martes, 16 de agosto de 2011

Agnosticismo




El agnosticismo en el Catecismo
2127 El agnosticismo reviste varias formas. En ciertos casos, el agnóstico se resiste a negar a Dios; al contrario, postula la existencia de un ser trascendente que no podría revelarse y del que nadie podría decir nada. En otros casos, el agnóstico no se pronuncia sobre la existencia de Dios, manifestando que es imposible probarla e incluso afirmarla o negarla.
2128 El agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico.
Ver: Encíclica Fe y Razón de Juan Pablo II.



En Teología Natural se denomina agnosticismo a la teoría que, aun admitiendo la existencia de Dios, niega la posibilidad de que la razón humana llegue al conocimiento cierto de ella a base de una demostración.

AGNOSTICISMO
En Teología Natural se denomina agnosticismo a la teoría que, aun admitiendo la existencia de Dios, niega la posibilidad de que la razón humana llegue al conocimiento cierto de ella a base de una demostración. En eso radica su diferencia del ateísmo que, a priori, no admite la existencia de Dios, afirmando, por tanto, la invalidez de su demostración. El agnosticismo, en cambio, únicamente suspende el juicio porque ve la imposibilidad, no de su existencia, sino de su demostración. Este término de agnosticismo fue acuñado por T. H. Huxley con la significación de renuncia a saber, enfrentándolo a la tesis gnóstica de que, gracias al poder casi absoluto de la razón, podemos llegar a un conocimiento total de Dios. Actitud soberbia la de los gnósticos, como señala Huxley, que contrasta con la humilde epojé de lo absoluto, por parte de los agnósticos.



Concepto

En Teología Natural se denomina agnosticismo a la teoría que, aun admitiendo la existencia de Dios, niega la posibilidad de que la razón humana llegue al conocimiento cierto de ella a base de una demostración. En eso radica su diferencia del ateísmo que, a priori, no admite la existencia de Dios, afirmando, por tanto, la invalidez de su demostración. El agnosticismo, en cambio, únicamente suspende el juicio porque ve la imposibilidad, no de su existencia, sino de su demostración.

Este término de agnosticismo fue acuñado por T. H. Huxley con la significación de renuncia a saber, enfrentándolo a la tesis gnóstica de que, gracias al poder casi absoluto de la razón, podemos llegar a un conocimiento total de Dios. Actitud soberbia la de los gnósticos, como señala Huxley, que contrasta con la humilde epojé de lo absoluto, por parte de los agnósticos. Así, pues, en definitiva, la consideración de lo absoluto, del noúmeno, kantianamente hablando, sería poco menos que colocarse a nivel gnóstico y, precisamente, de ese noúmeno no tenemos ciencia cierta ya que permanece extraño a nuestro conocimiento, es algo trascendente y, por tanto, desconocido (agnostos).

Trayectoria histórica

Ya Nicolás de Cusa estableció que frente a Dios la única actitud posible era la de la doctaignorantia. A Dios, para el Cusano, sólo llegamos por la coincidentiaoppositorum y, precisamente, ese máximo y ese mínimo absolutos, aun perteneciendo al orden de la necesidad y de la plena actualidad, se hallan muy lejos del conocimiento humano, que se mueve en el ámbito de la potencialidad y de la posibilidad. Clara influencia, pues, del occamismo y la imposibilidad para el hombre del acceso a la realidad divina que, aun sabiendo su existencia, permanece como quid ignotum para el limitado entendimiento humano. Algo parecido encontramos en J. Reuchlin (1455-1522) que afirma que sólo podemos llegar a Dios a través de la cábala, pero no por la razón. Pero podríamos afirmar que el moderno agnosticismo viene dado por el acercamiento del hombre a la naturaleza y el planteamiento del problema de la causalidad, no como una necesaria relación trascendental del efecto a la causa, sino de una complicación de causa-efecto en un mundo fenoménico. Esto será el nudo gordiano del agnosticismo.

