miércoles, 17 de agosto de 2011

El derecho canónico.


Pbro.Lic. Antonio Rella Ríos

Profesor de Derecho Canónico

Seminario San Pedro Apóstol

1.- Noción.

a) Una precisión terminológica. El adjetivo canónico.

Ya hemos visto qué significa derecho. Nuestra materia se llama derecho canónico. Este último adjetivo ¿tiene un significado especial?

Canónico viene de la palabra griega kanon, que significa regla (no como medida sino como instrumento). Este término fue adoptado en la Iglesia en los primeros siglos para significar las normas de la vida eclesial para distinguirlo de los nomoi, que eran las normas emanadas por la autoridad civil. Desde el concilio de Nicea (a. 325) los concilios de la Iglesia formulan cánones, es decir normas prescritas emanadas por la autoridad eclesiástica para regular la vida de la comunidad en diversos ámbitos (fe, moral y disciplina).

b) Una definición de derecho canónico.

El subtítulo de este apartado no puede ser más elocuente. Cada autor, cada escuela puede tener una definición de derecho en el cual pone en relieve algún aspecto que considera importante o fundamental. Por lo tanto, las divergencias, aunque pequeñas, no pueden dejarse de notar.

Así las cosas no podemos eludir el hecho que debemos decir qué es el derecho canónico. El derecho canónico es el patrimonio de leyes y normas positivas emanadas por la autoridad legítima con fin de regular las relaciones intersubjetivas en la vida de la comunidad eclesial[1].

De esta definición debe quedar claro algo: el derecho canónico no es el código. El código es una parte del derecho canónico, pero esto lo veremos más adelante.

c) La ciencia canónica.

El estudio del derecho canónico da origen a la ciencia canónica, llamada también canonística. En los últimos años, fruto del cuestionamiento de todo lo que tiene que ver con la Iglesia, se ha interrogado sobre el estatuto científico de la canonística. Ha habido diversas respuestas que expondremos sintéticamente:

1) Disciplina jurídica con método jurídico.

2) Disciplina teológica con método teológico.

3) Disciplina teológica con método jurídico.

4) Disciplina teológica y jurídica con método teológico y jurídico.

Ahora bien, ¿sobre cuál de estas posiciones nos inscribimos? Con honestidad, en ninguna de ellas. Todas estas posturas tienen su fundamento y un razonamiento que permiten llegar a estas conclusiones. Pensamos que la canonística es una ciencia a se. Es cierto que ella está conformada por elementos jurídicos y teológicos, pero tratar de reducirla a una u otra o buscar un estatuto de vía intermedia no nos parece honesto. Es una ciencia jurídica, y ello ha sido reconocido desde la edad media, pero no simplemente. Se diferencia de la ciencia jurídica por sus fuentes materiales y formales que tienen un origen teológico. No es teología, aunque encuentre sus fundamentos en ella. Por ello, la ciencia canónica es una ciencia a se. De todos modos, ello se irá dilucidando en los próximos temas.

2.- Fundamentos teológicos.

a) Derecho Canónico y Teología.

En la historia de la Iglesia nunca se había puesto el problema del fundamento teológico del Derecho Canónico. Un único momento había sido en la época de la reforma protestante cuando Lutero había puesto en discusión la dimensión visible de la Iglesia y todo lo que ella conllevaba, entre ellas el derecho canónico. De hecho, en rebeldía quemó el Decreto de Graciano y las colecciones de las Decretales. El problema subsiguiente era cómo dar un orden social a la comunidad de creyentes y fue resuelto dejando este papel al “príncipe”. Esta solución resultaba eficaz siempre y cuando el Príncipe aceptara esta función. La Iglesia en el Concilio de Trento había reafirmado la doctrina tradicional. De hecho, después del Concilio, el Papa ordenó la publicación del Corpus Iuris Canonici.

Como cosa curiosa, el problema del fundamento teológico del derecho canónico no nació en el ámbito católico sino en el protestante, y por un “defecto” de los teólogos católicos entró este cuestionamiento en la Iglesia. La historia fue así:

Terminábamos diciendo que la solución en ámbito protestante resultaba eficaz siempre y cuando el príncipe aceptara esta función. Pero, ¿qué pasa cuando el príncipe rechaza esta función, es decir, afirma que no es su misión determinar el orden social dentro de una comunidad de creyentes? Parecía un problema teórico hasta que eso efectivamente ocurrió. El primer “toque” ocurrió con la constitución de Frankfurt de 1848. Decimos el primer toque, porque por situaciones históricas nunca se cumplió esta separación. Sin embargo, era un primer aviso del problema.

