La canonización de Juan Pablo II, por Roberto Esteban Duque
Concebido en tiempos de guerra, Juan Pablo II es el papa surgido del Concilio Vaticano II. A Juan XXIII le tocó convocarlo, a Pablo VI conducirlo, y a Juan Pablo II la difícil tarea de aplicarlo. De Lumen gentium, Karol Wojtyla extrajo su proyecto de renovación eclesial fundado en la eclesialidad.
De Gaudium et spes, dos ideas básicas: el camino de la Iglesia es el hombre y “Cristo manifiesta el hombre al propio hombre”, una constante durante su pontificado.
De Dignitatis humanae un sólido punto de apoyo para la defensa de la libertad religiosa y de los derechos humanos ante los regímenes totalitarios marxistas, entre ellos el de su propia patria, Polonia.
Durante la década de los sesenta, Europa experimenta una dramática pérdida de fe. Harvey Cox proponía el triunfo del secularismo: la religión debía centrarse en la humanidad en vez de hacerlo en una deidad trascendente. La respuesta de Karol Wojtyla no se haría esperar: si la ética debe ser humanista, entonces Dios no es ya el fin de la vida humana, el único fin del hombre será el propio hombre.
Con la difusión de la moral autónoma, la cultura moderna se ha alineado con los principios de base del individualismo demócrata universalista. Este proceso de secularización ha llevado a instalarse en la sociedad la institución de la ética de los derechos del individuo. Cuando se persigue la felicidad material, desaparecen las exigencias morales, se desculpabiliza cualquier deseo y triunfa una cultura materialista y hedonista basada en la exaltación del propio individuo.
Con la difusión de la moral autónoma, la cultura moderna se ha alineado con los principios de base del individualismo demócrata universalista. Este proceso de secularización ha llevado a instalarse en la sociedad la institución de la ética de los derechos del individuo. Cuando se persigue la felicidad material, desaparecen las exigencias morales, se desculpabiliza cualquier deseo y triunfa una cultura materialista y hedonista basada en la exaltación del propio individuo.
Los requerimientos materiales predominan sobre la obligación humanitaria, la necesidad sobre la virtud y el bienestar sobre el Bien. También aquí Juan Pablo II denunció con vigor creciente el materialismo en Occidente. Según explicó a André Frossard, la sociedad occidental materialista “busca convencer al hombre de que es un ser completo, definitivamente adaptado a la estructura del mundo visible”.
Esta corriente de autonomía moral penetró con fuerza en la Iglesia y todavía permanece. En la encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II confronta lo que para él constituía el mayor peligro de nuestro tiempo: el relativismo moral. Pronto encontraría resistencia la doctrina en la teología progresista. Hans Küng dirá que la encíclica evidenciaba la admisión de una crisis y un fracaso: “Si el papa se da cuenta de que después de quince años de discursos, después de los viajes, las encíclicas y el catecismo, los católicos todavía no están obedeciendo sus palabras, entonces es que el papa no convence a la Iglesia”. Bernard Häring sostenía que Veritatis splendor contiene el error en el mismo objetivo del documento: avalar el consentimiento y la sumisión totales ante todos los pronunciamientos del papa.
El debate actual sobre la posibilidad de recibir la comunión de los divorciados vueltos a casar planteado por el cardenal Kasper, en contra de la misma Sagrada Escritura o con la libre interpretación de algunos textos, reabre un dilema que parecía cerrado en los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, y que preocupaba a Pablo VI al final de su pontificado: ¿cómo equilibrar la continuidad doctrinal, el consenso de los fieles y los dictados de la propia conciencia?
Para Juan Pablo II, la Iglesia no depende de criterios sociológicos, de cifras y modas sometidas al devenir de los tiempos. La cuestión de la comunión de los divorciados vueltos a casar no tiene que ver con la misericordia o la falta de la misericordia, pues se trata de una cuestión de fe: abstenerse de la Eucaristía en la fe y la obediencia a la autoridad de la Iglesia es un servicio a la misma Iglesia y facilita una mayor comprensión de la indisolubilidad del matrimonio.
Además de su amor a la Santísima Virgen, como una de las marcas distintivas de su pontificado (nunca podía faltar la visita a un santuario de la Virgen a cualquier país que fuese, encomendando continentes enteros al corazón de María), así como su firmeza contra la “cultura de la muerte” (“este es el tema que más preocupa al pontífice, más que cualquier otro”, declaró el cardenal Jhon O’Connor), hay dos rasgos fuertes y visibles de su personalidad que podrían definir su corazón magnánimo y su formidable santidad.
