Somos débiles.
Hay algo que debemos tener siempre muy presente a nuestra vista, y es que somos débiles, muy débiles, pues aunque el bautismo nos ha borrado el pecado original, y nuestras confesiones sacramentales nos han perdonado los pecados graves, sin embargo tanto aquel pecado como éstos, han dejado en nosotros lo que se llama concupiscencias, es decir, inclinaciones hacia el mal, de manera que nos resulta más fácil hacer el mal, que hacer el bien.
Pero cuando, por la gracia de Dios y su ayuda, logramos vivir un tiempo en amistad con Dios, y sin cometer pecados graves, debemos tener precaución de no perder los méritos obtenidos. Porque el demonio es un ladrón astuto, y por un solo pecado mortal, nos quiere robar años de méritos.
¿Cuál es el remedio para no llegar a ser presa del Maligno? Ser humilde. Quien es humilde, siempre desconfiará de sí mismo y pedirá ayuda a Dios, sabiendo que no puede defenderse solo, y confiará en el Señor. También huirá de las ocasiones de pecado, sabiendo que nadie está seguro en esta vida, ya que mientras hay vida, hay peligro de pecar. Y somos tan débiles que la tentación se nos mete por cualquier parte, especialmente por los ojos.
Nunca hay que estar seguros de nosotros mismos, porque nos puede suceder como a Pedro, que ante la pasión inminente de Jesús, promete que será fiel hasta la muerte, pero luego claudica miserablemente negando tres veces al Señor.
Es mejor saber que la prueba es grande, muy grande, y que sólo saldrán victoriosos quienes sean humildes, pidan ayuda a Dios, y no se expongan inútilmente a las ocasiones de pecado, porque dice la Sagrada Escritura que quien ama el peligro, perecerá en él.
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