Adviento es un buen tiempo para preguntarnos qué deseamos, qué esperamos. Dios nos promete compartir su propia vida en Cristo, cuyo nacimiento nos preparamos para a celebrar, y debemos preguntarnos si deseamos compartir esa vida por encima de todas las cosas; también preguntarnos cómo nos disponemos para compartir esa vida.

Está el deseo y la acción para alcanzar ese deseo. La acción primordial es de Dios que nos da los medios y nos atrae. Deseamos a Dios, pero ¿en qué forma concreta? Al desear a Dios deseamos libertad y paz, y más aún plenitud de vida, alcanzar la meta para la que hemos sido creados.

La manifestación de la Encarnación que vamos a celebrar es una invitación a asumirla en nuestras propias vidas. Invitación a asumir el valor de nuestra propia humanidad que además está invitada a participar de la divinidad que se hace ser humano en Jesús.

Hace falta humildad para entrar en este proceso de reconocimiento de lo que somos: no somos Dios, y esperanza para aceptar el don de la vida divina que se manifiesta: somos hijos de Dios llamados a ser copartícipes de de la vida divina en el Hijo.

Esperanza: estamos a la espera, y no sólo en Adviento sino en cada momento, y a la espera no sólo de su manifestación definitiva, sino también de su manifestación en nuestra vida concreta aquí y ahora.

Una señal de esa manifestación es el deseo de hacer un don de nuestra propia vida, pero un don que también consiste en abrirnos para recibir. Vamos a presentarnos al Señor para ofrecerle lo que somos, sabiendo que antes Él se ha ofrecido a nosotros de la forma más humilde posible.

El intercambio de regalos en Navidad es en el fondo esto: entregamos la propia vida y recibimos la vida del Señor. Admirable intercambio realmente. Preparémonos entonces para este intercambio que la manifestación del Señor evoca, abrámonos para recibir el don y para dejar que el don de la propia vida fluya hacia Él y sea asumida en Él.