El Papa Juan Pablo II amaba como pocos pontífices lo hayan hecho a los jóvenes y poseía una ternura similar en presencia del sufrimiento de los hombres.
Los jóvenes eran para él su esperanza. Para ellos creó el Día Mundial de la Juventud en 1986, una peregrinación en la que participan cientos de miles de católicos jóvenes del mundo entero. La presencia de los jóvenes parecía rejuvenecerlo. Juan Pablo II es un referente excepcional para una generación hastiada por el grotesco secularismo de sus progenitores, el paradigma inequívoco a la hora de constituir una “masa crítica” de la cultura cristofóbica y anticatólica invasoras de un modo especial en Europa.
La propuesta de Juan Pablo II, beatificado el día 1 de mayo de 2011 y canonizado junto a Juan XXIII el día 27 de abril de 2014, posee una validez absoluta: es inexcusable una vida de oración, de autoexigencia y servicio a los demás, una lógica del amor a Jesucristo, abrazando a los más pobres y luchando por ser santos. ¿Acaso es otro el mensaje del Evangelio?
A los jóvenes de ayer y de hoy, a las generaciones más jóvenes nacidas entre los años 1975-1990, Juan Pablo II les diría las mismas palabras que pronunció en su primer viaje como pontífice a su patria polaca: “¡No tengáis miedo!”. Sabed que un mundo sin Dios no tiene futuro y que la vida nueva sólo puede conquistarse por un camino de ascesis y renuncia al hombre viejo; que la Iglesia seguirá insistiendo, fiel a la tradición, en la sacralidad de la vida, manifestando una Verdad que nos salva, la necesidad insoslayable, por constitutiva, de la religión y la fidelidad al matrimonio y la familia; que los complejos de inferioridad cultural manifiestan una inquietante vergüenza de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia católica, la misma Iglesia donde los jóvenes encontrarán a Cristo, porque es ella quien nos lo da; que ser progresista hoy en la Iglesia, es decir, sofisticado y conformista, revela un grado peligroso de decadencia y mediocridad, ajeno a la excelencia y radicalidad del Evangelio; que sólo existe una pobreza en la vida de los hombres: la de un mundo sin Dios, y que estamos llamados a recibir y acoger el amor de Dios para posibilitar la comunión y el amor entre los hombres.
Asimismo, para Juan Pablo II el dolor y el sufrimiento eran una oportunidad para compenetrarse más íntimamente con el misterio de la Cruz de Cristo en comunión con todos los que sufren. En la homilía de beatificación de Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI hablaba de su testimonio en el sufrimiento: “el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una “roca”, como Cristo quería”. Su mensaje será aún más elocuente precisamente cuando sus fuerzas iban disminuyendo.
De la vida de Juan Pablo II aprendemos el testimonio de una fe forjada en las pruebas, la fatiga y la enfermedad. El misterio del sufrimiento lo marcó desde muy joven, mostrando la gran docilidad de espíritu con que afrontó la peregrinación de la enfermedad, hasta la agonía y la muerte. La forma en que abrazaba a los hombres abrumados por la pobreza o besaba las cabezas de mujeres dobladas por el cansancio manifestaba la prueba segura de su compasión.
En Calcuta, mientras caminaba por entre las camas de los leprosos, los enfermos y los agonizantes del hospicio de Teresa de Calcuta, una mujer le tomó la mano y la sostuvo firmemente contra su rostro, mientras el papa la miraba ensimismado. Luego, abstraído, entró en el recinto donde se encontraban los cadáveres de ese día, recibiendo su oración.
“¡No temáis! ¡Abrid de par en par vuestras puertas a Cristo! ¡Abrid a su poder de salvación los confines del Estado, abrid los sistemas económicos y políticos, los vastos imperios de la cultura, la civilización y el desarrollo!”. Un gran bien para la Iglesia y para toda la humanidad contenía este mensaje universal de quien el pueblo cristiano reconoció con prontitud su santidad (¡santo ya!), y fue testigo de Cristo con su palabra y fidelidad a Dios y al Evangelio.
Todos estamos en camino hacia la santidad, hacia un Dios capaz de llenar el corazón del hombre por medio de una vida de adoración y de entrega. ¡Santo y feliz, Juan Pablo II!
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