con su presencia, y en su propia substancia en otros muchos lugares con tal modo de existir, que aunque apenas lo podemos declarar con palabras, podemos no obstante alcanzar con nuestro pensamiento ilustrado por la fe, que es posible a Dios, y debemos firmísimamente creerlo. Así pues han profesado clarísimamente todos nuestros antepasados, cuantos han vivido en la verdadera Iglesia de Cristo, y han tratado de este santísimo y admirable Sacramento; es a saber, que nuestro Redentor lo instituyó en la última cena, cuando después de haber bendecido el pan y el vino; testificó a sus Apóstoles con claras y enérgicas palabras, que les daba su propio cuerpo y su propia sangre. Y siendo constante que dichas palabras, mencionadas por los santos Evangelistas, y repetidas después por el Apóstol san Pablo, incluyen en sí mismas aquella propia y patentísima significación, según las han entendido los santos Padres; es sin duda execrable maldad, que ciertos hombres contenciosos y corrompidos las tuerzan, violenten y expliquen en sentido figurado, ficticio o imaginario; por el que niegan la realidad de la carne y sangre de Jesucristo, contra la inteligencia unánime de la Iglesia, que siendo columna y apoyo de verdad, ha detestado siempre como diabólicas estas ficciones excogitadas por hombres impíos, y conservado indeleble la memoria y gratitud de este tan sobresaliente beneficio que Jesucristo nos hizo (negritas añadidas).
    CAN. II. Si alguno dijere, que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía queda substancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo; y negare aquella admirable y singular conversión de toda la substancia del pan en el cuerpo, y de toda la substancia del vino en la sangre, permaneciendo solamente las especies de pan y vino; conversión que la Iglesia católica propísimamente llama Transubstanciación; sea excomulgado (negritas añadidas).
    Esta doctrina se basa en una interpretación hiperliteral de las palabras de Cristo, que supone varios milagros de los cuales nada dice la Escritura. En primer lugar, que en la última Cena, Jesucristo transformó el pan y el vino sobre los cuales dio gracias en su propio cuerpo y sangre literales, antes de morir en la cruz. Segundo, que posteriormente cualquier sacerdote que consagre el pan y el vino obra (por la gracia de Dios) la misma transformación. Tercero, que a diferencia de todos los demás milagros atestiguados en las Escrituras, esta transformación no modifica el aspecto externo de los elementos. Por supuesto, esta doctrina es lo que justifica la idolátrica práctica de la adoración de las hostias consagradas.
    No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo ... (negritas añadidas).

    Sacramentos de penitencia y extremaunción

    En la sesión 14ª del 25 de noviembre de 1551 se sostuvo la doctrina sobre los sacramentos de penitencia (confesión auricular) y extremaunción, hoy llamada unción de los enfermos. Sobre la penitencia como sacramento decía el Concilio:
    El Señor, pues, estableció principalmente el sacramento de la Penitencia, cuando resucitado de entre los muertos sopló sobre sus discípulos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo: los pecados de aquellos que perdonáreis, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que no perdonáreis. De este hecho tan notable, y de estas tan claras y precisas palabras, ha entendido siempre el universal consentimiento de todos los PP. que se comunicó a los Apóstoles, y a sus legítimos sucesores el poder de perdonar, y de retener los pecados al reconciliarse los fieles que han caído en ellos después del Bautismo; y en consecuencia reprobó y condenó con mucha razón la Iglesia católica como herejes a los Novicianos, que en los tiempos antiguos negaron pertinazmente el poder de perdonar los pecados. Y esta es la razón porque este santo Concilio, al mismo tiempo que aprueba y recibe este verdaderísimo sentido de aquellas palabras del Señor, condena las interpretaciones imaginarias de los que falsamente las tuercen, contra la institución de este Sacramento, entendiéndolas de la potestad de predicar la palabra de Dios, y de anunciar el Evangelio de Jesucristo.
