Había una vez un monasterio que atravesaba grandes dificultades. La orden, que había sido muy famosa en otros tiempos, había perdido sus miembros y sus abadías, quedando reducida tan solo a un viejo claustro donde vivían cinco monjes: el abad y cuatro hermanos. La edad y la depresión por la situación del monasterio habían hecho mella en el estado de ánimo de los monjes, que en lugar de compasión, sentían fastidio en el trato entre ellos. Tan así, que hasta orar se les dificultaba.
El monasterio quedaba junto un bosque por el que pasaba un pequeño arroyo. Y allí, a su vera, había una choza que el rabino de un pueblo vecino usaba como lugar de retiro. Un día que el rabino venía hacia la choza, el abad tuvo la idea de visitarle para pedirle algún consejo que le ayudara a salvar el monasterio.
El rabino recibió al abad con alegría, pero cuando éste le contó sobre el motivo de su visita, solo pudo ofrecerle su comprensión.
“Conozco el problema –le dijo– la gente ha perdido su espiritualidad. Lo mismo nos sucede en el pueblo… ¡son tan pocos los que viene a la sinagoga!”
Los dos ancianos lloraron juntos, luego leyeron algunos pasajes de las Escrituras y conversaron sobre cuestiones profundas y sobre lo maravillosos de haberse conocido. Finalmente el abad, teniendo que partir, preguntó:
“¿No hay nada que pueda decirme? ¿Ningún consejo para salvar a mi orden?”
“Lamentablemente –respondió el rabino– no tengo ningún consejo que pueda darle.”
Pero cuando el abad se disponía a abrir la puerta, el rabino le detuvo y añadió:
“Sabe algo, no sé cómo salvar su monasterio, pero voy a confesarle un gran secreto: uno de ustedes es el Mesías…”
El abad se fue muy confundido por las palabras del rabino. ¿El Mesías? ¿Uno de ellos? ¿Cómo podía ser eso?
Cuando llegó al monasterio, los hermanos le rodearon preguntando qué había dicho el rabino, habría podido darle alguna idea.
“No pudo ayudarnos –replicó el abad–, lloramos juntos y leímos las Sagradas Escrituras… solamente, al despedirnos, dijo algo extraño que no he podido comprender: me dijo que uno de nosotros es el Mesías.”
Esa fue una noche muy larga para el abad, que no durmió pensando en las palabras del rabino. Pero por más que se esforzaba, no lograba hacer ningún sentido de ellas:
“Si el Mesías es uno de nosotros… entonces, ¿quién es? Tal vez, se trata del hermano Pedro; todos sabemos que Pedro es una lumbrera en nuestra orden. Pero no, su sabiduría muchas veces le roba la humildad. Desde luego, ¡no podría ser el hermano Juan! El pobre está un poquito senil. Aunque, pensándolo bien, nos fastidia con su chochez, pero casi siempre dice verdades muy profundas. En cuanto al hermano Tomás… no, de ninguna manera. ¡Tomás es tan frío! Sin embargo, tiene el prodigioso don de aparecer cuando más lo necesitamos. Sí, tal vez Tomás es el Mesías. ¿O habrá de ser Santiago?, él es quien tiene el corazón más noble… pero tiene un carácter tan fuerte y es tan cascarrabias. No, seguro que no es Santiago. Bueno, de lo que estoy seguro es que el rabino no se refería a mí. Yo soy una persona común y corriente. Pero… ¿y si hablaba de mí? ¿Si acaso fuera yo el Mesías? ¡Dios, que no sea yo! No puedo ser yo. ¿No puedo?”
Esa noche, en el silencio de sus celdas, todos los monjes permanecían en vela y se hacían las mismas preguntas que el abad. Cuando clareó el alba se encontraron para la oración de la mañana y por primera vez en años se trataban con un respeto extraordinario… ¡ninguno quería faltarle a quien fuera el Mesías! También cada monje comenzó a tratarse a sí mismo con el mismo respeto, ante la remota posibilidad de que fuera él.
La gente del pueblo solía visitar el bosque dónde estaba el Monasterio y de vez en cuando llevaban alguna verdura o frutas para los monjes. La primera en ir fue una ancianita y quedó maravillada al notar la humildad y el profundo amor que había entre ellos. Ya no arrastraban los pies, ni habían quejas, ni peleaban unos con otros. Era extraño, ¡pero algo había cambiado!
La voz se corrió en el pueblo: “¡los monjes parecían transformados y ahora había en ellos un aura de santidad!” Cada día se acercaban más y más personas para ver la gran transformación de aquellos hombres y hasta un grupo de jóvenes, cautivados por la bondad de los cinco ancianos, decidieron hacer votos y entrar a la orden. Esto revitalizó el monasterio, que pronto se convirtió en un gran centro de luz y espiritualidad.
Los monjes murieron hace mucho tiempo y nunca sabremos si lograron encontrar la respuesta a las palabras del rabino… pero hoy tú tienes la oportunidad de descubrir su significado: en ti, en mí y en cada uno de nosotros vive Jesús, el Mesías. Vivamos de manera que reflejemos Su presencia en nosotros y veremos como todo a nuestro alrededor es transformado por el Amor.
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