Algunos teólogos de finales del s. XIX ante este teórico problema se limitaron a repetir los fundamentos que existían ya desde la época de Lutero:

a) La verdadera Iglesia es invisible, por lo tanto sustraída totalmente de las realidades visibles (por lo tanto de derecho canónico, nada)

b) El orden de las realidades visibles corresponde a quien tiene a su cargo el gobierno del orden visible, es decir, el “príncipe”. Por lo tanto, si fuese necesario darle un orden a la comunidad visible de creyentes, eso es un encargo del príncipe. A este punto de la doctrina, se le añadió otro de origen hegeliano: sólo el estado es fuente de derecho.

En estas afirmaciones encontraban la solución al problema de la necesidad de un ordenamiento y la naturaleza invisible de la Iglesia. Sin embargo, un teólogo protestante, siendo honesto intelectualmente, llevó a las consecuencias últimas de estos presupuestos. Su nombre es Rudolf Sohm. Sohm afirmaba, coherentemente por demás, que si la Iglesia es fundamentalmente invisible y su naturaleza se resuelve en una relación individual con Dios quien justificaba o condenaba a cada quien según su Voluntad, entonces:

a) La comunidad visible de creyentes no tiene nada que ver con la verdadera Iglesia, por lo tanto forma parte del mundo.

b) Dado que el derecho es para “el mundo”, ello no tiene que ver absolutamente con la naturaleza de la Iglesia. Consecuencia lógica: el derecho, aún el canónico, es absolutamente extraño a la naturaleza de la Iglesia.

La contundencia de las afirmaciones de Sohm, del todo coherentes con los principios protestantes, hizo estremecer la teología protestante puesto que había derrumbado uno de los pilares en el que se sostenía la reforma. La consecuencia más importante era que los creyentes no estaban para nada obligados a obedecer las disposiciones del príncipe en materia religiosa puesto que ello no les tocaba para nada.

Conscientes del problema, la teología protestante comenzó a buscar soluciones, del todo idealistas, a este problema abierto por Sohm. Karl Barth comenzó a desarrollar toda una teoría en la que buscaba un fundamento teológico por el cual los creyentes debían continuar obedeciendo a las disposiciones del Estado en materia religiosa. El punto es que muchos teólogos siguieron el camino de Sohm[2].

A este punto podríamos preguntarnos, ¿qué tiene que ver este problema con la Iglesia Católica? La respuesta viene a continuación.

Cuando comenzó a soplar los vientos del iluminismo según la cual el Estado es la única fuente de derecho porque es la única que es expresión de una sociedad, los teólogos y canonistas respondieron con la doctrina, elaborada ya por San Carlos Borromeo, según la cual la Iglesia es también una sociedad jurídica perfecta. Ello dio como consecuencia la doctrina del derecho publico eclesiástico (Ius Pubblicum Eclesiasticum, IPE). De hecho, inclusive después de la promulgación del Código de 1917, convivían perfectamente el estudio del derecho canónico con la doctrina del IPE. Después del Concilio Vaticano II, en el cual se hizo una profunda reflexión sobre la naturaleza de la Iglesia, un grupo de teólogos que formaban parte del consejo de redacción de una revista llamada Concilium lanzaron al ruedo teológico católico el problema que se encontraba en el ámbito protestante. Con ello encendieron el ánimo de contestación contra el derecho canónico. En definitiva, sostenían lo mismo que Sohm: el derecho canónico no pertenece a la naturaleza de la Iglesia. Con esto habían introducido un problema que nunca había sido tal[3].

El hecho es que el debate encendido por estos teólogos alemanes fue de tal calibre que los mismos canonistas de la revista no lograban darle una solución. No obstante, fue en el mismo ámbito alemán donde comenzó a surgir una respuesta sobre la naturaleza teológica (o mejor, eclesiológica) del derecho canónico. La primera respuesta fue hecha por Klaus Mörsdorf, fundador de la Escuela de Munich. Junto con él, otros seguidores de su escuela han profundizado el tema: Antonio Rouco Varela y Eugenio Corecco. Otro autor que ha dado una respuesta, aunque no desde la misma óptica, fue Javier Hervada. El fruto de sus reflexiones, aceptadas hoy casi pacíficamente, las presentaremos a continuación[4].

b) La Iglesia.

Como se ha visto poco antes, el problema surge en el ámbito protestante (y desgraciadamente también el ámbito católico) por un deficiente comprensión de la realidad de la Iglesia. Reducir la Iglesia solo a un vínculo invisible de relación individual con Dios es olvidar la complejidad hermosa de Ella.