Kant parte de una afirmación: la metafísica no ha entrado por el camino seguro de la ciencia. Es decir, el objeto de la metafísica, en su acepción ontológica, no es el ente en cuanto ente, sino el ser en cuanto existente en la realidad, en tanto ser-en-el-mundo, realizado en un contexto. Consiguientemente, esto lleva consigo el que la ontología no se vea coronada por una teodicea, ya que el objeto de ésta, en cuanto trascendente y no trascendental, cae fuera del ámbito de la intuición sensible, punto capital del conocimiento. Cuanto más, sería objeto de una intuición intelectual, pero de ésta no podemos decir nada. Si queremos saber algo de ese objeto, hay que recurrir al campo de la razón práctica. En definitiva, el agnosticismo kantiano tiene su fundamento en la nueva teoría del conocimiento que el filósofo de Königsberg formula: todo conocimiento comienza en la experiencia; indudablemente, éste es el punto de partida y en esto concuerda con la filosofía tradicional: nada hay en el entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos. Pero, ¿todos nuestros conocimientos proceden de ella? Kant afirma que no todos, dejando paso a la producción subjetiva, de ese «yo que debe acompañar todas mis representaciones». Y en esto se diferencia del empirismo prekantiano, que afirma la imposibilidad de plantearse el problema de la causalidad sin remitirlo a una mera sucesión y que apreciamos en la manifestación regular de los fenómenos, pero no en un orden de necesaria relación trascendental del efecto a la causa.

Dentro del tema que tratamos, el pensamiento de Kant vendría a reducirse de la siguiente forma:

• Una concepción ontológica de la existencia: la existencia es la posición absoluta de una cosa. Es decir, existir es ser-en-el-mundo, estar implantado en un contexto de realidad. En el orden del conocimiento hemos de establecer una relación entre conceptos e intuiciones, ya que «pensamientos sin contenidos son vacíos, pero intuiciones sin conceptos son ciegas», es decir, Kant pretende con ello vincular bajo un punto de vista óntico la categoría de concepto, o sea, sensibilizar el concepto, desvinculándolo por tanto del carácter abstracto que poseía en la metafísica que intenta destruir.
• Una concepción noética de la existencia: A grandes rasgos vendría a reducirse a este esquema:

o Necesidad de una intuición empírica: «Nuestras representaciones, nos dice, son sólo representaciones de fenómenos. Para nosotros es completamente desconocido qué sea la cosa en sí independientemente de toda receptividad de nuestra sensibilidad... de las cosas en sí no conocemos más que la forma que tenemos de percibirlas... y, tiempo y espacio son las formas puras de esa percepción y la sensación en general, la materia» (Crítica de la razón pura, 192). Es decir, Dios no es un ser que se nos da en unas coordenadas espaciotemporales, luego es imposible la demostración racional de su existencia, tan sólo cabría una aceptación extrarracional, pero esto ya no es ciencia.
o Existir es estar relacionado con el sujeto, bien con la experiencia real o bien en la experiencia posible.


Así, pues, en Kant, hay una omisión de la absolutez del ser divino, por lo que una teodicea dentro de las coordenadas kantianas es poco menos que imposible e inútil. De Dios no podemos demostrar su existencia, puesto que no es objeto de intuición sensible y no es un ser espaciotemporal. Efectivamente, por ese camino es imposible el llegar a Dios, ya que Éste está absuelto, de ahí su carácter de Absoluto, de relaciones empíricas.

Por otro lado, ese esencial empirismo kantiano que le lleva a imponerse la regla de no traspasar los límites de la experiencia, es lo que le lleva a plantearse el problema de la causalidad a un nivel intramundano. Si existe un ser necesario, tiene que estar temporalizado. Es decir, la causalidad es causalidad fenoménica, no nos remite, por lo menos intencionalmente, a ningún punto trascendente. Pero este poner límites al conocimiento es ya trascenderlo, como afirma N. Hartmann. Así pues, tan sólo desde un punto de vista de una relación trascendental del efecto a la causa es posible plantearse, por lo menos a título de posibilidad, la apertura intencional al ser infinito desde nuestra radical finitud.

