«Era el 24 de diciembre... en un pueblecillo de montañeses... pobres....
»... El alcalde y el cura entraron trayendo del brazo a un joven alto, moreno, de barba y cabellos negros, que realzaba entonces una gran palidez y [una] mirada llena de tristeza.... Era Pablo.
»Venía vestido como los montañeses, y se apoyaba en un bastón largo y nudoso.... El alcalde lo condujo a donde se hallaba [Carmen], diciéndole con afecto:
»—Ven por acá...; aquí te necesitan. Si tienes buen corazón, nos has de perdonar a todos.
»Pablo, al ver a Carmen, pareció vacilar de emoción, y se aumentó su palidez; pero reponiéndose, dijo todo turbado:
»—¡Perdonar, señor! ¿Y de qué he de perdonar? Al contrario, yo soy quien tiene que pedir perdón de tanto como he ofendido al pueblo!
»Entonces se levantó Carmen y, trémula y sonrojada, se adelantó hacia el joven, e inclinando los ojos, le dijo:
»—Sí, Pablo; te pedimos perdón; yo te pido perdón por lo de hace tres años... Yo soy la causa de tus padecimientos... y por eso, bien sabe Dios lo que he llorado. Te ruego que no me guardes rencor....
»—... Pero, Carmen, ¿quién ha dicho a ustedes que yo te tenía rencor? Y por qué había de tenerlo? Era yo vicioso, señor alcalde, y por eso me entregó usted a la tropa [para servir a la Patria]. Bien hecho: de esa manera me corregí y volví a ser hombre de bien. Era yo un ocioso y un perdido, Carmen; tú eres una niña virtuosa y buena, y por eso cuando te hablé de amor me dijiste que no me querías.... Yo soy quien te pido perdón, por haber sido atrevido contigo y por haber estorbado quizá en aquel tiempo que tú quisieras al que te dictaba tu corazón. Cuando yo considero esto, me da mucha pena.
»—¡Oh, no; eso no, Pablo! —se apresuró a replicar la joven—. Eso no debe afligirte, porque yo no quería a nadie entonces... ni he querido después...; y si no, pregúntalo en el pueblo... te lo juro: yo no he querido a nadie....
»Los dos amantes se estrecharon la mano sonriendo de felicidad.... Los pastores cantaron y tocaron alegrísimas sonatas en sus guitarras, zampoñas y panderos; los muchachos quemaron petardos, y los repiques a vuelo con que en ese día se anuncia el toque del alba, invitando a los fieles a orar en las primeras horas del gran día cristiano, vinieron a mezclarse oportunamente al bullicioso concierto....
»... Y Pablo sollozaba, quizá por la primera vez, teniendo aún entre sus manos la blanca y delicada de su adorada Carmen, que acababa de abrir para él las puertas del paraíso....
»Todo esto me fue referido la noche de Navidad de 1871 por un personaje, hoy muy conocido en México, y que durante la guerra de Reforma sirvió en las filas liberales. Yo no he hecho más que trasladar al papel sus palabras.»1
¡Qué buen ejemplo del verdadero espíritu de la Navidad el que nos presenta el autor mexicano Ignacio Manuel Altamirano en esta pequeña obra suya titulada Navidad en las montañas! Es que la noche de la primera Navidad Jesucristo, el Hijo de Dios, nació entre personas de humilde condición, incluso pastores de ovejas, a fin de mostrarnos su amor y ofrecernos el perdón que todos necesitamos, y de ese modo abrirnos las puertas del paraíso celestial.2
2.- Lc 2, 1-20; 23, 32-43; Ro 5, 8
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