lunes, 4 de noviembre de 2013

León Magno Papa, Santo


XLV Papa, 10 de noviembre
 
León Magno, Santo
León Magno, Santo

XLV Papa

Martirologio Romano: Memoria de san León I, papa, doctor de la Iglesia, que, nacido en Etruria, primero fue diácono diligente en la Urbe y después, elevado a la cátedra de Pedro, mereció con todo derecho ser llamado “Magno”, tanto por apacentar a su grey con una exquisita y prudente predicación como por mantener la doctrina ortodoxa sobre la encarnación de Dios, valientemente afirmada por los legados delConcilio Ecuménico de Calcedonia, hasta que descansó en el Señor en Roma, donde en este día tuvo lugar su sepultura en San Pedro del Vaticano (461).

Etimología: León = Aquel hombre audaz, imperioso y valiente, es de origen latino

El Papa León, que nació en Toscana a fines del siglo IV, es recordado en los textos de historia por el prestigio moral y político que demostró ante la amenaza de los Hunos de Atila (a los que logró detener sobre el puente Mincio) y de los Vándalos de Genserico (cuya ferocidad mitigó en el saqueo de Roma del 455). Elevado al solio pontificio en el 440, en sus 21 años de pontificado (murió el 10 de noviembre del 461) llevó a cabo la unidad de toda la Iglesia alrededor de la sede petrina, impidiendo usurpaciones de jurisdicción, arrancando de raíz los abusos de poder, frenando las ambiciones del patriarcado constantinopolitano y del vicariato de Arles.

Desafortunadamente, no existen muchas noticias biográficas de él. Al Papa León no le gustaba hablar mucho de sí en sus escritos. Tenía una idea elevadísima de su función: sabía que encarnaba la dignidad, el poder y la solicitud de Pedro, jefe de los apóstoles. Pero su posición de autoridad y la fama de rigidez y hieratismo no le impedían comunicar el calor humano y el entusiasmo de un hombre de Dios, que se notan por los 96 Sermones y por las 173 cartas que han llegado hasta nosotros. Sobre todo las homilías nos muestran al Papa, uno de los más grandes de la historia de la Iglesia, paternalmente dedicado al bien espiritual de sus hijos, a los que les habla en lenguaje sencillo, traduciendo su pensamiento en fórmulas sobrias y eficaces para la práctica de la vida cristiana.

Sus cartas, por el estilo culto, demuestran su rica personalidad. De espíritu comprensivo y previsor, se destacó también por su impulso doctrinal, participando activamente en la elaboración dogmática del grave problema teológico tratado en el concilio ecuménico de Calcedonia, pedido por el emperador de Oriente para condenar la herejía del monofisismo.

Su famosa Epistola dogmatica ad Flavianum, leída por los delegados romanos que presidían la asamblea, presentó el sentido y también las fórmulas de la definición conciliar, creando así una efectiva unidad y solidaridad con la sede de Roma. León fue el primer Papa que recibió de la posteridad el epíteto de “magno”, grande, no sólo por las cualidades literarias y la firmeza con la que mantuvo en vida al decadente imperio de Occidente, sino por la solidez doctrinal que demuestra en sus cartas, en sus sermones y en las oraciones litúrgicas de la época en donde se ven evidentes su sobriedad y precisión características.

Murió el año 461.
 
San León Magno
Reflexión desde la vida de los santos
 
En la historia de los Papas nos encontramos dos con el título de “Magno”. San León Magno y San Gregorio Magno, ambos en el siglo V, en el que suceden grandes acontecimientos en momentos muy conflictivos, destacando personajes decisivos como Recaredo que abjura el arrianismo convertido por San Leandro de Sevilla, que había coincidido en Constantinoplacon el que después sería Gregorio Magno. A su vez, en Reims, San Remigio bautiza a Clodoveo, mientras Atila, después de asolar Venecia y tomar Milán, llega a Roma. El papa León Magno (440-461), se enfrentó con él y los hunos. Le salió, vestido de pontifical, al encuentro y le impresionó tanto, que le prometió abandonar la guerra y retirarse más allá del Danubio, momento que Rafael inmortalizó. El pontificado de San León Magno, en la mitad del siglo V se desarrolló durante un periodo histórico turbulento, en que acechada la Iglesia la presión de los pueblos germánicos, en su mayoría paganos y el peligro de cisma del monofisismo.

De hecho el éxito que obtuvo con Atila no lo consiguió con los vándalos de Genserico, que por una intriga de corte fomentada por la emperatriz Eudoxia, entró en Roma y la saqueó salvajemente. Genserico le prometió que iba a salvar sólo las Basílicas de S. Pedro, de S. Pablo y de S. Juan de Letrán. Lo demás lo arrasaron todo. Era el mes de junio del año 455. Fueron quince días de terror, destrucciones, y expoliaciones. Los vándalos se llevaron a millares de ciudadanos para convertirlos en esclavos, entre ellos a la misma Eudoxia, que fue la causa de muchos males. A León sólo le quedóreconstruir la ciudad tan amada, reducida a escombros.

