El miércoles pasado nos preguntamos ¿Cuál era el secreto de los primeros cristianos? Decía que su secreto residía en que habían hecho una experiencia personal del amor de Cristo y estaban impregnados del Espíritu Santo. Añado un elemento fundamental: amaban y se amaban. La semana pasada hablamos de su experiencia personal del amor de Cristo, ahora de su relación con el Espíritu Santo.
2. Poseían y estaban poseídos por la fuerza del Espíritu Santo.
Jesucristo lo había anunciado y prometido: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra" (Act 1, 8) Ellos estaban a la espera, deseaban recibir el don que Cristo les prometió, eran todo receptividad, se hicieron receptividad, capacidad de acogida, y el Espíritu Santo irrumpió como una fuente fecunda.
El día de Pentecostés, mientras estaban en oración junto con María, se cumplió la promesa del Señor: "Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse" (Act 2, 3-4). A partir de entonces, los Apóstoles comenzaron a compartir la experiencia interior de su encuentro con Cristo y lo hacían con toda naturalidad, convicción y libertad.
"Otros en cambio decían riéndose: «¡Están llenos de mosto!». Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta: «sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu. Haré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra»" . (Act 2. 13-19)
En la presencia del Espíritu Santo, y guiados por Él, vivían embargados por una gran alegría espiritual, envueltos en un maravilloso sentido sobrenatural, como se observa en el encuentro de Felipe con el etíope eunuco (cf Act 8, 26-39)
Me imagino al Espíritu Santo como una ola que se alzó aquél día de Pentecostés en el océano de la historia y los apóstoles se subieron en ella. Todo en la vida y la acción de los Apóstoles -y con ellos, de los primeros cristianos-, estuvo impregnado e impulsado por el soplo invisible pero irresistible del Espíritu Santo, actuando infatigable en la expansión de la Iglesia . Ellos se prestaron como instrumentos dóciles. ¡Qué lejos se encontraban los apóstoles de una mentalidad mecanicista o naturalista, que tiende a creer que la extensión del Reino de Cristo se verifica poniendo ingredientes en el orden que dicta una receta! Sólo el Espíritu de Dios convierte, sólo Él santifica, sólo Él fecunda y hace germinar. La fuerza, la energía transformante, la ola, es el Espíritu Santo.
La Redemptoris Missio dice en el n 88: "Nota esencial de la espiritualidad misionera es la comunión íntima con Cristo." Es en la oración, en el encuentro cotidiano con Cristo nuestro Salvador, donde el Espíritu Santo nos modela interiormente, para hacernos más semejantes a Cristo. Si somos imagen de Cristo podemos reflejarlo. Necesitamos ser plasmados y transformados por el Espíritu Santo para ser santos y misioneros. Y esta obra transformante la realiza Él poco a poco, muy poco a poco, en los sacramentos y la oración.
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