    Desde luego, no puede invocarse otra razón que la autoridad interpretativa que la Iglesia de Roma se atribuye para tornar esas palabras de Cristo en un sacramento que supone la confesión privada de los pecados a un sacerdote para que éste determine la correspondiente penitencia y pronuncie judicialmente la absolución. Sin embargo, este sacramento es muy importante en el sistema romano, ya que además de otorgar una autoridad singular a cada presbítero, exige alguna forma de penitencia y sirve para justificar el sistema de indulgencias.
    Con respecto a la naturaleza sacramental de la unción de los enfermos, por su parte, seguramente se tuvo en cuenta que Lutero la consideraba una mera ceremonia desprovista de categoría de sacramento. Nuevamente, no hay ninguna institución por parte del Señor, simplemente en su carta Santiago recomienda que se ore por los enfermos y se los unja con aceite.
    Finalmente los protestantes se hicieron presentes en Trento en 1552, pero las negociaciones llevadas a cabo tanto en forma ostensible como encubierta no llegaron a nada concreto. A todo esto, una nueva guerra iniciada por el príncipe Mauricio de Sajonia y la enfermedad del legado papal llevaron a una nueva suspensión del concilio el 28 de abril de 1552.
    Tercera y última etapa del Concilio (1562-1563)
    Julio III murió en 1555. Tras el brevísimo pontificado de Marcelo II (9 de abril a 1 de mayo de 1555), le sucedió Paulo IV (1555-1559, quien no tuvo el menor interés en reiniciar el accidentado Concilio. No obstante, los acontecimientos en Francia llevaron a que el siguiente Papa, Pío IV (1559-1565) decretase la reanudación. En efecto, mientras que antes el problema era principalmente el protestantismo en Alemania, el avance del movimiento en Francia, inspirado por Calvino desde Ginebra, se había vuelto muy preocupante para los obispos galos. El 18 de enero de 1562 se reabrió el sínodo con la presencia de 113 obispos.
    Tras una serie discusión interna por un tema de disciplina que amenazó dividir el Concilio (si la obligación de los obispos de residir en sus diócesis era de derecho divino o no) se aprobaron más decisiones dogmáticas sobre la eucaristía.

    Presencia de Cristo bajo cada una de las especies eucarísticas

    Desde la Edad Media, la comunión de los laicos se hacía sólo con pan, y aunque no estaba prohibido que compartieran asimismo el vino, había que justificar la práctica de la comunión en una sola especie. He aquí algunos de los cánones correspondientes a la 21ª Sesión del 16 de junio de 1562:
    CAN. I. Si alguno dijere, que todos y cada uno de los fieles cristianos están obligados por precepto divino, o de necesidad para conseguir la salvación, a recibir una y otra especie del santísimo sacramento de la Eucaristía; sea excomulgado.
    CAN. II. Si alguno dijere, que no tuvo la santa Iglesia católica causas ni razones justas para dar la comunión sólo en la especie de pan a los legos, así como a los clérigos que no celebran; o que erró en esto; sea excomulgado.
    CAN. III. Si alguno negare, que Cristo, fuente y autor de todas las gracias, se recibe todo entero bajo la sola especie de pan, dando por razón, como falsamente afirman algunos, que no se recibe, según lo estableció el mismo Jesucristo, en las dos especies; sea excomulgado (Concilio de Trento- Documentos; negritas añadidas).
    También se dispuso que no era necesario de que los niños pequeños participaran de la eucaristía (Canon IV).
    La eucaristía es un verdadero sacrificio
    En la sesión siguiente (22ª, del 9 de setiembre de 1562) se esclareció dogmáticamente la doctrina de la eucaristía o misa como sacrificio, que no sólo conmemora sino que en un sentido real reitera la inmolación de Cristo en la cruz. He aquí lo más sobresaliente de los correspondientes cánones:
    CAN. I. Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado.
    CAN. II. Si alguno dijere, que en aquellas palabras: Haced esto en mi memoria, no instituyó Cristo sacerdotes a los Apóstoles, o que no los ordenó para que ellos, y los demás sacerdotes ofreciesen su cuerpo y su sangre; sea excomulgado.