De hecho, basta solo dar una ojeada a los últimos documentos del Magisterio sobre la Iglesia. En cada uno de ellos se usan diversas imágenes para describir una realidad tan hermosa: Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios, Iglesia como Comunión, Iglesia que se construye en la Eucaristía[5].

La única dimensión de la Iglesia no es aquella la de los vínculos invisibles:

Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino. Por esta profunda analogía se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El indisolublemente unido, de forma semejante a la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (Cf. Ef., 4,16).

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica, la que nuestro Salvador entregó después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn., 24,17), confiándole a él y a los demás apóstoles su difusión y gobierno (Cf. Mt., 28,18), y la erigió para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (1Tim., 3,15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque pueden encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica. (LG 8)

En este pasaje del Concilio Vaticano se deja claro que la Iglesia es una sociedad gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos. El mismo Concilio establece una misión especial a los Obispos (el de Roma incluido):

En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación.

Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara a una con él que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (Cf. Jn., 20,21), y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, estableció al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la fe y de comunión. Esta doctrina de la institución perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro Primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los apóstoles, los cuales junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa de Dios vivo (LG 18)

Porque el Pontífice Romano tiene en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda Iglesia potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio Apostólico, y en quien perdura continuamente el cuerpo apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt., 16,18-19), y le constituyó Pastor de toda su grey (Cf. Jn., 21,15ss); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18,18; 28,16-20). Este Colegio expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está compuesto de muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado bajo una sola Cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, actuando fielmente el primado y principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio Ecuménico. No puede hacer Concilio Ecuménico que no se aprobado o al menos aceptado como tal por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos. Esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por Obispos dispersos por el mundo a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para que sea un verdadero acto colegial. (LG 22)

Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada, que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto como el servidor (Cf. Lc., 22,26-27). Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata aunque el ejercicio último de la misma sea regulada por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado (LG 27)

Es cierto que no es la única visión de la Iglesia sin embargo, cualquier otra imagen desde la cual se estudie la naturaleza de la Iglesia no podrá excluir o al menos negar esta realidad originaria de Ella.

c) Los bienes confiados a la Iglesia: la Palabra, los Sacramentos y los carismas.

Cuando hablábamos del sentido jurídico del derecho, mencionábamos que éste era la cosa justa que pertenece a alguien. A la Iglesia se le ha confiando, con un título especial, un grupo de bienes. Esos bienes son la Palabra (la Revelación, el contenido de la fe)[6], los Sacramentos y los carismas. El título especial es de custodiarlos y comunicarlos a todos los hombres. Nos fijaremos ahora en la comunicación de los bienes salvíficos:

Una vez que el Señor Jesús fue exaltado en la cruz y glorificado, derramó el Espíritu que había prometido, por el cual llamó y congregó en unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad al pueblo del Nuevo Testamento, que es la Iglesia, como enseña el Apóstol: "Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados en una esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo". Puesto que "todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo.... porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús". El Espíritu Santo que habita en los creyentes, y llena y gobierna toda la Iglesia, efectúa esa admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que El mismo es el principio de la unidad de la Iglesia. El realiza la distribución de las gracias y de los ministerios, enriqueciendo a la Iglesia de Jesucristo con la variedad de dones "para la perfección consumada de los santos en orden a la obra del ministerio y a la edificación del Cuerpo de Cristo".

Para el establecimiento de esta su santa Iglesia en todas partes y hasta el fin de los tiempos, confió Jesucristo al Colegio de los Doce el oficio de enseñar, de regir y de santificar. De entre ellos destacó a Pedro, sobre el cual determinó edificar su Iglesia, después de exigirle la profesión de fe; a él prometió las llaves del reino de los cielos y previa la manifestación de su amor, le confió todas las ovejas, para que las confirmara en la fe y las apacentara en la perfecta unidad, reservándose Jesucristo el ser El mismo para siempre la piedra fundamental y el pastor de nuestras almas.

Jesucristo quiere que su pueblo se desarrolle por medio de la fiel predicación del Evangelio, y la administración de los sacramentos, y por el gobierno en el amor, efectuado todo ello por los Apóstoles y sus sucesores, es decir, por los Obispos con su cabeza, el sucesor de Pedro, obrando el Espíritu Santo; y realiza su comunión en la unidad, en la profesión de una sola fe, en la común celebración del culto divino, y en la concordia fraterna de la familia de Dios.

Así, la Iglesia, único rebaño de Dios como un lábaro alzado ante todos los pueblos, comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina llena de esperanza hacia la patria celestial.

