Dar el paso cuesta. Pero, una vez dado, la certeza de que Cristo vive y actúa con su Espíritu consuela a los corazones.
Creer nunca ha sido fácil. Abrirse a un Hombre venido de Galilea, acoger un mensaje contra la lógica del mundo, enfrentarse a las potencias del mal, proclamar una ley de misericordia y perdón, confirmar la Buena noticia con la Sangre en el Calvario y la Resurrección la mañana de Pascua... Parecen provocaciones que superan los límites de la "prudencia" y del sentido común.
Pero así nació, hace 2000 años, la Iglesia católica. Acogió el mensaje del Maestro, predicó desde los techos, sufrió persecuciones, enseñó a perdonar al enemigo, promovió un nuevo estilo de vida, se puso al servicio de los pobres y los últimos...
El cristianismo presenta una belleza inaudita. Abre el mundo a Dios porque afirma que Dios vino al mundo. Ofrece la paz que recibe de Jesucristo. Enseña una doctrina única en la que se vislumbra un núcleo radiante: Dios es Amor, Dios es Trinidad, Dios es misericordia.
El mundo romano no fue capaz de entender aquella novedad. Encarceló y mató a cientos de creyentes. El mundo moderno tampoco comprende un Evangelio construido desde paradojas magníficas: perder la vida para ganarla, morir para vivir, dar para recibir, perdonar para implantar una justicia más completa.
Hoy, como en el pasado, es posible decir "creo" desde una valentía que viene de la gracia. Los mártires de todos los tiempos muestran hasta qué punto la fe sostiene a hombres y mujeres en el momento de la prueba. Sin que lleguen al derramamiento de su sangre, también da fuerzas a millones de bautizados que sufren discriminaciones, burlas, desprecios, entre los suyos y ante un mundo fascinado por engaños pasajeros.
Hay una belleza valiente en el mundo de la fe. Dar el paso cuesta. Pero, una vez dado, la certeza de que Cristo vive y actúa con su Espíritu consuela a los corazones y permite caminar, cada día, con un canto sencillo de gratitud, de esperanza y de alegría.
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