    CAN. III. Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es solo sacrificio de alabanza, y de acción de gracias, o mero recuerdo del sacrificio consumado en la cruz; mas que no es propiciatorio; o que sólo aprovecha al que le recibe; y que no se debe ofrecer por los vivos, ni por los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones, ni otras necesidades; sea excomulgado.
    CAN. IV. Si alguno dijere, que se comete blasfemia contra el santísimo sacrificio que Cristo consumó en la cruz, por el sacrificio de la Misa; o que por este se deroga a aquel; sea excomulgado.
    CAN. V. Si alguno dijere, que es impostura celebrar Misas en honor de los santos, y con el fin de obtener su intercesión para con Dios, como intenta la Iglesia; sea excomulgado.
    (Concilio de Trento- Documentos).
    Se niega explícitamente que el presunto sacrificio eucarístico sea sólo alabanza, acción de gracias, comunión y recordatorio del sacrificio real de Cristo en la cruz. Desde luego esta doctrina queda descalificada de plano por el tenor general del Nuevo Testamento y en particular por la epístola a los Hebreos.
    Además se enseña dogmáticamente que las misas aprovechan no solamente a los vivos, sino también a los que han muerto en Cristo y aguardan su purificación en el Purgatorio, y también sirven para rogar la intercesión de los santos, nociones por completo ajenas a las Escrituras.
    Una vez establecidos estos puntos, se volvió al tema de la residencia episcopal, sumado a otro problema serio que había quedado sin resolver, a saber: si todos los obispos son sucesores de los Apóstoles ¿cómo se explica la primacía papal? Este asunto provocó una crisis tan grave que amenazó hacer naufragar el Concilio. No obstante, con menos de una semana de diferencia fallecieron ambos legados papales (Gonzaga y Seripando) y en su lugar fueron nombrados Navagero y Giovanni Morone, quien ha sido llamado “el salvador del Concilio”, ya que mediante hábiles negociaciones logró reencauzarlo. Por fin, el 14 de julio de 1563 tuvo lugar la sesión 23ª , donde se trató la doctrina del sacramento del Orden.
    La Iglesia tiene una jerarquía divinamente instituida
    CAN. I. Si alguno dijere, que no hay en el nuevo Testamento sacerdocio visible y externo; o que no hay potestad alguna de consagrar, y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor, ni de perdonar o retener los pecados; sino sólo el oficio, y mero ministerio de predicar el Evangelio; o que los que no predican no son absolutamente sacerdotes; sea excomulgado.
    ...
    CAN. III. Si alguno dijere, que el Orden, o la ordenación sagrada, no es propia y verdaderamente Sacramento establecido por Cristo nuestro Señor; o que es una ficción humana inventada por personas ignorantes de las materias eclesiásticas; o que sólo es cierto rito para elegir los ministros de la palabra de Dios, y de los Sacramentos; sea excomulgado.
    CAN. IV. Si alguno dijere, que no se confiere el Espíritu Santo por la sagrada ordenación, y que en consecuencia son inútiles estas palabras de los Obispos: Recibe el Espíritu Santo; o que el Orden no imprime carácter; o que el que una vez fue sacerdote, puede volver a ser lego; sea excomulgado.
    ...
    CAN. VII. Si alguno dijere, que los Obispos no son superiores a los presbíteros; o que no tienen potestad de confirmar y ordenar; o que la que tienen es común a los presbíteros; o que las órdenes que confieren sin consentimiento o llamamiento del pueblo o potestad secular, son nulas; o que los que no han sido debidamente ordenados, ni enviados por potestad eclesiástica, ni canónica, sino que vienen de otra parte, son ministros legítimos de la predicación y Sacramentos; sea excomulgado.
    CAN. VIII. Si alguno dijere, que los Obispos que son elevados a la dignidad episcopal por autoridad del Pontífice Romano, no son legítimos y verdaderos Obispos, sino una ficción humana; sea excomulgado.