NATURAL DE LA TOSCANA

San León nació en Toscana, Italia; recibió una esmerada educación y hablaba muy correctamente el idioma nacional, el latín. Designado Secretario del Papa San Celestino y de Sixto III, fue enviado como embajador a Francia para evitar una guerra civil a punto de estallar por la pelea entre dos generales. Allí le llegó la noticia de que había sido elegido Sumo Pontífice. Año 440. Desde el principio de su pontificado dio muestra de poseer grandes cualidades. Tenía gran fama de sabio y cuando en el Concilio de Calcedonia los enviados del Papa leyeron la carta que enviaba San León Magno, los 600 obispos se pusieron de pie y exclamaron: "San Pedro ha hablado por boca de León". Cuando, como he dicho, en el año 452 llegó el terrorífico guerrero Atila, capitaneando a los feroces Hunos, de quienes se decía que donde sus caballos pisaban no volvía a nacer la hierba, el Papa San León salió a su encuentro y su personalidad le impresionó tanto que logró que no entrara en Roma y que volviera a su tierra, de Hungría.

CONCILIO DE CALCEDONIA

Su Epístola a Flaviano, dirigida al Patriarca de Constantinopla, tuvo una importancia decisiva en las definiciones del Concilio de Calcedonia (451), en el que se condenó la herejía monofisita. Además de esta larga carta dogmática, San León redactó otras muchas. Su epistolario comprende 173 cartas, escritos dogmáticos, disciplinares y de gobierno. Su estilo conciso y elegante, une a la brevedad una gran riqueza de imágenes. Se conservan 96 sermones, que son verdaderas joyas de doctrina. Esta misma preocupación por exponer la verdadera doctrina cristiana se refleja en sus Homilías, predicadas al clero y al pueblo romano en las principales fiestas del año litúrgico, que para San León, tiene una importancia capital en la vida cristiana, pues es como una prolongación de la vida salvífica de Cristo en la Iglesia. Escribe que los cristianos, configurados con el Señor por medio de lossacramentos, deben imitar la vida de Jesucristo en el ciclo anual de las celebraciones. De las noventa y siete homilías que nos han llegado, nueve corresponden al ayuno de las témporas de diciembre, que formarían parte del Adviento, y doce a la Cuaresma. El resto se centran en los principales acontecimientos del año litúrgico: Navidad, Epifanía, Semana Santa, Pascua, Ascensión y Pentecostés. No faltan algunas predicadas en la fiesta de los Santos Pedro y Pablo y de San Lorenzo.

ALGUNOS SERMONES DE SAN LEON MAGNO

Si fiel y sabiamente, amadísimos, consideramos el principio de nuestra creación, hallaremos que el hombre fue formado a imagen de Dios, a fin de que imitara a su Autor. La natural dignidad de nuestro linaje consiste precisamente en que resplandezca en nosotros, como en un espejo, la hermosura de la bondad divina. A este fin, cada día nos auxilia la gracia del Salvador, de modo que lo perdido por el primer Adán sea reparado por el segundo. La causa de nuestra salud no es otra que la misericordia de Dios, a quien no amaríamos si antes Él no nos hubiera amado y con su luz de verdad no hubiera alumbrado nuestras tinieblas de ignorancia. Esto ya nos lo había anunciado el Señor por medio de su profeta Isaías: guiaré a los ciegos por un camino ignorado y les haré caminar por senderos desconocidos. Ante ellos tornaré en luz las tinieblas, y en llano lo escarpado. Cumpliré mi palabra y no les abandonaré (Is 42, 18). Y de nuevo: me hallaron los que no me buscaban, y me presenté ante los que no preguntaban por mí (Is 65,1). De qué modo se ha cumplido todo esto, nos lo enseña el Apóstol Juan: sabemos que el Hijo de Dios vino y nos dio inteligencia para que conozcamos la Verdad, y estamos en la Verdad, que es su Hijo (1 Jn 5, 20).

AMEMOS A DIOS

Y también: amemos a Dios, porque Él nos amó primero (1 Jn 4, 19). Dios, cuando nos ama, nos restituye a su imagen, y para hallar en nosotros la figura de su bondad, nos concede que podamos hacer lo que Él hace, iluminando nuestras inteligencias e inflamando nuestros corazones, de modo que no sólo le amemos a Él, sino también a todo cuanto Él ama. Pues si entre los hombres se da una fuerte amistad cuando les une la semejanza de costumbres—y sin embargo, sucede muchas veces que la conformidad de costumbres y deseos conduce a malos afectos—, ¡cuánto más deberemos desear y esforzarnos por no discrepar en aquellas cosas que Dios ama! Pues ya dijo el Profeta: porque la ira está en su indignación y la vida en su voluntad (Sal 29, 6), ya que en nosotros no estará de ningún modo la majestad divina, si no se procura imitar la voluntad de Dios.

Dice el Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma. Amarás al prójimo como a ti mismo (Mt 12, 37-39). Así pues, reciba el alma fiel la caridad inmarcesible de su Autor y Rector, y sométase toda a su voluntad, en cuyas obras y juicios nada hay vacío de la verdad de la justicia, ni de la compasión de la clemencia. Tres obras pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que han de ejercitarse en todo tiempo, pero especialmente en el consagrado por las tradiciones apostólicas, según las hemos recibido. Como este mes décimo se refiere a la costumbre de la antigua institución, cumplamos con mayor diligencia aquellas tres obras de que antes he hablado.