Este es el Sagrado misterio de la unidad de la Iglesia de Cristo y por medio de Cristo, comunicando el Espíritu Santo la variedad de sus dones, El modelo supremo y el principio de este misterio es la unidad de un solo Dios en la Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. (UR 2)

El catecismo de la Iglesia Católica matiza aún más esta comunión de bienes espirituales:

I La comunión de los bienes espirituales.

949 En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2, 42):

La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.

950 La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos ... El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios ... Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catech. R. 1, 10, 24).

951 La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo "reparte gracias especiales entre los fieles" para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, "a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1 Co 12, 7).


Esta misión particular no debe dejarse en el olvido: la Iglesia ha recibido de su Fundador la Palabra que salva, los medios de la gracia y los dones para hacerla crecer. Y no las ha recibido para tenerla para sí sino para distribuirla, sea a los fieles sea a aquellos que todavía no ha llegado el mensaje de Cristo Jesús. Por lo tanto, la Fe, los Sacramentos y los Carismas pertenecen a todos los hombres y la Iglesia debe dárselos: es un derecho de ellos.

d) Tutela de los bienes de la Iglesia.

A la Iglesia no solo corresponde la transmisión de la Palabra y los Sacramentos, sino custodiarlos también. La razón es sencilla: si sufriera algún cambio la esencia de estos bienes, se lesiona tanto el derecho de los hombres como la voluntad del Donante. Es una obligación de la Iglesia guardar la fidelidad de estos bienes, y para ello se sirve de diversos medios: el Magisterio en primer término[7], así como la disciplina necesaria para que lleguen a todos estos bienes con los frutos que ello conlleva. De igual manera, corresponde a la jerarquía de la Iglesia discernir la autenticidad de los carismas:

Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas (Cf. 1 Co 13). (CCE 800)

Por esta razón aparece siempre necesario el discernimiento de carismas. Ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. "A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (LG 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al "bien común" (Cf. 1 Co 12, 7) (Cf. LG 30; CL, 24). (CCE 801)

3.- Características

Cuando se habla de las características del derecho canónico, los autores podrán tener diversos puntos de vista. Y es lógico que sea así, porque en la valoración del ordenamiento canónico no todos los verán desde la misma óptica. Sin embargo, porque es nuestro deber decir algo al respecto, podemos decir que las características del derecho canónico son:

a) Universalidad.

Cuando hablamos de universalidad queremos señalar la potencialidad del derecho canónico de abarcar a todos los seres humanos. Antes hicimos referencia a que la Iglesia ha recibido del su Fundador unos bienes que tiene el deber jurídico de comunicarlos a todos los hombres. Es ésta la universalidad potencial. No solo abarca este aspecto sino también lo que tiene que ver con las relaciones con otras comunidades cristianas y no cristianas, estados y comunidades políticas internacionales.

b) Unidad y variedad.

La potestad sobre toda la Iglesia, como veremos en su momento, ha sido confiada al Sumo Pontífice y al Colegio Episcopal. En ese particular pueden establecer, como de hecho ha ocurrido, disposiciones para toda la Iglesia. En ese sentido se dice que el ordenamiento canónico es uno (que no es lo mismo que decir “único”) en el sentido que toda la disciplina está bajo la autoridad de un doble autoridad no excluyente[8].

Esta unidad no elimina la variedad. En el derecho de la Iglesia hay una amplia cabida para la legislación particular y para ordenamientos jurídicos especiales como los de las Iglesias orientales. La única condición, como veremos más adelante, es que no contradigan la legislación universal.

c) Plenitud.

Ésta es una característica de todo ordenamiento legal: puede abarcar todos los ámbitos de su potestad. De la misma manera que el ordenamiento legal venezolano puede abarcar todos los aspectos que están bajo su potestad, del mismo modo la Iglesia. Esta plenitud indica también otra característica: la no dependencia. Volviendo a los paragones: del mismo modo que la eficacia del ordenamiento legal venezolano no depende de ninguna otra instancia superior, del mismo modo la Iglesia.

d) Elasticidad.

Esta es una característica propia, y diríamos casi única, del derecho canónico. Los ordenamientos civiles parten de un principio que es irreformable: la ley es igual para todos. En la Iglesia es similar pero con unas diferencias: cuando en un caso y con un sujeto concreto la ley es odiosa (es decir, injusta) la autoridad puede dispensarla. Cuando en un caso concreto la ley es insuficiente, la autoridad puede conceder un privilegio (una ley privada para entendernos rápido). Estos dos institutos son impensables en el derecho civil. Y es normal que en el derecho canónico exista esta elasticidad porque es el mejor modo de satisfacer las obligaciones de justicia que en la Iglesia se traduce en la salvación de las almas.

e) Pastoralidad.

La ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas (Cf. c. 1752) La elasticidad del ordenamiento canónico obedece también a este otro principio. Como característica particular del derecho, este principio se refleja en diversas disposiciones:

a) Los casos urgentes: en la colación de casi todos los sacramentos, ipso iure, pierden eficacia todas las disposiciones del derecho con el fin de que el sujeto pueda recibir la gracia.

b) La configuración de la partición del Pueblo de Dios con criterio estrictamente pastoral: diócesis, parroquias, inclusive personales, capellanías, oficios vicarios y auxiliares, etc.

c) La ampliación de las facultades de confesar y predicar en todo el mundo.

4.- Posiciones contrarias al Derecho canónico y respuestas.

En la Iglesia, casi desde sus inicios, ha habido posiciones contrarias a la presencia del derecho en la Iglesia. Todas ellas han tenido causas diversas. La más notoria, tal vez por el hecho que fue una de las divisiones más dolorosas de la Iglesia, fue aquella de Lutero quien en un gesto de rebeldía quemó el Decreto de Graciano y las Decretales. En los últimos años, ha habido una fuerte resistencia al derecho canónico, todas ellas de diversa índole. No obstante la simplificación, las causas todas ellas se pueden sintetizar en las siguientes

a) Visión eclesiológica reductiva

Sobre todo después de finalizado el Concilio, hubo una fuerte contestación del derecho. El fundamento de algunas críticas encuentra su fundamento en una concepción reductiva de la Iglesia.

Surgió por obra y gracia de algunos círculos teológicos, sin ningún tipo de fundamento en el magisterio del Concilio, una concepción según la cual la Iglesia se construye en base a los carismas. Esta afirmación no es falsa pero no es completa ni expresa en su totalidad lo que es la Iglesia. Lo peor que pudieron hacer estos círculos de pensamiento teológico era reducir la Iglesia solo a esta esfera. Si la Iglesia se construye en función de los carismas, no tiene cabida el derecho canónico.

El punto es que los carismas no son el fundamento de la Iglesia, ni tampoco son su expresión más genuina. De hecho, la misma ciencia eclesiológica admite que el misterio de la Iglesia no puede ser reducido a una sola visión. Si se atiende a los últimos años de magisterio, el misterio de la Iglesia ha sido presentado bajo diversas imágenes: Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios, misterio de comunión. El problema de no tener una visión adecuada de la naturaleza de la Iglesia es que se puede tender a encuadrar el misterio a una visión reductiva. Ello trae como consecuencia que se desvirtúa el misterio y por lo tanto el modo de vivirla en concreto.

Exactamente lo mismo ocurre con las instituciones, entre ellas el derecho. En una visión que reduce a la Iglesia solo a la dimensión de los carismas, no solo pone en peligro la visión de la Iglesia sino también otros institutos como la jerarquía o el magisterio, que serían los medios para discernir los carismas.

En definitiva, volviendo sobre uno de los puntos anteriores, el derecho canónico hunde sus raíces en la vida misma de la Iglesia y no le es extraña. Ha formado parte de la vida de la Iglesia desde sus inicios. En la Constitución apostólica Sacra disciplinae leges, el Papa atajaba esta cuestión todavía en boga:

“Surge ahora otra cuestión: la de qué sea el Código de Derecho Canónico. Para responder debidamente a esta pregunta debemos remontarnos a la lejana herencia jurídica que se contiene en los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, de la que deriva, como de su primera fuente, toda la tradición jurídica y legislativa de la Iglesia.

Porque Nuestro Señor Jesucristo no abolió en absoluto el riquísimo legado de la Ley y los Profetas, que se había ido formando paulatinamente con la historia y la vida del Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, sino que la completó (Mt. 5, 17), de modo que entrara a formar parte de una forma nueva y más elevada, de la herencia del Nuevo Testamento. Por tanto, aunque San Pablo, al explicar el misterio pascual, enseñe que la justificación no procede de las obras de la ley sino de la fe (Rom 3, 28; Gal 2, 16) no excluye con ello la fuerza vinculante del Decálogo (Cf. Rom 13, 8 – 10; Gal 5, 13 – 25; 6, 2) ni niega la importancia del orden disciplinario en la Iglesia de Dios (Cf. 1Cor 5 y 6). De esta forma, los escritos del Nuevo Testamento permiten que nos hagamos cargo de la importancia del orden disciplinario, y que podamos entender mejor los nexos que lo unen estrechamente a la naturaleza salvífica de la doctrina del mismo evangelio.

