domingo, 17 de noviembre de 2013

Sobre los Padres del Desierto y los orígenes del monacato


Entre los siglos IV y V, se dirigieron hacia los desiertos de Egipto, aquellos que "querían salvarse a toda costa y reducir al mínimo el peligro de perderse", poniendo entre ellos y las seducciones del mundo una barrera infranqueable. Por otra parte, permaneciendo con sus propias familias, apenas les era posible practicar con perfección el renunciamiento evangélico y vivir como verdaderos ascetas. Por lo tanto, poco a poco formaron el proyecto de despojarse de todos sus bienes, abandonar sus familias y su patria y retirarse a la soledad. Allí, en la más completa pobreza, al abrigo de los peligros del siglo, no se ocuparían más que de Dios y de su salvación eterna.

Los primeros anacoretas vivían alrededor de las ciudades y aldeas. El mismo San Antonio, al principio de su vida eremítica, vivió, durante cierto tiempo, cerca de Queman, su pueblo natal.
Pero esto estaba demasiado cerca de la sociedad de los hombres. Numerosos visitantes iban a turbar la paz de los solitarios. Sus parientes acudían a visitarlos con frecuencia y, a veces, los acusaban de haberlos abandonado a sus necesidades. En el mundo -les decían- hubiera sido posible, e incluso fácil, adquirir grandes riquezas y un nombre famoso. El cebo, en fin, de los placeres paganos, demasiado cercano para pasar inadvertido, ponía en peligro la virtud de los jóvenes eremitas. En el desierto, lejos del mundo habitado, éstos obstáculos desaparecerían. Había que refugiarse en él.

En el siglo IV, éstos primeros cristianos tras la paz constantiniana abandonaron las ciudades del Imperio romano (y otras regiones vecinas) para ir a vivir en las soledades de los desiertos de Siria y Egipto.
Ilustres precursores habían, por otra parte, precediendo a los solitarios. El profeta Elías y San Juan Bautista -por no citar sino a los más destacados- habían habitado en los desiertos y se habían elevado por la oración y las austeridades a una muy alta santidad. Había que esforzarse por imitarlos.


Hacia esos desiertos se dirigieron los que serían los primeros Padres del Desierto: Antonio, Macario, Sisoes...al principio no eran sino un puñado, pero, rápidamente su género de vida sorprende y atrae y, en pocos decenios, se acercaron muchos discípulos: Arsenio, que había ocupado los más altos cargos de la corte imperial; Moisés, que se convirtió siendo capitán de uan banda de foragidos; Zacarías, que llegó siendo todavía un niño... y otros muchos que dejaron tras ellos sus familias, sus bienes, sus vidas... Las cabañas y las grutas en que se instalaron los primeros eremitas se trasformaron rápidamente en verdaderas comunidades monásticas en medio de aquellos desiertos. Pronto sus nombres se tornarían muy conocidos.


El monacato oriental, floreció sobre todo en Egipto. Como es sabido, Egipto se divide en tres partes principales:

- El Bajo-Egipto: al norte, cerca del delta del Nilo, donde se encuentran Alejandría, El Cairo y Menfis.
- El Egipto-Medio: al centro, cuyas principales ciudades son Heracleópolis, al sur de Menfis; Licópolis y Panópolis, hacia la región tebaida.
- El Alto-Egipto: al sur, o Tebaida, región de Tebas, capital de la comarca, que confina Etiopía.

El monacato floreció en las tres regiones, pero los centros principales fueron:

  • a - El Valle de Nitria:  Es un espantoso valle, llamado así porque contiene yacimientos de nitro. En este valle, como en Pispir con San Antonio, los monjes habitaban celdas separadas. Nada en regla común. Cada uno organizaba sus ocupaciones como le parecía mejor. El sábado y el domingo todos los monjes se reunían en la iglesia levantada en el centro del valle, para participar en la Eucaristía y escuchar la Palabra de Dios. Debía ser un espectáculo impresionante el de las celdas esparcidas en los flancos del valle y de las que, por la mañana y por la tarde se escapaban los ecos de la salmodia. "Se creía uno favorecido por una visión del paraíso" cuenta Paladio, un testigo presencial. San atanasio, biógrafo de San Antonio, habla también del entusiasmo que arrebataba a los visitantes de la montaña de Pispir cuando veían aquellas largas hileras de celdas "llenas de coros celestiales que cantaban alabanzas divinas". El grito de admiración del profeta (Núm 24, 5-6) se escapaba de sus labios: "¡Qué bellas son tus tiendas, oh Jacob! ¡Qué bellos tus tabernáculos, Israel!. Se extienden como un extenso valle; como un jardín a lo largo de un río, como áloe plantado por Yavhé, como cedro que está junto a las aguas".
  • b - El Desierto de las Celdas:  Remontando el valle de Nitria se encuentra un desierto más abrupto todavía: el de las Celdas. Llevados por un amor creciente a las austeridades, muchos monjes se fijaron el él. Allí vivió el célebre Macario de Alejandría (-394) que quería sobrepasar a todos en la mortificación. Evagrio Póntico se estableció también en él en 352 y vivió allí hasta su muerte, en el año 399. Entre los solitarios había también letrados. Muchos poseían las obras de Clemente de Alejandría y de Orígenes. 
  • c - El Desierto de Escete:  Más allá todavía del desierto de las Celdas, a la entrada del desierto de Libia, se extendía el gran desierto de Escete, el país de arena, el desierto más apartado. Allí se estableció Macario el Egipcio (o Macario el Grande) y vivió en él sesenta años con algunos discípulos. Era sacerdote y había recibido "la gracia de la curación y de profecía". Se contaban de el tales prodigios y maravillas que Paladio vacila en referirlas por miedo de no ser creído. 
  Dirección espiritual y pedagogía de la palabra.

Para aquellos hombres que se habían alejado de la vida cristiana de las comunidades urbanas, algunos de los cuales no deseaban llevar una vida conventual donde todo el mundo obedeciera una misma regla, el problema fundamental era: cómo aprender a vivir "según el Evangelio", ya que, en principio, no existían reglas preestablecidas a las cuales atenerse, ni modelo universalmente válido como punto de referencia sólido para los recién llegados, ni método para formar a los numerosos reclutas que no cesaban de fluir.

Las primeras normas se fueron dando a medida que se avanzaba en una vida relativamente comunitaria. Cuando el novicio llegaba al desierto no le era lícito instalarse según su deseo. Primero debía convertirse en discípulo de un anciano -con ésta palabra NO se designaba a un hombre de edad avanzada- sino a aquél que, por una intensa práctica, se había tornado apto para discernir lo auténtico de lo aparente, un hombre de experiencia en el combate invisible, un hombre "espiritual". Con este anciano, él debía vivir todos los instantes, sometiéndose totalmente a él. Hacer, no solamente lo que le decía, sino, sobre todo, actuar como él, imitarlo en todas las cosas. Para él todo se limitaría a compartir su existencia, momento a momento, día tras día, con ese hombre experimentado con el cual aprendería el arte y la ciencia de vivir.

Pero esa dependencia, y la desaparición de todo egocentrismo que ella implicaba, hubiera sido insuficiente de haberse limitado sólo al dominio de las acciones, pues el hombre es, también, intenciones, buenos y malos deseos, pensamientos múltiples. Por eso, durante un tiempo que el discípulo vivía con el anciano, debía abrirle su alma y su corazón y manifestarle todos los pensamientos que en él se agitaban. Su desaparición debía llegar a la transparencia...

...Por este camino, el discípulo se liberaba, se vaciaba del hombre viejo y de todo resto de egoísmo que le hubiera impedido recibir los dones del Espíritu Santo. Aprendería, también él a "discernir los espíritus", o sea a distinguir, más allá de las apariencias, los movimientos interiores que provienen del Espíritu de Dios, o que son dispuestos por él, y a diferenciarlos de los que son preparados por el Enemigo a fin de hacerle tropezar y caer. Aprendería a leer la Escritura y, por ella, a iluminar su camino. Se convertiría a su vez, en un hombre espiritual. Como fruto maduro que se desprende de un árbol, se desligaría del anciano que lo tomó bajo su dirección para, también él, comunicar su conocimiento de la vida evangélica a otro principiante.

