martes, 13 de marzo de 2012

El ejemplo de San Antonio Abad


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“Debemos utilizar todas nuestras fuerzas en la búsqueda de Dios”. Esta es una de las recomendaciones de San Antonio Abad, y de la que dio ejemplo, buscando a Dios y siguiéndolo en la pobreza, la oración, el ayuno y en la soledad perfecta. Lo encontró y el Señor le bendijo con la fuerza de su Espíritu Santo, para seguir la obra que tenía destinada para él.

Aunque vivió entre los siglos III y IV, las palabras del abad San Antonio, o San Antón, también conocido en la tradición como San Antonio el Grande, son actuales y su mensaje totalmente comprensible y aplicable al día de hoy, como se puede comprobar en un extracto sacado de su discípulo San Atanasio, que en forma de discurso escribió: “Antonio enseñaba que la meditación fortalece el alma contra las pasiones, el mal y contra la impureza. Si viviésemos como si hubiésemos de morir cada día, no fallaríamos nunca. Para luchar contra el mal son infalibles la fe, la oración, el ayuno de los ascetas, sus vigilias y oraciones, la paz interior, el desprecio de las riquezas y de las glorias vanas del mundo, la humildad, el amor a los pobres, las limosnas, la suavidad de costumbres y, sobre todo, el ardiente amor a Cristo”.

Conocemos la vida del abad Antonio, al que la tradición llama el Grande, primordialmente a través de la biografía redactada por su discípulo y admirador, San Atanasio, a fines del siglo IV.

Antonio sufrió las tentaciones del mal, que combatió con ayuno y oración. Sólo comía una vez al día, y pasaba muchas horas de la noche rezando, y es así cuando siente la más profunda llamada a la soledad, pero ésta era imposible, ya que con él convivían otras personas; así que optó por trasladarse al desierto, donde encontró una cueva para residir en la más perfecta intimidad y soledad.

Más adelante y buscando siempre una mayor soledad llegó hasta cerca de la actual ciudad de Luxor (antigua Tebas) a instalarse en las ruinas de un cementerio, lugar temido por los hombres, pero él viviendo allí daba testimonio del triunfo de la resurrección sobre la muerte, haciendo ridículas las supersticiones. Su idea era vivir libre del mundo exterior, algo que resultaría del todo imposible debido a la fama que había adquirido. El Señor se valió de la búsqueda de la perfecta soledad de Antonio para llamar a muchos seguidores que subían para pedirle consejo sobre sus dudas o problemas. Fue entonces cuando Antonio se dio cuenta de la imposibilidad de su objetivo y durante 20 años estuvo alimentado, alentando y aconsejando el alma de incontables personas.

Muchos de los hombres que le conocieron fueron después imitadores fervorosos que se le unieron porque querían vivir como él. Nacía así la primera comunidad de personas que querían vivir las enseñanzas de San Antonio basadas en el Evangelio y mantenidas con la oración, ayuno y trabajo. Durante esta etapa se le atribuyen diversas curaciones y muchos otros milagros.

Tiempo después decidió trasladarse a otra parte para fundar otro monasterio. Invitó a un grupo de sus monjes a acompañarle y al grupo restante les encomendó la tarea de quedarse en Pispir para continuar la evangelización. Se trasladaron al monte Qolzoum, cerca del Mar Rojo. En ese lugar San Antonio decidió fundar el Monasterio de Deir-el-Arab, pues se encontraron con un pequeño oasis y tierra para labrar. Los monjes siguieron con su vida de ascetas al tiempo que orientaban y ayudaban a los peregrinos que se les acercaban y los alimentaban con los frutos de la tierra que ellos mismos trabajaban.

La fama de San Antonio Abad llegó a todo el mundo Oriental. El santo, a pesar de vivir en Deir-el-Arab, se retiró en varias ocasiones al desierto durante días, para estar mas cerca de su compañera la soledad y en distintas ocasiones también visitó a la comunidad de Pispir para seguir enseñando de cerca a sus queridos hijos, los monjes.

Aparte de las permanentes discusiones arriano-católicas que señalaron su siglo, San Antonio, lleno del Espíritu Santo, fue sobre todo padre de sus monjes y consolador de los afligidos, por lo que se recogió una multitud de anécdotas más conocidas como “apotegmas del desierto”.

