lunes, 7 de diciembre de 2015

EL ANCIANO SIMEÓN


Cuando Jesús cumplió ocho días de nacido, María y José lo llevaron a circuncidar, como lo mandaba la ley de Moisés.
La circuncisión era un rito muy especial para los judíos. Consistía en una marca o una señal que se hacía en el cuerpo de los niños varones. Cuando el sacerdote o la persona encargada por él la realizaba, los niños derramaban unas cuantas gotas de sangre, y así quedaban inscritos como pertenecientes al pueblo de Israel, el pueblo escogido por Dios para llevar a cabo,  por medio de él, la salvación del mundo entero.
Este mismo día de la circuncisión se les daba a los niños el nombre que debían llevar a lo largo de su vida. Siguiendo las instrucciones que el ángel le dio a María en la anunciación, y también las que le dio a José en el sueño, Jesús recibió su nombre, que significa “Dios salva”.
Después, a los cuarenta días del nacimiento, y siguiendo también la ley de Moisés, María yJosé llevaron a Jesús al gran Templo de Jerusalén, para presentarlo y ofrecerlo a Dios, porque era su primer hijo, y para hacer una ofrenda de acción de gracias por su nacimiento. Los israelitas tenían muy claro en su mente y en su corazón, que Dios es quien nos lo da todo, y por eso tenemos que darle gracias constantemente, de diferentes maneras.
Estando allí, en el Templo de Jerusalén, ocurrió algo muy especial: un anciano que vio de lejos a María y a José con Jesús en sus brazos, se acercó a ellos, y tomando al niño dijo una profecía sobre él:
“Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2, 29-32).
Las palabras de Simeón sonaron un poco extrañas a los oídos de María y de José, pero después, meditándolas y comentándolas, como hacían siempre, entendieron que el anciano sólo había reconocido lo que ellos  ya sabían porque se los había dado a entender Dios mismo: que Jesús no era un niño cualquiera, un niño igual a los demás, porque era nada más y nada menos que el Hijo de Dios, el Salvador que Dios había enviado al mundo para hablarnos de su amor y para hacérnoslo presente.
Después, Simeón, dirigiéndose a María, le anunció todos los sufrimientos que iba a tener a lo largo de su vida, por ser la madre de Jesús; pero María, aunque seguramente se asustó un poco, no dijo nada, y en su corazón renovó el “SÍ” que le había dado a Dios el día que la visitó el ángel Gabriel, cuando Jesús comenzó a formarse y a crecer en su interior.

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