Pues por la oración se busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne y por las limosnas se perdonan los pecados (Dan 4, 24). Al mismo tiempo, se restaurará en nosotros la imagen de Dios si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación y si de continuo procuramos la sustentación del prójimo. Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de Dios, y nos une inseparablemente al Espíritu Santo. Así es: en las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la benignidad.

LA ENCARNACIÓN DEL SEÑOR.

Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la Vida, disipando el temor de la muerte y llenándonos de gozo con la eternidad prometida. Nadie se crea excluido de tal regocijo, pues una misma es la causa de la común alegría. Nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el santo, porque se acerca al premio; alégrese el pecador, porque se le invita al perdón; anímese el pagano, porque se le llama a la vida. Al llegar la plenitud de los tiempos (Gal 4,4), señalada por los designios inescrutables del divino consejo, tomó el Hijo de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor y vencer al introductor de la muerte, el diablo, por medio de la misma naturaleza que éste había vencido (Sab 2,24). En esta lucha emprendida para nuestro bien se peleó según las mejores y más nobles reglas de equidad, pues el Señor todopoderoso batió al despiadado enemigo no en su majestad, sino en nuestra pequeñez, oponiéndole una naturaleza humana, mortal como la nuestra, aunque libre de todo pecado. No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás leemos: nadie está limpio de mancha, ni siquiera el niño que sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14, 4-5).

En tan singular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en nada estuvo sujeto a la ley del pecado. Se eligió una virgen de la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto sagrado, lo concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y para que no se asustase por los efectos inusitados del designio divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a realizar el Espíritu Santo. De este modo no consideró un daño de su virginidad llegar a ser Madre de Dios. ¿Por qué había de desconfiar Maria ante lo insólito de aquella concepción, cuando se le promete que todo será realizado por la virtud del Altísimo? Cree Maria, y su fe se ve corroborada por un milagro ya realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es posible obrar en una virgen lo que se ha hecho con una estéril.

DOBLE NATURALEZA

Así pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba en Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, y sin el cual ninguna cosa ha sido hecha (Jn 1, 1-3), se hace hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo (Fil 2, 7) a la que Él tenía igual al Padre, realizando entre las dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido por esta asunción. Al salvarse las propiedades de cada naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha revestido de humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de caducidad. Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la naturaleza inmutable se une a una naturaleza pasible; verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de un solo Señor. De este modo, el solo y único Mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2,5) puede, como lo exigía nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas, y resucitar, en virtud de la otra.

CONCEPCION VIRGINAL

Con razón, pues, el nacimiento del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su Madre. La llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su pureza. Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría de Dios, que es Cristo (1 Cor 1, 24), para que en Él se hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos habría proporcionado remedio; de no haber sido hombre, no nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles, cantando llenos de gozo: gloria a Dios en las alturas; y proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se levanta en medio de las naciones del mundo. ¿Qué alegría no causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra inefable de la bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera sublime de los ángeles? Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y, estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo (Ef 2, 5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo con sus acciones (cfr. Col 3, 9) y renunciemos a las obras de la carne, nosotros que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo.

DIGNIDAD DEL CRISTIANO

Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (2 Re 1, 4), y no vuelvas a la antigua miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido trasladado al reino y claridad de Dios (Col 1, 13). Por el sacramento del Bautismo te convertiste en templo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará conforme a la verdad. El cual con el Padre y el Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén. Nacimiento virginal de Cristo (Homilía 2 sobre Navidad). Dios todopoderoso y clemente, cuya naturaleza es bondad, cuya voluntad es poder, cuya acción es misericordia, desde el instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado con el veneno mortal de su envidia, señala los remedios con que su piedad se proponía socorrer a los mortales.

ENEMISTAD ENTRE TI Y LA MUJER

Esto lo hizo ya desde el principio del mundo, cuando declaró a la serpiente que de la Mujer nacería un Hijo lleno de fortaleza para quebrantar su cabeza altanera y maliciosa (Gn 3,15); es decir, Cristo, el cual tomaría nuestra carne, siendo a la vez Dios y hombre; y, naciendo de una virgen, condenaría con su nacimiento a aquél por quien el género humano había sido manchado. Después de haber engañado al hombre con su astucia, regocijábase el diablo viéndole desposeído de los dones celestiales, despojado del privilegio de la inmortalidad y gimiendo bajo el peso de una terrible sentencia de muerte. Alegrábase por haber hallado algún consuelo en sus males en la compañía del prevaricador y por haber motivado que Dios, después de crear al hombre en un estado tan honorífico, hubiese cambiado sus disposiciones acerca de él para satisfacer las exigencias de una justa severidad.

Ha sido, pues, necesario, amadísimos, el plan de un profundo designio para que un Dios que no se muda, cuya voluntad no puede dejar de ser buena, cumpliese—mediante un misterio aún más profundo— la primera disposición de su bondad, de manera que el hombre, arrastrado hacia el mal por la astucia y malicia del demonio, no pereciese, subvirtiendo el plan divino. Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos señalados para la redención del hombre, Nuestro Señor Jesucristo bajó hasta nosotros desde lo alto de su sede celestial. Sin dejar la gloria del Padre, vino al mundo según un modo nuevo, por un nuevo nacimiento. Modo nuevo, ya que, invisible por naturaleza, se hizo visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido hacerse comprensible; el que fue antes del tiempo, ha comenzado a ser en el tiempo; señor del universo, ha tomado la condición de siervo, velando el resplandor de la majestad (Fil 2,7); Dios impasible, no ha desdeñado ser hombre pasible; inmortal, se somete a la ley de la muerte.