Gran influencia kantiana es la padecida por Spencer, quien nos dirá que nosotros, como seres finitos y, por tanto, limitados, no podemos ni afirmar ni negar la personalidad de Dios, sino sólo reducirnos con humildad a los límites de nuestro conocimiento. Spencer no negará a Dios, ya que admite la existencia de un absoluto, de un cierto ideal. Pero, como afirma, mientras nos mantengamos en un punto de vista lógico, si intentamos conocer ese absoluto tenemos que tener en cuenta que no podemos afirmar la existencia de noúmenos fuera de lo fenoménico.

El agnosticismo positivista negará el principio de causalidad, que quedará reducido a una pura costumbre. Antecedentes de este agnosticismo los encontramos en Hume, que, al criticar el principio de causalidad, le llevará a la negación del concepto de sustancia que permanecerá como algo desconocido y, por tanto, trascendente a nosotros.

Vamos a tomar un representante máximo de esta línea: Augusto Comte (1798-1857) y centraremos su estudio en su famosa teoría de los tres estadios. «Todas nuestras especulaciones, nos dice, tienen que pasar sucesiva e inevitablemente, lo mismo en el individuo que en la especie, por tres estadios teóricos diferentes: teológico, metafísico y positivo. El primero es concebido como puramente provisional y preparatorio, el segundo no tiene nunca más que un puro sentido transitorio. Es en el tercero donde radica el régimen definitivo de la razón humana» (Discurso sobre el Espíritu positivo, 1ª p. cap. 1, n° 2). Comte atribuye importancia definitiva al estadio positivo que, dice, superando a los otros, marca la pauta a seguir en las investigaciones. Es el punto de contacto con la praxis, olvidando los sueños de las etapas teológica y metafísica. Cornelio Fabro dice que, tanto para Comte como para Kant, el entregarse a la investigación de las causas eficientes y finales es lo mismo que querer sacar agua con un cubo sin fondo. Comte nos seguirá diciendo: «El Espíritu humano, en el tercer estadio, renuncia en lo sucesivo a las indagaciones absolutas que no convenían más que a su infancia y circunscribe sus esfuerzos al dominio de la verdadera observación, única base posible de los conocimientos verdaderamente accesibles, razonablemente adaptados a nuestras necesidades reales» (o. c. n° 12). Por lo cual, todo aquello que no concuerde con esas necesidades reales de las que habla Comte, deja de tener interés y, en la era positiva, Dios parece no cumplir esos requisitos para la ciencia, quedando relegado, por tanto, a puro sentimentalismo o a una tendencia volitiva, extraña a la concepción científica de los datos y las hipótesis contrastables con la realidad. Y, consiguientemente, es inútil cualquier intento de demostración racional de su existencia, ya que el entendimiento humano no puede traspasar el plano de la experiencia científica.

Otras formas de agnosticismo

Mencionemos en primer lugar el fideísmo, posición surgida en el siglo XIX que tiene en su base una doctrina noética consistente en la afirmación de que la fe es la primera y única fuente válida de conocimiento. Se trataría de un conocimiento vital. Representantes de esta corriente del pensamiento son Bonald y Lamennais. Las consecuencias de este agnosticismo será la imposibilidad de demostrar racionalmente la existencia de Dios con anterioridad e independencia de la Revelación. La existencia de Dios es exclusivamente objeto de fe.

Es también agnóstico el modernismo teológico, movimiento filosófico-religioso de principios del siglo XX que tiene como principios fundamentales el agnosticismo y la inmanencia vital. Esta corriente, con un inmoderado afán de progresismo, ha socavado las bases de la fe, habiendo sido condenada, en sus múltiples formas, por Pío X en el decreto Lamentabili y en la encíclica Pascendi. Se consideran modernistas aquellas teorías que defienden la consideración de que el dogma no es más que la expresión simbólica objetivada de una necesidad religiosa inmanente en el hombre, haciendo de la teología una cosa del sentimiento. En realidad, el modernismo no es más que un cierto positivismo aplicado al hecho religioso. Es decir, existe un hecho, el religioso, ya que no son sólo hechos únicamente aquellos que caen bajo las coordenadas de espacio-temporalidad. Resultado de todo esto es que la relación hombre-Dios es, para el modernista, una relación con un sentido eminentemente práctico y, por ende, se encuentra una radical negación de la teología especulativa. A Dios, para el modernismo, no podemos llegar por la razón.