Siendo esto así, parece claro que el fin del código no es el de suplantar, en la vida de la Iglesia, la fe de los fieles, su gracia, sus carismas y, sobre todo, su caridad. Por el contrario, el Código tiende más bien a generar en la sociedad eclesial un orden que, dando primacía al amor, a la gracia y al carisma, facilite al tiempo su ordenado crecimiento en la vida, tanto de la sociedad eclesial, como de todos los que a ella pertenecen”

b) Concepto errado de pastoral.

Uno de los objetivos del concilio era la de dar una respuesta a nuestro tiempo. El beato Juan XXIII lo definió como un “aggiornamento”, es decir, como una puesta al día. Entre otras cosas, se definió el concilio como un concilio pastoral y puso en relieve esta actividad de la Iglesia. Sin embargo, de igual modo que en algunos círculos teológicos, algunos pretendían reducir toda la actividad a la pastoral (concepto que no es errado) pero dando un significado a la pastoral de todo equivocado.

Poco tiempo después de promulgado el código, el Card. Rosalio Castillo Lara, en una ponencia en la Universidad Urbaniana, decía: “Estoy convencido que el Código es muy pastoral. Repito lo que dije el 3 de febrero en la presentación oficial, que la ley canónica es por su naturaleza ya pastoral. Es necesario aclarar un equívoco cuando se piensa que la pastoralidad equivale en un cierto sentido a una aproximación, a una elasticidad incontrolada, a un cierto arbitrio de actuar contra la ley. No, la ley canónica en sí misma, adherente como es a su fin trascendente, es ya en su aplicación un instrumento altamente pastoral y actuando contra ella no se favorece la pastoral sino que se le hace un daño a ella. Establecido esto, quiero decir que la pastoralidad se ve en el código sea en cuanto que todo el conjunto está ordenado a este fin trascendente de la misión de la Iglesia y de la salus animarum, sea en la preocupación explícita en muchas normas de crear un espacio favorable a esta cura de las almas.”[9]

El Papa Juan Pablo II, en uno de sus discursos a la Rota Romana, tocaba precisamente este punto:

2. El espíritu pastoral, sobre el cual el Concilio Vaticano II ha insistido fuertemente en el contexto de la eclesiología de comunión, expuesta sobre todo en la constitución dogmática Lumen Gentium, caracteriza cualquier aspecto del ser y del actuar de la Iglesia. El mismo Concilio, en el decreto sobre la formación sacerdotal, ha dispuesto expresamente que, en la exposición del derecho canónico, se tenga en cuenta el misterio de la Iglesia, según la Constitución Dogmática “De Ecclesia”, lo que vale a fortiori para su formulación, como para su interpretación y aplicación. La pastoralidad de este derecho, o sea, su funcionalidad respecto a la misión salvífica de los Sagrados Pastores del entero Pueblo de Dios, encuentra un sólido fundamento en la eclesiología conciliar, según la cual los aspectos visibles de la Iglesias son inseparablemente unidos a los espirituales, formando una completa realidad, comparable al misterio del Verbo Encarnado. Por otra parte, el Concilio no ha dejado de traer consecuencias operativas de este carácter pastoral del derecho canónico, estableciendo medidas concretas que tienden a hacer que las leyes y las instituciones canónicas fuesen siempre más adecuadas al bien de las almas.

3. En esta prospectiva, es oportuno detenerse a reflexionar sobre un equívoco, a lo mejor comprensible pero no por ello menos peligroso, que desafortunadamente condiciona, no raramente, la visión de la pastoralidad del derecho eclesial. Tal distorsión consiste en atribuir títulos e intenciones pastorales únicamente a aquellos aspectos de moderación y humanidad que son inmediatamente unibles con la aequitas canonica, es decir, sostener que solo las excepciones a las leyes, el eventual no recurso a los procesos y a las sanciones canónicas, el aligeramiento de las formalidades jurídicas tiene verdadero relieve pastoral. Se olvida así que también la justicia y el estricto derecho –en consecuencia, las normas generales, los procesos, las sanciones y otras manifestaciones típicas de la juridicidad siempre que sean necesarias– se requieren en la Iglesia por el bien de las almas y por lo tanto son realidades intrínsecamente pastorales.

