viernes, 9 de mayo de 2014

La Iglesia honra a sus santos, crece por ellos, y se proyecta al presente y al futuro

 

La Iglesia honra a sus santos, crece por ellos, y se proyecta al presente y al futuro.
            Desde el año 1594, siendo Papa Clemente VIII, se ha contabilizado de manera rigurosa y contrastado el número de los santos canonizados por la Iglesia. Este, el número, asciende a 839, incluidos ya, claro, San Juan XXIII y San Juan Pablo II. Es, precisamente, Juan Pablo II el Papa que procedió a mayor número de canonizaciones, en total, 482. A los 839 santos computados desde 1594 a 2014, hay, lógicamente, que añadir otros varios cientos de cristianos, singularmente de los cuatro primeros siglos, a quienes también se les venera oficialmente como santos.
Una canonización no es nunca ni un capricho, una veleidad, una opción, un enaltecimiento coyuntural de méritos solo humanos, ni tampoco, y muchos menos, un glorificación endogámica o narcisista que pueda provocar en la comunidad eclesial ensimismamiento o autocomplacencia. En el último Editorial de ecclesia, en las vísperas mismas de la gran fiesta de la santidad del 27 de abril, ahondábamos en el porqué y en el para qué de las canonizaciones  en general y muy particularmente de  las de Juan XXIII y de Juan Pablo II.
Una canonización es, pues,  un acto de justicia. Es una alabanza al Dios tres veces santo y fuente de toda santidad. Es proponer modelos e intercesores valerosos, válidos y luminosos para el camino de la vida cristiana y es un ejercicio de evangelización. Una canonización, parafraseando a  San Juan XXIII, no es custodiar e incrementar las piezas de un museo, “sino cultivar un jardín floreciente de vida y reservado a un futuro glorioso” y algunos de cuyos más cuajados frutos los representan los santos.
La Iglesia, además, y con ella la sociedad de bien, crece con y por los santos. Nos lo recordó Francisco en la homilía de la misa del 27 de abril: “No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer a la Iglesia”. Y en este sentido y refiriéndonos,  a los dos nuevos santos, ¡cuántos testimonios hemos podido escuchar y sentir estos días de vidas marcadas y transformadas por el ejemplo de uno u otro! ¡Cuánta capacidad de sacrificio, de abnegación y de entusiasmo ha demostrado el millón de personas que peregrinó a Roma para participar en el acontecimiento! ¡Cuánta gracia derramada, sin duda, por la intercesión de San Juan XXIIII y San Juan Pablo II! La Iglesia crece y es más fiel y fecunda, en la medida en que se identifica más a su Señor. Y un santo es precisamente aquel que sigue más cerca e imita mejor a Jesucristo. Las obras de la caridad, de enseñanza, de beneficencia, de piedad y de evangelización de las que la Iglesia a lo largo de los siglos ha sido y sigue siendo pioniera son frutos del don de Dios en hombres y mujeres que se tomaron en serio el Evangelio y lograron ser cristianos de cuerpo entero. ¡Tantos y tantos ejemplos podría aducir, con nombres y apellidos, al respecto!
Con las canonizaciones, la Iglesia, pues, no se detiene, ni se recrea, sino que se regenera y busca la fuerza y el estímulo de sus mejores hijos para proyectarse en el presente y atisbar y preparar el futuro. Y, sin duda, que desde estos planteamientos se entenderán mejor las palabras del Papa cuando ligó y prolongó la canonización del 27 de abril con la actual hora eclesial y el doble Sínodo de los Obispos  (octubre de 2014 y octubre de 2015) con y sobre la familia.
El Papa Francisco pidió la intercesión y la luz del ejemplo de los nuevos santos. Y lo hizo en una doble petición y propuesta. Por una parte, para       que, durante todo este itinerario sinodal, seamos dóciles, siguiendo la estela de Roncalli, a las inspiraciones del Espíritu Santo; y por otra,  para que como Wojtyla, “el Papa de la familia” -el nuevo santo dijo al entonces cardenal Bergoglio que así le gustaría ser recordado-, demos lo mejor de nosotros mismos en pro de la pastoral familiar.
La proyección de los santos en el presente y el futuro significa asimismo “no escandalizarnos de las llagas de Cristo, sino adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama”. Significano avergonzarnos de ninguna miseria humana. Significa tener siempre entrañas de misericordia y, al mirar las llagas de Jesús, tocar y sanar las llagas de la humanidad.

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