Palabras para Navidad
Cuando era chica iba a ver el pesebre de la iglesia Santa Ana, con su vaquita echada, su pastor dando un paso detrás de las ovejas, un lago de agua celeste sobre un redondo espejo (allí metía mis manos cuando nadie miraba, esperando un milagro de ese frescor sagrado). Y el Jesús Niño con los brazos abiertos y mirándome… Sólo a mí me miraba. Eso creía. Sólo a mí, porque Él y yo manteníamos un diálogo cada noche, cuando con mis hermanitas le rezábamos para : "Que el alma de mamita descanse en paz y el Niñito Jesús nos haga buenas y felices. Amén".
Todo el año lo imaginaba durante la oración, pero en Navidad Él estaba allí, con su pañal y sus pies desnudos, con su padre tan serio y su madre hermosísima. Yo le decía que hiciéramos un trato: no me comería más las uñas, no robaría dulce de leche ni galletas de la alacena, y Él me traía de nuevo a mi mamá. Pero no. Mi mamá ya era un lucero de un cielo y los luceros no andan arrastrando su túnica de luz por las veredas…
Pasaron tantas navidades como pétalos tiene una margarita. No, no volví a Santa Ana; no le pedí imposibles a mi amigo chiquito, acepté los designios de un Dios grande que tiene sus razones para dar y quitar. Aprendí a resignarme, a esperar, a llorar sin que nadie me vea; traté de comprender y de aprender que el amor no pide explicaciones… Y aquí estoy, acercándome a esta Navidad…
A mí siempre me gustaron las fiestas, su gusto a mazapán, su ruido de cohetes, sacarle el brillo con un lienzo a las copas, ponerle una campana al pino y lucecitas que se encienden y se apagan como el parpadeo mágico de un gnomo, reunirnos alrededor de la mesa fragante y llevar en el corazón a los que ya partieron para hacerlos brindar con nuestro vino y sonreír desde nuestra sonrisa. Pero este año, un poco triste o nostálgica, he buscado a mi antiguo amiguito: sobre el aparador un Niño Dios pequeñísimo de un pesebre de terracota que me hizo una amiga; lo pongo en la palma de mi mano y tiembla, como yo. Una lágrima entibia su cuerpecito leve, y le ruego, le ruego, le pido:
"Señor, no quiero grandes cosas, no me des los océanos, sino un vaso de agua cada vez que tenga sed. No me des los sembrados de la tierra, sino una rebanada de pan cada vez que tenga hambre. No me des la extensión de las praderas, sino una parcelita verde donde echarme cara al cielo a mirar las estrellas, el vuelo de los pájaros, los rayos amarillos conque el sol me hace cerrar los párpados. No me des un vergel: quiero una flor tan sólo, un jazmín infinito que perfume mis días. Y una sonrisa que no se gaste como la cuentas del rosario. Y ganas de hacer lo que hago, para que no me convierta en una autómata o en una rutinaria.
Dame esa cuota de amor que le permite al corazón latir sin sobresaltos, latir seguro y suave, con ese movimiento de vaivén con que la brisa mueve las ramas de los álamos. No me des una importante enciclopedia… dame una sencilla palabra para decir a cada una personas que se acercan a mí y hacerlas más dichosas. Niño de luz: que mis dolores no me nublen los ojos impidiéndome ver los dolores de los demás.
Dale a mi mano, casi siempre extendida, una mano que la apriete con cariño. Pero por sobre todas las cosas, pequeño amigo mío, quiero pedirte algo muy especial. No me digas que no. No le digas que no a la niñita que visitaba tu pesebre en Santa Ana, a la que dejaba terrones de azúcar debajo del pasto amarillento para que comieran los camellos de los tres Reyes Magos. No le digas que no a la niñita que suplicaba que le devolvieras a su mamá y corría desaforadamente cada vez que tocaban el timbre de la puerta de calle… porque creía que era ella, la ausente, la que llamaba para estrecharla otra vez contra su pecho… Porque es un poco ella la que te pide, y un poco yo. Somos las dos que te rogamos que borres para siempre, para siempre, la palabra 'soledad ' en nuestra vida. Amén"
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