No por casualidad, en aquella suerte de decálogo, aprobado por la primera Asamblea del Sínodo de los Obispos en 1967 y sucesivamente hechos propios por el Legislador para guiar los trabajos de redacción del nuevo código, el tercer principio iniciaba con estas sugestivas palabras: “La naturaleza sacra y orgánicamente estructurada de la comunidad eclesial hace evidente que la índole jurídica de la Iglesia y todas sus instituciones están ordenadas a la promoción de la vida sobrenatural”. Por ello, el ordenamiento jurídico de la Iglesia, las leyes y los preceptos, los derechos y deberes que siguen de ellos, deben converger en el fin sobrenatural. Retomando tal principio, mi venerado predecesor Pablo VI, en el curso de su amplio y profundo magisterio sobre el significado y valor del derecho en la Iglesia, expresó así el nexo entre vida y derecho en el Cuerpo Místico de Cristo: “La vida eclesial no puede existir sin el orden jurídico, porque, como bien saben, la Iglesia –sociedad instituida por Cristo, espiritual pero visible, che se edifica por la Palabra y los sacramentos y se propone llevar la salvación a los hombres– necesita de este derecho sacro, conforme a las palabras del Apóstol: “que todo ocurra decorosamente y con orden” (1 Cor 14, 40)

4. La dimensión jurídica y la dimensión pastoral están inseparablemente unidas en la Iglesia peregrina en esta tierra. Sobretodo, hay una armonía entre ambas que deriva de la común finalidad: la salvación de las almas. Pero hay más. En efecto, la actividad jurídico canónica es por su naturaleza pastoral. Ella constituye una particular participación a la misión de Cristo Pastor, y consiste en actualizar el orden de justicia intraeclesial querido por el mismo Cristo. A su vez, la actividad pastoral, que supera largamente los solos aspectos jurídicos, comporta siempre una dimensión de justicia. De hecho, no sería posible conducir las almas al Reino de Dios se si prescindiera de aquel mínimo de caridad y de prudencia que consiste en el empeño de hacer observar fielmente la ley y los derechos de todos en la Iglesia.

De ello se sigue que cualquier contraposición entre pastoralidad y juridicidad es errada. No es verdad que para ser más pastoral el derecho debe volverse menos jurídico. Así, deben tenerse presentes y aplicarse todas las manifestaciones de aquella flexibilidad que, precisamente por razones pastorales, ha siempre distinguido el derecho canónico. Pero deben respetarse del mismo modo las exigencias de la justicia, que de esa flexibilidad pueden ser superadas pero nunca negadas. La verdadera justicia en la Iglesia, animada por la caridad y suavizada por la equidad, merece siempre el atributo calificativo de pastoral. No puede haber un ejercicio de auténtica caridad pastoral que no tenga presente sobre todo la justicia pastoral”[10]

Para finalizar este punto, debe quedar claro que no existe contraposición entre Derecho Canónico y Pastoral. Más aún, el derecho sirve de guía para poder desarrollar convenientemente el trabajo del pastor, y en el supuesto no absurdo de que con el paso de tiempo, una norma no solo quede superada, sino que llegue a ser obstáculo para el desarrollo pastoral, la Iglesia puede volver sobre sus pasos y establecer el orden justo. Esta idea viene expresa en el prefacio del actual código:

“Si a causa de los rapidísimos cambios de la sociedad humana actual, algo resultó menos perfecto ya en el momento de su formulación jurídica, y requiere después de una nueva revisión, la Iglesia cuenta con tal riqueza de fuerzas que, al igual que en los siglos pasados, podrá emprender otra vez el camino de renovación legal que su existencia reclama… los Pastores cuentan con normas seguras con las que poder orientar rectamente en ejercicio de su sagrado ministerio… en fin, ya existe una base sólida para que se desarrollen y se promuevan sin dificultad todas las obras de apostolado, todas las instituciones e iniciativas, porque una razonable ordenación jurídica es necesaria sin duda para que la comunidad eclesial esté llena de vigor, crezca y produzca frutos”

c) Concepto errado de derecho canónico

Durante mucho tiempo, y todavía hoy, se sigue identificando el derecho canónico con formalismo y penalidad. El error, como en las dos posturas anteriores, es la de un reduccionismo. El derecho canónico si bien tiene, necesariamente por demás, un nota de formalismo y parte del ordenamiento canónico es dedicado a la parte penal, sin embargo no es solamente eso. Es el típico error de tomar el todo por la parte.

Aunque suene repetitivo, el derecho persigue el mismo bien de la Iglesia estableciendo un orden para alcanzarlo. Al mismo tiempo, para evitar los abusos y arbitrariedades garantiza los derechos y deberes de cada persona en la Iglesia y el medio para tutelar los bienes, en especial, la Palabra y los sacramentos.

El formalismo es necesario si se quiere evitar arbitrariedades. Si no se establecen formalidades a la hora de hacer los procesos se corre el riesgo de violentar el derecho de cualquiera de las partes. Las formalidades ayudan a dar una mayor seguridad, llamada precisamente por ello jurídica, al momento de realizar las acciones mediante la cual se da a cada quien lo que es suyo.

