Con María a la Navidad
El último domingo de Adviento es el que debe preparar inmediatamente a la Navidad. Las compras ya deberían estar hechas, y tal vez estamos un poco más disponibles para pensar también en el sentido religioso de la fiesta. El Evangelio es el de la Visitación de María a Isabel, que finaliza con el Magnificat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva»
Con el Magnificat María nos ayuda a captar un aspecto importante del misterio navideño sobre el que desearía insistir: la Navidad como fiesta de los humildes y como rescate de los pobres. Dice: «Ha derribado del trono a los poderosos y ha enaltecido a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos». En el mundo de hoy se van perfilando dos nuevas clases sociales, que ya no son las mismas que se consideraban en el pasado, esto es, propietarios y proletarios. Son más bien, por un lado, la sociedad cosmopolita que sabe inglés, que se mueve a sus anchas por los aeropuertos del mundo, que sabe utilizar el ordenador y «navega» por Internet; para la cual la tierra es ya «la aldea global»; por otro, la gran masa de aquellos que apenas han salido de su pueblo natal y tienen un acceso limitado o sólo indirecto a los grandes medios de comunicación social. Hoy son estos, respectivamente, los nuevos «poderosos» y los nuevos «humildes».
María nos ayuda a volver a poner las cosas en su sitio y a no dejarnos engañar. Nos dice que frecuentemente los valores más profundos se esconden entre los humildes; que los acontecimientos que más inciden en la historia (como el nacimiento de Jesús) suceden en medio de ellos, no sobre los grandes escenarios del mundo. Belén era «la aldea más pequeña de Judá», dice la primera lectura del día; sin embargo, fue en ella en la que nació el Mesías. Grandes escritores, como Manzoni y Dostoiewski, han inmortalizado en sus obras los valores y las historias de la «gente pobre».
La «opción preferencial» de los pobres es algo que hizo Dios mucho antes del Concilio Vaticano II. La Escritura dice que «el Señor es excelso, pero se fija en el humilde» (Sal 138, 6); que «resiste a los soberbios, pero concede su favor a los humildes» (1 P 5, 5). A lo largo de toda la revelación se nos muestra como un Dios que se inclina sobre los pobres, los afligidos, los abandonados y aquellos que no son nada a los ojos del mundo. Todo esto contiene una lección actualísima. Nuestra tentación, en efecto, es la de hacer exactamente lo contrario de lo que hizo Dios: querer mirar a quien está arriba, no a quien está abajo; a quien le va bien, no a quien se encuentra en necesidad.
No podemos contentarnos con recordar que Dios orienta su mirada hacia los humildes. Debemos hacernos nosotros mismos pequeños, humildes, al menos de corazón. La Basílica de la Natividad en Belén sólo tiene una puerta de entrada, y es tan baja que no se puede pasar por ella más que inclinándose profundamente. Hay quien dice que fue construida así para impedir que los beduinos entraran a grupa de sus camellos. Pero la explicación que siempre se ha dado (y que contiene, en cualquier caso, una profunda verdad espiritual) es otra. Esa puerta debía recordar a los peregrinos que para penetrar en el significado profundo de la Navidad hay que abajarse y hacerse pequeños.
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