miércoles, 13 de noviembre de 2013

Los padres y la educación de los hijos en la fe

Mucho, además de pedir a Dios por los suyos, pueden y deben hacer los padres en la formación espiritual de los miembros de su familia que les han sido confiados
 
Los padres y la educación de los hijos en la fe
Los padres y la educación de los hijos en la fe
Si partimos de lo que manifiesta la Iglesia que la Fe es un don de Dios puede haber algunos, para mí con cierto despiste o mucha comodidad que me parece lo más probable, que piensen que no hay nada que hacer o sólo queda rezar para que se les sea concedida.

Mucho, además de pedir a Dios por los suyos, pueden y deben hacer los padres en la formación espiritual de los miembros de su familia que les han sido confiados. Suele ocurrir, aunque existen excepciones, en que nos resulta más fácil atender otros aspectos educativos y al llegar al tema religioso preferimos confiarlo a otras estancias, quizás porque nos consideramos lo insuficientemente formados, por falta de tiempo, por darle más importancia a la parte alimenticia, cultural, deportiva, etc.

No cabe duda que son muchas las facetas que hay que atender pero el espíritu de los hijos tiene la necesidad de una preparación religiosa cada vez más profunda ya que, como deben conocer bien los progenitores cristianos a poco que observen la sociedad, el ambiente exterior al hogar no favorece las creencias ni la vivencia de un estilo de vida cercano a Dios. Me atrevo a decir que es todo lo contrario pues más bien lo perjudica, por ser antagónico con el sentido de una vida en católico.

Recuerdo que, cuando realizaba en la universidad los estudios para ser orientador familiar, pregunté a uno de mis profesores cómo preparar mejor a los hijos para vivir en un entorno hostil a nuestros valores, su repuesta fu escueta pero contundente: “Cuando tú eras un muchacho el ambiente que se respiraba en tu hogar y en la calle se parecían bastante, ahora las cosas son muy diferentes. A tus padres les bastaba con mandarte a la lucha con un simple bocadillo de conocimientos morales pero ahora las cosas han cambiado. Tus hijos necesitan una auténtica mochila”. Ha llovido mucho desde aquellos años ochenta. Dejo que saquéis vosotros las conclusiones.

No deberíamos descuidar un tema tan serio para el futuro de nuestros hijos, ni tranquilizarnos con la justificación de que los mandamos a la catequesis y a un colegio en el que confiamos. Tenemos que ser sus primeros educadores también en esto como en otras cosas y no sólo con la palabra, también y fundamentalmente con el ejemplo. Si nos pide el Santo Padre que seamos testigos de nuestra fe empecemos por la familia. Que sepan, incluso vean, nuestra vida de fe, que nos confesamos, comulgamos con frecuencia, procuramos leer o estudiar temas sobre nuestra fe y que luchamos por corregir nuestros defectos.

No deberíamos quedarnos sólo en el aspecto religioso pues la fe hay que edificarla sobre las virtudes humanas y también en esto hemos de mostrarles el camino. Si nos ven esforzarnos por ser laboriosos, buenos amigos, veraces, sinceros, generosos, honrados, etc. y que, además, estamos alegres no cabe duda de que les estaremos dando un ejemplo que les anime a intentarlo.

Importante lugar en todo esto ocupan las conversaciones con los hijos. Bien están las tertulias en familia para estos y otros temas, pero la diferente manera de ser de cada uno aconseja que también haya diálogos personales. Claro que para eso necesitamos lo de siempre, tiempo. Todos andamos con una agenda apretada y usamos una de tipo libreta o la del teléfono móvil para poder atender a múltiples compromisos. Eso está muy bien, el orden es una cosa estupenda pero ¿por qué no hacemos lo mismo con los asuntos familiares? Pongamos los tiempos a dedicar a los asuntos que corresponden al matrimonio y los hijos en esa agenda y démosle cumplimiento como a los laborales, sociales y económicos. Sepamos decir que a tal hora no podemos acudir a tal o cual cosa porque tenemos un compromiso ineludible, sin entrar en más detalles, aunque se trate de un ratito a dedicar a nuestro hijo pequeño. Ese esfuerzo si lo ofrecemos, estoy convencido, que llega antes al trono del Altísimo que muchas oraciones.