Durante muchos años, se contestó muchísimo el derecho penal. Gracias a Dios, hoy cada vez menos sobre todo a la luz de algunos hechos que precisamente por no ser tratados como mandaba la Iglesia sino haciendo desprecio por esta parte del derecho, le han causado un gran daño a la comunidad de creyentes[11]. Ignorar esta parte del derecho, es ignorar que la Iglesia tiene como deber irrenunciable tutelar los bienes que Jesús le ha confiado, reparar el escándalo y restituir la justicia.

Sin embargo, los que sostenían esta postura errada olvidaban que existían otras dimensiones jurídicas como el munus docendi o el munus sanctificandi que tienen que ver más directamente con la vida de los fieles.



[1] Cf. AAVV, Corso istituzionale di diritto canonico, ed. Áncora, Milano, p. 34

[2] Muchos teólogos siguieron a Sohm no solo por la contundencia de sus afirmaciones según los principios de la teología protestante, sino porque el problema teórico se volvió práctico. Efectivamente, la separación Iglesia – Estado quedó sancionada en la Constitución de Weimar en 1918 y luego en la Constitución de Bonn en 1949. En el intermedio de ambas constituciones, la Iglesia Luterana se vio, bajo el régimen nazi, en la necesidad de promulgar constituciones propias, significando una contradicción de los principios de la Reforma protestante.

[3] La afirmación de que nunca había sido tal es absolutamente cierta. En el seno de la Iglesiala Iglesia. Esa fue la razón por la cual se procedió a la codificación en 1917, solicitud hecha, como veremos en su momento, en el Concilio Vaticano I. El Concilio Vaticano II pedía que el derecho canónico fuese enseñado según los principios de la Constitución DogmáticaDe Ecclesia (Decr. Optatam Totius n. 16) El primer sínodo de Obispos, trató el tema del derecho canónico, y en ningún momento se planteó el tema de la discrepancia entre derecho canónico y la naturaleza de la Iglesia. El problema como tal era ficticio, pero trajo como consecuencia algo positivo: una reflexión sobre la naturaleza misma del Derecho en la Iglesia. jamás se planteó el problema de si el Derecho Canónico era un elemento extraño o propio. Antes bien, el reclamo era más bien en sentido contrario: hace falta una mayor claridad en el ordenamiento de

[4] Para una visión más completa del tema, se vea: Corecco, E., voz Derecho, en Diccionario Teológico Interdisciplinar I – II, Sígueme, Salamanca, 1985, pp. 109 – 151; Schouppe, J – P., La dimensione giuridica dei beni salvifici della Parola di Dio e dei sacramenti, en Il concetto di diritto canonico. Storia e prospettive, a cura di Errázuriz C. y Navarro, L., Giuffrè Editore, Milano, 2000, pp. 115 – 162.

[5] Véase Cost. Dog. Lumen Gentium nn. 6 – 9. Además la Instr. Communionis notio y la Encíclica Ecclesia de Eucaristia. Cfr. también Catecismo de la Iglesia Católica nn. 752 - 757

[6] Es importante aclarar que cuando aquí hablamos de la Palabra no nos referimos solo a la Sagrada Escritura sino a la Revelación, según lo ha expresado el mismo Concilio: “Así pues, la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura se enlazan y comunican íntimamente entre sí. Porque surgiendo ambas de la misma fuente divina, se funden en cierto modo, y tienden a un mismo fin. Y que la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuento se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición trasmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la Palabra de Dios a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, a la luz del Espíritu de la Verdad, con su predicación fielmente la guarden, la expongan y la difundan” (DV 9)

[7] Véase DV 10

[8] Esta expresión un poco complicada quiere decir que la Suprema Autoridad de la Iglesia descansa sobre el Papa y el Colegio Episcopal, pero uno no excluye al otro: simplemente ambos lo ejercen. La única diferencia es que de modo ordinario lo ejerce el Papa y el Colegio Episcopal lo ejerce eventualmente.

[9] Castillo Lara, R., Criteri ispiratori della revisione del codice di diritto canonico, en La nuova legislazione canonica, Studia Urbaniana 19, Roma, 1983, p. 26

[10] CFA. JUAN PABLO II, Discurso a la Rota Romana, 18 de enero de 1990, en AAS, 82 (1990), pp. 872-877.

[11] Me refiero en concreto a los escándalos en Estados Unidos con sacerdotes homosexuales y pedófilos. De hecho, el problema fue de tal magnitud que la Santa Sede creó una normativa procesal especial para atender esos casos. Algunos obispos renunciaron a sus cargos en vista de que reconocieron que no habían obedecido a la Santa Madre Iglesia.







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