    Según el canon I, los presbíteros y obispos cumplen funciones verdaderamente sacerdotales entre Dios y los hombres, y sólo ellos pueden administrar legítimamente la mayoría de los sacramentos. El orden sagrado es un verdadero sacramento instituido por Cristo, que confiere carácter (un sacerdote una vez consagrado nunca deja de serlo). La Iglesia tiene una constitución jerárquica, en la cual los obispos son superiores a los presbíteros (hecho ausente en el Nuevo Testamento, donde “obispo” y “presbítero” son sinónimos para designar el mismo oficio). Además, los obispos reciben su dignidad episcopal no de Cristo, sino de su vicario en la tierra, el Papa.
    El matrimonio como sacramento
    En la sesión 24ª del 11 de noviembre de 1563 se votó la doctrina del matrimonio como uno de los sacramentos. La Biblia muestra que el matrimonio era una institución desde mucho antes de nacer Jesús, y en consecuencia no puede ser haber sido instituida por él durante su ministerio terrenal. No obstante, los obispos tridentinos declararon.
    CAN. I. Si alguno dijere, que el Matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los siete Sacramentos de la ley Evangélica, instituido por Cristo nuestro Señor, sino inventado por los hombres en la Iglesia; y que no confiere gracia; sea excomulgado.
    Purgatorio, santos, reliquias, imágenes e indulgencias
    Estos fueron los temas doctrinales que ocuparon la última sesión del Concilio (25ª) el 4 de diciembre de 1563. La doctrina del purgatorio virtualmente mantenía los ingresos de la Iglesia mediante indulgencias y misas pagas, y no podía en modo alguno omitirse, aunque el texto dijo bastante poco. Este decreto dice
    Habiendo la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, según la doctrina de la sagrada Escritura y de la antigua tradición de los Padres, enseñado en los sagrados concilios, y últimamente en este general de Trento, que hay Purgatorio; y que las almas detenidas en él reciben alivio con los sufragios de los fieles, y en especial con el aceptable sacrificio de la misa; manda el santo Concilio a los Obispos que cuiden con suma diligencia que la sana doctrina del Purgatorio, recibida de los santos Padres y sagrados concilios, se enseñe y predique en todas partes, y se crea y conserve por los fieles cristianos. Exclúyanse empero de los sermones, predicados en lengua vulgar a la ruda plebe, las cuestiones muy difíciles y sutiles que nada conducen a la edificación, y con las que rara vez se aumenta la piedad. Tampoco permitan que se divulguen, y traten cosas inciertas, o que tienen vislumbres o indicios de falsedad. Prohiban como escandalosas y que sirven de tropiezo a los fieles las que tocan en cierta curiosidad, o superstición, o tienen resabios de interés o sórdida ganancia. Mas cuiden los Obispos que los sufragios de los fieles, es a saber, los sacrificios de las misas, las oraciones, las limosnas y otras obras de piedad, que se acostumbran hacer por otros fieles difuntos, se ejecuten piadosa y devotamente según lo establecido por la Iglesia; y que se satisfaga con diligencia y exactitud cuanto se debe hacer por los difuntos, según exijan las fundaciones de los testadores, u otras razones, no superficialmente, sino por sacerdotes y ministros de la Iglesia y otros que tienen esta obligación.
    Como se verá, en resumen hay que enseñar que el purgatorio es real pero sin entrar en mayor detalle.
    Las imágenes
    El culto a las imágenes, originado hacia el siglo V, fue impuesto hacia 800 por el II Concilio de Nicea. El decreto de Trento dice, en parte:
    Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente con Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por Jesucristo su hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan que se deben invocar los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad; o los que afirman que los santos no ruegan por los hombres; o que es idolatría invocarlos, para que rueguen por nosotros, aun por cada uno en particular; o que repugna a la palabra de Dios, y se opone al honor de Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres; o que es necedad suplicar verbal o mentalmente a los que reinan en el cielo.
    Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de los santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros vivos del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los condena la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las reliquias de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros monumentos sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes visitas a las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro. Además de esto, declara que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios, y de otros santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no porque se crea que hay en ellas divinidad, o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se les deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneremos a los santos, cuya semejanza tienen: todo lo cual es lo que se halla establecido en los decretos de los concilios, y en especial en los del segundo Niceno contra los impugnadores de las imágenes (negritas añadidas).