Entre los modernistas más destacados se pueden señalar a Loisy, Tyrrell, Pogazzaro, Le Roy, etc., quienes aceptan, en general, el presupuesto kantiano de que Dios no puede ser objeto de ciencia especulativa pura.

Rozando estos puntos se encuentra Miguel de Unamuno, a quien no en vano se le ha llamado modernista (J. M. Cirarda, El modernismo en el pensamiento religioso de Unamuno), y en quien se aprecia, en torno al problema que estamos tratando, la gran influencia ejercida en él por el filósofo danés S. Kierkegaard. Unamuno comienza afirmando que «el Dios lógico, racional, el EnsSummum, el Ser Supremo de la filosofía teológica, no es más que una idea de Dios, algo muerto... El Dios lógico es un Dios sin pena ni gloria, inhumano, y su justicia una justicia racional y matemática, esto es, una injusticia» (Del sentimiento trágico de la vida, 150). Así, pues, en Unamuno, la única salida o la única vía para llegar al conocimiento de Dios es la del sentimiento, es la vía que nos permite antropomorfizar a Dios: «... al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de la razón... la razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él, antes de conocerle. El conocimiento de Dios procede del amor a Dios, y es un conocimiento que poco o nada tiene de racional... la idea de Dios de la pretendida teodicea racional no es más que una hipótesis, como la idea del éter» (o. c.). De esta forma, Dios puede llegar a convertirse en una realidad inmediatamente sentida, lo que le lleva a decir: «Creo en Él porque tengo de Él experiencia personal, porque lo siento obrar y vivir en mí» (o. c.). Así pues, para Unamuno únicamente cabe una postura ante el conocimiento de Dios: sentirlo como persona viva y como conciencia; todo lo demás, es decir, hablar de que a Dios se puede llegar por la vía del razonamiento, es algo así como un contrasentido en la filosofía de Unamuno, porque equivocadamente piensa que un Dios conocido así no es conciencia ni persona. El Dios que él exige es un Dios que cada hombre se crea porque, como afirma: «La fe... no es creer lo que no vimos, sino crear lo que no vemos» (o. c.) y este crear se confunde con la propia vida, que, por razón de su actividad, está ordenada a este Dios activo y creador como nuestra propia vida; por eso nos dirá: «No hay nada que sea lo mismo en dos momentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo» (o. c.) y esto es posible porque Dios es vital y lo vital es, para Unamuno, antirracional.

Un agnosticismo más filosófico es el que podemos encontrar en K. Jaspers. Para él, la filosofía se plantea el problema del ser, pero este ser no es algo dado. Ningún ser conocido es el ser, ya que lo que deviene objeto es un ser determinado, y sólo un modo de ser. El ser es como el horizonte que hace visible todas las cosas, pero imposible de alcanzar porque, cuando suponemos haber llegado al límite, el horizonte se ha alejado: el ser está sin cerrar y el horizonte es infinito. El hombre se encuentra siempre en la eterna marcha por apresar al ser, por eso se ha dicho que el hombre de Jaspers es como un cazador frustrado que nunca cobra la pieza. El ser siempre está más allá de nuestras fuerzas pero, sin embargo, también muy cerca, puesto que nos envuelve, es lo envolvente (das Umgreifende).

Un nuevo agnosticismo se plantea en la Teología dialéctica de K. Barth. Nosotros, como teólogos, comenta, debemos hablar de Dios. Pero somos hombres y, como tales, nada podemos decir de Él. Debemos saber lo uno y lo otro, nuestro deber está en reconocer nuestro no poder y dar con esto la gloria a Dios. Es decir, estamos limitados en nuestro entendimiento y nada podemos decir y hablar de Dios, porque es algo superior a nosotros mismos. Con esta posición de Barth entronca, llevándola a extremos frente a los que el propio Barth ha reaccionado, la postura de J. A. T. Robinson, W. Hamilton y los demás representantes de la llamada Teología radical, que encuentra su formulación más neta en la afirmación de la «muerte de Dios», no, claro está, en el sentido de que Dios haya dejado de existir, sino en el que su conocimiento o idea ha desaparecido del horizonte humano y, en ese sentido, ha muerto para nosotros.