San Antonio Abad es poseedor de una espiritualidad intuitiva, incisiva o más bien genial, implacablemente fiel al contenido de la revelación evangélica. Aún se conservan algunas de sus cartas, cuyas ideas principales confirman las que Atanasio le atribuye en su “Vida”.

No sólo en España, sino también en América Latina, San Antonio adquirió una increíble fama. En Perú, en Panamá, en Guatemala, México, Santo Domingo y otros países latinos existen calles, hospitales, hoteles y localidades que honran a San Antonio Abad. En Egipto ha habido una nueva efervescencia monástica en torno a la figura de San Antonio Abad.

En Norcia, Italia, existe un monasterio de monjas benedictinas bajo su patrocinio y en Humacao, Puerto Rico, hay una comunidad benedictina también bajo su patrocinio. Tampoco hay que olvidar que la reforma del Carmelo de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz recurrió a los ermitaños y muy particularmente a la espiritualidad de San Antonio Abad para dicha reforma. A San Antonio se le atribuyen cartas y unos dichos, los cuales reflejan su paternidad (ser apa –en egipcio– o abad en latín) sobre los ermitaños.

Las tentaciones de San Antonio

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Las tentaciones de San Antonio, de Niklaus Manuel Deutsch

El abad San Antonio, el que había huido de los hombres, se encontraba la soledad poblada de demonios. El espíritu del mal, que había adivinado en aquel joven el padre de una raza heroica, se presenta delante de él con sus innumerables transformaciones y sus especies infinitas. Sus ejércitos invaden la arena del desierto que habrá de ser la vivienda de otros tantos y tan gloriosos eremitas o ermitaños, a los que se conoce como Padres del Desierto. Antonio veía el mundo cubierto por las redes de sus acechanzas, y el enemigo se le presentaba como un monstruo disforme, cuya cabeza tocaba con las nubes y en cuyas garras quedaban prendidas muchas almas que intentaban volar hasta Dios.

«Terribles y pérfidos son nuestros adversarios—dirá más tarde a sus discípulos—. Sus multitudes llenan el espacio. Están siempre cerca de nosotros. Entre ellos existe una gran soledad. Dejando a los más sabios explicar su naturaleza, contentémonos con enterarnos de las astucias que usan en sus asaltos contra nosotros.»

Era un experimentado quien hablaba. Al principio de su vida eremítica tuvo que luchar con las más patéticas estratagemas del infierno. Coronados de rosas o de cuernos, enormes como torres o diminutos e impalpables como duendes; bellos como dioses paganos majestuosos e hirsutos como profetas hebreos, transformados en larvas o cubiertos de pústulas repugnantes, con aposturas de efebos encantadores o con ademanes de ascetas encanecidos en la práctica de la virtud, los emisarios de Luzbel estaban siempre a su lado, tentadores y atormentadores. Tomaban la imagen de un niño desvalido, que, recostado a la puerta de su cabaña, lloraba sin cesar hasta que el Padre, lleno de compasión, se acercaba para socorrerlo; o bien, metamorfoseándose en algún religioso, se cruzaban en su camino pidiéndole sus bendiciones.

Otras veces, viendo que estos ardides eran estériles, turbaban sus sueños, sugiriéndole visiones de grandeza y poderío. Pero como el santo demostraba el más absoluto desdén por los esplendores terrenales, Satanás ponía en juego todo el poderío de sus legiones malditas. Ni un paso podía dar el solitario sin ver surgir de la tierra piaras innumerables de puercos que gruñían espantosamente, manadas de chacales que estremecían con sus alaridos la soledad, millares de serpientes y de dragones que le rodeaban echando fuego por la boca. La choza se tambaleaba con la tempestad de rugidos, silbidos y estridores de aquellas fieras monstruosas.

Una vez, en medio de esta lucha, Antonio vio que sobre lo alto de la montaña se abría el cielo, dejando escapar una gran claridad, que ahuyentó a los espíritus de las tinieblas. «¿Dónde estabas, mi buen Jesús?—exclamó entonces el solitario—. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no acudiste antes a curar mis heridas?» Y de entre la nube luminosa salió una voz que le decía: «Contigo estaba, Antonio; asistía a tu generoso combate. No temas; estos monstruos no volverán a causarte el menor daño.»