    Esta es una buena muestra de una doctrina en contra del consenso unánime de los Padres, al menos de los cuatro primeros siglos. No obstante, igual se impuso como dogma.
    Finalmente, el decreto sobre las indulgencias, el abuso de las cuales había sido el disparador inmediato de la Reforma, mantuvo la doctrina al tiempo que pretendía evitar los abusos:
    Habiendo Jesucristo concedido a su Iglesia la potestad de conceder indulgencias, y usando la Iglesia de esta facultad que Dios le ha concedido, aun desde los tiempos más remotos; enseña y manda el sacrosanto Concilio que el uso de las indulgencias, sumamente provechoso al pueblo cristiano, y aprobado por la autoridad de los sagrados concilios, debe conservarse en la Iglesia, y fulmina antema contra los que, o afirman ser inútiles, o niegan que la Iglesia tenga potestad de concederlas. No obstante, desea que se proceda con moderación en la concesión de ellas, según la antigua, y aprobada costumbre de la Iglesia; para que por la suma facilidad de concederlas no decaiga la disciplina eclesiástica. Y anhelando a que se enmienden, y corrijan los abusos que se han introducido en ellas, por cuyo motivo blasfeman los herejes de este glorioso nombre de indulgencias; establece en general por el presente decreto, que absolutamente se exterminen todos los lucros ilícitos que se sacan porque los fieles las consigan; pues se han originado de esto muchísimos abusos en el pueblo cristiano. Y no pudiéndose prohibir fácil ni individualmente los demás abusos que se han originado de la superstición, ignorancia, irreverencia, o de otra cualquiera causa, por las muchas corruptelas de los lugares y provincias en que se cometen; manda a todos los Obispos que cada uno note todos estos abusos en su iglesia, y los haga presentes en el primer concilio provincial, para que conocidos y calificados por los otros Obispos, se delaten inmediatamente al sumo Pontífice Romano, por cuya autoridad y prudencia se establecerá lo conveniente a la Iglesia universal: y de este modo se reparta a todos los fieles piadosa, santa e íntegramente el tesoro de las santas indulgencias.
    Ratificación del Concilio
    Las actuaciones del Concilio fueron confirmadas el 28 de enero de 1564. Los aspectos doctrinales contra los Reformadores habían sido formulados precisamente. Los trabajos para facilitar una reforma interna de la Iglesia de Roma, que no hemos tratado en detalle, dejaron bastante que desear. Como observa el católico Hubert Jedin (p. 119), considerado el mayor experto del siglo XX en este Concilio “Si se piensa en la unanimidad moral con que se precisó la doctrina católica (....) la cuestión de la reforma se distinguió por una marcada diversidad de pareceres entre el grupo hispano-imperial y la mayoría italiana” (negritas mías). El mismo antagonismo de los italianos contra los franceses pudo verse en la última etapa. Evidentemente, aquéllos no estaban dispuestos a perder sus privilegios.
    Por lo expuesto debe resultar obvio la importancia de conocer la historia y los resultados del Concilio de Trento en cuanto al catolicismo, al protestantismo, y al curso posterior de la historia de la Iglesia.
    Soli Deo gloria!

    Bibliografía selecta

    - Concilio de Trento (Documentos). http://www.intratext.com/X/ESL0057.htm
    - Denzinger, Enrique. El magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos, definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres. Versión directa de los textos originales por Daniel Ruiz Bueno. Barcelona. Herder, 1963.
    - Grau, José. Catolicismo Romano: Orígenes y desarrollo. Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1987 (Publicado originalmente como Gonzaga, Javier: Concilios. Grand Rapids: International Publications, 1965).
    - Hughes, Philip. The church in Crisis: A History of the General Councils, 325-1870. Chapter 19, The General Council of Trent. http://www.christusrex.org/www1/CDHN/coun20.html
    - Jedin, Hubert. Breve historia de los Concilios (Trad. Alejandro Ros). Barcelona: Herder, 3ª Ed., 1963.
