sábado, 9 de noviembre de 2013

El Reino de los Cielos





XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario (B) – 
Cristo Rey del Universo


Lecturas: Daniel 7,13-14; Apocalipsis 1,5-8; Juan 18,33-37

“Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36)

Para Pilato hubiera sido más fácil situarse ante Cristo si hubiera podido encuadrarlo en la política de los juegos de poder de su tiempo. Si Jesús le hubiese respondido que lo que pretendía de verdad era ser el nuevo rey de los Judíos, amigo o enemigo de los Romanos, Pilato hubiera podido protegerlo u oponerse a Él, según los intereses políticos del emperador romano del que dependía como gobernador. Al final lo condenará a la cruz después de haberlo utilizado para hacer decir a los Judíos que no tenían otro rey más que el César. Pero lo hará renegando de la verdad de su conciencia que por un momento Jesús había despertado en él, llenándolo de inquietud. Su victoria a nivel de poder político no podrá contrarrestar la derrota de su corazón, sediento, como todo corazón, de verdad, de justicia, de amor.

Durante la Pasión, nadie pudo dialogar tan largamente con Jesús como Pilato, nadie pudo recibir como él tan directamente, cara a cara, el anuncio de la Redención. Pero para acoger este anuncio en lo profundo de su corazón y, por lo tanto, en su vida, Pilato tendría que haber aceptado el “testimonio de la verdad” (Jn 18,37) que Cristo le ofrecía, el testimonio de un reino que no es de este mundo, no porque no se pueda experimentar en este mundo, sino porque es un reino que escapa a la lógica del mundo, que es una lógica de poder, de dominio. La lógica del mundo es la victoria del poder, la victoria del más fuerte. El reino de Jesús no es de este mundo porque su lógica no es la victoria del poder, sino la del amor, la del servicio, la del sacrificio de uno mismo por los demás.  

“Si mi reino fuese de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no hubiese sido entregado a los Judíos; pero mi reino no es de aquí abajo” (Jn 18,36). Sí, si Jesús hubiera sido un rey como los demás, sus servidores habrían combatido para defender su poder, para permitir a su poder vencer sobre el poder de los demás. Sin embargo, es como si Jesús hubiera elegido a sus servidores precisamente para que fueran incapaces de combatir por Él, incapaces de defender su victoria mundana. Huyen, lo niegan, y, además, lo traicionan; y los que permanecen con Él, como su Madre, Juan y las mujeres, lo acompañan en silencio hasta la muerte y el sepulcro, impotentes para ofrecerle la mínima fuerza de defensa.

Pero precisamente el reino de Cristo se mueve por una victoria que no es la del poder; es un reino en el que vence la derrota, la debilidad. No es un reino que vence derramando la sangre de los adversarios, sino un reino en el que vence la sangre derramada por los adversarios.

El Apocalipsis anuncia la novedad y la victoria definitiva y universal de este nuevo reino cuya energía no es el poder, sino el amor que da la vida hasta la última gota de sangre, la que salió del costado abierto de Cristo: “He aquí que viene sobre las nubes y todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron, y por él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho” (Ap 1,7).

El reino de Cristo vence cuando el testimonio de la verdad de su amor hasta el final alcanza a sus enemigos, a todos aquellos que lo rechazan, a todos aquellos que lo hieren, a todos los pecadores. El reino de Cristo vence cuando su sangre derramada perdona y redime a quien se opone a Él con el poder del mundo, con las armas del poder del mundo, con las lanzas de los centuriones de los emperadores de este mundo.

El autor del Apocalipsis nos ayuda a entender que cada uno de nosotros es uno de los “que lo traspasaron”, porque Cristo es “Aquel que nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre” (Ap 1,5). También nosotros debemos golpearnos el pecho con todas las tribus de la tierra.

¿Pero de qué debemos arrepentirnos? Ciertamente, de todos nuestros pecados, pero sobre todo del pecado de desear tan a menudo y tan fuertemente construir la felicidad de nuestra vida según el reino de este mundo y no conforme al reino de Cristo. ¡Cuántas veces, incluso sin darnos cuenta, y también viviendo nuestra vocación cristiana en la Iglesia, nuestro corazón desea vencer más con el poder que con el amor de Cristo! ¡Cuántas veces somos atraídos, impulsados y dominados más por los cálculos del poder del mundo que por la humildad del amor de Cristo que vence perdiendo todo, sirviéndonos y entregando la vida por nosotros!

Pero si esto sucede no es tanto porque no seamos buenos sino porque, como Pilato, escapamos a menudo del testimonio de la verdad que Cristo muestra ante nosotros. No lo miramos traspasado; lo traspasamos, herimos su Corazón, sin mirarlo, sin escuchar el fuerte grito de su sed de amor, de su sed de amarnos y de dar la vida por nosotros (cfr. Jn 19,28). Sin embargo, bastaría mirarlo, mirar su vida entregada por nosotros, mirar su Corazón abierto del que brota toda su vida y todo su amor, para transformar nuestro corazón de orgulloso en arrepentido, de sediento de poder en mendigo de misericordia. Y, entonces, como el ladrón crucificado junto a Jesús, nos llenaríamos del deseo y de la petición llena de fe de poder entrar en su reino de gracia (cfr. Lc 23,40-43). Entonces, Cristo transformaría rápidamente, hoy mismo, nuestra vida de este mundo en vida eterna en la alabanza y en la caridad. Porque el reino de Cristo es la vida redimida de los pecadores.

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