SU DIVINO PODER

¿Quieres tener razón de su origen? Confiesa que es divino su poder. El Señor Cristo Jesús ha venido, en efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima; no a sucumbir a nuestros vicios, sino a curarlos. Por eso determinó nacer según un modo nuevo, pues llevaba a nuestros cuerpos humanos la gracia nueva de una pureza sin mancilla. Determinó, en efecto, que la integridad del Hijo salvaguardase la virginidad sin par de su Madre, y que el poder del divino Espíritu derramado en Ella (Lc 1, 35) mantuviese intacto ese claustro de la castidad y esta morada de la santidad en la cual Él se complacía, pues había determinado levantar lo que estaba caído, restaurar lo que se hallaba deteriorado y dotar del poder de una fuerza multiplicada para dominar las seducciones de la carne, para que la virginidad—incompatible en los otros con la transmisión de la vida—viniese a ser en los otros también imitable gracias a un nuevo nacimiento.

Honrad con una obediencia santa y sincera el misterio sagrado y divino de la restauración del género humano. Abrazaos a Cristo, que nace en nuestra carne, para que merezcáis ver reinando en su majestad a este mismo Dios de gloria, que con el Padre y el Espíritu Santo permanece en la unidad de la divinidad por los siglos de los siglos. Amén. Infancia espiritual (Homilía 7 en la Epifanía del Señor). Amadísimos, el recuerdo de lo que ha sido realizado por el Salvador de los hombres es para nosotros de gran utilidad, si de este objeto de nuestra fe y de nuestra veneración hacemos el ideal de nuestra imitación. En la economía de los misterios de Cristo, los milagros son gracias y estímulos que refuerzan la doctrina, para que sigamos también el ejemplo de las acciones de Aquél a quien confesamos en espíritu de fe.

Aun estos mismos instantes vividos por el Hijo de Dios, que nace de la Virgen, su Madre, nos instruyen para nuestro progreso en la piedad. Los corazones ven aparecer en una sola y misma persona la humildad propia de la humanidad y la majestad divina. Los cielos y los ejércitos celestiales llaman su Creador al que, recién nacido, se encuentra en una cuna. Este Niño de cuerpo pequeño es el Señor y el Rector del mundo. Aquél a quien ningún límite puede encerrar, se contiene todo entero sobre las rodillas de su Madre. Más en esto está la curación de nuestras heridas y la elevación de nuestra postración. Los remedios destinados a nosotros nos han fijado una norma de vida, y de lo que era una medicina destinada a los muertos ha salido una regla para nuestras costumbres.

No sin razón, cuando los tres Magos fueron conducidos por el resplandor de una nueva estrella para venir a adorar a Jesús, ellos no lo vieron expulsando a los demonios, resucitando a los muertos, dando vista a los ciegos, curando a los cojos, dando la facultad de hablar a los mudos, o en cualquier otro acto que revelaba su poder divino; sino que vieron a un Niño que guardaba silencio, tranquilo, confiado a los cuidados de su Madre. No aparecía en Él ningún signo de su poder; mas les ofreció la vista de un gran espectáculo: su humildad. Por eso, el espectáculo de este santo Niño, el Hijo de Dios, presentaba a sus miradas una enseñanza que más tarde debía ser proclamada; y lo que no profería aún el sonido de su voz, el simple hecho de verle hacía ya que Él lo enseñara.

LA VICTORIA DEL SALVADOR

Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al mundo ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por la humildad. Ha inaugurado en la persecución sus días señalados, y también los ha terminado en la persecución. Al Niño no le ha faltado el sufrimiento, y al que había sido llamado a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el Unigénito de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su majestad nacer voluntariamente hombre y poder ser muerto por los hombres. Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha hecho buena nuestra causa tan mala, y si ha destruido a la muerte y al autor de la muerte (I Tim 1, 10), no rechazando lo que le hacían sufrir los perseguidores sino soportando con gran dulzura y por obediencia a su Padre las crueldades de los que se ensañaban contra Él, ¿cuánto más hemos de ser nosotros humildes y pacientes, puesto que, si nos viene alguna prueba, jamás se hace esto sin haberla merecido? ¿Quién se gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado? y, como dice San Juan, si dijéramos que no tenemos pecado nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría con nosotros (I Jn 1, 8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de modo que la justicia nada tenga de qué reprocharle o la misericordia divina qué perdonarle?

LA SABIDURIA CRISTIANA

Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y enseñado como verdadera fuerza desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz. Pues cuando sus discípulos disputaron entre si, como cuenta el evangelista, quién será el más grande en el reino de los cielos, Él, llamando a si a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: en verdad os digo, si no os mudáis haciéndoos como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de estos, éste será el más grande en el reino de los cielos (Mt 18, 1-4).

