lunes, 8 de abril de 2013

La homilía del Papa Francisco en la catedral de Roma (Basílica Lateranense)

 

papa-francisco-misa

                                                       
La homilía del Papa Francisco en la catedral de Roma (Basílica Lateranense)

Homilía del Papa Francisco en su toma de posesión como Obispo de Roma en la basílica de San Juan de Letrán, en el II Domingo de Pascua (7-4-2013)

La basílica de El Salvador o de San Juan de Letrán es la catedral de la diócesis de Roma. El Papa Francisco, Obispo de Roma y Sumo Pontífice de la Iglesia católica desde la tarde del miércoles 13 de marzo de 2013, ha tomado posesión de esta cátedra y sede lateranense en la tarde del domingo 7 de abril de 2013, segundo domingo de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia.
 
Ayer domingo de la Divina Misericordia a las 17,30, en la basílica de San Juan de Letrán el Papa Francisco celebró la Santa Misa con motivo de la toma de posesión de la cátedra romana en su calidad de Obispo de Roma.Tras la toma de posesión, tuvo lugar el acto de obediencia, por parte de una representación de la comunidad eclesial romana. Al igual que en la misa por el inicio del ministerio petrino prestaron obediencia al Papa seis cardenales - dos por cada una de las tres órdenes, episcopal, presbiteral y diaconal, en representación de todo el Colegio Cardenalicio - esta vez, en la Catedral de la diócesis de Roma hicieron lo propio en calidad de representantes, el cardenal Vicario, Agostino Vallini, el Vicegerente con otro obispo auxiliar, un párroco, un vicepárroco, un diácono, un religioso, una religiosa, una familia, y dos jóvenes de ambos sexos.
 

Dejarnos arropar por la misericordia de Dios.

Con gran alegría celebro por primera vez la eucaristía en esta Basílica Lateranense, catedral del Obispo de Roma. Saludo con sumo afecto al querido Cardenal Vicario, a los obispos auxiliares, al presbiterio diocesano, a los diáconos, a las religiosas y a los religiosos y a todos los fieles laicos. Saludo, asimismo, al señor alcalde y a su esposa y a todas las autoridades. Caminemos juntos a la luz del Señor resucitado.

1 Celebramos hoy el II Domingo de Pascua, llamado también «de la Divina Misericordia». ¡Qué hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios! Un amor tan grande, tan profundo, es el que Dios nos tiene: un amor que no desfallece, que siempre nos agarra de la mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.

2 En el Evangelio de hoy, el apóstol Tomás experimenta precisamente la misericordia de Dios, que tiene un rostro concreto: el de Jesús, el de Jesús resucitado. Tomás no se fía de lo que dicen los demás apóstoles: «Hemos visto el Señor»; no le basta la promesa de Jesús, que había anunciado: «Al tercer día resucitaré». Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y en el costado. ¿Y cuál es la reacción de Jesús? La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, su poca fe: «Señor mío y Dios mío»; con esta invocación, sencilla pero llena de fe, responde a la paciencia de Jesús. Se deja arropar por la misericordia divina; la ve ante sí, en las heridas de las manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la confianza: es un hombre nuevo, ya no incrédulo, sino creyente.

Y recordemos también a Pedro, que en tres ocasiones reniega de Jesús, precisamente cuando debía estar más cerca de él; y cuando toca fondo se cruza con la mirada de Jesús que, con paciencia y sin palabras, le dice: «Pedro, no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí»; y Pedro comprende, percibe la mirada de amor de Jesús y llora. ¡Qué hermosa es esta mirada de Jesús, cuánta ternura! Hermanos y hermanas: ¡No perdamos jamás la confianza en la misericordia paciente de Dios!
Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un camino errante, sin esperanza. Pero Jesús no los abandona: recorre a su lado el camino, ¡y no solo eso!  Con paciencia explica las Escrituras que se referían a él y se detiene a compartir con ellos la comida. Este es el estilo de Dios: no es impaciente como nosotros, que a menudo lo queremos todo y ya, también de las personas. Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: ¡Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado! Él no está nunca lejos, y si volvemos a él, está dispuesto a abrazarnos.