    - Kelly, J.N.D. Oxford Dictionary of the Popes. Oxford-New York: Oxford University Press, 1986.
    - López de Ayala, Ignacio (Traductor). El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento traducido al idioma castellano. Agrégase el texto latino corregido según la edición auténtica de Roma, publicada en 1564, 4ª ed. Madrid: Ramón Ruiz, 1798. http://sapiens.ya.com/jrcuadra/trento.htm
    - Martina, Giacomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días (Trad. Joaquín L. Ortega). Madrid: Cristiandad, 1974, vol. 1, Epoca de la Reforma.
    - Olin, John C. Catholic Reform: From Cardinal Ximenes to the Council of Trent, 1495-1563. Fordham University Press, 1990.
    - Westcott, Brooke Foss. The Bible in the Church, 3rd Ed. London-Cambridge: Macmillan & co., 1870.


    Referencias:
    [1] La medida tenía por objeto la consolidación del poder papal por encima del conjunto de la iglesia. Debe recordarse que el Concilio de Constanza puso fin al Gran Cisma de 1378-1417 deponiendo a Juan XXIII y Benedicto XIII y aceptendo la abdicación de Gregorio XII. Martín V fue elegido entonces en un cónclave extraordinario en el que participaron 22 cardenales y 30 representantes de cinco naciones. Tras clausurar el Concilio, en una Constitución del 10 de mayo de 1418, que no fue publicada, Martín V se curó en salud prohibiendo apelar a un concilio general contra una decisión papal.
    [2] Juan Mateo Giberti (1495-1543) fue un obispo excepcional por su celo pastoral, comparable al desplegado por Cisneros en España aunque de menor alcance. Se ocupó de la predicación, la preparación de presbíteros, la atención de los necesitados, la instrucción de los jóvenes y la formación superior (mediante la creación de una academia).
    [3] El decano de los legados papales era Juan María Ciocchi del Monte, un veterano de la curia y experto canonista. Los otros dos eran el inglés Pole y Marcelo Cervini, un austero teólogo que había educado a los dos nietos del Papa, a quienes éste había hecho cardenales a los quince años. Fue Pole, no obstante, quien escribió el discurso de apertura (Hughes).
    [4] Excepto que se indique otra cosa, las citas textuales de los documentos conciliares provienen de la traducción de López de Ayala.
    [5] Aunque los obispos de Trento creyeron haber sancionado el mismo canon que el concilio de Cartago del siglo IV, en realidad había una diferencia. En la lista de Cartago se leía “dos libros de Esdras”. Estos no son, como supusieron los de Trento, Esdras y Nehemías. En la antigua versión latina empleada por la Iglesia norafricana, Esdras y Nehemías se llamaban colectivamente “2 Esdras”. Por el contrario, el libro 1 Esdras era un apócrifo copiado en parte de los libros canónicos de Esdras y Crónicas más material propio acerca del retorno de Zorobabel; en la Vulgata de Jerónimo, el “1 Esdras” de la antigua versión lleva el título de 3 Esdras. En la transcripción de esta decisión de Cartago que aparece en la obra clásica de Denzinger, El magisterio de la Iglesia (# 92, p. 35) se omite mencionar los dos libros de Esdras. Esto es particularmente curioso porque precisamente allí está la discrepancia entre el canon proclamado por los obispos de Cartago y el sancionado por los de Trento.
    [6] A pesar de la indiscutible autoridad de Jedin, la restricción que impone no es del todo convincente. Por otra parte, la exactitud doctrinal de la Vulgata también es cuestionable. En Génesis 3:15, la Vulgata dice “ipsa conteret” (“ella te herirá”) cuando el pronombre y el verbo hebreos son masculinos. Debiera decir “ipse conteret” (“él te herirá”). Así lo reconoce la antigua versión griega Septuaginta, que emplea el pronombre masculino (autos). La diferencia tiene obvia importancia doctrinal, concretamente por ser una referencia al Mesías, y no a toda la descendencia de Eva

    No hay comentarios: