«El buen prelado Moreau, amigo de los pobres, conocido también como el obispo santo, fue singularmente devoto del Sagrado Corazón de Jesús, de María y de José, devoción que se ocupó de difundir. Fue cofundador de las Hermanas de San José»
(ZENIT – Madrid).- Nació en Bécancour, Quebec, Canadá, el 1 de abril de 1824. Sus padres eran humildes agricultores. Fue el quinto de trece hermanos; dos de ellos no sobrevivieron. Creció siendo un niño «inteligente, piadoso, modesto, apacible y pensativo». Pero al venir al mundo prematuramente, desde el principio le acompañó su mala salud. Esta deficiencia hizo que sus progenitores buscaran para él un futuro menos fatigoso que el derivado del trabajo en el campo. El párroco Charles Dion les aconsejó que lo destinaran al estudio. Y después de aprender las nociones básicas, en 1839 ingresó en el seminario de Nicolet. En una de sus visitas pastorales el arzobispo de Quebec, Joseph Signay, confirmó sus cualidades para ser ordenado. Pero casi a finales de 1845, año y medio más tarde de producirse este encuentro, la debilidad y estrés originado por unas clases que impartía mermaron sus escasas fuerzas y volvió a Bécancour para llevar una vida acorde con su situación, al amparo de la parroquia donde se propuso continuar los estudios eclesiásticos.
En 1846 no estaba completamente recuperado, y ello indujo a monseñor Signay a recomendarle que permaneciese con su familia y se olvidara del sacerdocio. Recibió esta noticia consternado. Su vocación era sólida, y sin arredrarse, fortalecido por la fe y en un estado de paz, elevó sus oraciones a Dios y actuó con firmeza. El párroco y formadores del seminario que lo conocían bien no lo abandonaron. Con cartas de recomendación viajaron a Montreal. Luís no tardó mucho en recibir la ayuda del obispo de la ciudad, monseñor Ignace Bourget, quien debiendo viajar a Roma se lo confió a Jean Charles Prince, su secretario y director de la escuela, que poco después sería designado primer obispo de Saint-Hyacinthe. Cuando Bourget regresó, anexionó a Luís al obispado. Prince y él pudieron constatar de primera mano las virtudes que adornaban al beato. Ambos fueron sus benefactores.
Fue ordenado el 19 de diciembre de 1846. Durante seis años estuvo al frente de distintas misiones que le dispusieron para poder asistir convenientemente a Prince en 1852 cuando se hizo cargo de la diócesis de Saint-Hyacinthe en calidad de obispo. Fue secretario y canciller suyo. Tuvo en él a un gran maestro. Como discípulo aventajado, Luís aprendió de su sagacidad pastoral y se nutrió de sus enseñanzas, como después le ocurrió con los tres sucesores de este prelado. Fue párroco de la catedral, procurador del obispado, vicario general, secretario del consejo diocesano, encargado de las finanzas y capellán de varias congregaciones de religiosas, entre otras responsabilidades que desempeñó.
Cuatro veces administró la diócesis en ausencia del prelado titular o durante las épocas en las que la sede estuvo vacante. Todo lo asumió con eficacia, haciéndose acreedor de la confianza que depositaron en él. Era ordenado, un trabajador nato, querido y admirado por todos: laicos, religiosos, sacerdotes y fieles en general. Al fallecer el tercer obispo de Saint-Hyacinthe, Charles Larocque, Pío IX le otorgó esta misma dignidad en noviembre de 1875. En manera alguna quería asumir Luís tan alta misión que le colocaba al frente de la diócesis, pero el papa le rogó que aceptase con generosidad lo que denominó «yugo del Señor». Tomó posesión el 16 de enero de 1876. Tenía entonces 51 años, y rigió la joven diócesis durante más de un cuarto de siglo bajo el lema: Omnia possum in eo qui me confortat «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Flp 4,13).
Era un hombre de oración, de vida sencilla y austera que tenía especial debilidad por los pobres. En el transcurso de su misión episcopal se constató su gran fidelidad a la Iglesia y al papa. En momentos delicados en los que se implicó antepuso su amor por ellos a sus criterios y a los lazos de amistad que le unían a otras personas. Intensa fue su labor pastoral. Reabrió la residencia episcopal, impulsó la construcción de la catedral con los recursos acumulados por su predecesor, abrió las puertas a muchas comunidades religiosas proporcionando a la diócesis la riqueza que conllevan diversos carismas, ayudó social y económicamente a la Unión de San José, un proyecto puesto en marcha por él para sostener a los que quedaron sin trabajo tras el voraz incendio que asoló Saint-Hyacinthe, y prestó su asistencia a los círculos agrícolas. Asimismo fundó, con la colaboración de la venerable Elisabeth Bergeron, las Hermanas de San José con objeto de atender las escuelas rurales de chicos y chicas.
Pasó por esta vida prodigando el bien, abandonado en manos de la divina Providencia. Fue audaz, prudente, solícito y servicial, firme y comprensivo, un apóstol incansable. Estaba disponible para todos. Denunció los desórdenes de la época sin dudarlo. Su cercanía a los sacerdotes y feligreses era fruto de su oración. Reconocido por sus virtudes le asignaron el entrañable apelativo de «el buen monseñor Moreau». Era signo del afecto y gratitud que le profesaban. Este calificativo derivó después en «el obispo santo». El pueblo heredó su devoción por el Sagrado Corazón de Jesús, por María y José, que difundió en todo momento. Incontables personas le buscaron para recibir su consejo. De ello da constancia el valiosísimo e ingente testimonio espiritual plasmado en más de 15.000 cartas. «No haremos bien las grandes cosas si no estamos determinados por una unión íntima con Nuestro Señor», escribió. Hizo vida esta convicción venciendo la fragilidad que le acompañó toda su existencia. Murió en Saint-Hyacinthe el 24 de mayo de 1901. Juan Pablo II lo beatificó el 10 de mayo de 1987.
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