AMOR A LOS NIÑOS

Cristo ama la infancia, que Él mismo ha vivido al principio en su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia ella conduce a la ancianidad. A los que eleva al reino eterno los atrae a su propio ejemplo. Mas, si queremos ser capaces de comprender perfectamente cómo es posible llegar a una conversión tan admirable y por qué transformación hemos de ir a la edad de los niños dejemos que San Pablo nos instruya y nos diga: no seáis niños en el juicio; sed párvulos sólo en la malicia, pero adultos en el juicio (I Cor 14, 20).

No se trata, pues, de volver a los juegos de la niñez ni a las imperfecciones del comienzo, sino tomar una cosa que conviene también a los años de la madurez; es decir, que pasen pronto nuestras agitaciones interiores, que rápidamente encontremos la paz, no guardemos rencor por las ofensas, ni codiciemos las dignidades, sino amemos encontrarnos unidos, y guardemos una igualdad conforme a la naturaleza. Es un gran bien, en efecto, que no sepamos alimentar ni tener gusto por el mal, pues inferir y devolver injuria es propio de la sabiduría de este mundo. Por el contrario, no devolver mal por mal (Rm 12, 17) es propio de la infancia espiritual, toda llena de ecuanimidad cristiana. A esta semejanza con los niños nos invita, amadísimos, el misterio de la fiesta de hoy. Ésa es la forma de humildad que os enseña el Salvador Niño adorado por los Magos.

SANTOS INOCENTES

Para mostrar aquella gloria que prepara a sus imitadores, ha consagrado con el martirio a los nacidos en su tiempo; nacidos en Belén, como Cristo, han sido asociados a Él por su edad y por su pasión. Amen, pues, los fieles la humildad y eviten todo orgullo; cada cual prefiera su prójimo a sí mismo (I Cor 4, 6), y que nadie busque su propio interés, sino el del otro (I Cor 10,14), de modo que, cuando todos estén llenos del espíritu de benevolencia, no se encontrará en ninguna parte el veneno de la envidia, pues el que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado (Lc 14,11). Así lo atestigua nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. Toscano de origen, León I fue el salvador de occidente en una época en que el imperio se desplomaba bajo los golpes de los bárbaros y el cristianismo se veía cada vez más amenazado por las herejías. La unidad del Imperio, destruida por las invasiones es sustituida por una unidad espiritual, transformada poco a poco en la idea de la civilización unitaria que se encuentra en la base del concepto de Europa.

Los bárbaros orientales, como los hunos, no participaron en la obra, se integraron en esta unidad, y fue el mérito de la Iglesia el de obligarlos a civilizarse a través de la fe. Los germanos se transformaron en los más fervorosos herederos del Imperio romano. Combatió victoriosamente el maniqueísmo en África, el pelagianismo en Aquileia, el Priscilianismo en España. Nombró un encargado de negocios en Constantinopla, para mantener permanentes relaciones con la corte y con los altos dignatarios y enviar informes detallados a Roma sobre la Iglesia oriental.

En 452, Atila, rey de los hunos, había saqueado el norte de Italia. El emperador Valentiniano III había abandonado su sede de Ravena y se había refugiado en Roma. León, salió al encuentro de Atila, en Mantua. Después de la entrevista con el Papa, el bárbaro se retiró, y fue ésta la segunda derrota de Atila después de la que había sufrido un año antes en los Campos Cataláunicos, donde Aecio le había vencido en una de las famosas "estancias" del Vaticano. En 455 los vándalos de Genserico se habían apoderado de Roma. Valentiniano había sido asesinado, y su sucesor, Petronio Máximo, fue despedazado por la multitud mientras se disponía a huir. Fue León quien tuvo el valor de enfrentarse con los vándalos, a los que esperó en la puerta de la Ciudad Eterna. Obtuvo de Genserico que Roma no fuese incendiada ni la población degollada. Pero la ciudad fue sometida a un sistemático saqueo. Barcos llenos de obras de arte y de otras riquezas descendieron por el Tíber, rumbo a África, donde Genserico pensaba fundar un estado poderoso con la capital de Cartago. Era ésta una especie de tardía e incompleta venganza de Aníbal, Cartago saqueaba a Roma, pero el sueño de Genserico se esfumó rápidamente y Roma resucitó con más esplendor.

León fue también un político consumado y mereció el título de "grande", y el honor de los altares. San Ambrosio había sido el primero en formular la idea de un estado cristiano, y León desarrolló esta idea un siglo más tarde. Dawson escribe sobre este aspecto de la doctrina de León: "Hacía converger las convicciones ambrosianas sobre la misión providencial del Imperio romano y la doctrina tradicional de la primacía de la Sede apostólica; mientras, al principio del mismo siglo, San Agustín había contemplado la teología occidental y dotado a la Iglesia de un sistema que estaba destinado a formar el capital intelectual de la cristiandad por más de mil años". Supo también continuar aquella obra realizada por la Iglesia durante los siglos IV y V, y que consistía en reconciliar el cristianismo y clasicismo, lo que tuvo un inmenso influjo sobre el futuro desarrollo de la mentalidad intelectual europea. Merced a esta sabia compenetración de la Iglesia pudo constituirse en un cuerpo aparte, resistiendo las embestidas de los bárbaros, mientras el Imperio se hundía en la nada.