Siempre me produce gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso; me impresiona porque me da siempre una gran esperanza. Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del padre, que era querido; y aun así quiere su parte de la herencia; se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo y más alejado del padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el padre? ¿Había olvidado al hijo? No, nunca.

Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, a cada instante: como hijo, ha estado siempre en su corazón, aun cuando lo había abandonado, aun cuando había dilapidado todo su patrimonio, es decir su libertad; el padre, con paciencia y amor, con esperanza y misericordia, no había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con ternura, con la ternura de Dios, sin una palabra de reproche: ¡Ha vuelto! Esa es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está toda esa alegría: ¡Ha vuelto! Dios nos espera siempre, no se cansa. Jesús nos muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza, ¡siempre! Un gran teólogo alemán, Romano Guardini, decía que Dios responde a nuestra debilidad con su paciencia, y este es el motivo de nuestra confianza, de nuestra esperanza (cf. Glaubenserkenntnis, Wurzburgo 1949, pág. 28). Es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios; es un diálogo que, si lo entablamos, nos da esperanza.

3 Quisiera subrayar otro elemento: la paciencia de Dios debe hallar en nosotros la valentía de volver a él, cualquiera que sea el error, cualquiera que sea el pecado que haya en nuestra vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada vez que recibimos con fe los sacramentos. San Bernardo, en una hermosa homilía, dice: «A través de estas heridas, puedo libar miel de la peña y aceite de la dura roca (cf. Dt 32, 13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor» (Sobre el Cantar de los Cantares, 61, 4). Es precisamente en las heridas de Jesús donde nos hallamos seguros, donde se manifiesta el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San Bernardo se pregunta: «¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos?». Pero «mi único mérito es la misericordia de Dios. No soy en absoluto pobre en méritos, mientras él siga siendo rico en misericordia. Y, como muchas son las misericordias del Señor, también yo abundaré en méritos» (Ibíd., 5). Esto es importante: la valentía de encomendarme a la misericordia de Jesús, de confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo llega a afirmar: «Pero ¿qué decir si la conciencia me remuerde por mis muchos pecados? “Si creció el pecado, más desbordante fue la gracia” (Rom 5, 20)» (Ibíd.).Tal vez alguno de nosotros pueda pensar: «Mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo el valor de volver, de pensar que Dios pueda acogerme y que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti, te pide solo el valor de ir a él.

¡Cuántas veces en mi ministerio pastoral he oído, una y otra vez: «Padre, tengo muchos pecados»!; y mi invitación ha sido siempre: «No temas; ve a él, te está esperando, él lo hará todo». ¡Cuántas propuestas mundanales oímos a nuestro alrededor! Dejémonos agarrar, sin embargo, por la propuesta de Dios: la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos números, somos importantes, es más: somos lo más importante que tiene; aun siendo pecadores, somos lo que más le importa.
Adán, tras el pecado, siente vergüenza, se siente desnudo, siente el peso de lo que ha hecho; y sin embargo Dios no lo abandona: si en aquel momento, con el pecado, inicia nuestro destierro de Dios, hay ya la promesa de una vuelta, la posibilidad de volver a él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde estás?», lo busca. Jesús se desnudó por nosotros, cargó con la vergüenza de Adán, con la desnudez de su pecado, para lavar nuestro pecado: sus llagas nos han curado. Acordaos de lo que dice San Pablo: «¿De qué me puedo enorgullecer, sino de mis debilidad, de mi pobreza?». Precisamente sintiendo mi pecado, mirando mi pecado, puedo ver y hallar la misericordia de Dios, su amor, e ir a él para recibir su perdón.

En mi vida personal he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también, en muchas personas, la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: «Señor, estoy aquí; acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre». Y he visto siempre que Dios lo ha hecho: ha acogido, consolado, lavado, amado.

Queridos hermanos y hermanas: Dejémonos arropar por la misericordia de Dios; confiemos en su paciencia, que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa, de morar en las heridas de su amor, dejando que él nos ame; tengamos el valor de hallar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, tan hermosa; sentiremos su abrazo y seremos nosotros también más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor.

No hay comentarios: