Hoy, 28 de agosto, conmemoramos a San AGUSTÍN, Doctor de la Iglesia.
SAN AGUSTÍN (354-430) nació en Tagaste (hoy Souk Ahras), en la Numidia, entonces parte de la África romana, actualmente Argelia, en el seno de una familia de pequeños propietarios terratenientes.
Su padre, Patricio, era un pagano de temperamento iracundo, mientras que su madre, Santa Mónica, ha llegado a considerarse como modelo de amor y abnegación de una madre cristiana.
Santa Mónica soportó muchos sufrimientos por causa de su hijo Agustín, especialmente durante su juventud, pues con todo y su extraordinaria inteligencia era un muchacho arrogante y rebelde.
Llegado el momento, sus padres lo enviaron a estudiar a Cartago (suburbio de la actual ciudad de Túnez), y ahí el joven Agustín se resolvió por la retórica, llegando a ser un profundo conocedor de la literatura de su tiempo, y en especial de los clásicos griegos –quienes escribieron ocho siglos antes que San Agustín.
Estas lecturas le llevaron a profundizar en el estudio de la filosofía. Esto no le impidió, sin embargo, que en su juventud se dejara arrastrar por las pasiones mundanas como la fama, la lujuria y la frivolidad.
En esta época, luego de leer Hortensius, de Cicerón, San Agustín había abrazado la herejía del maniqueísmo, la cual explicaba el estado terrible del mundo arguyendo que éste no había sido creado por Dios, sino por un demonio que se hacía pasar por Él ante nosotros.
Pero más tarde desechó esa creencia, y llegó a concluir que es imposible alcanzar la verdad pura, y se volvió partidario del escepticismo. Desesperado en su búsqueda de lo verdadero y confundido en sus ideas, San Agustín decide embarcarse rumbo a Roma para proseguir ahí sus estudios. Preocupada por su hijo, Santa Mónica decidió seguirlo a Italia.
En la ciudad de Mediolanum, la actual Milán, San Agustín tuvo oportunidad de asistir a los sermones del santo obispo Ambrosio, quedando profundamente conmovido por sus prédicas, como si de pronto se hubiera hecho la luz en su interior; así, el año 387, a los 33 años de edad, decidió finalmente recibir el bautismo.
La más alegre con el acontecimiento fue Santa Mónica, cuyo motor de vida había sido ver algún día a su hijo convertido. Pero sucedió que cuando madre e hijo estaban a la espera de un barco para regresar juntos y reconciliados a Tagaste, ella falleció de fiebre repentinamente.
San Agustín no permaneció en Roma, sino que prosiguió hasta su ciudad natal. Vendió todas sus propiedades y se retiró con unos compañeros a hacer vida monacal –lo que marcó el antecedente de la Regla de lo que llegaría a ser la Orden Agustina.
El monasterio lo pretendía fundar en Hipona, o sea Hippo Regius (hoy Annaba), pero en esa ciudad el obispo lo ordenó sacerdote en 391, e inesperadamente el propio San Agustín fue nombrado obispo de Hipona en 395.
En 430, cuando los bárbaros vándalos al mando de Genserico, luego de cruzar por España al norte de África, sitiaron Hipona, San Agustín contrajo una enfermedad y murió a los 76 años de edad.
La extensa obra escrita que San Agustín de Hipona nos legó sigue siendo imprescindible en la actualidad, tanto en teología como en filosofía. Por ejemplo sus Confesiones y La Ciudad de Dios. La profundidad de su pensamiento le valió ser considerado uno de los cuatro más importantes Doctores de la Iglesia.
San Agustín de Hipona es también el santo patrono de los teólogos y de los impresores de libros.
SAN AGUSTÍN nos enseña a conciliar la fe con el intelecto.
SAN AGUSTÍN (354-430) nació en Tagaste (hoy Souk Ahras), en la Numidia, entonces parte de la África romana, actualmente Argelia, en el seno de una familia de pequeños propietarios terratenientes.
Su padre, Patricio, era un pagano de temperamento iracundo, mientras que su madre, Santa Mónica, ha llegado a considerarse como modelo de amor y abnegación de una madre cristiana.
Santa Mónica soportó muchos sufrimientos por causa de su hijo Agustín, especialmente durante su juventud, pues con todo y su extraordinaria inteligencia era un muchacho arrogante y rebelde.
Llegado el momento, sus padres lo enviaron a estudiar a Cartago (suburbio de la actual ciudad de Túnez), y ahí el joven Agustín se resolvió por la retórica, llegando a ser un profundo conocedor de la literatura de su tiempo, y en especial de los clásicos griegos –quienes escribieron ocho siglos antes que San Agustín.
Estas lecturas le llevaron a profundizar en el estudio de la filosofía. Esto no le impidió, sin embargo, que en su juventud se dejara arrastrar por las pasiones mundanas como la fama, la lujuria y la frivolidad.
En esta época, luego de leer Hortensius, de Cicerón, San Agustín había abrazado la herejía del maniqueísmo, la cual explicaba el estado terrible del mundo arguyendo que éste no había sido creado por Dios, sino por un demonio que se hacía pasar por Él ante nosotros.
Pero más tarde desechó esa creencia, y llegó a concluir que es imposible alcanzar la verdad pura, y se volvió partidario del escepticismo. Desesperado en su búsqueda de lo verdadero y confundido en sus ideas, San Agustín decide embarcarse rumbo a Roma para proseguir ahí sus estudios. Preocupada por su hijo, Santa Mónica decidió seguirlo a Italia.
En la ciudad de Mediolanum, la actual Milán, San Agustín tuvo oportunidad de asistir a los sermones del santo obispo Ambrosio, quedando profundamente conmovido por sus prédicas, como si de pronto se hubiera hecho la luz en su interior; así, el año 387, a los 33 años de edad, decidió finalmente recibir el bautismo.
La más alegre con el acontecimiento fue Santa Mónica, cuyo motor de vida había sido ver algún día a su hijo convertido. Pero sucedió que cuando madre e hijo estaban a la espera de un barco para regresar juntos y reconciliados a Tagaste, ella falleció de fiebre repentinamente.
San Agustín no permaneció en Roma, sino que prosiguió hasta su ciudad natal. Vendió todas sus propiedades y se retiró con unos compañeros a hacer vida monacal –lo que marcó el antecedente de la Regla de lo que llegaría a ser la Orden Agustina.
El monasterio lo pretendía fundar en Hipona, o sea Hippo Regius (hoy Annaba), pero en esa ciudad el obispo lo ordenó sacerdote en 391, e inesperadamente el propio San Agustín fue nombrado obispo de Hipona en 395.
En 430, cuando los bárbaros vándalos al mando de Genserico, luego de cruzar por España al norte de África, sitiaron Hipona, San Agustín contrajo una enfermedad y murió a los 76 años de edad.
La extensa obra escrita que San Agustín de Hipona nos legó sigue siendo imprescindible en la actualidad, tanto en teología como en filosofía. Por ejemplo sus Confesiones y La Ciudad de Dios. La profundidad de su pensamiento le valió ser considerado uno de los cuatro más importantes Doctores de la Iglesia.
San Agustín de Hipona es también el santo patrono de los teólogos y de los impresores de libros.
SAN AGUSTÍN nos enseña a conciliar la fe con el intelecto.
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