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Las tentaciones de San Antonio, de Salvador Dalí

Pero el demonio, que es muy sabio, cambió desde entonces de táctica; olvidando la violencia y el furor, echó mano de la malicia y la sutileza. Con una ligereza imperceptible trataba de insinuarse en todos los actos de su enemigo: tomaba voz angélica para alabar su penitencia y cantar su perfección; cambiaba sus alimentos por otros más exquisitos; trastornaba el orden de las letras en las Sagradas Escrituras; cerraba los párpados del anacoreta cuando velaba y usaba toda suerte de mañas para distraerle en sus rezos.

Frutos de esta lucha encarnizada fueron una paciencia celestial, una dulzura seráfica, una calma infinita. Antonio había penetrado desde este mundo en la serenidad de los escogidos. Las gentes iban a verle, y, aunque ni por su traje ni por sus maneras tenía distintivo alguno, le reconocían apenas se encontraban frente a él. Un solitario acostumbraba a hacerle cada año una visita, pero sin decirle nunca una sola palabra. Como el santo le preguntase la causa de aquel silencio: «Padre mío—respondió él—, con veros me basta.»

Hasta su celda llegaban los sacerdotes de los ídolos, los obispos católicos, los doctores de la Iglesia y los sabios paganos. Una vez preguntó a dos de ellos, que habían venido atraídos por la curiosidad: «¿Por qué, oh filósofos, os habéis molestado por ver a un insensato?» «No te creemos tal—respondieron ellos—; al contrario, la sabiduría ha descendido sobre tu cabeza.» «Si creéis que soy sabio—replicó él—, debéis imitarme; pues no es de cuerdos huir de aquello que se aprecia.» A Dídimo, el famoso sabio cristiano, le preguntó si estaba triste por haber perdido la vista, y como él contestase afirmativamente, replicó Antonio: «Es extraño que un hombre tan sensato como vos eche de menos los ojos, que nos son comunes con las moscas, teniendo la luz más preciosa de los Apóstoles y los santos.»

El santo eremita solía decir: «Los más puros son los que con más frecuencia se ven acosados por las arteras mañas del demonio.» Y el demonio seguía presentándose delante de él, pero Antonio le trataba como a un vencido. En su visita a Pablo, el eremita centenario, que vivía al otro lado del Nilo, se le apareció metamorfoseado en toda suerte de animales fabulosos, centauros, dragones, hipogrifos y arpías.

Hasta los sátiros le pedían que rezara a Dios por ellos

«En un valle—dice San Jerónimo—vio un hombrecillo pequeño, que tenía las narices corvas y la frente áspera, con unos cornezuelos y pies de cabra en la última parte del cuerpo. Sin turbarse con este espectáculo, Antonio asió como buen soldado el escudo de la fe y la cota de la esperanza; pero el animal, manifestando sus intenciones pacíficas, le trajo unos dátiles para el camino; lo cual, visto por el santo, se detuvo y preguntó: «¿Quién eres?» «Yo soy mortal—respondió el trasgo—y uno de los habitadores del yermo, a quien la gentilidad reverencia con el nombre de sátiros, faunos e íncubos; y vengo a ti, por embajador de mi gente, a pedirte que ruegues por nosotros al Dios común de todos, el cual sabemos que vino por la salud del mundo.»

Oyendo estas cosas, el viejo caminante regaba su rostro con muchas lágrimas y holgábase mucho por la gloria de Cristo y caída de Satanás, e hiriendo con su báculo la tierra, decía: «¡Ay de ti, Alejandría, que adoras a los monstruos en lugar de Dios! ¡Ay de ti, ciudad ramera, en quien han concurrido todos los vicios del mundo! ¿Qué podrás decir ahora, pues las bestias confiesan a Cristo, y tú te postras delante de los monstruos?» Y para que se crea su relato, añade San Jerónimo que en tiempo del emperador Constantino se trajo a Alejandría un hombre como éste, que fue la admiración de todo el pueblo; y después de muerto, salaron el cuerpo y lo llevaron a Antioquía para que el emperador lo viese.

Entretanto, Antonio se había convertido en padre de un pueblo nuevo. Eran los anacoretas, los sublimes habitantes de las montañas inhospitalarias y los arenales espantosos, representantes generosos de una humanidad superior, admirable hasta en sus mismos defectos, figuras de una fabulosa epopeya mística, cuyo primer canto es la vida de Antonio, el patriarca de todos ellos.

San Antonio Abad, fundador del movimiento eremítico y modelo de cristianos.

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San Antonio o Antón Abad (nacido en Heracleópolis Magna, Egipto, alrededor del año 251 d.C. y fallecido en Monte Colzim, Egipto, el año 356 d.C.) fue un monje cristiano, fundador del movimiento eremítico.