Falleció el 10 de noviembre de 461. Su culto litúrgico empezó inmediatamente después: tan grande había sido la impresión dejada por su personalidad y su perfección moral. Fue hasta la aparición de Gregorio el Grande, el más importante de los sucesores de Pedro.

EL COMBATE DE LA SANTIDAD

El que, ayudado por la gracia de Dios, tienda con todo su corazón a esta perfección, cumple fielmente el santo ayuno y, ajeno a la levadura de la antigua malicia, llegará a la bienaventurada Pascua con los ácimos de pureza y sinceridad (l Cor 5,8).Participando de una vida nueva (Rm 6, 4), merecerá gustar la alegría en el misterio de la regeneración humana. Por Cristo nuestro Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. Está sepultado en la Basílica de San Pedro.



San León I Magno, papa y doctor de la Iglesia
fecha: 10 de noviembre
fecha en el calendario anterior: 11 de abril
n.: c. 400 - †: 461 - país: Italia
otras formas del nombre: León Magno
canonización: PC: - Doctor Ecclesiae 1754 (Benedicto XIV)
hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Memoria de san León I, papa y doctor de la Iglesia, que, nacido en Etruria, primero fue diácono diligente en la Urbe, y después, elevado a la cátedra de Pedro, mereció con todo derecho ser llamado «Magno», tanto por apacentar a su grey con una exquisita y prudente predicación como por mantener la doctrina ortodoxa sobre la encarnación de Dios, valientemente afirmada por los legados del Concilio Ecuménico de Calcedonia, hasta que descansó en el Señor en Roma, donde, en este día, tuvo lugar su sepultura en San Pedro del Vaticano.
patronazgo: patrono de cantores, músicos y organistas.
oración:
Oh Dios, tú que no permites que el poder del infierno derrote a tu Iglesia, fundada sobre la firmeza de la roca apostólica, concédele, por los ruegos del papa san León Magno, permanecer siempre firme en la verdad, para que goce de una paz duradera. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).

La sagacidad de León I, el éxito con que defendió la fe contra las herejías y su intervención ante Atila y Genserico, realzaron el prestigio de la Santa Sede y al Papa le valieron el título de «Magno». La posteridad sólo ha concedido ese título a otros dos Pontífices: san Gregorio I y san Nicolás I. La Iglesia honra a san León entre sus doctores, por sus incomparables obras teológicas, de las que hay muchos extractos en las lecciones del Breviario. Probablemente la familia de san León era toscana, pero él llamó a Roma su «patria», lo cual nos inclina a pensar que nació en dicha ciudad. No sabemos nada acerca de sus primeros años y desconocemos la fecha de su ordenación. Sus escritos prueban que había recibido una educación excelente, aunque ésta no comprendía el estudio del griego. Fue diácono de los papas san Celestino I y san Sixto III; ese puesto era tan importante, que san Cirilo le escribía directamente a él, y Casiano le dedicó su tratado contra Nestorio. El año 440, cuando las disputas de los dos generales imperiales, Aecio y Albino, amenazaban con dejar a la Galia a merced de los bárbaros, León fue enviado a mediar entre ellos. Cuando murió Sixto III, san León estaba todavía en Galia; una embajada fue allá a anunciarle que había sido elegido Sumo Pontífice.

La consagración tuvo lugar el 29 de septiembre del 440. Desde el primer momento, san León dio pruebas de sus excepcionales cualidades de pastor y jefe. La predicación era entonces privilegio casi exclusivo de los obispos; san León se dedicó a instruir sistemáticamente al pueblo de Roma para convertirle en ejemplo de las otras Iglesias. Los noventa y seis sermones auténticos de san León que han llegado hasta nosotros, muestran que insistía en la limosna y otros aspectos sociales de la vida cristiana y que explicaba al pueblo la doctrina, particularmente lo relativo a la Encarnación. Afortunadamente, se conservan ciento cuarenta y tres cartas de san León y otras treinta que le fueron escritas. Por ellas, podemos darnos una idea de la extraordinaria vigilancia con que el santo Pontífice seguía la vida de la Iglesia en todo el Imperio. Al mismo tiempo que combatía a los maniqueos en Roma, escribía al obispo de Aquileya dándole instrucciones sobre la manera de enfrentarse al pelagianismo, que había reaparecido en dicha diócesis.

Santo Toribio, obispo de Astorga, España, envió a San León una copia de su carta circular sobre el priscilianismo, una secta que había progresado mucho en España, gracias a la connivencia de una parte del clero. Dicha secta era una mezcla de astrología, de fatalismo y de la doctrina maniquea sobre la maldad de la materia. En su respuesta el Papa, refutó ampliamente a los priscilianistas, refirió las medidas que había tomado contra los maniqueos y mandó que se reuniese un sínodo para combatir la herejía. Varias veces tuvo que intervenir también en los asuntos de la Galia; en dos ocasiones reprendió a san Hilario, obispo de Arles, quien se había excedido en el uso de sus poderes de metropolitano. Escribió algunas cartas a Anastasio, obispo de Tesalónica, para confirmarle su oficio de Vicario de los obispos de Iliria; en una ocasión le recomendó mayor tacto y en otra, le recordó que los obispos tenían derecho de apelar a Roma, «según la antigua tradición». El año 446, san León escribió a la Iglesia africana de Mauritania, prohibiendo la elección de laicos para las sedes episcopales, así como las de los casados en segundas nupcias y de los casados con una viuda; en la misma carta tocó el delicado problema de la manera de tratar a las vírgenes consagradas a Dios que habían sido violadas por los bárbaros. Respondiendo a ciertas quejas del clero de Palermo y Taormina, san León escribió a los obispos de Sicilia, ordenándoles que no vendiesen las propiedades de la Iglesia sin el consentimiento del clero.