En definitiva, se ve cómo el tema del agnosticismo, que, en un principio, surgió como consecuencia del problema de la causalidad fenoménica, ha ido históricamente mostrando sus implicaciones y derivando a otros campos hasta afectar por entero al hecho religioso. Frente a ello, algunos reaccionaron manteniendo el agnosticismo en el plano de la Filosofía, pero pretendiendo superarlo a otro nivel, colocando el acceso a Dios en el plano de la fe o del sentimiento religioso, con sus múltiples formas. Tanto en uno como en otro caso, se dice que es imposible el razonamiento sobre Dios, que o se admite ciegamente o no se admite. Si lo primero, se hace sin discusión, ya que es un sentimiento colocado en el lado práctico de una religión más o menos vivida.

Verdad y límites del conocimiento de Dios

En la raíz del agnosticismo puede estar -y está ordinariamente- el racionalismo: la pretensión según la cual la inteligencia humana es capaz de agotar por entero la verdad, lo que conduce inevitablemente a negar toda trascendencia. En este sentido se puede interpretar el diagnóstico de G. Marcel cuando afirma que en el pensamiento agnóstico y ateo se está ante un Dios que de misterio ha devenido problema: el hombre ha dejado de reconocerse frente a una realidad que le trasciende y a cuya profundidad (misterio, en el sentido de Marcel) se abre, para querer situarse sólo ante problemas que aspira a solucionar.

Es por ello importante distinguir netamente del agnosticismo la posición -propia de toda la tradición cristiana y de todo filosofar adecuado- que afirma que, siendo la inteligencia humana limitada, no puede jamás agotar la infinita cognoscibilidad de Dios. Es lo que expresan fórmulas como la de Santo Tomás: «De Dios no podemos saber lo que es, sino más bien lo que no es» (Summa Theologica, 1 q2 a2), o de Escoto Eriúgena: «Nada puede ser afirmado dignamente de Dios» (De praedestinatione, 9, 1, co1390 A-C). Una forma, pues, de definir a Dios vianegationis, tomándola de Dionisio el Areopagita y Juan Damasceno. En todo ello, como se ve, no se niega en modo alguno que conozcamos a Dios por la vía de la razón, antes al contrario, se afirma expresamente que lo conocemos y que nuestro conocimiento es válido, pero se subraya que es limitado, poniendo de relieve que, en el momento en que olvidemos esa limitación y tomáramos nuestro conocer por un conocer exhaustivo, estaríamos cayendo en el error.

Santo Tomás, recogiéndolo de San Agustín, nos dirá que todas las consideraciones verdaderamente filosóficas se ordenan al conocimiento de Dios (Summa contra Gentiles, I, 4, 1). Ahora bien, lo que tenemos que hacer, y en esto consiste nuestra tarea, es distinguir de entre las perfecciones que se encuentran en las cosas, aquéllas que admiten graduación (trascendentales y no trascendentales); en otras palabras, entre perfecciones puras, aisladas de materia sensible, y perfecciones mixtas, en contacto con la materia. Una vez hemos distinguido esas perfecciones hemos de atribuir a Dios esas perfecciones puras, desligadas de todo contacto sensible. Esta atribución se hace por dos vías: la de remoción, o negación en Dios. de las perfecciones propias de las criaturas, y por vía de eminencia, atribuyendo a Dios en un grado sumo las perfecciones puras, sin mezclas de materialidad. En este aspecto lo dice bien claro Santo Tomás: «Item talem scientiam -quae est de Deo et de primis causis- aut solus Deus habet, aut si non solus, ipse tamen maxime habet» (In Metaph. lect. 111, n° 64), o sea, que podemos parafrasear a Santo Tomás afirmando que la ciencia de Dios visto en sí mismo no es propia del hombre pues, «De Deo non possimus scire quid est» (Summa Theologica, 1 ql a7). Santo Tomás llegará a la existencia de Dios a partir de sus efectos. Y, una vez que se sabe de la existencia de una cosa, o que una cosa es, hay que averiguar cómo es, para llegar a saber en realidad qué es. Es decir, la única vía para llegar a Dios es en virtud de la analogía. Es esta doctrina de la analogía la que nos permitirá tener una noción de Dios.


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