La segunda parte de esta pedagogía se desarrolló a partir de la autoridad particular que se le reconocía a la palabra. No a cualquier palabra, sino a las que utilizan en su diálogo dos hombres ávidos de cumplir la voluntad de Dios: un anciano, ejercitado en el discernimiento, y un discípulo, cuyo único deseo es encaminarse por el sendero de la salvación. En esta perspectiva, la palabra pronunciada por el anciano al discípulo que acude a solicitarla es considerada como carismática y se la llama, de acuerdo a la palabra griega "declarar", un apotegma. Es carismática, en principio, porque el que la pronuncia es un hombre espiritual, y uno de los frutos de la presencia del Espíritu es, precisamente, esta "gracia de la palabra" que hace de él un educador espiritual. Pero esta palabra es también carismática por el resultado que ella produce en aquél que la recibe con la debida actitud interior, ya que solicitar una palabra no es suficiente. Es necesario hacerlo con fe y con el profundo deseo de extraer de ella un beneficio espiritual. Si el que la pide está movido por la curiosidad o la vanidad, entonces el carisma no juega más,y el anciano queda reducido al silencio.

En el origen, hombres, iletrados en su mayoría, se dirigieron a sus discípulos y consultantes pronunciando palabras carismáticas en el sentido que acabamos de ver, y esas palabras fueron guardadas en la memoria.

Aquí un apotegma que describe fielmente el espíritu de aquellos  padres del desierto:

 - Se cuenta que abba Pambo, en el momento mismo de su muerte, le dijo a los santos hombres que estaban cerca suyo: "Desde que vine a este lugar del desierto y construí mi celda y la habité, no recuerdo haber comido pan que no fuera fruto de mis manos ni he pronunciado palabra alguna, hasta la hora presente, de la que tuviera que arrepentirme. Sin embargo marcho hacia Dios como si jamás hubiera comenzado a servirlo".

El Cenobitismo

Al mismo tiempo que la vida monástica se desarrollaba ampliamente en muchas regiones del Bajo y Medio Egipto, se inauguraba en la Tebaida otra forma de vida monacal: el cenobitismo, cuyo primer organizador fue San Pacomio. Pacomio nació en el año 292 en la Tebaida superior, de padres paganos. Se alistó en los ejércitos imperiales y, siendo soldado, conoció el cristianismo hacia el año 313. Apenas convertido y bautizado, se entregó a la vida anacorética al lado del solitario Palemón. Pero al ver la desorientación de muchos anacoretas y los peligros que encerraba la vida solitaria sin ningún aliciente humano, reunió en torno suyo gran número de discípulos, y con ellos organizó el primer cenobio con todas las características de la vida monática de comunidad. El primer monasterio pacomiano se fundó alrededor del año 320 en Tabernesia, localidad de la Tebaida. Todos vivían en un lugar cercado y bajo una misma regla, obligándose a obedecer a un superior y observando una distribución y regla determinada, escrita por el propio San Pacomio. Se entregaban al trabajo manual y al estudio de la Sagrada Escritura.

Las "Lavras" de Palestina

Este género de vida monacal, sin embargo, no quedó circunscripto solamente a Egipto. Bien pronto se extendió a Palestina, aunque con características muy particulares, que dieron origen a las llamadas "lauras" o "lavras".
El primer promotor de las "lavras" fue San Hilarión, discípulo de San Antonio. Hacia el año 306 inauguró la vida eremítica en Palestina, fijándose al sur de Gaza, donde bien pronto se le  unieron numerosos discípulos. Las colonias de San Hilarión, organizadas al estilo de las de San Antonio, se trasformaron, poco a poco, en verdaderos monasterios con vida regular cenobítica, pero bajo la forma especial de las llamadas "lavras".
Eran una especie de cabañas separadas e independientes, pero situadas en un recinto cercado. Sus moradores seguían un estricto ascetismo bajo un mismo superior y director espiritual, y llevaban una vida de comunidad a la manera de los cartujos o camalduenses de la Edad Media y de nuestros días. En los alrededores de Jerusalén y Belén se organizaron varias célebres "lavras". El maestro más venerado de las "lavras" palestinenses fue San Eutimio; pero fue San Teodosio quien más contribuyó a darles la forma estricta de grandes cenobios.

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