En las decisiones de san León, escritas en forma autoritaria y casi dura, no hay la menor nota personal ni la menor incertidumbre; no es el hombre el que habla, sino el sucesor de san Pedro. Ese es el secreto de la grandeza y de la unidad del carácter de san León. Sin embargo, hay que mencionar también un rasgo muy humano, que conocemos nada más por tradición, pero que ilustra la importancia que el santo daba a la elección de los candidatos a las ordenes sagradas: en el «Prado Espiritual», Juan Mosco cita estas palabras de Amós, patriarca de Jerusalén: «Por mis lecturas estoy enterado de que el bienaventurado papa León, hombre de costumbres angélicas, veló y oró durante cuarenta días en la tumba de san Pedro, pidiendo a Dios, por la intercesión del Apóstol, el perdón de sus pecados. Al fin de esos cuarenta días, se le apareció san Pedro y le dijo: 'Dios te ha perdonado todos tus pecados, excepto los que cometiste al conferir las sagradas órdenes, pues de esos tendrás que dar cuenta muy estricta'». San León prohibió que se confiriesen las órdenes a los esclavos y a todos los que habían practicado oficios ilegales o indecorosos e introdujo una ley, por la que se restringía la ordenación al sacerdocio sólo a los candidatos de edad madura que habían sido probados a fondo y se habían distinguido en el servicio de la Iglesia por su sumisión a las reglas y su amor a la disciplina.


El santo Pontífice, en su calidad de pastor universal, tuvo que enfrentarse en el Oriente con dificultades más grandes que las de cualquiera de sus predecesores. El año 448, recibió una carta de un abad de Constantinopla, llamado Eutiques, quien se quejaba del recrudecimiento de la herejía nestoriana. San León respondió discretamente que iba a investigar el asunto. Al año siguiente, Eutiques escribió otra carta al Papa y mandó copia de ella a los patriarcas de Alejandría y de Jerusalén. En dicha carta protestaba contra la excomunión que había fulminado contra él san Flaviano, patriarca de Constantinopla, a instancias de Eusebio de Dorileo, y pedía ser restituido a su cargo. Con su carta iba otra del emperador Teodosio II en defensa suya. Como en Roma no se había recibido la noticia oficial de la excomunión, san León escribió a san Flaviano, quien le envió amplias informaciones sobre el sínodo que había excomulgado a Eutiques. En ella ponía en claro que Eutiques había caído en el error de negar la existencia de dos naturalezas en Cristo, cosa que constituía una herejía opuesta al nestorianismo. Por entonces, el emperador Teodosio convocó a un concilio en Éfeso, so pretexto de estudiar a fondo el asunto, pero el concilio estaba lleno de amigos de Eutiques y lo presidía uno de sus principales partidarios, Dióscoro, patriarca de Alejandría. El conciliábulo absolvió a Eutiques y condenó a san Flaviano, quien murió poco después, a resultas de los golpes que había recibido. Como los legados del Papa se negaron a aceptar la sentencia del conciliábulo, se les prohibió leer la carta de san León ante la asamblea. En cuanto san León se enteró del asunto, anuló las decisiones de la asamblea y escribió al emperador con estos consejos: «Deja a los obispos defender libremente la fe, pues ningún poder humano ni amenaza alguna son capaces de destruirla. Proteje a la Iglesia y consérvala en paz para que Cristo proteja, a su vez, tu Imperio».

Dos años después, en el reinado del emperador Marciano, se reunió en Calcedonia un Concilio ecuménico. Seiscientos obispos, entre los que se contaban los legados de san León, acudieron a él. El Concilio reivindicó la memoria de san Flaviano y excomulgó y depuso a Dióscoro. El 13 de junio del 449, san León había escrito a san Flaviano una carta doctrinal, en la que exponía claramente la fe de la Iglesia en las dos naturalezas de Cristo y refutaba los errores de los eutiquianos y nestorianos. Dióscoro había ignorado esa famosa carta, conocida con el nombre de «Carta Dogmática» o «Tomo de san León»; en esa ocasión se leyó en el Concilio. «¡Pedro ha hablado por la boca de León!», exclamaron los obispos, después de oír esa lúcida exposición sobre la doble naturaleza de Cristo, que se convirtió desde entonces en doctrina oficial de la glesia.