El relato de su vida, transmitido principalmente por la obra de San Atanasio, presenta la figura de un hombre que crece en santidad y lo convierte en modelo de cristianos. Este relato tiene elementos históricos y otros de carácter legendario; se sabe que abandonó sus bienes para llevar una existencia de ermitaño y que atendía varias comunidades monacales en el país de Egipto, permaneciendo eremita, y se dice que alcanzó los 105 años de edad.

Este santo es venerado tanto por la Iglesia católica, como por la Iglesia ortodoxa, y asimismo por las Antiguas iglesias orientales. En Oriente y Occidente, su festividad se celebra el 17 de enero, mientras que la Iglesia copta lo celebra el 22 de Touba (30 de enero).

Antonio nació en el pueblo de Comas, cerca de Heraclea, en el Alto Egipto. Se cuenta que alrededor de los veinte años de edad vendió todas sus posesiones, entregó el dinero a los pobres y se retiró a vivir en una comunidad local haciendo vida ascética, durmiendo en un sepulcro vacío. Luego pasó muchos años ayudando a otros ermitaños a dirigir su vida espiritual en el desierto, y más tarde se fue internando mucho más en el desierto, para vivir en absoluta soledad.

De acuerdo a los relatos de san Atanasio y de san Jerónimo, popularizados en el libro de vidas de santos ‘La Leyenda Dorada’, que compiló el dominico genovés Santiago de la Vorágine en el siglo XIII, Antonio fue reiteradamente tentado por el demonio en el desierto. La tentación de san Antonio se volvió un tema favorito de la iconografía cristiana, representado por numerosos pintores de prestigio.

Su fama de hombre santo y austero atrajo a numerosos discípulos, a los que organizó en un grupo de ermitaños junto a Pispir y otro en Arsínoe. Por ello, se le considera el fundador de la tradición monacal cristiana. Sin embargo, y pese al atractivo que su carisma ejercía, nunca optó por la vida en comunidad y se retiró al monte Colzim, cerca del Mar Rojo como ermitaño. Abandonó su retiro en 311 para visitar Alejandría y predicar contra el arrianismo.

La palabra famosa del Evangelio que pobló el desierto de anacoretas fue también la que movió a San Antonio, el primero y más grande de ellos. «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, distribuye el dinero a los pobres, y sígueme.» Antonio tenía veinte años cuando este consejo, recogido un día al desgaire en la asamblea de los cristianos, empezó a escarbar en el fondo de su alma. Poco después vendía sus ciento cincuenta yugadas de tierra, dejaba su casa, salía de su ciudad de Comas, cerca de Heraclea, entre el bajo Egipto y la Tebaida, y desaparecía en la vasta soledad.

Refugióse primero en un desierto que se extiende cerca de Menfis, en la parte oriental del Nilo; vivió después algún tiempo en un sepulcro antiguo; pasó más tarde a un castillo arruinado, que fue su morada durante veinte años, y, finalmente, remontando el curso del Nilo, llegó hasta cerca de Tebas, caminó luego hacia el Oriente, y, después de recorrer unas treinta millas, vio una pequeña montaña que se alzaba a pocas leguas del Mar Rojo, y al pie de ella una fuente abundante, sombreada por frondosas palmeras. Allí construyó una choza de dos varas en cuadro, que fue su residencia definitiva.

Hasta nosotros ha llegado su fama de santo y paciente. Sus cóleras las guardaba Antonio para los herejes. A los cien años no dudaba en presentarse en Alejandría para amedrentarlos; mas pronto aparecía de nuevo en la montaña de Colzún cultivando su viña, regando sus coles, haciendo esteras, pasando la noche en oración y clamando cuando amanecía: «Oh sol, ¿por qué vienes a distraerme con tus rayos? ¿Por qué me robas la claridad de la verdadera luz?» Hasta que vio en lontananza brillar el sol que nunca se esconde.

Entonces llamó a sus discípulos, les dio las últimas recomendaciones, les mandó ocultar su cuerpo para que no le adorasen los egipcios, y, después de entregarles su cilicio en herencia, puso su espíritu en manos de sus compañeros, los ángeles, que le llevaron al cielo. Su túnica la heredó San Atanasio, patriarca de Alejandría, que fue su biógrafo y el primero de sus admiradores.

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