Un joven, ya no podía más con sus problemas. Cayó de rodillas, rezando:
"Señor, no puedo seguir. Mi cruz es demasiado pesada".
El Señor, como siempre, acudió y le contestó: "Hijo mío, si no puedes llevar el peso de tu cruz, guárdala dentro de esa habitación. Después, abre esa otra puerta y escoge la cruz que tú quieras".
El joven suspiró aliviado. "Gracias, Señor", dijo, e hizo lo que le había dicho.
Al entrar, vio muchas cruces, algunas tan grandes que no les podía ver la parte de arriba. Después, vio una pequeña cruz apoyada en un extremo de la pared.
"Señor", susurró, "quisiera esa que está allá", dijo señalándola. Y el Señor contestó: "Hijo mío, esa es la cruz que acabas de dejar".
Cuando los problemas de la vida nos parecen abrumadores, siempre es útil mirar a nuestro alrededor y ver las cosas con las que se enfrentan los demás. Verás que debes considerarte más afortunado de lo que te imaginas. Cualquiera que sea tu cruz, cualquiera que sea tu dolor, siempre brillará el sol después de la lluvia.
¡Ninguna cruz es pesada cuando es Jesús quien te ayuda a cargarla!
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