Entre tanto, habían tenido lugar en Occidente varios acontecimientos de importancia, en los que san León dio muestras de la misma firmeza y prudencia. Atila invadió Italia al frente de los hunos, el año 452; quemó la ciudad de Aquileya, sembró el terror y la muerte a su paso, saqueó Milán y Pavía y se dirigió hacia la capital. Ante la ineficacia del general Aecio, el pueblo se llenó de pánico; todas las miradas se volvieron hacia san León, y el emperador Valente III y el Senado le autorizaron para negociar con el enemigo. Poseído de su carácter sagrado y sin vacilar un solo instante, el Papa partió de Roma, acompañado por el cónsul Avieno, por Trigecio, gobernador de la ciudad y unos cuantos sacerdotes. Entró en contacto con el enemigo en la actual ciudad de Peschiera. San León y su clero se entrevistaron con Atila y le persuadieron para que aceptase un tributo anual, en vez de saquear la ciudad. Esto salvó a Roma de la catástrofe por algún tiempo. Pero tres años más tarde, Genserico se presentó a la cabeza de los vándalos ante las puertas de la ciudad, totalmente indefensa. En esta ocasión, san León tuvo menos éxito, pero obtuvo que los vándalos se contentasen con saquear la ciudad, sin matar ni incendiar. Quince días después, los bárbaros se retiraron al África con numerosos cautivos y un inmenso botín.

San León emprendió inmediatamente la reconstrucción de la ciudad y la reparación de los daños causados por los bárbaros. Envió a muchos sacerdotes a asistir y rescatar a los prisioneros en África y restituyó, en cuanto le fue posible, los vasos sagrados de las iglesias. Gracias a su ilimitada confianza en Dios, no se desalentó jamás y conservó gran serenidad, aun en los momentos más difíciles. En los veintiún años de su pontificado se había ganado el cariño y la veneración de los ricos y de los pobres, de los emperadores y de los bárbaros, de los clérigos y de los laicos. Murió el 10 de noviembre del 461. Sus reliquias se conservan en la basílica de San Pedro. El historiador Jalland, anglicano, resume el carácter de san León con cuatro rasgos: «su energía indomable, su magnanimidad, su firmeza y su humilde devoción al deber». La exposición que hizo san León de la doctrina cristiana de la Encarnación, fue uno de los momentos más importantes de la historia del cristianismo. «La más grande de sus realizaciones personales fue el éxito con que reivindicó la primacía de la Sede Romana en las cuestiones doctrinales». San León fue declarado doctor de la Iglesia mucho tiempo después, en 1754.

Entre los sermones que se conservan del santo, hay uno que predicó en la fiesta de San Pedro y San Pablo, poco después de la retirada de Atila. Empieza por comparar el fervor de los romanos en el momento en que se salvaron de la catástrofe con su actual tibieza y les recuerda la ingratitud de los nueve leprosos que sanó Cristo. A continuación les dijo: «Así pues, mis amados hermanos, debéis volveros al Señor, si no queréis que os reproche lo mismo que a los nueve leprosos ingratos. Recordad las maravillas que Él ha obrado con vosotros. Guardáos de atribuir vuestra liberación a los astros, como lo hacen algunos impíos; atribuidla únicamente a la infinita misericordia de Dios, que ablandó el corazón de los bárbaros. Sólo podéis obtener el perdón de vuestra negligencia, haciendo una penitencia que supere a la culpa. Aprovechemos el tiempo de paz que nos concede el Señor para enmendar nuestras vidas. Que san Pedro y todos los santos, que nos han socorrido en nuestras innumerables aflicciones, secunden las fervientes súplicas que elevamos por vosotros a la misericordia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo».

A pesar del importante papel que desempeñó san León en la historia de su época, no existe ninguna biografía contemporánea. La narración del Liber Pontificalis es muy corta. Acerca de la nota que se conserva en los Menaion griegos, ver Analecta Bollandiana, vol. XXIX (1910), pp. 400-408. Naturalmente, la figura de san León ocupa un sitio importante en obras de carácter general acerca de la historia de la Iglesia, por ejemplo, en Jedin, Historia de la Iglesia, tomo II, Herder, pág. 338-369, y en especial desde la página 363, puede verse muy bien planteada la evolución del primado romano hasta la forma que adquiere con san León I. En Catholic Encyclopedia hay un excelente artículo sobre san León por nada menos que J.P. Kirch, e incluso está bien traducido en la versión castellana. Las obras y doctrina del Papa están extensamente tratados en la Patrología, de Quasten-Di Berardino, BAC, tomo III, pág. 719 a 747, con abundante y, hasta la edición del libro, actualizada bibliografía. El Oficio de Lecturas utiliza ampliamente la colección de textos, especialmente los sermones, de san León Magno, con unas 25 lecturas de su autoría (posiblemente sea el autor mejor representado en el año litúrgico), por ejemplo: Contemplación de la pasión del Señor, La ley, por Moisés; la gracia y la verdad, por Jesucristo, Reconoce la dignidad de tu naturaleza, Los días que transcurrieron entre la resurrección del Señor y su ascensión, Cristo vive en su Iglesia, sin que falte, naturalmente, una reflexión sobre el propio pontificado en la celebración litúrgica de hoy mismo.
La primera imagen es el cuadro dedicado al santo papa por Francisco Herrera el joven (1622-1685), que se encuentra en el Museo del Prado, y la segunda una Iluminación del encuentro de Atila y el Papa León, en el Cronicon Pictum, de hacia 1360.

fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI

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