Ayer celebrábamos la Clausura de la Peregrinación de las Familias Del Mundo en el Año de la Fe n el Vaticano. En su homilía el Papa Francisco, entre otras cosas, nos decía en su homilía.

“Podemos preguntar: ¿De qué manera, en familia, conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para nosotros, en nuestra familia, como un bien privado, como una cuenta bancaria, o sabemos compartirla con el testimonio, con la acogida, con la apertura hacia los demás? Todos sabemos que las familias, especialmente las más jóvenes, van con frecuencia «a la carrera», muy ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que esta «carrera» puede ser también la carrera de la fe? Las familias cristianas son familias misioneras. Ayer escuchamos, aquí en la plaza, el testimonio de familias misioneras. Son misioneras también en la vida de cada día, haciendo las cosas de todos los días, poniendo en todo la sal y la levadura de la fe. Conservar la fe en familia y poner la sal y la levadura de la fe en las cosas de todos los días.”.

Aquí les dejo la forma de leer completa esa homilía, reflexionemos sobre lo que dice utilizando documentos oficiales y olvidemos comentarios y titulares mediáticos.

Homilía del Papa Francisco:
 
Papa Francisco en la misa de clausura de la peregrinación de las familias
Homilía de la Santa misa de clausura de la peregrinación de las familias del mundo a Roma en el año de la fe
 
 Papa Francisco en la misa de clausura de la peregrinación de las familias
Papa Francisco en la misa de clausura de la peregrinación de las familias
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Domingo 27 de octubre de 2013

Las lecturas de este domingo nos invitan a meditar sobre algunas características fundamentales de la familia cristiana.

1. La primera: La familia que ora. El texto del Evangelio pone en evidencia dos modos de orar, uno falso – el del fariseo – y el otro auténtico – el del publicano. El fariseo encarna una actitud que no manifiesta la acción de gracias a Dios por sus beneficios y su misericordia, sino más bien la satisfacción de sí. El fariseo se siente justo, se siente en orden, se pavonea de esto y juzga a los demás desde lo alto de su pedestal. El publicano, por el contrario, no utiliza muchas palabras. Su oración es humilde, sobria, imbuida por la conciencia de su propia indignidad, de su propia miseria: este hombre en verdad se reconoce necesitado del perdón de Dios, de la misericordia de Dios.

La del publicano es la oración del pobre, es la oración que agrada a Dios que, como dice la primera Lectura, «sube hasta las nubes» (Si 35,16), mientras que la del fariseo está marcada por el peso de la vanidad.

A la luz de esta Palabra, quisiera preguntarles a ustedes, queridas familias: ¿Rezan alguna vez en familia? Algunos sí, lo sé. Pero muchos me dicen: Pero ¿cómo se hace? Se hace como el publicano, es claro: humildemente, delante de Dios. Cada uno con humildad se deja ver del Señor y le pide su bondad, que venga a nosotros. Pero, en familia, ¿cómo se hace? Porque parece que la oración sea algo personal, y además nunca se encuentra el momento oportuno, tranquilo, en familia… Sí, es verdad, pero es también cuestión de humildad, de reconocer que tenemos necesidad de Dios, como el publicano. Y todas las familias tenemos necesidad de Dios: todos, todos. Necesidad de su ayuda, de su fuerza, de su bendición, de su misericordia, de su perdón. Y se requiere sencillez. Para rezar en familia se necesita sencillez. Rezar juntos el “Padrenuestro”, alrededor de la mesa, no es algo extraordinario: es fácil. Y rezar juntos el Rosario, en familia, es muy bello, da mucha fuerza. Y rezar también el uno por el otro: el marido por la esposa, la esposa por el marido, los dos por los hijos, los hijos por los padres, por los abuelos… Rezar el uno por el otro. Esto es rezar en familia, y esto hace fuerte la familia: la oración.

2. La segunda Lectura nos sugiere otro aspecto: la familia conserva la fe. El apóstol Pablo, al final de su vida, hace un balance fundamental, y dice: «He conservado la fe» (2 Tm 4,7) ¿Cómo la conservó? No en una caja fuerte. No la escondió bajo tierra, como aquel siervo un poco perezoso. San Pablo compara su vida con una batalla y con una carrera. Ha conservado la fe porque no se ha limitado a defenderla, sino que la ha anunciado, irradiado, la ha llevado lejos. Se ha opuesto decididamente a quienes querían conservar, «embalsamar» el mensaje de Cristo dentro de los confines de Palestina. Por esto ha hecho opciones valientes, ha ido a territorios hostiles, ha aceptado el reto de los alejados, de culturas diversas, ha hablado francamente, sin miedo. San Pablo ha conservado la fe porque, así como la había recibido, la ha dado, yendo a las periferias, sin atrincherarse en actitudes defensivas.

También aquí, podemos preguntar: ¿De qué manera, en familia, conservamos nosotros la fe? ¿La tenemos para nosotros, en nuestra familia, como un bien privado, como una cuenta bancaria, o sabemos compartirla con el testimonio, con la acogida, con la apertura hacia los demás? Todos sabemos que las familias, especialmente las más jóvenes, van con frecuencia «a la carrera», muy ocupadas; pero ¿han pensado alguna vez que esta «carrera» puede ser también la carrera de la fe? Las familias cristianas son familias misioneras. Ayer escuchamos, aquí en la plaza, el testimonio de familias misioneras. Son misioneras también en la vida de cada día, haciendo las cosas de todos los días, poniendo en todo la sal y la levadura de la fe. Conservar la fe en familia y poner la sal y la levadura de la fe en las cosas de todos los días.

3. Y un último aspecto encontramos de la Palabra de Dios: la familia que vive la alegría. En el Salmo responsorial se encuentra esta expresión: «Los humildes lo escuchen y se alegren» (33,3). Todo este Salmo es un himno al Señor, fuente de alegría y de paz. Y ¿cuál es el motivo de esta alegría? Es éste: El Señor está cerca, escucha el grito de los humildes y los libra del mal. Lo escribía también San Pablo: «Alegraos siempre… el Señor está cerca» (Flp 4,4-5). Me gustaría hacer una pregunta hoy. Pero que cada uno la lleve en el corazón a su casa, ¡eh! Como una tarea a realizar. Y responda personalmente: ¿Hay alegría en tu casa? ¿Hay alegría en tu familia? Den ustedes la respuesta.

Queridas familias, ustedes lo saben bien: la verdadera alegría que se disfruta en familia no es algo superficial, no viene de las cosas, de las circunstancias favorables… la verdadera alegría viene de la armonía profunda entre las personas, que todos experimentan en su corazón y que nos hace sentir la belleza de estar juntos, de sostenerse mutuamente en el camino de la vida. En el fondo de este sentimiento de alegría profunda está la presencia de Dios, la presencia de Dios en la familia, está su amor acogedor, misericordioso, respetuoso hacia todos. Y sobre todo, un amor paciente: la paciencia es una virtud de Dios y nos enseña, en familia, a tener este amor paciente, el uno por el otro. Tener paciencia entre nosotros. Amor paciente. Sólo Dios sabe crear la armonía de las diferencias. Si falta el amor de Dios, también la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos, y se apaga la alegría. Por el contrario, la familia que vive la alegría de la fe la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad.

Queridas familias, vivan siempre con fe y simplicidad, como la Sagrada Familia de Nazaret. ¡La alegría y la paz del Señor esté siempre con ustedes!

 

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